Valeria en blanco y negro

Elísabet Benavent

Fragmento

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1

EMPEZAMOS FUERTE

 

 

 

 

Víctor estaba arrodillado en la cama, desnudo. Glorioso desnudo el de Víctor, por cierto. Llevaba el pelo revuelto y tenía las sienes húmedas por el esfuerzo. Sus brazos y sus muslos se ponían en tensión rítmicamente, acompañados por el compás de unos jadeos que empezaban a ser secos y violentos. Su pecho se hinchaba… Ese pecho tan masculino, marcado, fuerte y cubierto de la cantidad perfecta de vello que se estrechaba hacia abajo hasta recorrer su estómago en una delgada línea. Y debajo de ella el vaivén entre sus caderas y las mías.

Me tenía cogida por los muslos y me levantaba a su antojo para permitir la penetración. Yo estaba arqueada, desmadejada y a su merced, porque no sé qué tenía aquella postura que siempre hacía que me olvidara de todas mis penas y, sobre todo, de ese nuevo régimen que regulaba nuestra relación. Ya se sabe. No somos novios, no nos pedimos explicaciones, no sabemos del otro más que lo que el otro quiere que sepamos. Un asco, vamos; al menos para mí. Yo lo que quería era otra cosa: una relación, de las que cuando se termina con el sexo se jura amor eterno.

Pero vaya, que cuando Víctor me sostenía las piernas así, ya podía decirme que a partir de ese día me iba a mandar solo telegramas en morse, que a mí me iba a dar igual.

Víctor echó la cabeza hacia atrás y gimió de esa manera que me gustaba tanto, con los dientes apretados. Ese gemido activó un interruptor interior que a su vez me provocó un cosquilleo en las piernas y un leve temblor que me recorrió en dirección ascendente. Me contuve. No quería terminar tan pronto. Balanceé las caderas hacia él sintiendo más fricción cuando su erección se me clavaba.

—Me tienes loco… —murmuró—. Soy adicto a esto, joder. No dejaría de follarte nunca.

Lancé algo que quiso ser un suspiro contenido pero que sonó a alarido y me agarré a las sábanas.

—Más, más… No pares —le pedí.

Víctor aceleró el movimiento y los pezones se me endurecieron cuando una corriente eléctrica me azotó entera, insistiendo en mi sexo. Ni siquiera pude gritar cuando sentí que mi cuerpo explotaba en un orgasmo intenso y jugoso. Me quedé desplomada en la cama, como en coma, y dejé que Víctor siguiera moviéndose hasta que empezó a correrse dentro de mí y ralentizó su movimiento.

—Joder… —gruñó.

El vaivén entre los dos paró del todo y Víctor se quedó unos segundos en mi interior, con los ojos cerrados. En aquellos segundos siempre daba la sensación de que paladeaba despacio el momento, como si fuéramos una pareja que hace el amor y no dos personas que follan. Después, como siempre, se desvaneció esa impresión y se dejó caer a mi lado en la cama, mirando al techo.

A veces Víctor se giraba y me decía algo. Algo tonto, claro, porque ¿qué vas a decir en ese momento si no es «te quiero»? Pues algo como «guau», «ha estado genial» o «dame media hora para repetirlo». Yo prefería aquellas veces que, como esta, se quedaba callado. Las mujeres somos así. Nos gusta más el silencio porque en él caben todas las cosas que preferiríamos que ellos sintieran o pensaran. Es mejor la incertidumbre que saber a ciencia cierta que en realidad está canturreando internamente o pensando en que le apetece una cerveza.

Víctor se giró hacia mí en la cama y se arrulló en la almohada. Me hizo un mimo, me dio un beso en el cuello y me preguntó si quería darme una ducha con él. Víctor y la puñetera ducha poscoito. Esa ducha larga y fría que, no obstante, solía terminar siempre en segundo asalto.

—No, qué va. Me voy a ir ya. Mañana tengo muchas cosas que hacer —dije recuperando el aliento.

—¿Como qué?

—La maleta. Y mandarle a mi editor o agente o lo que quiera Dios que sea un artículo.

—¿Un artículo? —Frunció el ceño y me miró muy interesado.

—Una posible colaboración con una revista. No sé si saldrá. Por mi salud financiera espero que funcione.

—Qué bien. —Se acomodó en la cama y se tapó un poco con la sábana—. ¿Cuándo te ibas?

Durante unas milésimas de segundo pensé que se refería a por qué no me estaba yendo ya de su cama y casi enrojecí, pero luego me di cuenta de que estaba hablando de mi próximo viaje.

—Pasado mañana —contesté.

—¿A qué hora sale tu avión?

—A las seis y veinte, creo. Pero no me hagas mucho caso. Tendría que mirarlo en los billetes.

—¿Te llevo al aeropuerto? —preguntó mientras su mano me acariciaba un brazo.

—No hace falta. Cogeré un taxi —contesté girándome hacia él.

—No, no, pasaré a por ti. A esas horas un taxi… no me hace gracia. Puedo quedarme a dormir en tu casa, si te parece. Así te llevo antes de ir a trabajar y te ayudo con la maleta.

—Bueno. —Sonreí.

En el fondo estábamos continuamente manteniendo un pulso, pero un pulso con nosotros mismos. A mí ese rollo de la seudopareja moderna no me iba, pero jugaba a ir de dura y a fingir que no lo tenía en cuenta en mi vida y que lo usaba siempre que me venía en gana, cuando la verdad era que me encantaba ver que a él se le escapaban gestos un poco más íntimos que el sexo, aunque esos gestos, bien mirado, no tenían por qué ser amor.

A eso jugaba él consigo mismo; para Víctor la postura en la que estábamos era la más cómoda, y no me refiero a la que habíamos practicado en la cama, sino a no verse obligado a dar explicaciones y no tener una novia al uso. Era a lo que estaba acostumbrado y supongo que así se veía libre de la presión de tener que hacer las cosas bien.

Iba conmigo a cenar, a tomar una copa, a la cama o me llamaba para, simplemente, pasar el domingo conmigo en mi casa, sin sexo de por medio. Eso sí, todo esto sin ninguna obligación. Seguro que les decía a sus amigos que yo solo era la chica con la que se acostaba. Me parecía inmaduro e ilógico porque, además, para poder encajar nuestra relación en aquel molde mantenía una lucha continua consigo mismo para controlar ciertos impulsos que le salían de forma natural y que distaban mucho de parecerse a un «sin compromiso». Al final, los dos teníamos que esforzarnos por mantener aquello dentro de los límites del nombre que él prefería ponerle. Pero yo ya estaba empezando a cansarme.

Estirando la mano cogí las braguitas, que habían caído en la mesita de noche, y me las puse. Me levanté de la cama y alcancé los vaqueros, pero antes de que pudiera ponérmelos, Víctor me cogió de la muñeca y, tirando de ella, me echó sobre el colchón otra vez. Se acercó y me besó en los labios.

—No te vayas, cabezona. Quédate esta noche. —Rozó su nariz contra la mía.

—Es que mañana tengo que…

—Yo te despertaré antes de irme a trabajar. Pasado mañana te vas por ahí y no podré dormir contigo en días.

¿Veis? No sonaba exactamente a lo que él vendía que quería que fuera, ¿no?

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2

PERO… ¿ESTO QUÉ ES?

 

 

 

 

Escuché la alarma en la lejanía, aunque solamente estaba al otro lado de la cama. Bueno, mi cuerpo estaba allí, pero mi yo intangible estaba soñando con las rebajas de Bimba y Lola, peleándose oníricamente por un bolso con una chica sin cara.

La mano de Víctor le dio un toque al despertador y el pitido infernal desapareció. Me acurruqué y él se sentó en el borde. Le oí resoplar y miré de reojo el reloj sin poner demasiado empeño en abrir los párpados. Las seis y media. La desconocida sin cara me había arrebatado finalmente el bolso megarrebajado.

Víctor se levantó y con paso lento se encaminó hacia el baño. Siempre me ha fascinado la facilidad con que acepta que no hay más narices que levantarse. Nunca refunfuña ni pide «cinco minutitos más».

Modo ironía on: casi como yo. Modo ironía off.

Cuando pasó por delante de la cama no pude evitar lanzar una miradita a sus piernas y a su trasero. Me encantaba esa costumbre suya de dormir en ropa interior aunque hiciera ya un frío de mil demonios. Me daba unas alegrías por la mañana…

Escuché el agua de la ducha. Mis párpados pesaban quintales.

Dormí un poco más.

La puerta del armario, sonido suave de perchas de madera chocando entre ellas.

Abrí un ojo.

Víctor se metía la camisa por dentro del pantalón de traje y se abrochaba el cinturón. Cerré los ojitos feliz con la visión. Qué riiiiicooooo.

Seguí durmiendo.

Víctor se inclinó sobre la cama y me dio un beso en el cuello. Gimoteé suavecito. Fuera aún era de noche.

—Valeria, son las siete y media. Tienes café en la cocina.

—Cinco minutitos más —murmuré.

—Dijiste que querías volver pronto a tu casa.

—Dije pronto, no al alba —me quejé.

—Venga. —Me dio una palmada en el trasero que resonó en el dormitorio—. Te llamo luego.

Después el pasillo se llenó del sonido de sus pasos, del de las llaves al caer en el bolsillo de su pantalón y del de la puerta al cerrarse. Miré al techo. Sí. Sin duda. Era más feliz cuando Víctor me quería, me achuchaba y me traía el desayuno a la cama. ¿Qué habría hecho mal para dar un paso hacia atrás tan grande?

No había mucho más que pensar. Las cosas eran como eran y si no me gustaban, ahí tenía la puerta. Pero pensar en dejarles vía libre a todas las golfillas que quisieran calentarle la cama no me hizo sentir precisamente mejor. Él me prometió que mientras nosotros nos viéramos no habría nadie más. Ninguna putilla de cuerpo escultural dispuesta a hacer realidad sus sueños más perversos ocuparía ese pedazo de cama que yo reclamaba como mío. Si me ponía a pensar, acababa llegando a la conclusión de que eran solo esas depuradas técnicas amatorias lo que me diferenciaba de esas chicas. Ellas las tenían y yo no. Yo solo era una más. El equivalente humano y sexual a una bolsa de agua caliente.

Sin darme oportunidad para seguir pensando ese tipo de cosas, me levanté, robé una camiseta del armario y fui a la cocina, donde me serví una taza de café. Claro, como ya no tenía derecho a dejar ninguna de mis pertenencias allí, o me pasaba la vida cargada como una mula o me acostumbraba a andar con lo justo y sin comodidades. Comodidades tales como pijama, acondicionador o una muda limpia.

Me bebí el café, enjuagué la taza, fui a la habitación e hice la cama. Debería dejarla sin hacer y hasta olvidarme las bragas dentro, por fastidiar, pero era cobarde. Después busqué mi ropa por la habitación.

En realidad la noche anterior habíamos ido por allí de paso para recoger las llaves del coche e ir a cenar. Pero en un arranque de pasión, Víctor me había arrollado contra una pared y adiós a la reserva en el restaurante. La ropa la fuimos perdiendo a la vez y a manotazos, así que no me extrañaba nada que no encontrase el sujetador. Lo localicé debajo de dos cojines, en el sillón en un rincón de su dormitorio, mejor doblado de lo que esperaba.

Lo primero que me extrañó fue el tacto. Lo segundo, que no me cupieran las tetas dentro. Recuerdo haber arqueado la ceja izquierda y haber pensado que últimamente cenaba demasiado. Pero, espera, espera, espera…, ¿tanto cenaba como para que de un día para otro el sujetador no me valiera? Me lo volví a quitar y lo miré con detenimiento.

¿Por dónde empiezo? ¿Por que era de una marca que yo jamás había usado? ¿Por que no era de mi talla? ¿Por que ni siquiera era del mismo color que el que yo llevaba el día anterior? ¿Cómo iba a combinar yo unas braguitas de encaje blanco con un sujetador negro de raso sintético? ¡¡Raso sintético!!

Bien. Estaba bastante claro. No era mío.

Antes de irme dando un portazo me preocupé por buscar un rollo de celo por toda la casa. Dejé el puñetero sujetador colgando del espejo de la entrada con una nota que ponía: «Ahora esperarás que crea que es de tu hermana, gilipollas comemierda».

Sí, gilipollas comemierda. Así me las gasto yo cuando alguien me toca las narices.

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3

NO PUEDO CONFESAR

 

 

 

 

Las mujeres somos muy de esconder los detalles que nos hieren o que nos hacen sentir humilladas por no hacer leña del árbol caído. Y actuamos así porque no queremos aceptar que lo estamos permitiendo. ¿Cómo iba yo a decir nada sobre el sujetador en cuestión? Me callé. Me callé como una mujer de vida alegre a pesar de que Lola me llamó para asegurarse de que tenía impresos los billetes de avión, de que Carmen también me telefoneó para preguntarme por decimoctava vez dónde cojones íbamos y de que hasta Nerea me había dejado un mensaje en el contestador pidiéndome que le devolviera la llamada.

Eso sí, al llegar a casa, en un ataque de rabia, le di una patada a lo primero que tuve a mano, que fue el revistero. Hundí el pie en él, haciéndolo astillas y dejando tiradas por todo el salón las revistas que contenía. Después me senté en el suelo y me eché a llorar. ¡A llorar! ¡Yo! Puto Víctor. Puto año de mierda. ¿Por qué no podía llegar otra vez el mes de abril y por qué no podíamos Víctor y yo volver a conocernos?

Seguramente porque volvería a cometer los mismos errores.

En el fondo sabía que él tenía derecho a hacer con su tiempo libre lo que quisiera, pero… ¿y su promesa de que no habría más mujeres? Porque ¿para qué narices necesitaba más sexo?

Mientras sacaba la maleta de debajo de la cama, con las mejillas empapadas de pura rabia, hice un repaso mental a la última semana. El viernes salí a tomarme unas cervezas con las chicas y Víctor había pasado a recogerme, motu proprio, para llevarme a casa, pero habíamos terminado yendo a la suya y haciéndolo en el sofá. Y para más señas fue magnífico y supersalvaje. Creo que Víctor aún llevaba la marca de mis dientes en su hombro izquierdo.

El sábado comimos juntos, después me fui a mi casa y por la noche salimos a tomarnos unas copas, nos emborrachamos y al llegar a casa caímos inconscientes sobre mi cama. Habíamos ido al cine el domingo y después habíamos terminado otra vez en mi casa, haciendo guarreridas españolas (o francesas, más bien) que terminaron, como siempre, con repetición en la ducha. Y lo de la ducha fue de película X. Satisfactorio, animal y muy morboso. El lunes se había pasado por mi casa y lo habíamos hecho en la cocina. Después cenamos sushi de aguacate y salmón que nosotros mismos cocinamos juntos entre besos y toqueteos. El martes… El martes había sido la noche anterior. Así que, resumiendo, o sus días tenían más horas que los del resto de los mortales o había aprovechado el sábado por la tarde entre una cosa y otra para follarse a una furcia de pechos pequeños con sostén de satén sintético.

Joder. Hijo de la gran puta. ¿Cuánto sexo necesitaba? ¿Qué era lo que pasaba con él? ¿El problema era la variedad? ¿Era eso? ¿Necesitaba montárselo con un montón de pequeñas vaginas jóvenes y vibrantes para mantener sentirse siempre joven?

Quizá lo lógico hubiera sido llamarlo y pedirle explicaciones, pero me sentía tan humillada y tan tonta… Además, esperaba que surtiera algo de efecto mi montaje especial con sostén y celofán. Sonaba a título de escultura de arte contemporáneo. Podría valer como metáfora de la estupidez femenina, supongo.

Me concentré en hacer la maleta. ¿He contado para qué hacía la maleta? ¡Qué cabeza la mía! Era la despedida de soltera de Carmen. Se casaba en seis meses. Sí, ya, nos lo habíamos tomado con mucha previsión, pero temíamos acabar dentro de un canal con la bicicleta de alquiler enganchada en uno de los brazos y las dos piernas rotas; queríamos dar tiempo a que se soldara una posible fractura ósea y que la novia no tuviera que ir al altar en silla de ruedas. Nos íbamos a Ámsterdam.

Lola había conseguido unos billetes de avión tirados de precio, así que los compró al instante sin preguntarnos ni a Nerea ni a mí, y menos aún a Carmen, que se enteraría del destino al día siguiente en el aeropuerto.

Lola había vivido allí durante un año, mientras estudiaba con una beca Erasmus hacía un trillón de años; le encantaba la ciudad y más en invierno. Corría ya el mes de diciembre, así que su pasión nos aseguraba una guía de excepción.

Comprimí en mi maleta de mano cuatro jerséis de cuello alto, tres pares de vaqueros, un par de vestidos, medias tupidas, ropa interior, un pijama, los útiles de aseo y un par de collares. ¿Cómo lo hice? No sé muy bien. Lo único que sé es que debió de ser el cabreo, que me hizo más minuciosa. Eso sí, iba a tener que combinarlo todo con las mismas botas.

Después me senté con la intención de escribir un rato pero lo único que pude hacer fue fumar un cigarrillo tras otro y llamarme tonta diez mil veces. Me abstraje mirando a través de la ventana y casi sin darme cuenta pasó el día.

Maldito Víctor.

 

 

A las ocho de la tarde sonó el timbre de mi casa. Era él, claro. Y el caso es que sabía que no pasaría por su casa, que conociéndolo iría al gimnasio y después vendría directamente a la mía. Si no quería verlo lo más fácil hubiera sido llamarlo y decírselo. No sé por qué no lo hice. Supongo que, a pesar de todo, quería verlo. Y allí estaba.

Abrí la puerta y lo encontré de pie, tranquilo y sonriente, con aquel traje gris que tan bien le quedaba. Al menos podría haber tenido la decencia de venir a verme en chándal y ponérmelo un poco más fácil. Bueno, ¿a quién quería engañar? Me gustaría hasta vestido de lagarterana. Pero fui fuerte y le lancé una mirada no muy amable mientras me apoyaba en el marco de la puerta.

—¿Qué haces aquí? —le dije.

—Eh… —Dudó un momento—. Anoche te dije que vendría. Así mañana te llevo al aeropuerto. ¿No?

—Vete a casa.

—¿Qué pasa? —Frunció el ceño.

—Ve a tu casa. Date una vuelta por el recibidor y si sigues teniendo dudas, me preguntas.

Cerré la puerta suavemente y me quedé mirando a la nada. A los dos segundos, los nudillos de Víctor dieron en la puerta y noté cómo se apoyaba sobre la madera.

—Valeria, ¿quieres abrir? —No contesté—. ¿Me lo explicas? —pidió en tono tirante.

—¿No quedamos en no darnos explicaciones? ¡Pues vete a casa de una puta vez!

Víctor se separó de la puerta y escuché sus pasos tranquilos bajar las escaleras. Sin más, se fue. Yo sabía que se había cansado de numeritos en los primeros meses de nuestra relación y que huiría de todo lo que se le pareciera, pero hijo, que te estoy echando de mi casa sin ningún tipo de explicación. Yo en su lugar hubiera insistido un poco más, ¿no?

 

 

Pasó una hora. Pensé que vendría y me suplicaría que le abriera la puerta para, al menos, tratar de colarme una mentira.

Pasó otra hora. Creí que estaría sentado en su coche, en mi calle, buscando la manera de dar una explicación sin que lo pareciera.

Pasó una hora más y dejé de pensar ni esperar nada. Tonta de mí.

Me sentí decepcionada, humillada, sola; y por primera vez desde que me había separado añoré a Adrián. Después me di cuenta de que no era a Adrián a quien añoraba, sino a alguien que en ese mismo momento llenara el otro lado de la cama y al que pudiera abrazarme para sentirme menos tonta.

Víctor no vendría; posiblemente ni siquiera había hecho amago de volver para explicarse. A esas horas debía de estar dormido ya, el muy patán. Si es que hay una norma que no tiene excepciones: todos los guapos son malos para la salud.

Lo que no entendía es cómo una persona puede susurrar con los ojos cerrados que te quiere y cuatro meses después olvidarse hasta de respetarte. ¿Cómo es posible que alguien se encapriche, se enamore, quiera y deje de querer en el lapso de meses? Y mejor aún, ¿cómo es posible que ambas partes, habiendo pasado eso, decidan que es buena idea seguir juntos?

 

 

A las cuatro y media sonó el despertador y lo apagué sin tener que remolonear. Llevaba despierta toda la santa noche y ya me había dado una ducha, me había vestido y me había tomado un café. Preferí mantenerme activa y no caer en la autocompasión. No quería estropearme el viaje. Después llamé a Teletaxi, cerré la maleta y me senté a esperar, ojerosa y asqueada.

A cinco minutos de la hora convenida para que me recogieran, bajé al portal. Hacía un frío de mil demonios, así que antes de salir me abroché el abrigo hasta arriba y me enrollé bien la bufanda. El aire que corría era helado y hacía que me dolieran hasta los dedos, pero no pude desistir de fumarme un cigarrillo. Estaba nerviosa. Necesitaba respirar hondo, muy hondo, con la esperanza de que el aire me llenara por dentro algo que me parecía muy vacío.

Nada más encender el pitillo y dejar escapar el humo, vi su coche estacionado en segunda fila con las luces de emergencia encendidas. Le di una calada más al cigarrillo y lo tiré al suelo.

La puerta se abrió y Víctor salió con los ojos clavados en mí. Llevaba un traje negro impoluto cuya chaqueta se abrochó con una mano; debajo de esta, una camisa blanca, sin corbata. Simplemente perfecto.

Joder. Puto Víctor.

Se arregló el cuello de la americana y, tras cerrar el coche con el mando, caminó hasta el portal en el que estaba refugiada. Y yo hecha un asco, para terminar de darle el gusto de saber que podía hacerme pasar una noche en vela muerta de celos.

Se plantó delante de mí sin decir nada y cogió la maleta, pero tiré del mango retráctil hacia mí.

—Valeria, sube al coche —dijo en un tono que pretendía no admitir discusión.

—No. He llamado a un taxi. Estará a punto de llegar.

—¿Por qué eres así? —Se enderezó y me pareció altísimo, con su metro noventa totalmente erguido—. ¿Por qué siempre estamos con las mismas, joder? ¿Por qué no tratamos de hacer las cosas más fáciles en vez de empeñarnos en complicarlas?

—Estoy haciéndolas fáciles. Estoy evitando que tengas que darme esa explicación que tanto te molesta tener que darme. Y estoy evitando cabrearme más. ¿Sabes? Me da igual que pienses que me voy a poner en evidencia, pero creía que solo te acostabas conmigo. Y estoy molesta por tantas cosas que si me pongo a enumerarlas pierdo el avión. Así que haz el favor… —Miré a la calle—. Porque el taxi viene por ahí. Ya me has jodido la noche, no te empeñes en joderme también el viaje.

—¿Y ya está? —dijo levantando expresivamente las manos, con las palmas hacia arriba.

—¿Qué más quieres? —Arqueé las cejas—. ¡Encontré un sujetador en tu dormitorio que, evidentemente, no era mío! Lo que pase a partir de ahora me parece que ya no depende de mí. Pregúntale a tu Peter Pan a ver qué tienes que hacer ahora.

Bajé la acera cargando mi pequeña maleta y mi bolso. El taxista salió del coche para abrir el maletero y Víctor se acercó hasta él.

—Disculpe, ha habido un malentendido. Yo la llevaré, pero no se preocupe, le pago la carrera íntegra y…

Me giré con ganas de arrancarle la cabeza. Ni siquiera controlé el tono de mi voz:

—¡No ha habido ningún malentendido! Y las cosas no se arreglan a golpe de billetero, Víctor. ¡¡Ni camisones de La Perla ni cenas magníficas ni estos gestos de película!! Ya está. ¡No espero nada de ti! ¿Entiendes? Nada. ¡¡Ya no espero nada!! Lo que no entiendo es por qué lo esperé algún día…

Me subí al taxi y lo vi apartarse, hacia atrás, hasta apoyarse en un coche que estaba aparcado en esa parte de la calle. No insistió, pero a mí por primera vez en mucho tiempo, tampoco me apeteció que lo hiciera.

 

 

Lola, Nerea, Carmen y yo habíamos quedado a las cinco y veinte en el aeropuerto, pero cuando llegué la única que ya estaba allí era Carmen. A su lado, un Borja ojeroso y adormecido se rascaba los ojos con el puño, como un bebé. Me acerqué, forcé una sonrisa y les di dos sonoros besos.

—Qué detalle traerla… —le dije a Borja sintiendo una punzada interna de rabia hacia Víctor.

—Creí que te traería tu chico. Si no, hubiéramos pasado a recogerte —contestó él sonriendo.

—No te preocupes. —Le di una amistosa palmadita en el antebrazo.

Carmen me lanzó una mirada de desconfianza y después, sin darme ni tiempo a responderle al gesto, se lanzó a una discusión consigo misma:

—La culpa es mía, por miedica, ya lo sé, pero es que tengo pavor. Os tengo pavor. Sobre todo a Lola. Dímelo ya, dime que me vais a vestir de gallina y me vais a llevar a Logroño a comer chistorra y ale, ya me quedo tranquila. Y lo asumo, que conste. Pero esto de no saber qué vais a hacer conmigo... ¡Coño! ¡Es que esto es peor! Le he dado una noche a Borja… ¡Qué noche le he dado! ¡Ni ojo he pegado! Ahora, como el vuelo sea uno de esos de veinte minutos en los que apenas tienes tiempo de dar una cabezada, ya me diréis qué hago yo. Y vosotras, porque seguro que esta noche me queréis llevar, no sé, a la casa del jubilado de un pueblo perdido de la mano de Dios a cantar los pajaritos. ¡¡Y yo no estaré para monsergas!!

Levanté las cejas y me eché a reír.

—Relájate, por favor. No somos tan crueles. Te prometo que van a ser unos días geniales.

—¿Geniales? Vale, ¿para vosotras tres o también para mí?

—Para tooodooos —le dije alargando exageradamente las vocales.

En aquel momento un repiqueteo de tacones sobre el suelo hizo que nos giráramos para ver a Lola acercarse con su andar sinuoso. Se plantó delante de nosotras, nos miró y echándose a reír nos dijo que estábamos hechas un asco.

Ella, cómo no, estaba perfecta. Jodidamente perfecta, añadiría yo. Pocas cosas le quitaban el sueño a Lola y ahora que ni siquiera tenía que preocuparse por el tema de Sergio, que estaba zanjado, más aún. Pensé que Lola y Víctor eran la pareja perfecta, pero como un montón de bilis se me amontonó en la boca del estómago, decidí no volver a pensar en ese jodido mamón, al menos hasta que volviera.

Las tres miramos el reloj y Lola, masticando chicle tan pancha, echó una miradita al panel de salidas.

—Espero que Nerea se dé prisa, porque en diez minutos empiezan a embarcar. Al menos es lo que pone en los billetes —dijo.

—¡Decídmelo ya! —berreó Carmen.

—Guadalajara —le dije yo—. Pero Guadalajara la de México. Te haremos cantar rancheras y gritar: ¡ay, ay, ay, ay, aaayyyy!

Borja, Lola y yo nos tronchamos de risa mientras Carmen nos enseñaba el dedo corazón a todos. En ese momento apareció Nerea, vestida con un travel look a lo estrella de Hollywood, con maletita de Loewe y shopping bag de Carolina Herrera incluidos. Nos saludó con una sonrisa y se atusó la melena rubia.

—Ya está aquí Greta Garbo —dijo sonriendo Borja—. Os dejo. Dame un beso.

—No me dejes aquí. —Carmen lo cogió del brazo con fuerza—. Me van a hacer cosas horribles. Lo intuyo.

—Sé adónde vas a ir, sé lo que vais a hacer y el único miedo que me da es que no quieras volver, así que dame un beso y vete.

Carmen sonrió y tras poner la maleta a un lado se dejó envolver por los brazos de Borja. Después, simplemente se fundieron en uno de esos besos de película que nos dejan embelesadas. Tierno, ingenuo, sincero. Un beso de amor.

¿Me besaría alguien alguna vez de esa manera?

—Adiós —dijo Borja mirando a Carmen embobado.

—Te quiero.

—Que no se te olvide. —Sonrió de lado, como un galán de cine antiguo; y luego, mirándonos a nosotras, añadió—: Cuidádmela.

 

 

Por supuesto, Carmen aceptó el destino de nuestro viaje con entusiasmo. Se puso a dar brincos y, cuando se enteró de que no pensábamos disfrazarla de nada, nos besó a todas, incluida Greta Garbo, a la que las excesivas muestras de afecto incomodaban.

El avión era pequeño pero cómodo, solamente con cuatro asientos por fila, dos a cada lado del pasillo. Todas íbamos en la misma fila y el vuelo no duraba más de dos horas y media, así que simplemente nos sentamos en orden de llegada. Yo me instalé junto a Carmen, que no paraba de planear cosas para aquellos cuatro días:

—Pasearemos por los canales con nuestras bicicletas alquiladas y beberemos cerveza y fumaremos porros y…

Yo le sonreía, pero más allá que aquí… Y allá se refiere a mi discusión con Víctor. Ciertamente pensaba que era el final de la que había sido nuestra relación. Sobre los restos de lo que habíamos dejado ya no se podía construir nada que no fuera a caerse, así que, esta vez con más razón que la anterior, teníamos que dejarlo estar. Y conociendo a Víctor y el tipo de reacción que había tenido al ver el sujetador colgando del espejo de la entrada, sabía que no insistiría. No cogería un avión para venir tras de mí y confesarme junto a un canal que me quería. No. No lo haría.

Y yo no quería que lo hiciera.

Hechos son amores y no buenas razones. Al menos es lo que siempre dice mi madre. ¿De qué me serviría a mí un numerito de final de película romántica? Ya no confiaba en él.

 

 

Una vez que despegamos y escuché a Carmen rezar todo lo que había en su limitado repertorio católico, me sumí en un estado de duermevela. No estaba dormida, pero tampoco despierta, y mucho menos relajada. Cuando ya pensaba que lo mejor sería despejarme y pedir un café a las azafatas, un codito me presionó el brazo con suavidad. Abrí los ojos y vi a Carmen mirándome con sus ojos enormes un poco preocupados. Me asomé y vi a Nerea leyendo un libro de Paul Auster con gafas de pasta y a Lola durmiendo con la boca abierta.

—Valeria —susurró Carmen—, ¿qué te pasa?

—Nada, cielo. Solo es que no he dormido bien. —Me froté los ojos que llevaba sin maquillar y sonreí—. A decir verdad, no he dormido ni bien ni mal porque no he dormido nada.

—¿Estabas nerviosa?

—Me hacía mucha ilusión este viaje, y me la hace, que conste, pero me temo que no iba por ahí.

—Víctor —dijo tras un suspiro.

—Sí, Víctor.

—¿Quieres contármelo?

Me mordisqueé el labio inferior con desazón y terminé por asentir. Si había alguien que me comprendería sería ella. Era lo suficientemente humana, blandita y sentimental como para entenderme. No digo que Nerea y Lola no fueran hembras humanas; es solo que a veces en lo concerniente a los sentimientos más bien parecían ciborgs.

—Creo que hemos terminado.

—¿¡Qué!? —dijo sobresaltada.

—No puedo más, Carmen. No puedo más con esa relación posmoderna, abierta, en la que cabe todo y a la vez no cabe nada. Y no me explico cómo hemos llegado hasta aquí en…, joder, en seis putos meses.

—Pero, Val, cariño, tú eres más lista que eso que me estás diciendo. Solamente tienes que aguantar el pulso que estáis manteniendo. Él terminará dándose cuenta de que, le ponga el nombre que le ponga, vosotros dos os queréis y ya está. Solo hay que ver cómo te mira, Valeria.

Rebufé, y me froté la cara con las manos.

—Carmen…

—¿Qué?

—Yo antes opinaba como tú. A veces pensaba que era injusto que yo tuviera que mantener ningún pulso con él, como una estrategia para cazarlo. Otras veces me decía que al amor no le gustan las cosas fáciles y que cuanto más peleas por algo, más vale la pena.

—¿Y? ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Ayer por la mañana… —Suspiré—. Por Dios, Carmen, no se lo cuentes a nadie, porque jamás me he sentido más humillada.

—Claro, te lo juro. ¿Qué pasa? —Frunció el ceño y sus deditos me agarraron el antebrazo.

—Ayer por la mañana estaba vistiéndome en su casa y encontré un sujetador que evidentemente no era mío.

—A lo mejor…

—No me digas que a lo mejor era de su hermana. Sabemos que no lo era. A su hermana no le habría cabido la delantera en ese trapo ni con magia.

Las dos nos quedamos calladas y yo me revolví el pelo en ese gesto tan mío.

—¿Puedo preguntar?

—Claro que puedes preguntar —asentí.

—¿Qué es lo que más te molesta de eso?

Me quedé mirándola fijamente. ¿Cómo que qué era lo que más me molestaba? ¿Es que estábamos tontas? Pero, claro, Carmen es una persona muy inteligente y nunca pregunta las cosas porque sí. Ella quería llegar a alguna parte con aquella cuestión y empecé a imaginarme el cauce de la conversación.

—¿Lo que más me molesta? ¿Te contesto con la cabeza o con la mano en el corazón?

—Con los dos, supongo.

—Con la cabeza fría, sin prestarle atención a todo lo demás, estoy muy molesta porque… —Carraspeé—. Porque Víctor y yo no tomamos precauciones. Bueno, las tomo yo. Me sigo tomando la píldora. Siempre me pareció que era un acto de intimidad, un paso más de compromiso, porque además de estar los dos sanos no lo compartíamos con nadie más. Pero ¿quién me dice a mí que siempre fue así? En cuanto vuelva de Ámsterdam pido hora en el médico. Voy a hacerme pruebas hasta para la peste negra. —Carmen me miró levantando las cejas expresivamente—. ¿Qué? —le dije.

—Lo primero, no sabemos si él se está acostando con otras, si ha sido algo aislado, si realmente no ha existido… Pero en el caso de que él esté… alternando con chicas…

—¿Alternando? —Me reí.

—¿Prefieres follando? —me preguntó.

—No, tienes razón. Prefiero alternando.

—Pues eso, si él está acostándose con otras es de suponer que utilice preservativo. ¿Por qué no va a respetar eso?

—¿Ha respetado lo demás? ¿Por qué va a respetarlo?

Miré enfadada hacia el infinito. Carmen llamó mi atención de nuevo.

—¿Y con el corazón en la mano?

—Eso es más complicado. —Suspiré—. Porque no entiendo, de verdad que no entiendo, qué he podido hacer mal para que todo se estropee. Me dijo que me quería. Fui yo quien lo dejó. Y nunca se ha retractado de sus palabras, ni siquiera cuando lo dejé… ¿Qué tengo que pensar ahora, después de lo que he visto? ¿Que jamás me ha querido? ¿Que era demasiado pronto para decirlo? ¿Que me lo dijo porque se sintió obligado pues creía que era lo que yo esperaba escuchar? ¿Era realmente lo que yo quería?

—Val, cariño, frena. ¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—¿Por qué tienes que tener la culpa tú? Te dijo te quiero porque en ese momento lo sentía y, si me pides mi opinión, te diré sinceramente que no creo que haya dejado de hacerlo, pero él mismo le ha dado otro nombre a ese sentimiento para que no le sea incómodo. Se ha cagado encima. Lo plantaste, se lo hiciste pasar mal y luego volviste. Es un tío acostumbrado a que las tías se le tiren a los pies y tú no eres así. Al principio fuiste un reto, después una realidad que le exigía más de lo que él estaba habituado a dar y se estableció aquel tira y afloja que hacía que te sintieras insegura, ¿te acuerdas? Cuando tú decidiste que no tenías el control de tu vida y que debías volver a coger la sartén por el mango, las tornas cambiaron y él se encontró con que lo habías dejado; y cuando volvisteis eras tú la que parecía saber lo que hacía. Yo creo que aún no está preparado para aceptarlo. Ya lo estará.

—¿Ya lo estará? Parece mentira, Carmen. No voy a esperar sentada a que él se canse de tirarse a todo el equipo femenino de vóley playa.

—Esas no tienen tetas —susurró.

—A juzgar por el sujetador que encontré, la tía que se lo folla tampoco es que tenga muchas. Lo de ponerse un sujetador me parece más un acto de entusiasmo.

—Y un tema importante… ¿Se lo has dicho?

—Le pegué con celo el sujetador al espejo de la entrada junto a una nota en la que ponía: «Ahora querrás hacerme creer que es de tu hermana, soplapollas». Por la noche vino a casa directamente del trabajo y lo mandé a la mierda. Le dije que se fuera a su casa si quería entenderme. No volvió. Esta mañana lo he encontrado con el coche a las cinco menos cuarto, delante de mi casa. Quería traerme al aeropuerto, pero yo no tenía más ganas de discutir y de joderme el viaje.

—A lo mejor quería hablarlo, darte una explicación.

—¿Víctor? ¡Qué va! Se puso en plan «vamos a ponernos las cosas fáciles», que supongo que para él significa «deja que me folle a todo lo que se mueve y no refunfuñes». No, esto se ha terminado. Estoy harta. No tengo por qué aguantarlo. Es un imbécil.

—Un poco imbécil sí que es, pero todos los somos de una u otra manera.

—No lo justifiques. Además, ¿Borja es un imbécil? Déjame que lo dude. Nena, te vas a casar con el único hombre de verdad que queda sobre la faz de la tierra.

—¿Qué me dices de lo de su madre? —contestó abriendo mucho los ojos.

—¡Le plantó cara!

—Sí, pero tardó un poco más de lo necesario, ¿no crees? Además, Borja tiene sus cosas, como todo el mundo.

—¿Qué cosas?

—Cosas —dijo enigmáticamente, encogiéndose de hombros.

—Oh, no, ahora escupe…

—Es muy flemático, por ejemplo. —Levanté una ceja y me quedé mirándola, esperando que soltara la información sustanciosa y se dejara de monsergas. Carmen chasqueó la lengua contra el paladar y se acercó—. Es solo que… —Miró a su alrededor—. No quiere nunca…

—¿Follar?

—No, calla. —Se rio—. Eso sí, joder. A todas horas. Es un tío.

—¿Entonces?

—No quiere usar…

—Condón. —Terminé la frase por ella.

—De un tiempo a esta parte… nunca.

—¿Entonces?

—Pues ahí estamos. —Puso morritos.

—¿Marcha atrás?

—Marcha atrás, método Ojino…, esas cosas.

—El baby boom de los setenta creo que fue obra de ese tal Ojino. ¿Eres consciente?

—Sí, claro que sí. —Se miró las manos, avergonzada—. Pero es que… yo tampoco me pongo muy firme con el asunto, ¿sabes?

—Ya. —Me reí—. Eres una calentorra.

 

 

Cuando llegamos al apartotel, a Lola aún se le marcaban en la mejilla las arrugas del cojín hinchable que le habíamos colocado para que no se desnucara. Carmen y yo parecíamos recién salidas de Pesadilla antes de Navidad, pero Nerea estaba fresca como una rosa. Antes de salir del avión se había humedecido la piel con un poco de agua micelar y…, pues eso, que era para odiarla…

En un principio habíamos pensado ir a un hotel, pero Lola encontró una especie de residencia de estudiantes donde, no sé por qué, nos alquilaron una habitación para cuatro personas. En realidad creo que era para dos. No, estoy mintiendo, sabíamos que era para dos, pero es que el precio era perfecto para cuatro. Dormir de dos en dos apiñadas en las camitas de noventa no nos importaba. No era de por vida, solo cuatro días.

La habitación era cuadrada y tenía dos grandes ventanales que daban a una calle peatonal, pero a través

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