Cómo perderlo todo

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Es milagroso e inverosímil que tan pocos matrimonios acaben en asesinato. Tal vez sea así para probar que el castigo no es la muerte. Quizás el amor sea esa sensatez de último minuto, aquel indulto, o sea tal vez esa buena estrella. Dicen los astrólogos confiables que desde el viernes 1 de enero hasta el sábado 31 de diciembre del pasado 2016, que fue, según se ha probado, el peor año bisiesto que se encuentre en las bitácoras del universo, una conjura de planetas forzó a millones de parejas de acá abajo a la desesperación y a la agonía. Repiten que semejante complot astral ni siquiera nos empujó a matarnos de una buena vez como pares de monstruos enjaulados, que habría sido lo práctico y lo humano, sino que nos animó a susurrarnos “voy a amargarle este día”, “prefiero envenenar gota por gota”, “debo cambiar mi vida” a escondidas de nuestro vigilante: nuestra mujer, nuestro marido.

Piense usted, lector, lectora, en su propia vida de esos doce meses atroces: qué mentiras se dijo, qué trampas pisó, que tumbas cavó, qué duelos soportó a duras penas, qué delirios protagonizó usted en el 2016 para escapar de aquella pareja de mirada fija —Dios: su olor, sus ruidos, sus tics, sus quejas rancias— que durante 366 días sólo estuvo en el mundo para desenterrar su violencia.

Seguro que se preguntó usted en esos meses asfixiantes y enloquecedores si un día de aquellos sería capaz de cometer el horror con sus propias manos, y entonces sospechó, con el corazón hecho un puño, que la respuesta era y sigue siendo “sí”: ¿no es cierto?, ¿no es verdad que una noche supo, desbocado e insomne, que todo ese temor que usted guardaba era temor a usted mismo?

Fue la mente del profesor Horacio Pizarro, que cometió un desliz que hoy se castiga sin piedad en el cadalso de las redes, la que puso en marcha esta trama de parejas relevadas por parejas como provocando un efecto en cadena, un efecto dominó que usted está leyendo y está a punto de leer: ¿dónde estaba usted, lector, lectora, mientras los esposos viejos les entregaban el “testigo” a los amantes descarados —y ellos a los miserables en plena comezón del séptimo año y ellos a los recién casados y ellos a los noviecitos, y así de enero a diciembre— en esta carrera que tuvo la meta que tuvo?

Fue Pizarro quien echó a andar esta novela de relevos aquí en Bogotá, en aquel enero asfixiante e inédito para una ciudad tan fría, cuando en un arrebato de madrugada pegó en su página de Facebook un viejo artículo de la revista Scientific American que jura por la ciencia que las mujeres que han tenido hijos son de lejos las más inteligentes. “¿Cierto?”, remató Pizarro en un mensaje dirigido a sus setecientos setenta y tres amigos, y lo hizo como preguntándoselo en voz alta en el encabezado de su post. Pensaba en su hija mayor, en Adelaida, que en ese entonces iba a cumplir cuatro meses de embarazo: era un guiño para ella, y ya. Había dormido por partes en las últimas veintitrés horas, pero, por culpa de una angustia incorregible y de un jalón que le había paralizado una pierna, no conseguía darse a sí mismo la orden de dormir. Se le había ido la noche espiando, lujurioso y triste, los perfiles de sus colegas, de sus amigas, de sus alumnas: qué lejana y qué envidiable puede ser la vida de los otros, sí, quién quiere ser lo que es.

El altísimo y terquísimo y popularísimo profesor Pizarro, cincuenta y ocho años, Tauro, suele darse cuenta demasiado tarde de su situación. De nada han valido una esposa con un humor que pone todo acabose en su lugar, dos hijas que nacieron hechas y derechas como si el destino no fuera un embeleco de los sabios, y un prestigio y una enorme popularidad ganados a pulso en el mundo de la filosofía del lenguaje por sus clases envolventes y sus artículos inesperados y leíbles. Ningún consejo le sirve. Ninguna señal de alarma le evita una ruina, una calamidad. El largo día de esa noche, ese sábado 9 de enero de 2016, se despertó veinte minutos antes de que sonara el despertador: 4:10 a.m. Y, aunque en los últimos meses no se había hablado de nada más en la familia, sólo entonces cayó en cuenta de que su hija menor se iba de la casa.

Pizarro tiende a la taquicardia porque sí, porque de golpe algo teme, pero esto era además un estrujón en el estómago: se me está yendo, se me va.

Fue por eso, porque para vivir con mis dos hijas ya no queda más sino esto, que me hizo abrir mi perfil de Facebook en agosto del año pasado. Fue por eso, porque desde hace meses se ha estado yendo, que me regaló de Navidad el rompecabezas Ravensburger de mil quinientas piezas de El beso de Klimt, que siempre me ha gustado tanto, y la semana siguiente me obligó a volver a mis clases de squash como si el niño fuera yo. Por eso compramos la chompa roja, la maleta morada, el candado de combinación nosequé cosas. Estoy despierto, estoy parándome en la oscuridad llena de obstáculos del cuarto, estoy bañándome y afeitándome y vistiéndome y comiéndome cualquier cosa en la cocina y encendiendo el carro y abriendo la puerta del garaje a deshoras por eso: porque Julia, mi hija menor, se va, se me va.

También se le iba aquel sábado 9 —pero sólo se iba por ese semestre que fue sitiado, repito, por los movimientos perversos de los planetas— la mamá de sus hijas: su esposa Clara. Y Pizarro no tenía paz porque su paz dependía de ella, dulce y brillante y malhablada. Dependía de que al menos se volteara a mirarlo en el carro como reconociéndolo o le contestara si estaba nerviosa por el vuelo o soltara un quejido cuando él le repetía “ojalá siempre fuera tan fácil andar por Bogotá” o le gritara de frente en la librería del aeropuerto que no entendía por qué diablos prefería quedarse a dictar las mismas clases de siempre “por unos putos pesos” o le reprochara su miedo enfermizo a volar o le confesara a unos pasos de la sala de abordaje que odiaba a muerte separarse de él. Pero ella no bajó la guardia ni recobró su humor ni siquiera en el último minuto.

Julia dijo “papá: tú te quedas porque no puedes vivir sin que tus fans te celebren” y “papá: juraste que no se te iban a aguar los ojos” y “papá: no te quedes con miedo” en la última puerta, siempre la juez y la jefa y la madre de su padre, pero Clara, cansada de todos los miedos y todas las obstinaciones de Pizarro, sólo atinó a decir entre dientes “entonces hablamos en un rato…”, “y nos vemos en seis meses…”.

Pizarro regresó a su casa como un alma en pena recogiendo sus pasos: por el camino de vuelta se dedicó a renegar de su esposa, y a llenarla de peros y a hartarse de razones para odiarla, “pero qué clase de madre abandona el nido vacío…”, “pero qué clase de mujer deja a su marido solo todo un semestre…”, “pero qué clase de vieja hijueputa, que ojalá el avión se caiga, castiga a su esposo de los últimos treinta años con una despedida de aeropuerto cargada de resentimiento y de venganza…”, hasta que ella lo llamó de iPhone a iPhone a decirle “perdóneme, Pizarro, es que me va a hacer mucha falta”, “perdóneme, pero es que dígame qué voy a hacer yo sin usted seis putos meses”, y el profesor le declaró su amor al amor de su vida con voz entrecortada, y le repitió que semejante separación era por el futuro de las hijas, y le juró que hablarían todo el tiempo de aquí a que ella volviera a Bogotá.

—He debido ir, Clara, debería estar subiéndome al avión con ustedes —le dijo—, pero es que yo me he estado volviendo un imbécil desde hace muchos años: un miedoso.

—Ay, no diga eso, Pizarro, que todos sabemos que alguien de la familia tenía que quedarse en Bogotá este semestre pagando las cuentas y las deudas —le respondió ella—: de pronto pueda venir a vernos en Semana Santa, pero no se le olvide que acá vamos a gastarnos la venta del apartamento del Park Way y que tenemos contada la plata.

—Cuando me pensione nos ponemos al día en viajes —mintió de buena fe el profesor.

—Eso —siguió ella el juego, y ese ha sido el secreto de su matrimonio—: usted sabe lo que yo lo quiero.

Y él también a ella, quizás más que ella a él, y sí, adiós, adiós, que pasen pronto estos meses como una trama superada. Adelaida, la hija mayor tímida, introvertida y complaciente, que se había ido a Boston a hacer un posgrado en Derechos Humanos, soportaba un embarazo “de alto riesgo”, y lo estaba haciendo sola porque su esposo, el piloto gringo con cara de puño, apenas paraba por el apartamentito pegado al Boston College. Julia, la hija menor habladora, extrovertida y contraria al mundo, se estaba yendo a la Universidad de Massachusetts a hacer una maestría en Educación, pero la verdad es que desde que nació —y luego fue una bebé brava y sonriente— ha querido estar en donde esté su hermana. Y todos eran, pues, malos pasos a los que había que darles prisa.

Y quién, si no era Clara, que vivió su juventud por fuera y que no sólo las conoce sino que es Adelaida y Julia al mismo tiempo, podía enseñarles a sus dos hijas la incertidumbre y la nostalgia de vivir tan lejos.

Pizarro parqueó el carro con la sensación, que hacía muchos años no sufría y no combatía, de que habría podido matarse por el camino: ¡pum! Cerró los portones del garaje. Por un momento pensó que alguien había cambiado las guardas, carajo, porque tardó demasiado en abrir la entrada de todos los días. No quiso mirar la cocina ni la sala ni el comedor ni las habitaciones de la casa, sino que se fue al estudio en el que se pasaba las mañanas leyendo, porque se negaba a sentirse perdido desde el principio de la separación. Pidió a domicilio la pizza de todas las carnes —“papá: come bien”, le había ordenado Julia— para no tener que lavar los platos. Abrió la caja del rompecabezas, pero se asustó con el tamaño de la empresa. Puso el canal de películas clásicas: La ventana indiscreta con James Stewart y Grace Kelly. Respondió los mensajes de WhatsApp con buena ortografía y sin emoticones: “¡Buen viaje!”, “¡me alegra que todo haya salido tan bien!”.

Habló con sus tres mujeres por FaceTime apenas estuvieron juntas, a tres grados centígrados al mediodía, en el pequeño apartamento de la Commonwealth Avenue. Adelaida le pidió perdón “por quitarte a mi mamá estos meses”, le confesó que le hacía mucha falta que la acompañara a dormirse “como cuando me leías El Superzorro y Agu Trot y Los Cretinos…” y le rogó que tratara de venir a Boston al menos para Navidad. Julia le dijo en broma, pero él fingió la risa para dejarle en claro que no era un comentario chistoso, que si llegaba a sentirse solo llamara a sus exnovios: ja. Clara le dijo que no se pusiera a ordenar la casa porque el lunes iba Teresa, la empleada de siempre, a limpiar. Y se fueron sin él a almorzar a un restaurante indio en Newbury Street.

Y luego se fueron a cumplir la cita de la ecografía 3D en nosequé esquina de la Beacon Street.

Ay, cuando eran niñas e íbamos al laguito del Boston Common a contar ardillas. Ay, cuando mis papás aún estaban vivos y bailaban con sus nietas Twist and Shout. Ay, cuando yo no le tenía pánico a subirme en un avión de aquellos y no sudaba frío. Ay, cuando la colección de episodios tristes apenas estaba comenzando.

En enero, en la resaca de la Navidad, que es la peor manera de darse cuenta de que la vida sigue igual, alguna de las dos niñas le rogaba que las dejara tener un perro, un perrito. Él siempre les hacía las mismas preguntas: “¿Quién va a cuidarlo?”, “¿cuál de las dos va a sacarlo al parque?”. Y les vaticinaba que sería él, él solo, el pendejo que lo sacaría a cagar y a correr y a saltar; el desgraciado que recogería la mierda en una bolsa plástica y la echaría en una caneca oxidada de la esquina y se quedaría mirando al animal con cara de “yo esto sólo lo hago por usted”; el infeliz que se pasaría las tardes con el chandoso sobre las piernas y quedaría devastado el día que el animal no diera más y se muriera, y parecía que se había vuelto loco siempre que repetía ese monólogo.

Adelaida decía “está bien, papá…”, derrotada, mirando hacia abajo. Julia respondía “bueno, bueno…”, impaciente, poniendo los ojos en blanco. Y él las convencía de que más bien se sentaran a leer alguno de los libros de TINTIN, Las joyas de la Castafiore o El templo del Sol, que les había traído el Niño Dios. Y entonces no parecían tan diferentes, sino un par de niñitas que se morían de la risa con los insultos del capitán Haddock: “¡Pamperos!”, “¡patagones!”, “¡zapotecas!”. Y sólo de vez en cuando alguna decía “ay, yo quiero un perro como el de Tintín, yo quiero un Milú”. Y él se quedaba pensando en cómo eran de políticamente incorrectos esos cómics. Y le fascinaba que sus dos hijas imitaran la letra de los bocadillos en las viñetas.

Y se preguntaba en qué momento había dejado de ser ese hombre de izquierda, a un paso de la militancia en esas sectas comunistas de los setenta, que escribía sendas denuncias a las torturas del ejército y las persecuciones del Gobierno en los peores días del estado de sitio.

Sí, seguía siendo un orgulloso jurado de votación en todas las malditas elecciones —elecciones malditas— que sucedían en Colombia; sí, anhelaba los días en los que la gente andaba de pelo largo discutiendo El último tango en París, y sí, seguía valorando las novelas demoledoras de la Violencia escritas por el olvidado Benito Arellano, pero no era lo mismo: en algún momento se había vuelto un papá que siempre cargaba un pañuelo.

Qué extraña había sido la resaca de aquel enero de 2016. Según los periódicos y las revistas, que se han vuelto maestros del suspenso, no iba a haber un año peor: recesión, turbulencia, caos. A ellos, por lo pronto, se les habían ido esos primeros días en las vueltas para el viaje de Julia y Clara. Y él vivía somnoliento y sin ganas de vivir y se sentía incapaz de sentarse a leer como si leer fuera salir a caminar. Tenía revuelta la nostalgia. Iba detrás de su esposa, que ella nunca perdía el ritmo ni olvidaba la letra, empujando el carrito por los pasillos de los supermercados. Se abstraía junto a las ventanas. Sonreía si hacía sol como si el sol fuera un guiño de la vida. Sentía, en suma, que le estaba llegando el momento de ser un viejo. Y que estaba en mora de entregarse a la vejez.

Pero no iba a entregarse, no, no mientras estuviera solo en el apartamento de todos, no hasta que no fuera el último asalto: el año estaba hasta ahora comenzando y la vida se estaba viviendo y él no iba a perder por nocaut.

Salió del estudio para dejar la caja de cartón llena de bordes de pizza sobre la caneca de la terraza. Fue a la biblioteca del pasillo a buscar la copia descuadernada de Los Cretinos, “Roald Dahl, Roald Dahl…”, como si la mejor manera de sobrevivir al dolor fuera esperar a que acabara. Y fue entonces, al abrir la pequeña novela por la mitad y al ver al señor Cretino aplastado por la señora Cretino, cuando sintió como un suplicio el jalón de un nervio desde la cintura hasta la parte de atrás de la pierna derecha, Dios mío, Dios santo, puta mierda, puta vida. Quiso volver a su escritorio, en donde siempre estaba a salvo, tomándose de las paredes. Cojeó junto a las fotografías de la familia, ay, las niñas paradas bajo el cartel de Grolier Poetry Book Shop. Vio el sol pegado en los bordes de todas las ventanas del fondo. Sintió, ahora sí, el calor humeante que jamás había sentido en Bogotá.

Llegó a su silla ergonómica como pudo, ay, ay, ay, con la pierna engarrotada por el dolor: putamierdaputamierdaputamierda. Quiso escribirle a Clara un mensaje para hacerla sentir culpable y egoísta y mala esposa por haberlo dejado: “Tengo un jalón en la nalga”. Pero como sonaba ridículo y aniñado, a “soy incapaz de vivir sin mi mujer desde que murió mi madre”, prefirió tomar aire, dejar en paz su tormento y cerrar los ojos y cabecear y quedarse dormido como el viejo que será dentro de poco. Cuando despertó, con una pierna entumecida y la otra acribillada por dentro, era ya la hora de encender la luz, pero prefirió poner a andar el computador sobre su escritorio —e iluminar la habitación con aquella luz blanca y horripilante— apenas vio en la pantalla de su teléfono una serie de mensajes de su hija mayor.

“Papá: acabo de subir a Facebook la foto de la ecografía”, “¿papá?”, “¿tú crees que yo soy capaz de ser mamá?”, “¿estaré cometiendo un error?”, “¿es normal querer matar al esposo con la almohada las pocas veces que uno lo ve?”, “¿se irá a acabar mi vida cuando eso nazca?”, “¿papá?”.

Pizarro se incorporó, acomodándose en el borde de la silla de tal manera que quedara en suspenso el dolor, y entró a Facebook —que para algo más que sumar gente tendría que servir la cosa esa— a ver la bendita foto de su primera nieta. Escribió su correo electrónico en la casilla de usuario: hpizarro@universidaddebogota.com. Puso su contraseña: Gottlob1848. Puso el nombre de su hija mayor en el buscador de la esquina izquierda: Adelaida Pizarro. Y entonces, bajo la frase “con ustedes nuestra hija Lorenza”, se encontró con la fotografía amarillenta e increíble de esa pequeña cara dentro de su niña como una escultura sin terminar. Si no fuera ateo habría dado las gracias al aire, al vacío, Dios santo. El retrato tenía ciento ochenta y ocho “me gusta” y cincuenta y siete comentarios: “¡Las mujeres heredarán la Tierra!”, “¡que viva Lorenza!”, “¡felicitaciones, Ade, qué suerte para esa bebé!”, decían.

Pizarro puso ahí abajo su propio “me gusta” resignado a ser el ciento ochenta y nueve, pero se negó a escribir cualquier estupidez de abuelo y prefirió contestar más bien los mensajes de su hija que seguían titilándole en el teléfono.

“Oye: Lorenza es igualita a ti o sea que está a salvo”, “creo que vas a ser la mejor mamá del mundo, pero no le digas nada de esto a tu mamá”, “pero claro que es un error: a los veinticinco se van”, “es normal querer matar al esposo, pero hay mejores métodos”, “la vida sólo se acaba cuando se tropieza con un letrero que dice ‘fin’”, “¿Adelaida?”.

Fue entonces, esperando, contrahecho, a que Adelaida respondiera sus mensajes de WhatsApp, cuando el profesor se extravió en las mil y una páginas de Facebook como espiando y espiando desde su propia ventana indiscreta. Bajó por el muro del perfil de su hija pegado a la pantalla del computador, y leyó sus argumentos a favor del proceso de paz, y su petición firmada para que el Gobierno no subaste la empresa de energía del Estado al único postor, y la queja vehemente por la posibilidad de que se decrete un apagón para responderle a la sequía, y la denuncia de que el nuevo alcalde de Bogotá está dándole largas a la construcción del metro —y sí: se vio en ella a sí mismo, combativo e izquierdoso, cuando tenía su edad— hasta encontrarse con el video de los Beatles tocando Twist and Shout frente a la reina de Inglaterra: “Well, shake it up, baby, now…!”.

Cómo emprende un hombre cualquiera el camino corto que lleva a perderlo todo. A él se le aguaron los ojos, ay, cuando era yo el que respaldaba inútiles procesos de paz, ay, cuando bailábamos los dos y nadie nos veía, y luego se quedó mudo.

Porque su propia esposa y su propia hija menor eran las únicas que le habían puesto “me gusta” a Twist and Shout. Porque Clara, su mujer, que no ha debido dejarlo solo porque cuando él se queda solo se pone a pensar hasta el mareo y la náusea, no sólo había respondido a la eufórica Twist and Shout con la devastadora She’s Leaving Home, sino que, como si no bastara, había puesto en su perfil de Facebook algunas fotografías familiares —ay, el almuerzo en la finca de Cachipay de sus primos, la sonrisa de gato de fábula que se le escapó a él, entrenado en el escepticismo desde que volvieron a Colombia, cuando lo nombraron profesor titular de la universidad, y los cuatro posando como si formaran un pequeño equipo de fútbol que fuera más que suficiente— que a Pizarro le revolvieron el estómago de la nostalgia.

Pasó de ahí a merodear las fotografías de la invitación a la celebración de las bodas de oro de unos conocidos; de ahí a un reportaje de El Tiempo sobre el chef que se inventó el restaurante de comida vasca BESTA, y la esposa que le parece conocida, que consiguen estar juntos todo el día sin clavarse un cuchillo; de ahí al retrato inquietante de una alumna besando el tatuaje de un amiga; de ahí a las imágenes de la Segunda Guerra publicadas por un coronel retirado; de ahí a la triste historia del exministro conservador y fiel que ha tenido a su mujer en estado de coma los últimos veintipico de años; de ahí al taxista arrepentido que le ha puesto a su mujer en el muro de Facebook la versión de Si nos dejan de José Alfredo Jiménez; de ahí a una joyera treintona que pregunta si alguien va a Nueva York en los próximos dos días; de ahí a una desconocida que se fue a Cartagena a pasar el fin de semana con unas borrachas de gafas oscuras; de ahí a una investigadora del Centro de Memoria que espera que este año sí sea “el de la paz”; de ahí a la libretista que terminó casándose con un galán de telenovelas; de ahí a una actriz reconocida que da las gracias a Dios por darle la oportunidad de estrenar Traición en teatro a fin de año.

Se tropezó con máximas cojas y citas plagiadas y explicaciones no pedidas en los estatus de sus contactos: “El hombre y el mosquito son los animales pasivo-agresivos por excelencia”; “queridos pretendientes: ustedes saben mejor que mi mamá por qué es que yo no me he casado”; “la clave para tener un matrimonio estupendo es que sea el segundo”; “la homofobia es el único prejuicio que une a ricos y a pobres, a blancos y a negros”; “yo sufrí de matoneo en el colegio pero era parte de la formación”; “somos niños en busca del poder que nos permita obrar como nos venga en gana”; “líbrame, Dios, de la corrección política”; “el destino del ateo más escéptico es ver que el alma es la mariposa que el día de la muerte escapa de la oruga”; “definitivamente, soy más jungiano que freudiano”; “el individuo es lo único que existe: la nacionalidad es una comodidad intelectual”; “es hora de aceptar que los extraterrestres no vendrán porque ya se fueron”; “el software es la mente, sí, pero ¿y si el mundo no es el hardware?”.

Vio citas de poetas: “De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora”; “tengo estos huesos hechos a las penas”; “yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”. Espió a un par de legos peleando por el problema de Gettier. Volvió a escuchar todos los álbumes de los Beatles, todos. Leyó relatos de tiempos mejores. Fue testigo de cursilerías, declaraciones de principios, denuncias, radiografías, karaokes, noticias falsas, elogios de la maternidad, reivindicaciones de la soltería, canciones, chistes flojos, narcicismos. Curioseó primeras comuniones y fiestas de viejas amigas y sesiones de yoga en parajes paradisiacos de aquellos de donde se vuelve con algún virus letal. Trató de masturbarse con las fotos eróticas y en blanco y negro de la amiga de una amiga de una amiga, porque quería forzarse a dormir y derrotarse, pero se sintió vigilado y demasiado viejo a esa hora de la madrugada.

Sintió culpa de padre de familia, que es la sospecha de no ser más que un hijo, la sospecha de no haber sido capaz de hacerse a un lado como los personajes secundarios, cuando vio que ya eran las 3:21 a.m. en el relojito del computador: “Qué diablos estoy haciendo…”, “no voy a ser capaz…”. Sí, estar solo a los cincuenta y ocho era lo mismo que estar solo a los quince, aplazar el mundo y sospechar la presencia de Dios, y sí, cruzar la noche despierto seguía siendo ver la incertidumbre con los propios ojos, pero no podía permitirse a sí mismo caer en el peligroso lugar común de “voy a vivir la vida”, ni podía cometer el error de cambiar su suerte, pues sería lo mismo que hacer justicia con las propias manos. Ay, cuando sus niñas aprendieron a decirle “pa”, cuando no eran parejas sinuosas sino hijas, y no se quedaba uno esperando a que respondieran unos mensajes de WhatsApp.

Por qué hizo lo que hizo: porque quería demostrarle a su hija mayor que ser mamá no era perderse ni resignarse ni rendirse.

Recordó el artículo de Scientific American que su esposa le había fotocopiado alguna vez: “Se lo dije”, le escribió ella entonces, 1999 más o menos, en un post-it amarillo de los suyos. Buscó en Google “las mujeres que tienen hijos son las más inteligentes”. Agregó “Scientific American” en la casilla del buscador cuando vio que sólo aparecían artículos de revistas de moda, je. Encontró 58,801 resultados que iban de “las mujeres inteligentes son las que más deciden no tener hijos” a “las madres mayores de treinta tienen hijos más inteligentes”, de “el cerebro de las madres es más complejo” a “científicos descubren células de bebés que siguen viviendo en sus progenitoras”. Dio con un informe recién publicado por la revista New Scientist: Why motherhood makes mind sharper. Pero insistió e insistió de enlace en enlace hasta llegar al texto que estaba buscando.

Copió el vínculo y pegó en el muro su hallazgo. Escribió arriba, a modo de introducción, “las mujeres que tienen hijos son de lejos las más inteligentes”. Y remató: “¿Cierto?”.

No fue más. Fue eso. Eso y no más fue lo que echó a andar la bola de giros y de gritos, twists and shouts, de ese retorcido 2016.

Cerró las páginas web y cerró los programas que había abierto por equivocación para apagar el computador de una buena vez. Se puso de pie como un viejo, cuadro por cuadro, y cojeó y frunció el cuerpo del dolor mientras trataba de cruzar el pasillo oscuro en busca de la habitación de los dos. El reloj de la sala quería enloquecerlo: tictactictactic. La nevera murmuraba una amenaza: zazazazaza. El bombillo sobre la puerta de entrada crujía y titilaba: cricricricricri. El estabilizador apagaba un incendio: fufufufufu. Y era claro entre las onomatopeyas de su insomnio que para Pizarro —que escapó de la casa de sus papás hacia la de su primer matrimonio y de allí saltó a la del segundo, a esta— era demasiado tarde para sacudirse sus manías y ser otro.

Llegó como pudo a la habitación de los dos. Se quitó los zapatos. Se quitó el suéter azul de hilo que se ponía todos los días si no estaba manchado de nada. Se quitó la camisa y se quedó en franela. Pero tuvo que echarse sobre el edredón de puntos de colores, dejar la piyama para tiempos mejores y reptar hacia su lado de la cama porque no tenía fuerzas para nada más, para morirse acaso. Dicen los astrólogos leales que se sentía sin piso porque Venus estaba en tránsito por Sagitario. Mercurio, retrógrado, lo empujaba a la nostalgia, a la orfandad, a la pregunta de si se le estaba saliendo de las manos y se le estaba refundiendo la historia de amor con su esposa. Pero Pizarro, que no creía en las tramas y en las maniobras de los planetas, vivía convencido de que “de lo que no se puede hablar es mejor callar”: y si estoy estropeado y grotesco es porque me dejaron solo.

Decía Wittgenstein —que Pizarro se resistía, en vano, a citarlo— que el cuerpo humano es el más fiel retrato del alma humana. Y en la madrugada del domingo 10 de enero de 2016 Pizarro estaba bocabajo como un muerto adolorido, como una ridiculez, porque tenía agrietado lo que sea que uno sea por dentro, porque tarde o temprano su esposa iba a ser la misma mujer indescifrable e inasible que lo había hecho sufrir en el principio, porque no había mente que no le cobrara los reveses y las traiciones al nervio ciático desde la nalga hasta la planta del pie, maldito todo. Cometió entonces un error trágico: como tantos en los peores días de ese año, como usted y su pareja y quién sabe quién más, se imaginó a sí mismo mudándose de apartamento, adiós, Clara, adiós, porque alguna salida tendría que tener semejante tortura, semejante pena.

Cerró los ojos para suspender su drama, agotado por el jalón y por el sueño, pero ya había plantado bien plantado el delirio que vendría.

Dos semanas después todo el mundo odiaba al profesor Pizarro: todas y todos, je. El lunes 25 regresó a la facultad como quien por fin sale a vacaciones, como quien no ve la hora de aferrarse a su sanidad, a su rutina. Ofició paso por paso el rito de llegar a su otra casa —quizás sería mejor decir “volvió como un asesino al lugar del crimen”— con una sonrisa de hombre al fin libre que no era la sonrisa suya: parqueó donde el señor que no mira de frente, tomó el camino de piedra junto a la habitación de los empleados que tanto lo querían, subió las renegridas escaleras de metal que al principio le daban vértigo. Pero apenas cruzó el umbral del piso de Filosofía como un gigante bueno y hosco, agachándose un poco para pasar por la puerta, no entró a su segundo refugio, sino a un sótano en donde su vida estaba hecha mierda.

Hacía ese calor que era un milagro y una afrenta en Bogotá: veintiún grados centígrados. Había luz en todos los rincones y en todos los objetos. Pizarro pasó frente aquellos cubículos entreabiertos, mucho mejor de la miserable ciática, ay, con la sensación de que allí —en la vida real, en la vida de siempre— todo seguía siendo igual y nadie iba a darse el lujo de lapidarlo “por celebrar la sumisión de la mujer”, pero entonces se tropezó por el pasillo con un par de profesoras recién llegadas que no sólo se negaron a responderle su “buenos días”, sino que le clavaron las uñas de los ojos, y tuvo claro que ese mundo nuevo no tenía reversa. Era una puta pesadilla y una piedra en todos los zapatos. Siguió su camino, atragantado y dando pasos de monstruo de Frankenstein, hasta su pequeña oficina en el rincón.

Cerró la puerta. Cómo se atreven ese par de imbéciles aparecidas a no saludarme. Cómo se permiten ese par de estúpidas esto de negarme el respeto que me he estado ganando desde antes de que ellas nacieran.

Quién iba a pensar que semejante tontería de hacía quince días, publicar en la pendejada esa de Facebook un artículo de Scientific American bajo la frase “las mujeres que tienen hijos son de lejos las más inteligentes”, iba a seguirle trastornando su horario, su enero. Su hija embarazada, que para ella iba la flor, le había dado las gracias al día siguiente por WhatsApp con una carita feliz: punto. Pero su muro de Facebook, o sea él mismo, pronto se había visto invadido de insultos e injurias e insolencias que jamás en la vida habría imaginado (“abusador de mujeres”, “cerdo machista”, “viejo hijueputa”, “ateo”, lo grafitearon ciertas exalumnas anónimas), y sin embargo quizás eran más ofensivos, por condescendientes y arrogantes y apócrifos, los llamados a debatir “a fondo” cómo han contribuido los intelectuales a la cosificación de la mujer acá en Colombia, que le hacían un par de colegas gafufas y achatadas de la universidad estatal.

—Me niego —le respondió a su mujer, a Clara, al final de la semana—: toda esta gente que me está lapidando tiene claro, porque me conoce de memoria y desde niños, que yo no soy un cerdo ni un cosificador.

—Por mí haga lo que le dé la gana, Pizarro, que mejores cosas tengo que hacer, pero si usted no les dice nada no se le haga raro que la gritería no pare y que en seis meses sólo quede de usted su fantasma terco.

—Pues que no pare, y que de paso se jodan y se pudran, porque yo no tengo nada más que decir, ni tengo por qué emitir un comunicado aclarando mi feminismo como cualquier político en campaña.

Que hagan lo que les dé la regalada gana. Que me juzguen, me condenen y me lapiden. Que me encierren en su tribunal y en su cacería de brujas sobre la base de mi culpabilidad. Que insinúen lo que quieran sobre mi carácter: ya qué. Que aprovechen para invalidarme como hombre y como profesor y como marido y como padre porque —cómo fue que dijo el bobo hijueputa ese en Facebook: ah, sí, claro— “Pizarro sólo es solidario con las mujeres con hijos porque son mujeres sometidas”. Que digan y repitan lo que les sirva para sentirse mejores que yo, que de eso se trata, hasta que encuentren otro chivo expiatorio. Que se regodeen en mi fracaso que harto tengo yo con mi ciática y mi insomnio y mi soledad. Yo soy mudo. Yo no caigo en la trampa de decir “no soy machista”, y qué.

—Como usted quiera —dijo Clara.

Y colgaron, “hasta luego”, “adiós”, con la sensación de que estaban peleándose por un escándalo de Facebook, pero ninguno de los dos iba a reconocerlo.

Y ella no podía creer que un hombre de cincuenta y ocho años siguiera siendo tan fácil de poner en jaque: “Oh, no, alguien no quiere a Pizarro el niño consentido, bu…”.

Y él sabía de memoria que ella sabía de memoria que su procesión iba por dentro: que su marido el profesor estaba sin piso y sin cielo porque jamás había conseguido lidiar con el hecho de que no lo quisiera ni poquito una sola persona en este vasto mundo.

Por dos semanas Pizarro fingió ante su familia que todo estaba igual que siempre, que no se pasaba trozos de hielo por una nalga malherida, y no estaba pidiendo la misma pizza de todas las carnes cada día, y no estaba faltando a las clases de squash, y no había abandonado en un rincón el rompecabezas de mil quinientas piezas, y el calor no estaba enloqueciéndolo a fuego lento, y no había vuelto la casa una porqueriza, y le tenía sin cuidado lo que dijeran de él y no estaba perdiendo en Facebook las mañanas y las tardes que tendría que estar dedicándole a su libro sobre “los significados ocultos en los términos equívocos y los eufemismos que se emplean en el lenguaje ordinario en la Colombia en guerra”, y no estaba el resto del tiempo embobado frente al canal de películas clásicas, pero en la noche del lunes 25, que fue obvia su derrota, no pudo seguir enredando y aplazando a su esposa y a sus hijas con las preguntas “¿y hoy dónde estuvieron?”, “¿y cómo te has sentido esta semana?”, “¿y qué se sabe del piloto?”.

Esa mañana se había levantado como si el fantasma de su esposa le hubiera susurrado “es hora…”. Con los ojos entrecerrados, y la habitación a media luz, hizo los ejercicios aliviadores que le había visto hacer a su padre cuando la columna vertebral no le daba más. Se bañó con su cepillo la espalda peluda y la panza indomable y las piernas flaquitas de cowboy. Se secó con la toalla húmeda y fría que había usado esos quince días. Se puso su suéter de hilo azul y sus pantalones de dril y unas medias de su esposa que encontró en su cajón. Tomó su maletín tronchado, que era como una mascota fiel y entonces era inútil regalarle uno nuevo, y por si acaso echó un par de ensayos por leer: las clases comenzaban una semana después.

Desayunó dos tajadas de pan integral y una taza del café de ayer. Leyó por encima el periódico de hoy: un dólar cuesta 3.281 pesos; el petiso Defensor del Pueblo es acusado de acoso sexual por mandarle fotos sin ropa a su asistente; siguen las protestas contra el premio Oscar porque todos los nominados son blancos, bah.

Miró el reloj todo el tiempo hasta que fue la hora de salir. Fue en su Volkswagen gris que ardía, desde su apartamento pegado al parque El Virrey hasta su universidad en La Candelaria, como si en el centro quedara Bogotá. No pensó más en el peligroso aburrimiento que había estado enfermándolo, ni en las horas perdidas en la ventana de Facebook, ni en los paseos fallidos para tomar la luz del sol, ni en las llamadas en vano a los colegas que estaban de vacaciones, ni en el médico bigotudo que le habían enviado de la prestadora de salud para que le pusiera una inyección que le desanudara el nervio de la cintura al talón. Recogió sus pasos desde el parqueadero hasta el pasillo de la facultad, libre y en paz y completamente convencido de que la realidad iba a reivindicarlo.

Pero pronto, cuando vio que las lapidadoras estaban también en el piso de Filosofía, se encerró con seguro en su pequeña oficina: clac. Botó su maletín como quemándose. Se quitó el suéter de hilo empapado en sudor y lo colgó en el perchero. Se sentó acezante en una silla que no era la silla ergonómica que le había pedido al departamento. Encendió su computador portátil llevando la ansiedad con el pie. Y entonces, cuando por fin pudo abrir su perfil de Facebook, se dio cuenta de que hacía treinta y cinco minutos una colega suya de toda la vida lo había acusado —en un brevísimo ensayo en su estatus— de ser “un buen machista agazapado siempre a la espera de reducir a la mujer sin dejar pruebas”: el corazón le latía en la cara y respiraba a duras penas y se repetía a sí mismo un “pero…” que era su aturdimiento, su pasmo.

Metió la cabeza entre las piernas como si el avión hubiera entrado en zona de turbulencia, ay, cuando su papá le decía “tranquilo” mirándolo a los ojos, porque sintió que estaba ahogándose en el calor y la irrealidad de su aniquilación de red social: era, una vez más, el último en darse cuenta de su situación.

Recobró después de un rato, 10:01 a.m., la concentración y la cordura que había quebrado la taquicardia: que nadie sepa que el niño interior no es la inocencia que guardamos como un cofre sino la orfandad que negamos como un crimen. Se peinó un poco con las manos, así y asá. Trató de acomodarse bien en una silla demasiado baja para él. Entrecerró los ojos por si había visto lo que había querido ver, pero ahí estaba el estatus preciso e implacable de su amiga Gabriela Terán repitiendo como un aviso clasificado o un cartel de la policía —quince días tarde: acababa de volver de viaje— las palabras “no sorprenda a nadie en ninguna generación que el viejo profesor Horacio Pizarro escriba aquí que ‘las mujeres que tienen hijos son de lejos las más inteligentes’, pues es apenas la frase final de un monólogo misógino que ha repetido por lo menos las últimas tres décadas mientras ningunea colegas, piropea alumnas, decepciona esposas y abandona hijas como un buen machista agazapado siempre a la espera de reducir y de violentar a la mujer sin dejar pruebas: siento vergüenza de mí misma por denunciarlo hasta ahora y vergüenza de que mi universidad le permita ser su profesor”.

Pero por Dios aunque no exista: ¡si esta mujer me conoce de memoria desde que tenemos veintipico!, ¡si le he dicho lo que le he dicho en confesión!, ¡si también he sido yo su confesor!, ¡si ha sabido cómo es mi relación con mi esposa desde que sólo ocurría en mi imaginación!, ¡si ha pasado tardes enteras entre mi familia!, ¡si viajamos juntos a Berkeley aquella vez y lloramos juntos quién sabe por qué!, ¡si tiene ese humor negro que la rescata a tiempo de sí misma!, ¡si compartimos el desprecio por estos tiempos tan ajenos y tan sórdidos!, ¡si hemos pasado horas y horas discutiendo On Denoting de Russell!, ¡si no he hecho más que llevarle la cuerda en sus análisis de fútbol!, ¡si le he oído cincuenta veces sus disquisiciones sobre Benjamin!, ¡si nos enamoramos al tiempo de las pinturas de Klimt!, ¡si nos mandamos chistes y chismes por WhatsApp!

¿Dónde y cuánto tiempo había guardado semejante andanada? ¿De qué parte de ella había venido esa necesidad de “denunciarlo”? ¿En qué segundo de su vida de cincuentona había preferido lucirse en Facebook a costa de su lapsus que llamarlo a reclamarle “pero Pizarro: si yo no tengo hijos…”? ¿Por qué le había dado ella, su amiga, la estocada final?: ¿tú también, Bruta?

Quizás lo peor, aparte de esa extraña traición a la amistad, era la cantidad de hombres afines y de mujeres cercanas —un “quién es quién” de su biografía hasta enero de 2016— que segundo por segundo estaban poniéndole “me gusta” al breve pero implacable post de la profesora Terán: ¿por qué ese alumno y esa monitora y esa vieja amiga y esa antigua vecina y ese primo lejano y ese profesor adjunto y ese decano de los ochenta y ese idiota sesudo que siempre está proponiendo debates y ese editor que no deja de preguntarle cuándo entrega el manuscrito de su libro sobre los eufemismos en la guerra colombiana y esa cuñada de tiempos peores y esa secretaria que le coqueteaba con las pestañas y esa colega que siempre le decía “Horacio: yo quiero ser como usted cuando grande” estaban poniéndole su sello a su condena?

¿Por qué lo acusaban de “despreciar el imperativo categórico de Kant”, de “traicionar el antifundacionalismo de Rorty” y de “ser el hijo de puta más grande que ha habido en esta facultad” bajo el lamento habilidoso y ponzoñoso de la profesora Gabriela Terán?

¿Por qué tantos prójimos plagándolo de peros, y declarándolo “bazofia” y “ripio” y “parásito”, y condenándolo por perpetuar los desmanes contra las mujeres?

¿Por qué tantos chupamedias que lo llamaban “mi maestro” y “mi modelo” en privado estaban lanzándole piedras y escupitajos en Facebook sin haberle echado antes una llamada, ni haberle preguntado por qué carajos había publicado ese artículo viejo de Scientific American de buenas a primeras, ni haberle concedido siquiera el beneficio de la duda?

¿Por qué tanta bilis?, ¿en qué momento tantas vísceras y tanta hiel?, ¿y a qué hora de la vida tanta sangre en la punta de la lengua?

Retomó el impulso contando hasta tres: uno y dos y tres. Se dijo a sí mismo no voy yo a dejarme arrinconar a los cincuenta y ocho años por una banda de enemigos agazapados preparados en la academia para hacer pasar su envida por justicia, por debate de ideas, por simposio. Se repitió estoy por encima de ellos, ay, cuando nadie se atrevía a decir una sola palabra en mi contra. Se puso de pie sobre un pie nomás porque sintió otra vez ese maldito jalón de la cintura al talón. Se puso el suéter de hilo azul como poniéndose el disfraz de profesor antes de salir al escenario. Sacó la cabeza canosa y enorme por la puerta de la oficina entreabierta: “No hay moros en la costa…”. Sacó el cuerpo. Cojeó porque nadie lo miraba, ay, Dios, putamierdaputamierdaputamierda. Fue de inmediato a la oficina de Gabriela. Golpeó. Siguió golpeando.

Vino entonces un silencio peor que el silencio. Se empinó un poco, un poquito innecesario, apenas, porque era el hombre más largo del mundo, para ver por los ventanales superiores de la oficina de paredes falsas si su amiga estaba escondiéndose como una conspiradora. No, no hay polvo, no hay rastros, no hay nada: todo está en su lugar como si a ella sólo le quedara el orden. Notó el tonto cartelito encajado en la pared: “Subdirección”. Vio el eterno cartel verde del seminario “Diálogos con Hegel”, el tajalápiz antiguo clavado sobre el escritorio, la torrecita de monografías por leer, la copia de esa edición de 2001 de Le Magazine Littéraire: “La fin de l’esthétique?”. Vio el Retrato de la periodista Sylvia von Harden colgado en la pared de al lado con la precisión de la locura. El afiche de Franz Beckenbauer no dejaba de ser una curiosidad. El calendario de 2016, de la constructora del viejo Terán, ya estaba en la hoja de enero.

Maldijo. Marcó su número de teléfono celular: “Buzón de voz…”. Marcó de nuevo para dejarle la razón: “Llámame apenas puedas…”.

Fue por la sala de profesores lanzando “buenos días” a la nada —los pocos profesores que habían llegado ya fingían estar ocupados, ja, como meseros tomando la orden de otra mesa— hasta que llegó a la oficina de la dirección. Preguntó a la secretaria, a la cadavérica señora Yepes, si el director del departamento estaba en su oficina. Y no voy a caer en la trampa de esta malparida, “¿sabe que no sé…?”, hágame la cara que me haga, suélteme la infamia que me suelte. Estoy golpeando la puerta porque llevo veintipico de años en esta universidad. Estoy entrando a la oficina del Sonso Iglesias, de corbata y ceño fruncido en un mundo informal, porque me he ganado el derecho de preguntarle por qué la gente me está evadiendo hoy mientras mi “jefe” me pone su cara de “yo soy el único que se aguanta este cargo”.

—Yo es que no tengo Facebook ni Twitter ni YouTube ni ninguna joda de esas porque allá adentro es la ley de la selva —dijo Iglesias tomándose la última aspirina del frasco—, pero me cuentan todo: jajajá.

—¿Y qué pasa?

—Que ahora los piropos son cosificaciones, Pizarro, que si la idea es vivir una vida tranquila ahora hay que decir “mujer en condición de sobrepeso que está en su derecho de ser como quiera y de expresarse como mejor le parezca”, ji —susurró el cansino jefe del departamento bajo una luz de neón que temblaba.

—Qué pesadilla.

—Y me temo, porque nuestros tiempos pasaron, que tarde o temprano le va a tocar a usted escribir una notita pidiendo perdón si quiere que se le quite algún día el dolor de cabeza.

Pero no: él se niega. Pero no: él prefiere renunciar aunque sólo le falten un par de años para pensionarse —cumple cincuenta y nueve en abril—, e incluso prefiere morirse, que sale más barato, antes que andar pidiendo perdón como si no supiéramos que aquí no está en juego el feminismo, sino la peor envidia del mundo que es la envidia de la academia —ese chiquero, ese orfanato— y que ha estado esperando y esperando durante semestres y semestres la llegada del Día D para anularlo a él: al querido, celebrado, idolatrado profesor Pizarro. ¿Cuántos estudiantes se han inscrito a sus dos clases de esta vez? 96, 95, 94, 93 porque esta mañana se salieron tres. ¿Cuántas monografías está dirigiendo? 3, 2, 1 porque dos pidieron cambio de director. ¿Está en pie su grupo de investigación? Sí, por el momento.

—Pues entonces que se jodan.

Que él está por encima del bien y del mal. Que a un profesor jamás le pasa “su tiempo”. Él se ha ganado el derecho de ser un viejo cascarrabias que se levanta de esa silla cuando le place, “me voy pues…”, así le duela el alma de un solo lado del cuerpo, y que nadie lo rebaje a cojo aunque cojee. Puede hacerle caso al Sonso Iglesias y regresar al departamento sólo hasta el viernes 29, que es la reunión de todos los profesores, “porque los estudiantes llegan hasta la otra semana”, “porque antes no hay mucho por hacer acá”. Puede sonreírle a medias cuando lo acusa de estar aburrido en la casa. Puede recibirle el teléfono de la acupunturista que le recomendó la Terán, ja, que dizque hace milagros. Pero ni lo primero ni lo segundo ni lo tercero significan firmar la derrota.

Salió de aquella oficina mortecina con la certeza de que todos estaban mirándolo. Reconoció a los tontos y las tontas que querían eludirlo. Concluyó que sus colegas de toda la vida serían incapaces de hacerle un desplante y que al final de la semana se reirían juntos de la babosería de estos tiempos. Ja: el patriarcado, el falocentrismo, la misoginia que es la fuerza que une al universo. Ja: los setentas una y otra vez, pero ahora contra el feminista profesor Pizarro.

Buscó su maletín tronchado en el rincón de su oficina. Puso sobre el escritorio los papeles inútiles que había traído para hacer algo, el documento sobre “el significado de uso” y el texto satírico “Kripkenstein”, como marcando su territorio. Cerró la puerta a su salida: clac. Y de su retirada le extrañó la mirada fija de una pequeña gorda tatuada —una mujer de baja estatura pasada de kilos, ja, que recordaba de unos semestres atrás— que era el único ser humano en la Tierra capaz de mirarlo a la cara. Pizarro no bajó la velocidad. Siguió dando sus pasos, zancadas de ogro, porque jamás iba a acusar recibo del ninguneo de los mediocres aunque estuviera pudriéndose por dentro. Pronto fue obvio que la muchacha estaba esperándolo a él y a nadie más y no había escapatoria.

—Profesor Pizarro: qué alegría verlo aquí, aunque me da vergüenza molestarlo, porque he estado contando los días de las vacaciones para hacerle una propuesta indecente —dijo ella.

—Ajá —respondió él con su sonrisa de gigante incapaz de hacerle daño a una mosca.

—Yo sé que todo el mundo le debe estar pidiendo lo mismo desde el año pasado, pero quiero pedirle el honor de que usted, que sin usted yo no sé dónde estaría, dirija mi monografía en filosofía de la mente.

—Ajá —contestó él tratando de recordar su nombre después de recordarla de alguna clase.

Notó sus nervios. Captó su afán. Vio sus labios toscos y morados, sus brazos gruesos y cubiertos de vellos grises como de otro cuerpo, sus hombros rectos y desnudos tatuados con la frase “Beside you in time” y la imagen anime de un chica mala con la corbata desanudada y una mano entre las piernas, su camiseta negra sin mangas adornada con un cerebro dentro de una cubeta —cómo no— mientras la pobre le explicaba palabras más, palabras menos que quería probar que la sospecha de los filósofos sobre una mente global que es la suma de todas las mentes podía ser descrita fácilmente en los días de las redes sociales: hacemos parte, como si fuéramos neuronas o figurantes de un drama, de un sujeto de segundo orden como una gran computadora con consciencia y voluntad propias.

—Escríbame todo esto en un correo —le dijo Pizarro extraviado en sus reveses.

Quiso ponerle una mano en el hombro, él, el padre de todos sus alumnos —y claro: hay que matar al padre—, pero se limitó a sonreírle como un superhombre tímido para que después nadie fuera a acusarlo de tocar a nadie. Ay, cuando los alumnos tenían bigote y las alumnas se ponían sacos de cuello de tortuga. Dijo “hasta luego” inclinando la cabeza. Se fue soportando el dolor en el revés de su pierna derecha, putamierdaputamierdaputamierda, como un hombre de los de antes. Bajó las renegridas escaleras de hierro agarrado del pasamanos. Tomó el camino de piedra con la ilusión de salir de allí, “hola”, “adiós”, sin que los empleados dejaran de quererlo. Se dio cuenta en el parqueadero, cuando era ya demasiado tarde, de que el señor que no miraba de frente estaba mirándolo de frente igual que un giro de la vida: “¿Se va?”.

Se hartó de las noticias, “encontrados en Costa Rica los multimillonarios bienes de las Farc”, “el Defensor del Pueblo asegura que mujer a la que supuestamente acosó era su pareja sentimental”, “Gobierno pospone presentación de la reforma tributaria”, hasta que se vio obligado a refugiarse en las emisoras de música: el vallenato, el reguetón, el rock, los cantos gregorianos, los cuartetos se sucedieron hasta que Pizarro se descubrió parqueando en el garaje del apartamento, sano y salvo, y para qué. Respondió con evasivas las preguntas de sus mujeres por WhatsApp: “¿Cómo te fue?”, “¿qué tal todo?”, “¿cómo te sientes?”. Evitó verlas por Skype o por FaceTime para hablar de la andanada de la incomprensible Gabriela Terán.

Dijo estar bien. Juró que hablaría con ellas cuando le pasara el dolor de cabeza que les inventó, pero ahora sí fue clara su derrota.

Se sentó frente a su computador, del mediodía a la medianoche, a ver cuánta gente le ponía “me gusta” a la acusación que le había hecho su amiga: 204, 252, 311, 398, 444. Algo leyó sobre el extraño ascenso de Donald Trump en las elecciones gringas. Algo comió cuando el estómago empezó a crujirle. A alguna conocida desconocida espió con la esperanza de que cierta foto sugerente lo rescatara de la ansiedad. Publicó una pequeña foto de El beso de Klimt como un guiño a su hija menor a ver qué sucedía. Publicó luego la versión de Twist and Shout de The Isley Brothers. Pero sólo una mujer llamada Flora Valencia, que resultó ser la estudiante tatuada en condición de obesidad, ja, que acababa de rogarle que fuera su director de tesis, salvó sus publicaciones del fracaso con un par de “me gusta” y un par de frases elogiosas que nadie le estaba pidiendo.

Y sin embargo la taquicardia lo estuvo obligando a ver cuántos más —cuántos más conocidos y desconocidos— respaldaban a su examiga en esa afrenta: 603 imbéciles que no sabían lo que hacían, pero que no veían la hora de sumarse a una nueva causa. Ah, otro profesor que se cree con el derecho de hacerles circulitos en el muslo a sus estudiantes en la penumbra de su oficina: 636. Ah, otra eminencia que consigue el silencio de sus víctimas hasta que una entre todas tiene el coraje de señalarlo: 678. Ah, tiene que ser culpable, porque cuándo no lo son esos profesores como actores que interpretan para siempre el mismo papel: 709. Apagó el computador en un arrebato de furia. Quiso llamar a su esposa, a Clara, a devolverle su lugar de confidente, a decirle “necesito que pasen pronto estos seis meses y que me agarre la mano de noche”, pero estaba empeñado en probarle y en probarse que él sí podía solo porque en realidad estaba solo.

Y estaba encendiendo de nuevo el pobre aparato para ver por última vez por hoy, 715, 716, quién más lo odiaba.

No, no iba a pedir perdón. A quién. Por qué. De qué. Dijo a su esposa, como si tuviera un público pendiente de su drama, que ahora sí que no podía renunciar ni podía pedir permiso para nada: “Yo no me dejo sacar de aquí así como así”, declaró, “yo me aguanto aquí hasta que usted vuelva”. Prometió a sus dos hijas no que demandaría, que era lo que ellas le pedían que hiciera, sino que por lo pronto dejaría de sentarse frente a la pantalla del computador de su estudio a ver cómo acababan con su prestigio, a ver cómo sus alumnas de 1986 o 1999 se declaraban profundamente desengañadas ante la noticia de que su maestro terminara reducido a viejo abusador: Adelaida trató de distraerlo contándole que la bebé no paraba de darle patadas en la madrugada allá en la barriga, y Julia quiso regañarlo por no ponerlos a todos en su sitio de una buena vez, “pero es que no se puede hablar con adolescentes”, dijo.

—Pizarro: ¿usted quiere que yo le eche una llamada a Gabriela para ver cuál es el lío?, ¿usted quiere que yo le pida que quite ese puto párrafo de su Facebook? —se ofreció Clara, solidaria y maternal y con un gorro de lana de colores, pero con su voz de “estoy acostumbrada a la decepción”.

—Voy a buscarla en su oficina, ahora en un rato, antes de que comience la reunión de profesores —explicó el profesor Horacio Pizarro, humillado e irritado, con la sartén por el recipiente caliente.

—Es que esa vieja malparida no puede andar por ahí acusándote de cosas tan graves —agregó Julia la furiosa—: aquí se te hubiera acabado la vida unas horas después.

—Aquí en el tercer mundo todo es más lento, sí, probablemente se me acabe en quince días —trató de bromear el profesor.

—Si se pone peor esto, que yo sinceramente no creo porque no tiene por qué, deberíamos pensar entre los cuatro una salida —terció Adelaida la pacífica—, porque no puede ser que el hombre más respetuoso del mundo tenga que ponérseles a los abusadores de rodillas.

No, no iba a hablar a solas con Clara, no iba a susurrarle a su esposa “estoy deshecho” y “tengo una pierna tiesa” y “la cabeza me está dando vueltas cuando trato de quedarme dormido” y “vuelva pronto” porque no tenía la energía para interpretar esa historia de amor. No, no iba a darle señales a su esposa de que, en su mala racha de héroe trágico, estaba sintiendo que ni el reencuentro ni los electrochoques ni los movimientos de los planetas iban a salvar del apocalipsis a ese matrimonio a punto de entrar en el capítulo manido del arrepentimiento: “Pero tuvimos dos hijas…”. De vez en cuando, en esas tres semanas de separación y desencuentro, se habían declarado un amor verdadero pero inútil, un amor que podía vivirse en la distancia y en la memoria. Se querían, sí, quién no después de tanto. Se hacían reír de paso. Pero ninguno de los dos tenía tiempo ahora para rescatar a esa pareja del marasmo.

Piense usted, lector, lectora, en esa última semana de enero de 2016: en qué callejones sin salida, en qué discusiones laberínticas, en qué rifirrafes devastadores se metió usted con su pareja —Dios: que ella siempre ha querido someterme hasta despojarme de mí mismo sea quien sea, que él siempre ha dejado nuestra relación para después— para nada, para caer en la manía y en el ejercicio de dañarse.

Dicen los astrólogos infalibles que Marte, el planeta de la acción, el planeta del combate y la cruzada, se estaba acercando peligrosamente a Tauro. Y que, si bien usted y yo y las almas en pena de los otros signos del zodiaco empezábamos a ver un asesino en el espejo y a sospechar en el fondo del estómago el horror y las ganas de arruinarlo todo, un hombre como el profesor Pizarro estaba expuesto desde finales de enero no sólo a aquella obstinación que le había servido para conquistar a su mujer y para reducir a ciertos amigos a seguidores, sino también a esta incomprensible urgencia por hacer la clase de justicia que hace un kamikaze. Que se jodan. Que echen por la puerta de atrás a alguien que haya hecho las cosas que me endilgan.

Y sí, no hubo trancón desde El Virrey hasta La Candelaria, ni se encontró en el parqueadero con el hombre que no miraba a la cara, ni le dolió la cintura subiendo las escaleras hasta el departamento, pero, cuando puso el pie bueno en la oficina, Pizarro vio en el semblante de la insepulta señora Yepes que algo definitivo y terrible estaba pasando el viernes 29 de enero a las nueve de la mañana: “Ay, profe Pizarro, es que el director del departamento murió anoche”; “ay, profe Pizarro, es que todos estamos haciendo la fila al más allá”; “ay, profe Pizarro, el pobre sólo dijo ‘me está doliendo la cabeza’ y tas”. Y cómo me quito ahora yo esta cara de huérfano que no parpadea porque se ha quedado solo en este mundo. Y cómo me quito de encima a esta gordita tatuada que aquí viene a preguntarme qué pensé del plan de su tesis. Y qué digo ahora que me encuentro cara a cara con Terán.

—Todos estamos igual —le dijo ella cuando lo vio tratando de respirar mejor.

—Yo hablé con él el lunes —atinó a tartamudear el pasmado Pizarro— y se veía igual que siempre.

—Yo hablé con él ayer —acentuaron las cejas pobladas de Terán— y al final me pidió una aspirina el pobre porque no le pasaba el dolor de cabeza.

Y no sólo es mala la noticia porque el Sonso Iglesias sabía crear consensos y superar disensos en un departamento proclive a la mezquindad y a la zancadilla, porque el Sonso, entre otras cosas, no hacía nada todo el día apoltronado en su cargo, sino porque el lunes comenzaban las clases y —según dijo Terán en su rol de subdirectora— no sabían qué más poner a hacer al profesor Pizarro ahora que por culpa del escándalo de Facebook no había suficientes estudiantes inscritos en sus cursos. Pizarro asintió, de pura inercia, como si aún estuvieran hablando de la muerte de un amigo. Poco a poco fue dándose cuenta, con la mirada perdida en una esquina levantada del tapete, de que su antigua amiga le estaba notificando que no dictaría sus materias del semestre que iba a comenzar.

—Yo he estado pensando que este semestre puedo concentrarme en mi libro sobre los eufemismos de la guerra colombiana, pero también en la tesis de mi amiga Flora aquí presente —respondió el profesor, volviendo de las profundidades en donde querían enterrarlo, y que nadie le pregunte cómo recordó ese nombre.

—¡Sí! —gritó Flora, bizca de la alegría y con una camiseta negra estampada con una calavera plateada demasiado apretada para la ocasión, como si sólo le quedara dar gracias a Dios.

—Creo que lo que ella está proponiendo es a la larga un punto de encuentro entre la ciencia y el mito, y yo me he estado perdiendo de esos giros de la filosofía de la mente y quiero acompañarla en semejante trabajo —improvisó Pizarro frente a esas dos clases de sorpresa.

—¡Sí!

—Y hoy venía a la reunión sobre todo a confirmarle mi idea al pobre jefe porque justo el lunes le contaba que no voy a poder dar clases porque estoy muy mal de la espalda y muy mal por los problemas de mis hijas, y me dio los datos de una especialista y todo y aquí los guardo —dijo el profesor como confesando, de puro vivo, su vejez—, pero ahora no sé ni qué decir de nada.

—Que haya muerto en paz —deseó la precisión de la profesora Terán.

—Que en paz descanse —completó la sonrisa descomedida de Flora.

Sí, eso. Que descanse por siempre y para siempre de tanto descansar. Que sea una buena parte de la nada ya que ha colapsado a los cuarenta y nueve. Triste es que se esté perdiendo la cara de desconcierto de Gabriela Terán, su sucesora, ahora que el profesor acaba de decirle que se va a hacer a un lado, pero que no se va a dejar sacar —que me echen a ver por cuánto les sale, ja— de un departamento rancio con el que tiene un contrato desde hace más de veinte años. Triste es que el Sonso se esté perdiendo la ironía del asunto. Se está salvando, sin embargo, de las reuniones de profesores, de las fiestas de sus hijos, de las juntas de copropietarios, de las manifestaciones por los derechos, de los chats familiares, de los grupos de Facebook. Se está librando de los demás, que no es poco.

Pidió la profesora Gabriela Terán al profesor Horacio Pizarro que hablaran un momento en su oficina antes de la reunión con los demás: “Pero claro”, “sigue”, “gracias”, “siéntate”. Pizarro revisó los detalles de la oficina, cada cosa en su lugar ni más allá ni más acá, mientras ella se acomodaba en la silla ergonómica que tanta falta le estaba haciendo a él: repasó el calendario de la constructora del viejo Terán, el Retrato de la periodista Sylvia von Harden, el afiche de Beckenbauer, el Magazine Littéraire, la torrecita de monografías por leer, el tajalápiz antiguo encajado en el escritorio liso, liso, y el cartel colorido de los “Diálogos con Hegel”. Después la miró fijamente porque luego de días y días de derrota tenía la sartén por el mango. Qué quieres decirme. Qué te queda por decir, vieja baja, vieja vil.

—Que espero que hayas entendido que tenía que escribir lo que escribí de ti, Horacio, pero que si tú quieres que te explique mejor mi debate y mi denuncia, no tengo problema en sentarme contigo a discutirlo —le dijo como si siguiera siendo la misma.

Tenía montones de frases contundentes por decir: “Pero qué clase de debate comienza aplastando al contendor”, “qué clase de denuncia empieza como una condena”, “podrías haberme preguntado por qué había puesto eso en Facebook”, “dime cuándo he sido condescendiente e irrespetuoso con una mujer”, “cuáles alumnas se han atrevido a inventarse que me pasé con ellas”, “si mi familia estuviera aquí conmigo estaría recordándote quién he sido yo”. Pero su terquedad, su Marte encima o su orgullo aprendido desde muy niño, decidió en ese momento que esa clase de conversaciones —“por qué me hiciste lo que me hiciste”— solamente se tenían con los amigos, y esa mujer que tenía enfrente era una antagonista atormentada y paranoica y narcisa y sola, y nada más.

Allá ella con su justicia de pueblo sin Dios ni ley. Allá ella con su estómago y su refinamiento para lapidar a su amigo de estos veintipico de años. Perra.

—Entendí lo que escribiste de mí —respondió su suficiencia, como jugando ajedrez—, y ni siquiera tienes que explicarme por qué no me lo dijiste a mí primero.

Se levantó antes de que ella aprovechara para decir, por ejemplo, que simplemente estaba proponiendo una discusión sobre esta sociedad de hijos de madres solteras que ha querido someter, aplastar a sus mujeres. Se despidió como si nada, “nos vemos ahora, Gabriela…”, antes de que ella le dijera que el problema de este país es la ley del silencio, la “familia” entre comillas que exige lealtades perversas. Cerró la puerta a su salida, por fin sonriente y a salvo de su decepción y de su asfixia, antes de que ella se lanzara a gritarle que los hombres de aquí se habían acostumbrado demasiado a que nadie les pidiera cuentas, y las paredes falsas temblaron y temblaron los cuadros colgados igual que en una farsa. Y ella se quedó paralizada, recta como si siempre fueran a encontrarla ahí sentada, con la sangre del despecho y del berrinche agolpada en la cabeza. Lanzó al piso una de las monografías de la torre, sí, ofendida e iracunda por el desplante a su condescendencia, pero pronto volvió a ser su figura de cera: “Yo no sé qué estoy haciendo…”, susurró.

Fingió estar en lo que estaba. Lidió con la reunión lúgubre e incómoda que tendría que haber conducido el burócrata de Iglesias, pero no pudo concentrarse en ninguna de las escenas que siguieron.

Pidió con la mirada sostenida e inequívoca al profesor Cuervo, su discípulo amado, balbuceante y langaruto y rapado, que le sirviera de apoyo en semejante situación, que no hiciera parte de ese viejo mundo en el que todos se dan palmadas en la espalda, jo.

Siguió adelante como mejor pudo. Miró de reojo al profesor Pizarro —de qué se ríe, de qué se queja— desde el principio hasta el final del encuentro. Notó la solidaridad fija e invariable que tenían con él los cinco profesores más viejos del departamento, el aristotélico, la medievalista, el metafísico, la lógica y el leibniziano, como confirmando que aquí no había círculos sino pequeñas familias en el sentido de pequeñas mafias, como sospechando que estaban reduciéndola a bruja, a loca. No dijo nada del escándalo, no, le pareció de mal gusto quitarle el protagonismo a la muerte de su jefe, y se sintió frágil para enfrentar recriminaciones y matoneos. Simplemente revisó en voz alta el semestre que vendría. Contó de nuevo la historia de “me duele mucho la cabeza…”. Y adiós.

Dio las horas y los lugares en donde se llevaría a cabo el funeral inesperado. Y hasta luego.

Trabajó un poquito más en su oficina bajo la mirada llorosa de la señora Yepes. Dejó listos los salones y los horarios de todos como lo había hecho, por petición del zángano de Iglesias, los últimos semestres. Y hacia el mediodía estaba bajando las escaleras renegridas, teniendo cuidado en el camino de piedra y sacando su pequeño Fiat plateado de la esquina del parqueadero bajo las enervantes órdenes del cuidandero: “Derecha, derecha…”. Faltaban diez meses para que cumpliera los cincuenta años, pero, quizás porque parecía de unos diez menos, seguían mostrándole su hombría: “Izquierda, izquierda…”. Gracias, señor vigilante, qué habría hecho esta pobre mujer desvalida sin sus órdenes. Qué sería de mí si no me guiñara el ojo como dándome su buena suerte.

Puso en el reproductor de música la sinfonía número tres de Penderecki mientras conseguía llegar a la carrera Séptima. Luego, espantada por la gravedad de la música, prefirió cambiar a Fleetwood Mac: “Loving you isn’t the right thing to do…”. Pensó en refugiarse en su apartamento, en irse de viaje a algún paraje virgen, en retomar la meditación para apaciguar el ruido y la ráfaga de palabras sueltas que la acorralaban, en comerse las lentejas que no quiso comerse anoche, en ir a misa en la tarde como hacían con su papá cuando eran niños. Soportó el caos del mediodía de la carrera Séptima, Dios santo, hasta el edificio en la 90: Edificio Real. Respiró hondo ante los atravesados y los tramposos: no está hecha para este mundo de vivos, pero aquí está. Saludó al portero del edificio como si alguna vez lo saludara: “Qué hay”. Parqueó como quiso, pero le dio las gracias por darle las instrucciones de rigor.

Quería llegar sin más a su sofá de tela. Ni siquiera el hecho de subir en el ascensor con el espasmódico cocker spaniel del apartamento de abajo, que era un recordatorio de por qué detestaba a los perros sin distinciones de sexos ni de razas, pudo ponerla en guardia: “Que estén bien”, les dijo. Gritó un largo “ah” de alivio, como desinflándose, apenas cerró la puerta. Acomodó mejor, igual que siempre, aquella pequeña oración palestina que había colgado del otro lado de la entrada —se la había regalado Mâjid, que la quiso tanto, cuando ella dejó Chicago— para que nadie que le tuviera envidia pudiera dañarla. Dejó los zapatos por ahí. Calentó las lentejas en el microondas. Puso el televisor en el canal de deportes: Real Madrid versus Malmö en diferido. Se sentó en el sofá a comer como cobrando un triunfo, libre del mundo y sus secuaces.

Durmió un poco en el sofá de siempre, que quedarse dormida ahí era cuestión de tiempo, porque el orden y los espacios vacíos de su apartamento eran su mente en blanco.

Despertó, Real Madrid 8, Malmö 0, porque hacia las tres de la tarde la llamó al celular el hombre ansioso y mandón y bienintencionado con el que estaba saliendo.

“¿Dónde estás?”. “¿Estabas dormida?”. “¿Almorzaste?”. “¿Que murió quién?”. “¿Vas a ir a la velación?”. “¿Te toca ir?”. “¿Pero sí eran tan amigos?”. “¿Y entonces no vienes esta noche a comer con mis hijos?”. “¿Quieres que hablemos más tarde a ver si finalmente te animas?”. “¿Y mañana sábado?”. “¿Cómo, qué?”. “¿Vas a tener que trabajar mañana sábado también?”. “¿Te pasa algo?”. “¿Qué cosa de Facebook?”. “¿Pero qué putas se cree ese hijo de puta para no renunciar?”. “¿Pero piensa quedarse a trabajar en el departamento este semestre?”. “¿Quieres que llame al rector?”. “¿Quieres que llegue allá después de que deje a mis hijos donde la mamá?”. “¿Me llamas cuando vuelvas de la funeraria?”. “¿Seguro que estás bien?”.

Había hecho parejas y había tenido amantes desde los días sombríos del colegio: “Yo no sé de la infancia más que un miedo luminoso...”, oh. Había sido sorprendida por ratos felices y por placeres irrecuperables. Nunca, ni siquiera cuando se lo había propuesto, había conseguido estar sola: hola, adiós, hola. Pero esta vez sí que se había sentido empujada por la corriente río abajo, sí que se había vuelto una espectadora atónita de lo que había estado viviendo: y si no se preguntaba qué diablos tenía que ver con ese novio yuppie y optimista, nadie más y nadie menos que el asesor de imagen Tito Velásquez, era porque la respuesta era obvia, y sí, les gustaba ir a comer a algún restaurante e ir a alguna obra de teatro alguna vez e ir a caminar temprano en las mañanas, pero de resto nada.

Qué pesados y qué arrogantes y qué ignorantes y qué vergonzosos son los zánganos de sus hijos: los sostendrá como príncipes el resto de la vida.

Y allá él y allá ellos, sí, porque a la hora de la verdad esa relación perversa y enfermiza no es problema de ella. Y sí que habrá un día, no muy lejano ni muy triste, en el que ella al fin tendrá tiempo para pronunciar lo evidente: que se han estado usando para no empezar la búsqueda de una pareja, para no caer en cuenta, de puertas para afuera, de que son un par de solteros cincuentones.

Fuera como fuere, caminó hasta su habitación para vestirse de luto, para ponerse el collar, el blazer, la falda, los zapatos negros. Se vio, distorsionada, en el espejo de cuerpo entero: quién no se ve así. Se jaló las arrugas hacia abajo, se estiró los pómulos desde las orejas, se aplanó la línea de la frente, pero no se regodeó esta vez en su derrota. Se encogió de hombros. Buscó las llaves y la pequeña cartera y un sobre de chicles de yerbabuena. Revisó que incluso el último cojín estuviera en su lugar. Salió entonces al hall a esperar el ascensor: 1, 2, 3, 4, 5. Mientras tanto echó una mirada a su perfil de Facebook en el teléfono que limpiaba con alcohol, como si de tanto en tanto tuviera que asomarse a ver qué estaba pasando con ella misma: ahí estoy.

Y mil personas le habían puesto “me gusta” a su denuncia. Mil. Y era un verdadero alivio porque no podía ser que mil le estuvieran siguiendo la cuerda a una loca.

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