Maldito amor

Jorge Franco

Fragmento

Claro que me acuerdo del recorte y del vacío que sentí al imaginarme la ausencia de Clemencia. «¿Se acuerda, Agustín, se acuerda?» Ahora me extiende la carta para recordármelo. «El aviso decía “Viaje gratis” y yo lo recorté para preguntarle a usted qué pensaba. Es para trabajar en otro país.» Le ofrecen realizar su sueño a cambio de un trabajo que ya nadie quiere realizar en los países del norte. Lleva diez años cuidándome, arreglándome la ropa, cocinando mis caprichos, alejando el polvo de mis pulmones, poniéndole sonido a esta casa para compensar mi mudez. «Imagínese, Agustín, me consiguen la visa, me dan el pasaje, me consiguen una familia. Lo único que piden es que uno se le mida y usted sabe que yo para eso soy como una abeja.» Antes decía que trabajaba como una mula. Me costó hacerle entender que había otros animales igualmente laboriosos pero con una connotación más ingeniosa. Cuando llegó apenas podía leer las palabras más simples. Yo necesitaba que alguien hiciera mil cosas por mí. Alguien tendría que pagar mis cuentas, hacer mis compras, encargarse del mundo de afuera. Me gustaba, se veía diligente y simpática, a pesar de su edad se notaba madura, pero casi no sabía leer. Fue más fácil enseñarle que encontrar a otra que me convenciera más. Se quedó conmigo y finalmente aprendió que era más bello trabajar como las abejas.

«Anoche no pude dormir. Me entró un susto por todas partes al imaginarme sola en otro país. Yo no hablo inglés y aunque usted diga lo contrario, yo soy muy bruta. Y si no me gusta la familia, y si son groseros o aburridores o qué sé yo, y ellos hablándome y yo sin entender. Agustín… yo quisiera unos patrones como usted.» Clemencia llegó puntual al peor momento de mi vida. Los años me sorprendieron con la soledad y me dejaron como única alternativa pagar para tener compañía. Muchas enfermeras, asistentes, mucamas empujaron las ruedas de esta silla con la intención de lidiarme. A ninguna le vi disposición en el alma; más bien tenían afán en su bolsillo. Ella, por el contrario, no le mostró ganas al trabajo; vino porque pensó que necesitábamos una cocinera, se disculpó, se despidió, pero a mí me gustó su presencia ingenua.

«Mi prima, la que viene los domingos, me dijo que le encantaría reemplazarme. De tanto oírme ya lo conoce igual que yo. Incluso ya le enseñé algunas de sus señas, se van a entender rápido, usted ya la conoce, mejor dicho, de usted depende. Claro que lo mío todavía no es definitivo, todavía falta lo de la visa.» Al igual que su viaje, las cosas siempre le llegaron sin rogarlas. Clemencia llegó oportuna y de eso me daba fe su nombre. Clemencia era lo que yo necesitaba. «Yo le voy a escribir todas las semanas. Le voy a mandar fotos de la casa y de mi nueva familia. Voy a venir todos los diciembres para que pasemos juntos la Navidad. Le voy a traer un sombrero inglés, un abrigo para el frío y una caja de pañuelos blancos con sus iniciales en el borde. Le dije a mi prima que me mantuviera al tanto. Ella escribe muy bien. Que me cuente de su salud, que me mande sus razones. Usted es la única persona que yo tengo, Agustín. Pero tranquilo, todavía falta lo de la visa.»

Mis pies son estas ruedas, mi único sitio es esta silla, mis palabras son un tablero sobre las rodillas. Mis deseos son garabatos hechos con tiza, mi contacto con el mundo es un televisor, un radio que me adormece, un periódico que no logro sostener y los mismos libros que Clemencia me ha leído tantas veces. Las comidas llegan a mi boca gracias a una mano ajena, caritativa, una cuchara que se desborda en su recorrido, un vaso que se derrama, un babero que recoge migas y goteras. Mi vida es esto, mis horas: las que me quedan para morir, las que le descuento a los cinco años que me faltan para irme. Me lo dijo Dios la única noche que le hablé.

«Los de la visa me preguntaron hasta cuándo me iba a quedar. Yo me había memorizado todo lo que tenía que contestar. Les mostré la carta de los Smith y les dije que ellos me estaban esperando con urgencia. Yo creo que los convencí. El gringo hasta me picó el ojo cuando salí.» Siempre traté de que mi mirada no le dijera nada aunque a falta de palabras ella aprendió a leerme los ojos. No quería delatarme. Cuando los sentimientos son tan fuertes es imposible ocultarlos. El día que se me cruzó la idea por la cabeza me dio hasta risa. Yo, Clemencia, todo ese cuento. Después quise borrarlo, pero decidí que ya viejo podría permitirme una última ilusión. «Los de la visa insisten, quieren una recomendación firmada por usted. El novio de mi prima trabaja en una oficina y él mismo me escribió la carta. Mírela, si quedó tan bien hecha que no me la van a creer. Dice que usted es el responsable de mí, que si hay algún problema se comuniquen con usted, que me conoce hace diez años, que me tiene confianza, en fin. Firme aquí, por favor.» ¿Confianza? Tendría que confesarles que ella es lo más importante que me ha sucedido al final de la vida, que es la música de esta casa. Les admitiría que no quiero que se vaya pero que tampoco puedo retenerla. Ya no es la niña que llegó hace años, tímida y miedosa, ahora es una mujercita que busca encontrar su vida, lejos de esta casa húmeda y empolvada, lejos de este silencio. Les exigiría que me la cuidaran como a la más valiosa, que si algo le llegara a pasar recuperaría el habla y mis piernas para encontrar culpables.

«Me puse contenta y triste cuando me dieron la visa. Usted ya sabe por qué. Todo está listo, Agustín. Pero tranquilo, todavía falta que me manden el pasaje.»

¡El baño, Clemencia! ¿Qué va a pasar con mi baño? No me atrevo a que alguien más me vea desnudo. ¿Cómo decírtelo sin caer en el ridículo? No podría con otra mano lavando mi cuerpo. Solo tú sabes impregnar la toalla con la cantidad justa de agua, ponerla donde no molesta, donde no ofende o donde se puede sentir algún alivio. Cualquiera podría cocinar, lavar mi ropa, entender mis gestos, pero el baño, Clemencia, es tan íntimo, tan de los dos. Cómo decírtelo. «Hay algo que tengo que decirle, Agustín, pero me da vergüenza. Con todos estos atafagos a uno no le queda tiempo de pensar en nada, y yo, pues, no había pensado en lo del avión. Yo nunca he montado en avión, Agustín. Con las cosas tan horribles que uno oye.» El hombre ha sido muy ambicioso, no quiere atarse a la ley natural. Cómo explicártelo con garabatos. «Yo estuve averiguando, pero ya no van barcos a Inglaterra. No desde aquí. Mi prima dice que lo único es rezar. El novio de ella dice que lo mejor es emborracharse. Yo no sé qué hacer. Tal vez rezar borracha.» Esa risa tuya, Clemencia, es como una ventana abierta. Espero que la memoria me la conceda por cinco años más. Tengo la foto tuya del parque, la única, tú montada en un burro disecado y en una carcajada que te deforma la cara. Una Polaroid lavada y amarillenta. Voy a pegarla detrás del tablero, cuando te vayas, para desafligir los ratos de impaciencia.

«Vengo a pedirle un permiso. Es que hoy toca hacer mercado pero me llamaron de la agencia, ya puedo ir por el pasaje. Mañana, entonces, voy a mercar con mi prima para que ella aprenda de un

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