Frontera

Felipe Martínez Cuéllar

Fragmento

1

Frente a mí, una advertencia: «Usar el cojín del asiento para flotar».

¿Flotar dónde, si a mis pies no hay más que selva oscura?

Por un instante, imaginé que el avión se iba a pique en esas profundidades verdes, sombrías. En la caída dejaba restos de fuselaje desperdigados sobre los árboles como una tétrica guirnalda de Navidad. Nosotros, los pasajeros, quedábamos muertos entre las ramas y el suelo, abrazados a un inútil cojín, a la espera de flotar sobre algo.

Miré la hora en la pantalla de mi celular, activado en modo avión: 9:09 a.m. Llevaba cuarenta minutos de vuelo. En quince estaríamos aterrizando.

Por la ventanilla pasaban pequeñas nubes que se parecían a los rastros de humo que dejan en el aire los cañones antiaéreos en las películas de guerra. Me asomé. La selva era una sábana azulada que se juntaba con el cielo en un horizonte que no era visible a los ojos sino a la mente. Era como un mar deforme. Las copas de los árboles, apretadas en un tejido de millones de costuras, parecían los brotes de una repugnante enfermedad cutánea. Si no fuera por la silueta del río, que le daba un contorno al paisaje imponiéndole con sus orillas un orden, el mundo habría parecido un infinito sinsentido de cielo y selva, un espacio inabarcable de una realidad absurda. Pero allí estaba, una cinta plateada que atravesaba la espesura con rodeos ágiles como el vuelo de los pájaros. Aquí y allá, hilillos de humo ascendían en el aire desde hogares improbables, evidencia de una vida prehistórica. Todo esto, las aguas tranquilas, los posibles seres en lo profundo del bosque, atenuaba la angustia de la inmensidad. Para mí, era el paisaje ideal. Buscaba hundirme en lo desconocido.

Había viajado desde Bogotá para intentar olvidar a una mujer. Aunque olvidar era pedir demasiado; quizás se trataba, tan solo, de imponer una distancia entre ella y yo, entre mis recuerdos de ella y yo, entre el mundo y yo. Quería buscar un lugar en el que su existencia fuera imposible.

Ángela. Ángela como un ángel tutelar. Ángela como un ángel guardián. Ángela como un ángel caído.

Un lugar en el que pudiera mirar alrededor sin encontrarla.

No la veía con las formas físicas que puede tener un recuerdo, pues cada día se me desvanecían más en la memoria sus rasgos y sus gestos. Sus ojos cafés, que durante los primeros días me miraron desde el interior con la fijeza de una acusación, ya no eran sino dos charcos ciegos que se esfumaban como si se estuvieran evaporando. La ausencia ya no era una imagen sino un clamor, como el hambre. Y estaba descubriendo que no es posible huir de las cacerías de un corazón roto. El color amarillo del follaje de algunos árboles me recordaba el color de su pelo.

Volví a mirar la hora: 9:18 a.m.

Guardé el celular en el bolsillo del asiento delantero y cerré los ojos para intentar un descanso leve en el descenso final. El avión era un pequeño ATR 42-500 de turbohélice cuyos motores emitían un zumbido relajante.

Me hundí al instante en un sueño profundo poblado de imágenes de personas, familiares, colegas de trabajo, mujeres desnudas y espacios negros.

Desperté cubierto en sudor a pesar del aire climatizado de la cabina. Habíamos abandonado el interior blanco y turbulento de las últimas capas de nubes. Los árboles ya tenían forma. Nos hundíamos en ese piélago de hojas, ramas y troncos diminutos con la calma de un barco que naufraga, la trompa del avión dirigida hacia un aeropuerto invisible en medio de la selva.

Miré hacia el río. El cauce del Amazonas tenía el color de la piel de un dios indígena bajo la lluvia. Vi al bosque abrirse para darle paso a sus remolinos. Era una visión tranquilizante, líquida.

Segundos antes de aterrizar, el río desapareció en el horizonte. Recosté la cabeza en la silla y me agarré de los descansabrazos. El golpe contra la pista me hizo tambalear de un lado a otro. Volví a leer el aviso: «Usar el cojín del asiento para flotar».

9:26 a.m. Desactivé el modo avión y esperé a que el celular recibiera señal. El indicador en la pantalla mostró una sola barra, así que los anuncios de mensajes o llamadas que hubiera recibido durante el vuelo tardarían varios minutos en llegar. Guardé el teléfono en el bolsillo del pantalón, me desplacé sobre el asiento vacío a mi izquierda, bajé el equipaje de mano del compartimiento superior y me acomodé en la fila de salida del avión.

Delante de mí esperaban dos hombres vestidos de vaqueros. Botas de cuero, jeans, camisas de cuadros, sombreros tipo Stetson. Parecían salidos de una anticuada película del lejano Oeste, dos representantes de un mundo muerto aterrizando en un mundo en el que no existía el tiempo. De la nada a la nada. Igual que yo.

Para pasar el rato, intenté adivinar los motivos por los que estaban allí, en ese avión. No parecían locales. Iban muy serios, sin hablar, con cara de haber por fin terminado una larga tortura. O como si la tortura los esperara más adelante. O como si ellos fueran a torturar a alguien.

Me fijé también en una familia de indígenas, dos adultos y dos niños, con las caras morenas e inconmovibles. El padre llevaba la camisa abotonada hasta el cuello; la madre no se había quitado el suéter de hilo. Uno de los niños dormía en sus brazos. El otro, casi un adolescente, arrastraba un tanque de oxígeno como si fuera un juguete.

«Por eso viajan», pensé; «una emergencia médica».

La fila empezó a avanzar. A cada paso, sentía con más flojera la invasión del aire caliente dentro del avión, su golpe húmedo y relajante. Cuando me asomé al exterior, antes de bajar por la escalerilla, vi a tres chinos que se tomaban fotos junto a la aeronave, con esas caras inexpresivas, poco dignas de confianza, que tienen los chinos. Parecían uniformados: bermudas caqui, camisetas polo blancas y cámaras fotográficas colgadas del cuello. Me fijé bien. Los tres llevaban el mismo modelo: Nikon Coolpix P900. En mi morral yo llevaba una Nikon D5200, más tres lentes.

No soy fotógrafo profesional, pero me gusta el envoltorio de soledad en que me hundo cuando me concentro en lograr una imagen. Es como estar bajo el agua en un estado de absoluta ingravidez, y todos los demás sentidos le ceden su espacio a la vista, a un pequeño rectángulo de realidad que intenta acomodarse en un todo que después podrá ser la representación del universo. Y aunque se logre la imagen o no, el esfuerzo es un viaje mental que compensa todos los fracasos.

«¿Qué hacen acá esos chinos?», pensé.

Tuve que detenerme un momento en la pista para que mi mente, más que mi cuerpo, se acostumbrara al peso del calor: la opresión ardiente de la temperatura era como sumergir el cerebro en brea. Alrededor todo parecía amplio, el interminable cielo en expansión caía sobre nuestras cabezas. Sentí que la presión del morral me formaba una mancha de sudor en la espalda. Dos gotas cayeron desde mis axilas. A cada paso que daba, mi frente se cubría de una capa de grasa líquida que pronto se me empezó a meter en l

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