El despertar del guerrero (Pyramiden 1)

Jairo P. Fernández

Fragmento

pyramiden-2

PRÓLOGO

«Welcome to Egypt, welcome to Egypt», nos decían los taxistas y los vendedores ambulantes con cara de curiosidad. Saliendo del aeropuerto nos recibió el Coloso de Ramsés y, al lado, el de Menfis. La ciudad era un caos. Tenías que hacer slalom para ir esquivando personas, animales y coches sin chocarte con ellos. A ambos lados de las calles había orfebres y artesanos trabajando como hace cientos de años; tiendecitas de productos atávicos o especies coloreadas, mostradores de mil esencias, palacios, mezquitas, cafetines y mercados como el de Jan el-Jalili, donde podía comprarse oro, shishas —pipas de agua— y otros recuerdos.

Nos alojamos en el hotel Mena House, en una habitación con grandes ventanales desde donde podía divisarse el recinto arqueológico de Giza. Las pirámides, medio difuminadas por la polución y el polvo del desierto, parecían un espejismo en medio del océano de arena.

Era un espectáculo maravilloso.

Portentoso. Casi místico.

Nos dimos una ducha de agua fría y tras coger algunas provisiones salimos del hotel. Vendedores ambulantes y taxistas nos asaltaron como buitres hambrientos. Los esquivamos como pudimos y nos internamos por el largo paseo arbolado lleno de turistas hasta el complejo arqueológico. Unos policías egipcios nos miraron de arriba abajo analizándonos con descaro. Nos pusimos alerta y nos mezclamos entre la gente como unos excursionistas más para no llamar la atención.

La entrada al recinto estaba precedida por una larga cola de gente introduciéndose como hormigas en un hormiguero. Había turistas de todas las partes del mundo: podían verse chinos con su característica sonrisita esculpida en su rostro, japoneses con sus inseparables cámaras, latinoamericanos que escuchaban música en el móvil, americanos de aspecto hollywoodiense y negros centroafricanos que resaltaban como códigos de barras junto a un grupo de europeos caucásicos. Tras pasar algunas tiendas de recuerdos y «museos del papiro», accedimos al interior del recinto.

Una marea humana se congregaba frente a la pirámide de Keops. La mayoría de los turistas iban en grupos de diez o quince personas, mientras un guía-intérprete les daba datos técnicos sobre sus características o les hablaba de su historia.

Al ver la pirámide tan de cerca, sentí escalofríos. Evocaba la imagen de un pasado remoto abrasado por el sol ardiente y erosionado por los vientos incesantes. Las pirámides de Kefrén y Micerinos, de 140 y 65 metros respectivamente, aparecían eclipsadas bajo los más de 150 metros de la pirámide de Keops, la «última» superviviente de las siete maravillas del mundo antiguo; y durante miles de años la construcción más alta: 150 metros de alto, 230 metros de longitud, 2 300 000 bloques de piedra, un bloque de piedra cada 5 minutos, durante 20 años, sin parar, las 24 horas del día... Un milagro en términos de logística. ¿Cómo la hicieron? ¿Qué herramientas utilizaron? Se me encrespó el vello del cogote solo de pensarlo; toda explicación era poca para describir lo que sentía estando a tan pocos metros de esa monstruosidad.

De pronto, todo se nubló.

El murmullo de la gente desapareció.

Y el silencio se adueñó del lugar.

Regresé a una época remota. Me encontraba en medio de sacerdotes egipcios que llevaban el cuerpo sin vida de Tutankamon: delante, un séquito de músicos tocaban algo que no podía entender; detrás, el sarcófago con el faraón momificado y preparado para emprender su viaje al más allá; en una caravana, los enseres que acompañarían al faraón, sus ropajes, su cama, su carro de guerra, con todo preparado para el momento en el que lo necesitase; y, por último, las plañideras lloraban por la muerte del que fuese el intermediario entre el pueblo y los dioses…

—¿¡Estás bien!? —me preguntó Juan zarandeándome.

—Sí... gracias... acabo de ver a Tutankamón.

Aunque el arqueólogo estaba al tanto de mis trances y visiones espontáneas, me miró como si fuese un trastornado. Sacó una lata de Coca-Cola de la mochila y me la ofreció:

—Toma —dijo tirando de la anilla—, te despejará.

La cogí y bebí un trago. El sabor picante del refresco en mi lengua me hizo espabilarme y despejó mi cabeza. Juan señaló las aberturas de la pirámide, y me explicó que las dos puertas de acceso, tanto la entrada original superior como la entrada inferior excavada con posterioridad, estaban cerradas y vigiladas por policías. ¿Cómo vamos a hacer para entrar en la pirámide sin que nos vieran?, pensé.

Nos acercamos a la entrada inferior de la pirámide, donde Juan me mostró unos agujeros trepanados de 5 centímetros de diámetro. Estaban horadados con suma perfección y en el interior se veían las vueltas de la broca, la sierra o lo que sea que utilizaron para hacerlos.

—Es increíble... —le comenté al arqueólogo—. Es como si hubiesen sido realizados con un taladro gigante.

—Sí, si te fijas, en el interior se aprecia un surco en espiral de cinco vueltas, con una diferencia de una a otra de 2,3 milímetros, lo que viene a significar casi un metro de avance en un solo intento de perforación. En cada vuelta, el trépano se introducía 2,5 milímetros en la roca de granito, un dato inexplicable si tenemos en cuenta que con nuestra más moderna tecnología, los trépanos de diamante sintético solo logran un avance de 0,05 milímetros por vuelta, ¡cincuenta veces menos que los primitivos y rudimentarios trépanos egipcios!

—Flipante —expresé—, pero —bajé el tono de voz— ¿cómo vamos a hacer para entrar en la pirámide? ¡Está vigilada las veinticuatro horas del día!

—Tranqui, colega, quiero enseñarte algo, ven.

Cruzamos el recinto hacia el este, hasta llegar a la Esfinge con cabeza humana y garras de león. La mole de piedra, de 73 metros de longitud y 20 de altura, tenía una mirada enigmática que parecía desafiar al hombre moderno. Entre sus patas, había una estela con un panel informativo:

ESTELA DEL SUEÑO

En el panel había representadas dos esfinges duplicadas, mirándose de frente, y también el faraón Tutmosis IV que realizaba una serie de ofrendas ante ellas. Las esfinges estaban simbolizadas con todos los aditamentos decorativos que debieron de tener en la antigüedad, muchísimo más grandes de lo que son ahora, y, lo que resultaba aún más curioso, parecían reposar sobre una construcción arquitectónica.

—Fíjate —dijo señalando la Esfinge de la estela con el puntero laser—, debajo de la estatua del león hay un templo. La interpretación que se le ha dado es que la estela no es más que el templo que tiene ante sí la esfinge, pero eso es del todo improbable si nos atenemos a las reglas de perspectiva tan precisas que empleaban los artistas egipcios. Los egipcios habrían colocado el templo, el palacete o lo que sea, debajo de la esfinge, y no delante de ella, hecho que todavía nadie ha podido confirmar, aunque los indicios sobre su existencia son cada vez más evidentes.

El arqueólogo sacó el portátil y me mostró una serie de imágenes de pasadizos y túneles que recorrían la estructura por dentro y por debajo de ella. Uno de los corredores subía desde uno de los muslos traseros de la Esfinge hasta una especie de pozo que había en el centro del cuerpo; el otro pasadizo descendía a una cámara subterránea oculta bajo la pata derecha de

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