La contravida

Philip Roth

Fragmento

1. Basilea

1. BASILEA

Desde el momento mismo en que su médico de cabecera, en el transcurso de un chequeo rutinario, descubrió algo anormal en su ECG y hubo que hacerle, de la noche a la mañana, una cateterización cardiaca que puso de manifiesto las dimensiones del mal, Henry, gracias a la medicación que le recetaron, pudo seguir trabajando en la consulta y llevar una vida normal en su casa, exactamente igual que antes. Ni siquiera se quejaba de los dolores en el pecho y la falta de aire al respirar que su médico habría muy bien podido esperar de un paciente con obstrucción arterial avanzada. El trastorno era asintomático antes del chequeo rutinario que lo reveló y siguió siéndolo durante el año que tardó en tomar la decisión de pasar por el quirófano: ningún síntoma, salvo un terrible efecto secundario del medicamento que estabilizaba su dolencia, y que reducía además, sustancialmente, el riesgo de un ataque al corazón.

El problema empezó cuando llevaba dos meses tomando la medicina.

Esto lo llevo oído unas mil veces —le dijo el cardiólogo cuando Henry le contó por teléfono lo que estaba ocurriéndole.

El cardiólogo, que era un hombre con los cuarenta años sin cumplir, profesional de mucha iniciativa y no poco éxito, igual que Henry, no pudo ser más comprensivo. Intentaría reducir la dosis hasta el punto en que el fármaco —un betabloqueante—, sin dejar de controlar la enfermedad coronaria, ni de reducir la hipertensión, dejase de interferir en la función sexual de Henry. Afinando la medicación, dijo, hay veces en que se consigue alcanzar un «equilibrio».

Estuvieron seis meses experimentando, primero con la dosificación y luego, en vista de que aquello no funcionaba, con otras marcas del mismo medicamento; y de nada valió: ya no despertaba con su erección matutina, ni tenía suficiente potencia para efectuar el coito con su mujer, Carol, ni con su ayudante, Wendy, que estaba convencida de ser ella, no aquel fármaco, la causa del sorprendente cambio. Al término de la jornada, con la puerta de la consulta cerrada con llave y las persianas bajadas, la chica se esforzaba, con todo su arte, en la tarea de excitarlo, pero todo venía a ser eso, esfuerzo por ambas partes, y cuando él le decía que era inútil, y le suplicaba que parase ya, cuando tenía que llegar hasta el punto de separarle la boca a la fuerza para que lo dejase, lo que conseguía era convencerla aún más de que la culpa era suya. Un día en que, a última hora de la tarde, ella se echó a llorar y le dijo que lo sabía, que era sólo cuestión de tiempo, que acabaría yéndose por ahí a buscarse otra, Henry le cruzó la cara de un bofetón. Si hubiera sido una acción propia de un rinoceronte, de un individuo totalmente desquiciado por un orgásmico frenesí, la reacción natural en Wendy habría consistido en la complacencia; aquello, sin embargo, no fue una manifestación de placer supremo, sino de estar completamente harto de su ceguera. ¡No se enteraba, la muy estúpida! Pero, claro, tampoco él se enteraba, tampoco él comprendía la confusión que semejante pérdida podía provocar en una mujer que lo adoraba.

Inmediatamente después le sobrevino el arrepentimiento. Teniéndola en sus brazos, le garantizó a Wendy, aún sollozante, que ella era virtualmente lo único en que pensaba cada día —de hecho (aunque eso no podía decírselo así), si Wendy se aviniera a permitir que le encontrase trabajo en otra clínica dental, él no tendría que estar recordando cada cinco minutos lo que ya no podía tener—. Aún había momentos, durante la jornada laboral, en que Henry la acariciaba subrepticiamente, o la miraba con el deseo de antes mientras ella deambulaba por la consulta, embutida en su uniforme blanco de chaqueta y pantalón; pero en seguida se acordaba de sus pildoritas color de rosa, y se hundía en la desesperación. Pronto empezó a tener muy demoníacas fantasías en que la joven, que habría hecho cualquier cosa por devolverle la potencia, se sometía, ante sus ojos, al abrumador dominio de otros tres, cuatro y hasta cinco hombres.

No lograba controlar las fantasías con Wendy y sus cinco hombres sin rostro; y, sin embargo, en el cine, con Carol, ahora prefería bajar los párpados y descansar los ojos hasta que concluían las secuencias amorosas. No soportaba la contemplación de las revistas para hombres amontonadas encima de la mesa de su peluquería. Le costaba ímprobos esfuerzos no levantarse de la mesa y marcharse cuando algún amigo, en alguna cena, se ponía a contar chistes verdes. Empezó a tener sentimientos propios de una persona profundamente desprovista de atractivo, a experimentar un desdén puritano, impaciente y rencoroso por los hombres viriles y las mujeres apetitosas, cuando los veía absortos en sus juegos eróticos. El cardiólogo, tras prescribirle el fármaco, le dijo: «Ahora olvídese usted del corazón y viva a gusto»; pero no podía, porque durante cinco días a la semana, de nueve a cinco, le resultaba imposible olvidarse de Wendy.

Volvió a hablar con el médico para plantearle muy en serio la posibilidad de recurrir a la cirugía. También eso lo había oído mil veces el cardiólogo. Con mucha paciencia, le explicó que no les gustaba la idea de meter en el quirófano a personas asintomáticas en quienes la dolencia daba todos los signos de hallarse estabilizada por efecto de la medicación. Si Henry, al final, optaba por la cirugía, no sería el primer paciente en preferirla a un número indefinido de años de inactividad sexual; no obstante, el médico le aconsejaba enérgicamente que esperara a ver cómo evolucionaba el «ajuste» con el paso del tiempo. Henry no era el peor candidato al baipás que había en el mundo, pero la localización de los injertos que tendrían que ponerle tampoco lo convertía en el candidato óptimo.

¿Qué quiere decir eso? —le preguntó Henry.

Quiere decir que esta operación no es ninguna broma, ni siquiera en el mejor de los casos, y el tuyo no es el mejor de los casos. Incluso perdemos pacientes, Henry. Vive con ello.

Tanto miedo le metieron en el cuerpo tales palabras, que, ya en el coche, camino de su casa, estuvo recordándose, con mucho rigor, la cantidad de hombres que han de vivir, necesariamente, sin mujeres, y ello en circunstancias mucho más desgarradoras que las suyas: los presos, los soldados en el frente de batalla... Pero no tardó en acordarse otra vez de Wendy, evocando todas y cada una de las posiciones en que podía ser penetrada por alguna erección como las que ya no tenía, representándosela con más afán que un presidiario imaginativo, sólo que sin disponer del recurso rápido y brutal que sirve para que no pierda del todo la razón un hombre encerrado en su celda. Se acordó de lo feliz que había vivido sin mujeres antes de la pubertad: ¿había estado alguna vez más a gusto que allá por los años cuarenta, durante aquellos veranos a la vera del mar? Imagina que tienes once años otra vez... pero no era más eficaz que figurarse que estaba cumpliendo sentencia en Sing Sing. Recordó la terr

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