El cielo a tiros

Jorge Franco

Fragmento

1

Nelson no necesita leer la letra de la canción en el karaoke. Se la sabe de memoria y la canta con los ojos cerrados. La soledad es miedo que se teje callando, y el silencio es el miedo que matamos hablando. La música va por un lado y Nelson va por otro, pero no le importa. Me había dicho, voy a cantarte la canción que más le gustaba a tu papá, y yo lo escucho con atención. ¡Y es un miedo el coraje de ponerse a pensar, en el último viaje, sin gemir ni temblar!

—En este punto, Libardo ya estaría llorando —me susurra al oído uno de sus amigos de antes.

—A cada mujer le tenía su canción —me dice otro.

O no entendió quién era yo cuando nos presentaron o, como ya soy adulto, no le importa mencionarme a las amantes de Libardo. O así son siempre los mafiosos: desbocados al hablar.

Me sirven más whisky sin preguntarme si quiero y a pesar de que apenas me he tomado la mitad. El que está a mi derecha, dice:

—Pero esta canción era la de él, la de él solito, y era un lío porque ningún músico se la sabía. Yo le advertí que esa canción lo delataba porque uno no puede confesar que le tiene miedo al miedo.

Lo interrumpen los aplausos para Nelson. Yo sigo preocupado por mis amigos allá afuera, que no me vayan a dejar porque mi maleta quedó en el carro de Pedro. Además no tengo la dirección de Fernanda.

Nelson se acerca y me dice:

—Aquí estaría tu papá doblado, llorando a moco tendido.

—Sí, eso me dijo él. —Señalo al que está mi lado.

—¿Y qué te pareció? —me pregunta Nelson.

—Muy bien, cantan muy bien todos —le digo.

—Qué va —dice—. Lo hacemos por hobby, nos juntamos cada quince días, para desahogarnos. —Suelta una carcajada, luego se queda mirándome y dice—: A tu papá le habría encantado venir a cantar en karaoke. Era muy melómano.

Es cierto. A Libardo le fascinaban los equipos de sonido, siempre tenía el último modelo, no solamente en la casa sino también en las fincas y en los carros. Si estaba de buen humor oía la música con el volumen muy alto, música popular de la que Julio y yo nos burlábamos.

—¿Y no invitan mujeres? —le pregunto a Nelson.

—Qué tal —responde—. La única vez que las trajimos se apoderaron del micrófono y no nos dejaron cantar.

Otro hombre se acerca, gordo y risueño, con un papel en la mano, y pregunta:

—¿Ya escogieron las de la segunda ronda?

—Yo voy con «¿Y cómo es él?» —dice el que está a mi izquierda.

—No jodás, Baldomero —le reprocha Nelson—. ¿Otra vez?

—La vez pasada no la canté.

—Porque no viniste. Pero la antepasada, y la anterior, y la anterior a la anterior…

—Vean pues a este —se queja Baldomero—. Ahora le dio por decidir qué cantamos y qué no.

—Vení a ver pedimos la lista de canciones para que mirés qué más tiene —le propone el gordo, y se van los dos.

—Yo también me voy —le digo a Nelson.

—Pero si está tempranísimo —me dice—. Aquí nos echamos hasta cinco rondas de canciones. En una de esas te animás a cantar también.

—¿Cantar yo?

Parecen niños. Se mueven inquietos de un lado a otro, de silla en silla, de mesa en mesa, hablan fuerte, sueltan carcajadas. No distingo a ninguno de los que visitaban a Libardo, pero es que han pasado doce años, tal vez son los mismos pero están viejos. ¿A qué se dedicarán ahora? ¿Seguirán traqueteando? ¿Saldaron sus cuentas con la ley? Siguen armados, aunque eso no quiere decir nada en Medellín. ¿Será que ellos sí se morirán de viejos?

—¿Cómo siguió tu mamá? —me dice Nelson, y la pregunta me confunde.

—¿Cómo siguió de qué?

Nelson titubea, bebe, aplaude al gordo que ha comenzado a cantar. Este es bueno, me dice, este sí sabe. ¿Cómo siguió de qué?, le repito. Este es el de mostrar, un bolerista ni el berraco. Nelson, ¿cuándo viste a mi mamá por última vez? Hace mucho, mijo, hace más de dos años que no la veo, seguirá igual de hermosa, me imagino, dice. Me imagino, le digo yo. ¿Cómo así?, no te entiendo, me dice Nelson. Llevo doce años sin venir, apenas llegué hoy, le explico. Ah, carajo, dice Nelson, entonces todo te debe parecer muy distinto.

—¿Qué tiene mi mamá, Nelson?

—Las tetas más hermosas del mundo —dice y suelta una carcajada con tufo a trago—. Perdóname, mijo, es que eso le decíamos a tu papá para gozárnoslo.

Los otros acompañan al gordo con el coro. Y me muero por tenerte junto a mí, cerca, muy cerca de mí. Nelson levanta el vaso y también se pone a cantar. Luego me dice:

—Libardo tenía buen oído, pero mala voz —y repite—: Lástima que no le tocó esto, le habría fascinado.

Me tomo lo que me queda de whisky con la última imagen que tengo de Fernanda en Skype. No le pasa nada, no tiene nada, estaba igual que todas las veces. ¿Y si me están ocultando algo? De solo imaginar lo peor sigo el impulso de servirme otro trago.

—Eso, Larry —me dice Nelson, sonriente—. Anímate que hoy es la Alborada.

De pronto, se oyen golpes fuertes en la puerta y gritos de pelea. Algunos de los hombres se levantan, otros siguen cantando. ¿Qué pasa?, pregunta uno de ellos y toma una de las pistolas que estaban en la mesa de centro. Otro hace lo mismo y ordena, ¡apaguen la música! Afuera, los gritos y los golpes van en aumento. Junto a mí, todos van sacando sus armas de la pretina, de las chaquetas o de sus bolsos de cuero. El único que no se ha dado cuenta de lo que pasa es el que canta. ¡Que apaguen la música! ¿Quién está cuidando afuera?, pregunta otro. La música se corta y el gordo queda cantando a pulmón, eres mi luna, eres mi sol. Afuera está John Jairo, dice uno. Y también está Diego, dice Nelson, seguramente refiriéndose al portero fornido que casi no me deja pasar.

Yo temo lo más grave: un ajuste de cuentas entre bandas, o la policía que viene a cobrarles cuentas a estos, con doce años de retraso. Uno al que le dicen «Carlos Chiquito», pequeño pero corpulento, va hacia la puerta con la pistola oculta tras la espalda. Los otros se quedan, como decía Libardo ante una alarma, en acuartelamiento de primer grado.

Carlos Chiquito abre la puerta y encuentra a varios hombres forcejeando. También hay mujeres. Al primero que distingo, con la cara enrojecida y desfigurada por la ira, es a Pedro el Dictador. Detrás de él, la Murciélaga manotea, también furibunda. Carlos Chiquito levanta la pistola y yo levanto la voz para decirle:

—¡Espere, yo los conozco! Son mis amigos.

Todos bajan la guardia, aliviados. Voy hacia la puerta mientras Carlos Chiquito sigue intentando imponer el orden.

—¡Cálmense, culicagados! —les dice.

Pedro alcanza a verme y grita:

—¡Suéltenlo, déjenlo ir!

—¿A quién? —pregunta, despistado, Carlos Chiquito.

Me escurro entre los escoltas y le pregunto a Pedro:

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás arm

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