1
9 de abril de 1995
Costa de Oregón
Si algo he aprendido en mi larga vida es esto: en el amor descubrimos quiénes queremos ser; en la guerra descubrimos quiénes somos. Los jóvenes de hoy quieren saberlo todo de todo el mundo. Creen que hablando de un problema lo resolverán. Yo procedo de una generación más reservada. Comprendemos el valor de olvidar, el aliciente de reinventarnos.
Últimamente, sin embargo, pienso a menudo en la guerra y en mi pasado, en las personas que he perdido.
Perdido.
Suena como si no supiera dónde he dejado a mis seres queridos; quizá los puse en un lugar que no les correspondía y, a continuación, les di la espalda, demasiado confusa para volver sobre mis pasos.
No están perdidos. Tampoco en un lugar mejor. Se han ido. A medida que se acerca el fin de mis días, sé que el dolor, al igual que la añoranza, se instala en nuestro ADN y se convierte para siempre en parte de nosotros.
En los meses transcurridos desde la muerte de mi marido y mi diagnóstico, he envejecido. Mi piel tiene el aspecto arrugado de un papel encerado que alguien ha intentado alisar y reutilizar. Los ojos me fallan a menudo, en la oscuridad, cuando los faros de los coches destellan, cuando llueve. Es irritante no poder confiar ya en la vista. Quizá por eso miro hacia atrás. El pasado tiene una nitidez que ya no soy capaz de apreciar en el presente.
Quiero pensar que, cuando me vaya, encontraré paz, que veré a todas las personas que he querido y amado. Quiero pensar al menos que seré perdonada.
Aunque no sé a quién pretendo engañar.
Mi casa, bautizada The Peaks por un magnate de la industria maderera que la construyó hace más de cien años, está en venta, y me estoy preparando para mudarme porque mi hijo cree que es lo que debería hacer.
Está intentando cuidarme, demostrarme lo mucho que me quiere en este momento tan difícil, así que le dejo mangonearme. ¿Qué más me da morirme en un sitio o en otro? Porque de eso se trata, en realidad. A estas alturas, ya no importa dónde viva. Estoy metiendo en cajas la vida junto al mar en Oregón a la que me acostumbré hace casi cincuenta años. No hay muchas cosas que quiera llevarme conmigo. Pero una sí.
Tiro del asa colgante que abre la escalerilla que conduce al desván. Se despliega desde el techo como un caballero tendiendo la mano.
Los endebles escalones tiemblan bajo mis pies cuando trepo hasta el desván, que huele a cerrado y a moho. Una bombilla solitaria pende del pecho. Tiro del cordel.
Es como estar en la bodega de un viejo barco de vapor. Anchos tablones de madera recubren las paredes; las telarañas tiñen de plata los resquicios y cuelgan en hebras de las hendiduras entre los maderos. El techo está tan inclinado que solo puedo erguirme en el centro de la habitación.
Veo la mecedora que usaba cuando mis nietos eran pequeños, luego una cuna vieja y un desvencijado caballo de balancín con los muelles oxidados, también la silla que mi hija estaba repintando cuando cayó enferma. Hay cajas pegadas a la pared, marcadas: «Navidad», «Acción de Gracias», «Pascua», «Halloween», «Vajillas», «Deportes». En esas cajas están las cosas que ya no suelo usar, pero de las que soy incapaz de desprenderme. Para mí, admitir que no voy a poner el árbol de Navidad equivale a rendirme, y eso es algo que nunca se me ha dado bien. En un rincón está lo que busco: un baúl antiquísimo cubierto de etiquetas.
Con esfuerzo, arrastro el pesado baúl al centro del desván, hasta justo debajo de la bombilla que pende del techo. Me arrodillo, pero el dolor en las articulaciones me resulta insoportable, así que me siento en el suelo.
Por primera vez en treinta años abro la tapa del baúl. La bandeja superior está llena de recuerdos infantiles. Zapatos diminutos, moldes de manos de cerámica, dibujos hechos con lápices de colores poblados de monigotes y soles sonrientes, boletines de notas, fotografías de festivales de danza.
Levanto la bandeja del baúl y la dejo a un lado.
Los recuerdos del fondo forman un montón desordenado: varios diarios gastados encuadernados en cuero; un paquete de viejas postales; unos pocos libros de poesía de Julien Rossignol y una caja de zapatos que contiene cientos de fotografías en blanco y negro.
Encima de todo hay un trozo de papel amarillo desvaído.
Me tiemblan las manos cuando lo cojo. Es una carte d’identité, un carné de identidad, de la guerra. Veo la fotografía pequeña, de pasaporte, de una mujer joven. Juliette Gervaise.
—¿Mamá?
Oigo a mi hijo subir por los escalones de madera que rechinan bajo su peso y sus pisadas van acompasadas con los latidos de mi corazón. ¿Me ha llamado antes?
—¿Mamá? No deberías estar aquí. Joder, estas escaleras no son seguras. —Se queda de pie a mi lado—. Una caída y…
Le toco la pernera del pantalón, niego suavemente con la cabeza. No puedo alzar la vista. Lo único que soy capaz de decir es:
—No.
Se arrodilla y luego se sienta. Huelo su loción de afeitar, acre y sutil, y también un ligero tufillo a humo. Ha salido a fumarse un cigarrillo, un hábito al que renunció hace años y que retomó tras mi último diagnóstico. No tiene sentido que exprese en voz alta mi desaprobación. Es médico. Sabe lo que hace.
Mi primera reacción es meter el carné en el baúl y cerrar la tapa, esconderlo otra vez. Es lo que llevo haciendo toda la vida.
Pero ahora me voy a morir. No enseguida, quizá, pero tampoco dentro de mucho tiempo, y siento la necesidad de repasar mi vida.
—Mamá, estás llorando.
—Ah, ¿sí?
Quiero contarle la verdad, pero no puedo. Mi incapacidad hace que me sienta ridícula, avergonzada. A mi edad no debería tenerle miedo a nada. Desde luego no a mi pasado.
Me limito a decir:
—Quiero llevarme este baúl.
—Es demasiado grande. Meteré en una caja más pequeña las cosas que te quieras llevar.
Su afán por controlarme me hace sonreír.
—Te quiero y estoy enferma otra vez. Por esa razón te dejo mangonearme, pero todavía no estoy muerta. Quiero llevarme este baúl.
—Pero ¿qué tiene dentro que te haga falta? No hay más que dibujos nuestros y cachivaches.
Si le hubiera contado la verdad hace tiempo, o hubiera bailado y bebido y cantado más, tal vez me vería como soy y no como a una madre corriente y siempre formal. La destinataria de su afecto es una versión incompleta de mí. Siempre creí que ese era mi deseo: ser querida y admirada. Ahora pienso que quizá me gustaría ser conocida.
—Considéralo mi última voluntad.
Me doy cuenta de que quiere decirme que no hable así, pero tiene miedo de que se le quiebre la voz. Carraspea.
—Has podido con él dos veces. Volverás a hacerlo.
Los dos sabemos que eso no es verdad, estoy frágil y débil. No puedo ni dormir ni comer sin ayuda de la ciencia médica.
—Pues claro que sí.
—Solo quiero protegerte.
Sonrío. Qué ingenuos son los estadounidenses.
Hubo un tiempo en que compartí su optimismo. En que pensaba que el mundo era un lugar seguro. Pero eso fue hace muchos años.
—¿Quién es Juliette Gervaise? —dice Julien, y oírle pronunciar ese nombre me provoca un ligero sobresalto.
Cierro los ojos y, en la oscuridad que huele a moho y a vidas pasadas, mis pensamientos retroceden, recorren años y continentes. Contra mi voluntad —o quizá en colaboración con ella, ¿quién sabe a estas alturas?—, empiezo a recordar.
2
«Las luces se están apagando en toda Europa;
Nunca volveremos a verlas encendidas».
SIR EDWARD GREY, sobre la Primera Guerra Mundial
Agosto de 1939
Francia
Vianne Mauriac dejó la cocina fresca de paredes de estuco y salió al jardín delantero. En aquella hermosa mañana en el valle del Loira todo estaba en flor. Sábanas blancas ondeaban en la brisa y las rosas se esparcían como una sonrisa por la vieja tapia de piedra que ocultaba la casa de la carretera. Una pareja de laboriosas abejas zumbaba entre las flores; a lo lejos oyó un tren ronronear y resoplar y, a continuación, la risa de una niña pequeña.
Sophie.
Vianne sonrió. Su hija de ocho años estaba probablemente corriendo por la casa, obligando a su padre a estar pendiente de ella mientras se preparaban para el almuerzo campestre de cada sábado.
—Tu hija es una tirana —dijo Antoine desde la puerta.
Caminó hasta ella, el pelo negro untado de pomada brillando a la luz del sol. Aquella mañana había estado trabajando en sus muebles —lijando una silla que ya estaba suave como el satén—, y una delgada capa de serrín le cubría la cara y los hombros. Era un hombre grande, alto y de anchas espaldas, con rasgos marcados y una barba negra incipiente que le costaba mantener a raya.
Rodeó a Vianne con un brazo y la atrajo hacia sí.
—Te quiero, Vi.
—Y yo a ti.
Era la principal certeza de su mundo. Lo amaba todo de aquel hombre, su sonrisa, la costumbre de murmurar en sueños, de reírse después de estornudar y de cantar ópera en la ducha.
Se había enamorado de él quince años atrás, en el patio del colegio, antes de saber siquiera qué era el amor. Para ella él había sido el primero en todo: primer beso, primer amor, primer amante. Antes de él Vianne había sido una chica flaca, torpe y nerviosa con tendencia a tartamudear cuando se asustaba, algo que ocurría a menudo.
Una niña huérfana de madre.
Ahora tienes que portarte como una mujer, le había dicho su padre a Vianne de camino hacia aquella misma casa por primera vez. Ella tenía catorce años, los ojos hinchados de tanto llorar y una pena insoportable. En un instante la casa había pasado de ser la residencia de veraneo de la familia a una especie de cárcel. Maman no llevaba muerta ni dos semanas cuando papa renunció a ejercer de padre. Cuando llegaron allí no le había dado la mano ni tocado el hombro; ni siquiera ofrecido un pañuelo con el que secarse las lágrimas.
Pe-pero si soy una niña, había dicho ella.
Ya no.
Vianne había mirado a su hermana pequeña, Isabelle, que con cuatro años seguía chupándose el pulgar y no tenía ni idea de lo que pasaba. No hacía más que preguntar cuándo volvía maman a casa.
La puerta se había abierto y había aparecido una mujer alta y delgada, con una nariz con forma de espita y ojos pequeños y oscuros como uvas pasas.
¿Son estas las niñas?, había dicho.
Papa había asentido con la cabeza.
No le causarán problemas.
Había sido todo muy rápido. Vianne no había entendido realmente qué pasaba. Papa soltó a sus hijas como si fueran ropa sucia y las dejó con una desconocida. Las niñas se llevaban tantos años que era como si pertenecieran a familias distintas. Vianne había querido consolar a Isabelle —esa había sido su intención—, pero sentía tanto dolor que le resultaba imposible pensar en nadie más y menos aún en una niña tan testaruda, impaciente y ruidosa como Isabelle. Todavía recordaba aquellos primeros días en la casa, con Isabelle chillando y madame dándole azotes. Vianne había intentado hacer entrar en razón a su hermana, repitiendo una y otra vez: Mon Dieu, Isabelle, deja de chillar. Haz lo que te dice, pero ya con cuatro años Isabelle había sido ingobernable.
A Vianne todo aquello la había superado: la añoranza de la madre muerta, el dolor por el abandono de su padre, el cambio repentino de sus circunstancias, el desamparo y las exigencias de atención constante de Isabelle.
Antoine fue quien la salvó. Aquel primer verano después de la muerte de maman los dos se habían vuelto inseparables. En él Vianne había encontrado una vía de escape. Cuando cumplió dieciséis años, se había quedado embarazada; a los diecisiete estaba casada y era la señora de Le Jardin. Dos meses más tarde tuvo un aborto y, durante un tiempo, se perdió dentro de sí misma. No había otra forma de decirlo. Había reptado hacia el interior de su dolor y se había envuelto con él como si fuera un capullo, incapaz de interesarse por nadie o por nada… y mucho menos por una hermana exigente y llorona.
Pero eso pertenecía al pasado. No era la clase de recuerdo que le apetecía evocar en un día como aquel.
Se reclinó contra su marido mientras su hija corría hacia ellos y anunciaba:
—Estoy preparada. Vámonos.
—Bueno —dijo Antoine sonriendo—. La princesa está preparada, así que tenemos que irnos.
Vianne sonrió mientras volvía a entrar en la casa y tomaba el sombrero del gancho junto a la puerta. Pelirroja, con la piel fina como la porcelana y los ojos azul mar, siempre se protegía del sol. Cuando se encajó el sombrero de paja de ala ancha y cogió sus guantes de encaje y la cesta con la comida, Sophie y Antoine ya estaban al otro lado de la cancela.
Vianne se reunió con ellos en el camino de tierra delante de la casa. Apenas era lo bastante ancho para que pasara un coche. A continuación de él se extendían hectáreas de campos de heno, el verde salpicado aquí y allá con el rojo de las amapolas y el azul del aciano. Tramos de bosque crecían dispersos. En aquel rincón del valle del Loira había más campos de heno que viñedos. Aunque estaba a menos de dos horas de París en tren, parecía otro mundo. Llegaban pocos turistas, incluso en verano.
Se cruzaron con algún automóvil o un ciclista, o un carro tirado por bueyes, pero la mayor parte del tiempo estuvieron solos en el camino. Vivían a casi un kilómetro y medio de Carriveau, una población de menos de mil habitantes que era conocida sobre todo por haber sido parada del peregrinaje de santa Juana de Arco. No había industria y muy pocos empleos, excepto para los que trabajaban en el aeródromo, que era el orgullo de Carriveau. El único que había en kilómetros a la redonda.
En el pueblo, estrechas calles adoquinadas serpenteaban alrededor de viejos edificios de piedra caliza que se inclinaban desgarbados los unos hacia los otros. La argamasa se desprendía de muchas de las paredes de piedra y la hiedra ocultaba el deterioro que había debajo, invisible pero presente. El trazado del pueblo se había ido configurando poco a poco —calles irregulares, escalones desiguales, callejones sin salida— a lo largo de cientos de años. Los colores alegraban los edificios de piedra: toldos rojos con varillas metálicas negras, balcones de hierro adornados con geranios en macetas de barro. Por todas partes había una tentación para la vista: un escaparate de macarons en tonos pastel, cestos bastos de mimbre llenos de queso, jamón y saucisson, cajas de coloridos tomates, berenjenas y pepinos. En aquel día soleado, los cafés estaban llenos. Había hombres sentados alrededor de veladores de mármol y hierro bebiendo café y fumando cigarrillos marrones liados a mano mientras discutían ruidosamente.
Un típico día en Carriveau. Monsieur LaChoa estaba barriendo la calle delante de su saladerie, madame Clonet fregaba la ventana de su sombrerería y un hatajo de adolescentes paseaba por el pueblo, hombro con hombro, dando patadas a restos de basura y pasándose un cigarrillo.
Al llegar al final del pueblo torcieron hacia el río. En una explanada herbosa a la orilla del río, Vianne dejó la cesta y extendió una manta a la sombra de un castaño. De la cesta del almuerzo sacó una baguette crujiente, una cuña de queso graso y cremoso, dos manzanas, unas lonchas de jamón de Bayona delgadas como el papel y una botella de Bollinger del 36. Le sirvió a su marido una copa de champán y se sentó a su lado mientras Sophie corría hacia la orilla.
El día transcurrió en una bruma de satisfacción al calor del sol. Hablaron, rieron y compartieron el almuerzo. Hasta muy avanzada la tarde, cuando Sophie se había ido con su caña de pescar, Antoine, que le estaba haciendo a su hija una corona de margaritas, no dijo:
—Dentro de poco Hitler nos arrastrará a todos a la guerra.
La guerra.
Era de lo único que hablaba la gente aquellos días y Vianne no quería oírlo. Y menos en aquel hermoso día de verano.
Se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y miró a su hija. Al otro lado del río se extendía el verde valle del Loira, sembrado con cuidado y precisión. No había vallas, ni demarcaciones, solo kilómetros de prados verdes ondulantes, algún tramo de bosque y, aquí y allí, una casa de piedra o un granero. Flores blancas diminutas flotaban como pedazos de algodón en el aire.
Se puso de pie y dio una palmada.
—Vamos, Sophie. Es hora de irse a casa.
—No puedes ignorar algo así, Vianne.
—¿Y qué debería hacer? ¿Preocuparme? Te tenemos a ti para protegernos.
Con una sonrisa, algo exagerada, tal vez, recogió las cosas del almuerzo, reunió a su familia y encabezó el regreso hacia el camino de tierra.
En menos de treinta minutos estaban ante la robusta cancela de madera de Le Jardin, la casa de piedra que pertenecía a su familia desde hacía trescientos años. Teñida de varios tonos de gris por el paso del tiempo, era un edificio de dos plantas con postigos azules que daban al jardín. La hiedra trepaba hasta las dos chimeneas y tapaba los ladrillos. De la parcela original solo quedaban tres hectáreas. Las otras ochenta se habían ido vendiendo a lo largo de los siglos, a medida que mermaba la fortuna familiar. Tres hectáreas eran más que suficientes para Vianne. No se imaginaba que pudiera necesitar más.
Cuando entraron todos cerró la puerta. En la cocina, las cazuelas de cobre y hierro colado colgaban de una barra metálica encima de los fogones. En las vigas vistas del techo había ramilletes de lavanda, de romero y de tomillo puestos a secar. Un fregadero de cobre, verde por el uso, era lo bastante amplio para bañar a un perro pequeño.
La escayola de las paredes estaba descascarillada en algunos lugares, dejando ver la pintura de años pasados. El cuarto de estar era una mezcla ecléctica de muebles y telas: sofá tapizado, alfombras de Aubusson, porcelana antigua de China, cretona, indiana. Algunos de los cuadros de las paredes eran excelentes —quizá importantes— y varios eran de pintores aficionados. La habitación tenía ese aire desordenado, abarrotado, de fortuna venida a menos y de buen gusto de otra época, algo raído, pero acogedor.
Se detuvo en el salón y miró por las puertas vidrieras que daban al jardín trasero, donde Antoine empujaba a Sophie en el columpio que él mismo le había hecho.
Vianne colgó el sombrero con cuidado del gancho que estaba junto a la puerta y, a continuación, tomó su delantal y se lo puso. Mientras Sophie y Antoine jugaban fuera, preparó la cena. Envolvió un lomo de cerdo en gruesas lonchas de panceta, lo ató con cordel y lo doró en aceite caliente. Mientras el cerdo se asaba en el horno, preparó el resto de la comida. A las ocho —en punto— llamó a su familia a la mesa y no pudo evitar sonreír al oír el estruendo de pisadas, el ruido de conversación y el chirrido de patas de sillas arañando el suelo mientras se sentaban.
Sophie presidía la mesa tocada con la corona de margaritas que le había hecho Antoine a la orilla del río.
Vianne dejó la fuente en la mesa y su fragancia se elevó por el aire: cerdo asado con panceta crujiente y manzanas glaseadas en una espesa salsa de vino sobre un lecho de patatas doradas. Al lado había un cuenco con guisantes frescos nadando en mantequilla sazonada con estragón del jardín. Y, por supuesto, estaba la baguette que Vianne había horneado la mañana anterior.
Como siempre, Sophie habló durante toda la cena. En ese sentido era como su tante Isabelle, una niña incapaz de estar callada.
Cuando por fin llegaron al postre —île flottante, islas de merengue horneado flotando en unas natillas espesas—, se hizo un silencio de plena satisfacción.
—Bueno —dijo Vianne empujando su plato de postre a medio comer—. Pues ha llegado el momento de fregar los platos.
—Ay, maman —gimió Sophie.
—Nada de gimotear —dijo Antoine—. Ya no tienes edad para hacer esas cosas.
Vianne y Sophie fueron a la cocina, como cada noche, y se colocaron en sus puestos —Vianne en el profundo fregadero de la cocina, Sophie delante de la encimera de piedra— y empezaron a lavar y a secar los platos. Vianne olía el aroma dulce e intenso del cigarrillo de después de cenar de Antoine extendiéndose por la casa.
—Hoy papa no se ha reído con ninguna de mis historias —dijo Sophie mientras Vianne colocaba los platos limpios en el tosco escurridor de piedra que colgaba de la pared—. Le pasa algo.
—¿Que no se ha reído? Desde luego que es alarmante.
—Está preocupado por la guerra.
La guerra. Otra vez.
Vianne echó a su hija de la cocina. Ya en el piso de arriba, en el dormitorio de Sophie, se sentó en la cama de matrimonio y escuchó a su hija parlotear mientras se ponía el pijama, se lavaba los dientes y se acostaba.
Se inclinó para darle un beso de buenas noches.
—Tengo miedo —dijo Sophie—. ¿Va a haber guerra?
—No tengas miedo —dijo Vianne—. Papa nos protegerá.
Pero, al decir aquellas palabras, se acordó de aquella vez que su madre le había dicho: No tengas miedo.
Fue cuando su padre se iba a la guerra.
Sophie no parecía convencida.
—Pero…
—Pero nada. No hay nada de qué preocuparse. Y, ahora, a dormir.
Besó de nuevo a su hija y dejó que sus labios se demoraran un instante en la mejilla de la pequeña.
Bajó las escaleras y salió al jardín trasero. Fuera la noche era bochornosa, el aire olía a jazmín. Encontró a Antoine sentado en una de las sillas de hierro, con las piernas extendidas, el cuerpo ladeado en una posición incómoda.
Fue hasta él y le puso una mano en el hombro. Antoine expulsó el humo y dio otra larga calada al cigarrillo. Luego miró a Vianne. A la luz de la luna, su cara estaba pálida y llena de sombras. Casi desconocida. Buscó en el bolsillo del chaleco y sacó un trozo de papel.
—Me han llamado a filas, Vianne. Como a casi todos los hombres de entre dieciocho y treinta y cinco años.
—¿A filas? Pero… no estamos en guerra. No…
—Tengo que incorporarme el martes.
—Pero…, pero…, si eres cartero.
Antoine le sostuvo la mirada y de pronto Vianne no pudo respirar.
—Pues parece que ahora soy soldado.
3
Vianne sabía algo de la guerra. No de su estrépito y clamor y humo y sangre, quizá, pero sí de sus secuelas. Aunque había nacido en tiempos de paz, sus primeros recuerdos eran de la guerra. Se acordaba de ver a su madre llorar al despedirse de papa. Recordaba pasar hambre y tener siempre frío. Pero, sobre todo, recordaba lo distinto que había vuelto su padre a casa, cómo cojeaba y suspiraba y se quedaba callado. Fue entonces cuando empezó a beber y a encerrarse en sí mismo y a ignorar a su familia. Después de aquello, recordaba portazos, discusiones tras las que seguían incómodos silencios, y a sus padres durmiendo en habitaciones separadas.
El padre que se fue a la guerra no era el que volvió a casa. Vianne había intentado que la quisiera; más aún, había intentado seguir queriéndole, pero al final lo uno había resultado tan imposible como lo otro. En los años transcurridos desde que la envió a Carriveau, Vianne había logrado seguir su propia vida. Le enviaba a su padre felicitaciones de Navidad y por su cumpleaños, pero nunca recibió una de él y rara vez hablaban. ¿Qué podían decirse? A diferencia de Isabelle, que parecía incapaz de resignarse, Vianne entendía —y aceptaba— que, cuando maman murió, su familia había quedado irreparablemente rota. Papa era un hombre que, sencillamente, se negaba a ser el padre de sus hijas.
—Ya sé cómo te asusta la guerra —dijo Antoine.
—La línea Maginot aguantará —dijo Vianne tratando de parecer convencida—. En Navidad estarás en casa.
La línea Maginot eran kilómetros y kilómetros de muros y obstáculos y armamento que se habían levantado a lo largo de la frontera alemana después de la Gran Guerra para proteger a Francia. Los alemanes no la traspasarían.
Antoine la tomó en sus brazos. El aroma a jazmín era embriagador y Vianne supo de repente, con total certeza, que a partir de entonces cada vez que oliera a jazmín recordaría aquella despedida.
—Te quiero, Antoine Mauriac, y espero que vuelvas a mí.
Más tarde no recordaba cómo habían entrado en la casa, cómo habían subido las escaleras y se habían tumbado en la cama mientras se desnudaban mutuamente. Solo se recordaba desnuda en sus brazos, debajo de él mientras le hacía el amor como nunca antes, con besos desesperados y ansiosos y manos que parecían querer desgarrarla aun cuando la estrechaban con fuerza.
—Eres más fuerte de lo que crees, Vi —dijo Antoine después, cuando estaban abrazados en silencio.
—No lo soy —susurró ella en voz demasiado baja para que pudiera oírla.
A la mañana siguiente Vianne sintió deseos de retener a Antoine en la cama todo el día, quizá incluso convencerle de que debían hacer las maletas y salir corriendo como ladrones en plena noche.
Pero ¿dónde irían? La guerra amenazaba a toda Europa.
Cuando terminó de preparar el desayuno y de fregar los platos, empezó a sentir un dolor palpitante en la base del cráneo.
—Pareces triste, maman —dijo Sophie.
—¿Cómo voy a estar triste en este maravilloso día de verano en el que vamos a visitar a nuestros mejores amigos?
Vianne sonrió con un ligero exceso de entusiasmo. Hasta que no salió por la puerta y se encontró debajo de uno de los manzanos del jardín delantero, no se dio cuenta de que iba descalza.
—Maman —dijo Sophie, impaciente.
—Ya voy —dijo mientras seguía a su hija por el jardín, dejando atrás el palomar, que ahora era un cobertizo para los útiles de jardinería, y el granero vacío. Sophie abrió la cancela trasera y corrió por el cuidado jardín de los vecinos, hacia la pequeña casa de piedra con postigos azules.
Sophie llamó una vez, no obtuvo respuesta y entró.
—¡Sophie! —dijo Vianne con aspereza, pero su reprimenda cayó en saco roto. Los modales eran innecesarios en casa de los amigos íntimos y Rachel de Champlain era la mejor amiga de Vianne desde hacía quince años. Se habían conocido solo un mes después de que papa hubiera abandonado tan vergonzosamente a sus hijas en Le Jardin.
Entonces habían formado una pareja muy peculiar. Vianne, menuda y pálida y nerviosa, y Rachel, tan alta como los chicos, con unas cejas que le crecían a la velocidad con que viajan las mentiras y con un auténtico vozarrón. Habían ido juntas a la universidad y las dos se habían hecho maestras. Se habían quedado embarazadas al mismo tiempo. Ahora enseñaban en aulas contiguas en la escuela local.
Rachel apareció en el umbral con su recién nacido en brazos, Ariel.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada que contenía todo lo que sentían y temían.
—Hoy se impone un vaso de vino, ¿no te parece? —dijo Rachel.
—Por lo menos.
Vianne siguió a su amiga a un interior pequeño y bien iluminado que estaba limpio como una patena. Un jarrón con flores silvestres adornaba la tosca mesa de caballete flanqueada por sillas desparejadas. En el rincón del comedor había un baúl de cuero y, encima de este, el sombrero flexible de fieltro marrón que siempre llevaba Marc, el marido de Rachel. Esta sirvió dos vasos de vino blanco y sacó un plato pequeño de loza con canelés. Luego las mujeres salieron.
En el pequeño jardín, las rosas crecían a lo largo de un seto vivo. En un patio de losetas irregulares había una mesa y cuatro sillas. De las ramas de un castaño colgaban faroles antiguos.
Vianne tomó un canelé y dio un bocado, saboreando el relleno de crema con intenso aroma a vainilla y el exterior crujiente y un poco quemado. Se sentó.
Rachel se acomodó frente a ella, con el bebé dormido en brazos. El silencio pareció expandirse entre las dos y llenarse de sus miedos y recelos.
—Me pregunto si llegará a conocer a su padre —dijo Rachel mirando a su bebé.
—Volverán cambiados —dijo Vianne, recordando.
Su padre había estado en la batalla del Somme, en la que habían perdido la vida casi un millón de hombres. Los pocos que sobrevivieron habían traído a casa rumores sobre las atrocidades alemanas.
Rachel se apoyó el bebé en el hombro y le dio golpecitos suaves en la espalda.
—A Marc no se le da bien cambiar pañales. Y a Ari le encanta dormir en nuestra cama. Supongo que ahora podrá hacerlo sin problema.
Vianne no pudo evitar sonreír. Era muy poca cosa, aquella pequeña broma, pero ayudaba.
—Los ronquidos de Antoine son como un dolor. Ahora por fin podré dormir a pierna suelta.
—Y podremos cenar huevos escalfados.
—Y solo tendremos la mitad de la colada —dijo Vianne, pero a continuación se le quebró la voz—. No soy lo bastante fuerte para esto, Rachel.
—Pues claro que sí. Lo superaremos juntas.
—Antes de conocer a Antoine…
Rachel la atajó con un gesto de la mano.
—Sí, ya lo sé. Estabas delgada como un palo, tartamudeabas cuando te ponías nerviosa y eras alérgica a todo. Yo estaba ahí. Pero todo eso pasó. Ahora serás fuerte. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
La sonrisa de Rachel se apagó.
—Sé que soy grande…, escultural, como les gusta decirme en las tiendas cuando me quieren vender sujetadores y medias, pero me siento… superada por esto, Vi. Y voy a tener que apoyarme en ti algunas veces. No con todo mi peso, claro.
—Así nos caeremos las dos a la vez.
—Voilà —dijo Rachel—. Ya tenemos un plan. Y ahora ¿pasamos al coñac o a la ginebra?
—Son las diez de la mañana.
—Sí, claro, tienes razón. Un cóctel de champán, entonces.
El martes por la mañana, cuando Vianne se despertó, la luz del sol entraba a raudales por los cristales y hacía brillar la madera desnuda.
Antoine estaba sentado junto a la ventana en una mecedora de nogal que había hecho durante el segundo embarazo de Vianne. Durante años la mecedora vacía se había burlado de ellos. Los años de los abortos, como pensaba Vianne en ellos ahora. La desolación en la tierra de la abundancia. Tres vidas perdidas en cuatro años; latidos diminutos y débiles, manos azuladas. Y luego, milagrosamente, un bebé que sobrevivió. Sophie. Había fantasmas pequeños y tristes atrapados en el grano de la madera de aquella silla, pero también recuerdos felices.
—Tal vez deberías llevarte a Sophie a París —dijo Antoine cuando Vianne se incorporó hasta sentarse en la cama—. Julien os cuidaría.
—Mi padre ha dejado bien clara su opinión sobre vivir con sus hijas. No puedo esperar que me reciba con los brazos abiertos.
Vianne empujó el cubrecama acolchado y se levantó, apoyando los pies en la alfombra desgastada.
—¿Os encontraréis bien?
—Sophie y yo estaremos perfectamente. Y, además, pronto volverás. La línea Maginot aguantará. Y Dios sabe que los alemanes no son un contrincante para nosotros.
—La pena es que sus armas sí lo son. He sacado del banco todo el dinero que tenemos. En el colchón hay sesenta y cinco mil francos. Gástalos con prudencia, Vianne. Con tu salario de maestra, deberían durarte bastante tiempo.
Vianne sintió un hormigueo de pánico. No sabía casi nada de sus finanzas. Antoine se ocupaba de ellas.
Este se puso de pie despacio y la abrazó. Vianne quiso embotellar la sensación de seguridad que tenía en aquel momento para poder beber de ella más tarde, cuando la soledad y el miedo la dejaran sedienta.
Recuerda esto, pensó. La manera en que el pelo rebelde de Antoine atrapaba la luz, el amor en sus ojos castaños, los labios agrietados que la habían besado solo una hora antes, en la oscuridad.
Por la ventana abierta a su espalda oyó el ruido lento y rítmico de cascos de caballo por el camino y el estrépito del carro del que tiraban.
Sería monsieur Quillian de camino al mercado con sus flores. Si Vianne hubiera estado en el jardín, se habría detenido, él le habría dado una y le habría insinuado que no podía compararse con su belleza y ella le habría sonreído, le habría dicho merci y le habría ofrecido algo de beber.
Se separó de Antoine de mala gana. Fue al tocador de madera y vertió agua tibia de la jarra de porcelana azul en la palangana y se lavó la cara. En la alcoba que hacía las veces de vestidor, detrás de unas cortinas de lienzo de Jouy blancas y doradas, se puso el sostén, las braguitas con ribetes de encaje y el liguero. Metió las piernas en las medias de seda, las fijó al liguero y, a continuación, se puso un vestido de algodón con cinturón y canesú de cuello recto. Cuando cerró las cortinas y se volvió, Antoine se había ido.
Tomó su bolso y fue por el pasillo hasta la habitación de Sophie. Como la suya, era pequeña, con el techo de madera fuertemente inclinado, el suelo de amplios tablones y una ventana que daba al jardín. Una cama de hierro, una mesilla con una lámpara gastada y un armario pintado de azul ocupaban todo el espacio. Los dibujos de Sophie decoraban las paredes.
Vianne abrió los postigos y dejó que la luz inundara la habitación.
Como casi siempre durante los meses calurosos de verano, Sophie había tirado el cubrecama al suelo en algún momento durante la noche. Su oso de peluche rosa, Bébé, dormía pegado a su mejilla.
Vianne cogió el oso y miró su cara apelmazada y tantas veces acariciada. El año anterior Bébé había quedado olvidado en un estante junto a la ventana, cuando Sophie empezó a distraerse con juguetes nuevos.
Ahora Bébé había vuelto.
Vianne se inclinó para besar la mejilla de su hija.
Sophie se dio la vuelta y parpadeó hasta espabilarse.
—No quiero que papa se vaya, maman —susurró.
Cogió a Bébé, prácticamente se lo arrancó de las manos a Vianne.
—Ya lo sé. —Vianne suspiró—. Ya lo sé.
Fue al armario y sacó el vestido marinero que era el favorito de Sophie.
—¿Puedo ponerme la corona de margaritas que me hizo papa?
La «corona» de margaritas estaba arrugada en la mesilla de noche, las florecillas, marchitas. Vianne la cogió con cuidado y se la colocó a Sophie en la cabeza.
Pensó que la niña estaba bien hasta que entró en el cuarto de estar y vio a Antoine.
—Papa? —Sophie se tocó la corona de margaritas con gesto inseguro—. No te vayas.
Antoine se arrodilló y abrazó a Sophie.
—Tengo que ser un soldado para manteneros a maman y a ti a salvo. Pero volveré antes de que te des cuenta.
Vianne notó cómo a Antoine se le quebraba la voz.
Sophie se apartó. Tenía la corona de margaritas ladeada.
—¿Me prometes que volverás a casa?
Antoine pasó de la expresión seria de su hija a la mirada preocupada de Vianne.
—Oui —dijo por fin.
Sophie asintió con la cabeza.
Los tres salieron de la casa en silencio. Caminaron de la mano ladera arriba hasta el granero de madera color gris. Hierbas doradas que llegaban hasta la rodilla recubrían el terreno inclinado y arbustos de lilas tan grandes como carros de heno crecían a lo largo del perímetro de la propiedad. Tres pequeñas cruces blancas era todo lo que quedaba en el mundo para recordar a los bebés que Vianne había perdido. Aquel día su vista no se detuvo en ellas ni un segundo. Ya estaba lo bastante abrumada por las emociones, no podía añadir también el peso de esos recuerdos.
Dentro del granero se encontraba el viejo Renault color verde. Cuando estuvieron los tres dentro, Antoine encendió el motor, salió dando marcha atrás y condujo sobre matojos parduscos de hierba muerta hasta el camino. Vianne miró por la ventanilla polvorienta y observó como el verde valle quedaba atrás en un borrón de imágenes familiares: tejados rojos, casas de piedra, campos de heno y viñedos, bosques de árboles espigados.
En muy poco tiempo llegaron a la estación de tren cerca de Tours.
El andén estaba lleno de hombres jóvenes con maletas, de mujeres que les despedían con un beso y de niños llorando.
Una generación de hombres se iba a la guerra. Otra vez.
No lo pienses, se dijo Vianne. No recuerdes cómo fue la otra vez cuando los hombres volvieron cojeando, con la cara quemada, sin brazos y sin piernas…
Aferró con fuerza la mano de su marido mientras este compraba los billetes y las conducía hacia el tren. En el vagón de tercera clase —con un calor asfixiante y gente apiñada como juncos de un pantano— se sentó muy recta, todavía de la mano de su marido y con el bolso en el regazo.
Cuando llegaron a su destino, una docena de hombres más o menos bajó del tren. Vianne, Sophie y Antoine los siguieron por una calle adoquinada hasta una encantadora aldea que se parecía a la mayoría de poblaciones de Touraine. ¿Cómo era posible que fuera a estallar una guerra y que aquel pueblo exquisito con racimos de flores derramados sobre tapias desconchadas estuviera reclutando a soldados para combatir?
Antoine le tiró de la mano para que continuara andando. ¿Cuándo se había parado?
Más adelante, unas puertas de hierro instaladas recientemente estaban encajadas entre muros de piedra. Detrás de ellas había hileras de casas construidas formando barracones provisionales.
Las puertas se abrieron. Un soldado a caballo con la cara polvorienta y roja por el calor salió a recibir a los recién llegados, con la silla de cuero crujiendo a cada paso del animal. El soldado tiró de las riendas y el caballo se detuvo, levantando la cabeza y bufando. En el cielo zumbaba un aeroplano.
—Vosotros —dijo el soldado—. Llevad vuestros papeles al teniente, allí, junto a la puerta. Venga. Moveos.
Antoine besó a Vianne con una ternura que le dio a esta ganas de llorar.
—Te quiero —le dijo Antoine con la boca pegada a la de ella.
—Y yo a ti —dijo Vianne, pero aquellas palabras que siempre parecían tan grandes se le antojaron ahora pequeñas. ¿Qué era el amor cuando se enfrentaba a la guerra?
—Y yo, papa. ¡Y yo! —exclamó Sophie echándose en brazos de su padre.
Se abrazaron como una familia por última vez, hasta que Antoine las soltó.
—Adiós —dijo.
Vianne no pudo responder. Vio cómo se alejaba, cómo se mezclaba con el grupo de hombres jóvenes que reían y hablaban hasta que se volvió indistinguible. Las grandes puertas de hierro se cerraron, el estrépito del metal reverberó en el aire caliente y polvoriento y Vianne y Sophie se quedaron solas en mitad de la calle.
4
Junio de 1940
Francia
La villa medieval dominaba una ladera boscosa de color verde intenso. Parecía que hubiera salido del escaparate de una pastelería, un castillo labrado en almíbar, con ventanas de algodón de azúcar y postigos del color de las manzanas de caramelo. Abajo del todo, un lago azul oscuro absorbía el reflejo de las nubes. Cuidados jardines permitían a los habitantes de la villa —y, lo que era más importante, a sus invitados— pasear por la propiedad, donde solo se permitían temas de conversación apropiados.
En el comedor de invitados, Isabelle Rossignol estaba sentada muy erguida a una mesa de mantel blanco que podía acomodar con facilidad a veinticuatro comensales. Todo era pálido. Paredes, suelos y techo estaban tallados en piedra de color crema. Remataba el techo una bóveda de casi seis metros de altura. El sonido se amplificaba en esta habitación gélida, tan atrapado en su interior como sus ocupantes.
Madame Dufour estaba de pie en la cabecera de la mesa, con un sobrio vestido negro que dejaba ver un hueco del tamaño de una cucharada sopera en la base de su largo cuello. Un broche con un solo diamante era su único adorno (una buena piedra, señoritas, y elíjanla bien porque todo dice algo del que lo lleva, nada es tan revelador como la vulgaridad). Su cara estrecha terminaba en un mentón romo y estaba enmarcada por unos rizos tan evidentemente oxigenados que arruinaban el efecto de juventud buscado. «La clave», decía con voz educada, seca y entrecortada, «es desempeñar nuestras tareas de manera completamente callada y anodina».
Cada una de las jóvenes sentadas a la mesa llevaba la chaqueta de punto azul entallada y la falda que componían el uniforme del colegio. En invierno no estaba tan mal, pero, en aquella calurosa tarde de junio, el conjunto resultaba insoportable. Isabelle se dio cuenta de que empezaba a sudar y de que no había en el mundo jabón de lavanda suficiente para enmascarar el intenso olor de su transpiración.
Miró la naranja sin pelar situada en el centro de su plato de porcelana de Limoges. A ambos lados se encontraban los cubiertos, alineados en pulcra formación. Tenedor de ensalada, de carne, cuchillo, cuchillo para la mantequilla, tenedor de pescado. Y así hasta el infinito.
—Y ahora —dijo madame Dufour—. Tomen los utensilios correctos, en silencio, s’il vous plaît, sin hacer ruido, y pelen la naranja.
Isabelle cogió el tenedor y trató de clavar las púas afiladas en la gruesa corteza, pero la naranja se escapó y rodó por el borde dorado del plato haciendo tintinear la porcelana.
—Merde —murmuró cogiendo la naranja antes de que cayera al suelo.
—Merde?
Madame Dufour estaba a su lado.
Isabelle se sobresaltó. Esa mujer era sigilosa como una víbora entre los juncos.
—Pardon, madame —dijo colocando la naranja en su sitio.
—Mademoiselle Rossignol —dijo madame Dufour—. ¿Cómo es posible que lleve usted dos años viviendo en este lugar y haya aprendido tan poco?
Isabelle volvió a apuñalar la naranja con el tenedor. Un gesto poco elegante, pero efectivo. A continuación sonrió a madame Dufour:
—Por lo general, madame, el fracaso de una alumna a la hora de aprender se debe al fracaso de la profesora a la hora de enseñar.
La mesa entera contuvo la respiración.
—Ah —dijo madame Dufour—. Así que nosotras somos la razón de que no sea todavía capaz de pelar una naranja como es debido.
Isabelle intentó atravesar la piel… con demasiada fuerza y a demasiada velocidad. El filo plateado resbaló sobre la corteza arrugada y chocó contra el plato de porcelana.
La mano de madame Dufour se desplazó como una serpiente y sus dedos se cerraron alrededor de la muñeca de Isabelle.
Todas las niñas sentadas a la mesa miraban.
—Conversación cortés, niñas —dijo madame con una sonrisa radiante—. Nadie quiere cenar con una estatua sentada al lado.
Al momento las muchachas empezaron a hablar en voz baja las unas con las otras de cosas que no interesaban a Isabelle. Jardinería, el tiempo, la moda. Temas de conversación apropiados para mujeres. Oyó decir con voz callada a la joven sentada a su lado: «Me encanta el encaje de Alençon. ¿A ti no?», y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por no gritar.
—Mademoiselle Rossignol —dijo madame Dufour—. Irá a ver a madame Allard y le comunicará que nuestro experimento ha tocado a su fin.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Ella lo sabrá. Vaya.
Isabelle se apresuró a levantarse de la mesa, no fuera madame a cambiar de opinión.
La cara de esta se frunció en una mueca de desagrado cuando oyó el fuerte chirrido de las patas de la silla contra el suelo de piedra.
Isabelle sonrió.
—La verdad es que no me gustan nada las naranjas.
—¡No me diga! —dijo madame Dufour sarcástica.
Isabelle quería salir corriendo de aquella habitación asfixiante, pero ya tenía bastantes problemas, así que se obligó a caminar despacio con los hombros hacia atrás y el mentón alto. Al llegar a las escaleras, que podía subir y bajar con tres libros sobre la cabeza si así se lo pedían, miró a su alrededor, comprobó que estaba sola y bajó corriendo.
Ya en el pasillo del piso inferior aminoró el paso y se enderezó. Cuando llegó al despacho de la directora, ni siquiera jadeaba.
Llamó.
Cuando la directora dijo «Adelante» con voz neutral, Isabelle abrió la puerta.
Madame Allard estaba sentada detrás de un escritorio de caoba ribeteado de oro. De las paredes de piedra de la habitación colgaban tapices medievales y la ventana de cristal plomado rematada en un arco daba a unos jardines tan esculpidos que tenían más de arte que de naturaleza. De hecho pocos pájaros se posaban en ellos; sin duda percibían la atmósfera agobiante y proseguían su vuelo.
Isabelle se sentó, un instante antes de recordar que no le habían dado permiso para hacerlo. Se levantó.
—Pardon, madame.
—Siéntese, Isabelle.
Lo hizo, cruzando con cuidado los tobillos como debía hacer una dama y con las manos juntas.
—Madame Dufour me ha pedido que venga a decirle que el experimento ha terminado.
Madame Allard cogió una de las estilográficas de cristal de Murano del escritorio y dio un golpecito en la mesa con ella.
—¿Por qué está aquí, Isabelle?
—Odio las naranjas.
—¿Cómo dice?
—Y si fuera a comerme una, algo que, a decir verdad, madame, no sé por qué iba a hacer cuando no me gustan, usaría las manos, como hacen los americanos. Como hace todo el mundo, en realidad. ¿Cuchillo y tenedor para comerse una naranja?
—Quiero decir que por qué está usted en este colegio.
—Ah, eso. Pues el convento del Sagrado Corazón de Avignon me expulsó. Sin ninguna razón, si se me permite decir.
—¿Y las hermanas de San Francisco?
—Ah, esas sí tenían razón para expulsarme.
—¿Y el colegio anterior a ese?
Isabelle no supo qué decir.
Madame Allard dejó la pluma.
—Tiene usted casi diecinueve años.
—Oui, madame.
—Creo que es hora de que se marche.
Isabelle se puso de pie.
—¿Vuelvo a la clase de pelar naranjas?
—No me ha comprendido. Le estoy diciendo que debería dejar el colegio, Isabelle. Es evidente que no está usted interesada en aprender lo que tenemos que enseñarle.
—¿Se refiere a cómo se pela una naranja, cuándo se puede untar el queso en el pan o quién es más importante: el segundo hijo de un duque o una hija que no va a heredar o un embajador de un país menor? Madame, ¿es que no saben ustedes nada de lo que está pasando en el mundo?
Isabelle podía vivir en la campiña más remota, pero aun así estaba enterada. Incluso allí, parapetada detrás de setos y asaeteada por las normas de etiqueta, sabía lo que estaba ocurriendo en Francia. Por las noches, en su celda monacal, mientras sus compañeras dormían, se quedaba despierta hasta altas horas escuchando la BBC en su radio de contrabando. Francia se había unido a Gran Bretaña y había declarado la guerra a Alemania y Hitler se había puesto en marcha. Por toda Francia la gente había hecho acopio de alimentos, había tapado las ventanas y había aprendido a vivir como los topos en la oscuridad.
Se habían preparado, preocupado y entonces… nada.
Pasaban los meses y no sucedía nada.
Al principio la gente no hablaba más que de la Gran Guerra y de las pérdidas que habían afectado a tantas familias, pero, a medida que pasaban los meses y la guerra se convertía en el único tema de conversación, Isabelle empezó a oír a sus profesoras llamarla drôle de guerre, la guerra de mentira. El verdadero horror se producía en otros lugares de Europa. En Bélgica, Holanda y Polonia.
—¿Es que los modales no importarán en la guerra, Isabelle?
—Ni siquiera importan ahora mismo —dijo Isabelle impulsivamente para, al instante siguiente, desear no haber hablado.
Madame Allard se puso en pie.
—Nunca encajó aquí, pero…
—Mi padre estaba dispuesto a mandarme donde fuera con tal de deshacerse de mí —dijo Isabelle.
Prefería soltar la verdad a bocajarro a oír otra mentira. Había aprendido muchas lecciones en la sucesión de colegios y conventos que habían sido sus hogares durante más de una década. Sobre todo había entendido que solo podía contar consigo misma. Desde luego, no con su padre ni con su hermana.
Madame Allard miró a Isabelle y se le dilataron ligeramente las fosas nasales, algo que indicaba desaprobación cortés pero intensa.
—Para un hombre es duro perder a su esposa.
—Para una niña lo es perder a su madre. —Isabelle sonrió desafiante—. Aunque en realidad he perdido a mi madre y a mi padre, ¿no cree? Una murió y el otro me dio la espalda. No sé qué me dolió más.
—Mon Dieu, Isabelle, ¿es que siempre tiene que decir lo que se le pasa por la cabeza?
Isabelle llevaba oyendo esta crítica toda su vida, pero ¿por qué tenía que morderse la lengua? En cualquier caso, nadie la escuchaba.
—Así que se irá hoy mismo. Le pondré un telegrama a su padre. Tómas la llevará al tren.
—¿Esta noche? —Isabelle parpadeó—. Pero… papa no me querrá en casa.
—Ah. Consecuencias —dijo madame Allard—. Quizá ahora entienda por fin que hay que tenerlas en cuenta.
Isabelle estaba de nuevo sola en un tren, de camino a un lugar donde no sabía cómo sería recibida.
Miró por la ventana sucia y con manchas de barro el paisaje verde que discurría a gran velocidad: campos de heno, tejados rojos, casas de piedra, puentes grises, caballos.
Todo se hallaba exactamente igual y esto la sorprendió. La guerra estaba cerca y había supuesto que dejaría alguna clase de impronta en el campo, cambiaría el color de la hierba, mataría árboles o ahuyentaría a los pájaros, pero, ahora, sentada en aquel tren que traqueteaba camino de París, se dio cuenta de que todo tenía un aspecto completamente normal.
Al llegar a la gigantesca Gare du Lyon, el tren se detuvo con un silbido y una ráfaga de vapor. Isabelle cogió la pequeña maleta que estaba a sus pies y se la puso en el regazo. Mientras miraba bajar a los pasajeros del tren, la pregunta que había evitado hacerse volvió a sus pensamientos.
Papa.
Quería creer que la acogería en su casa, que por fin le tendería las manos y diría su nombre con afecto, como lo hacía Antes, cuando maman había sido la argamasa que los había mantenido unidos.
Miró la maleta llena de rasguños.
Tan pequeña.
La mayoría de las chicas de los colegios a los que había ido llegaban con una colección de baúles sujetos con correas de cuero y tachuelas de latón. Tenían fotografías en sus mesas, recuerdos en sus mesillas de noche y álbumes de fotografías en sus cajones.
Isabelle conservaba una única fotografía enmarcada de una mujer de la que quería acordarse y no podía. Cuando lo intentaba, lo único que recordaba eran imágenes de gente llorando, del médico negando con la cabeza y de su madre diciéndole que no se soltara de la mano de su hermana.
Como si eso fuera a servir de algo. Vianne se había apresurado tanto en abandonar a Isabelle como papa.
Se dio cuenta de que se había quedado sola en el coche. Cogió la maleta con la mano enguantada, se levantó y bajó.
Los andenes estaban atestados. Los trenes formaban hileras y daban sacudidas, el humo llenaba el aire y subía hacia el techo alto y abovedado. Enormes ruedas de hierro empezaron a girar y el suelo del andén tembló.
Su padre sobresalía incluso en una multitud.
Cuando la vio, Isabelle percibió la irritación que transformaba sus facciones y le daba un aire de sombría determinación.
Era un hombre alto, de casi un metro noventa, pero la Gran Guerra le había encorvado. O al menos eso era lo que Isabelle había oído decir en una ocasión. Sus anchos hombros se inclinaban hacia delante, como si pensar en la postura correcta le supusiera demasiado esfuerzo con todo lo que tenía en la cabeza. Su pelo, que empezaba a escasear, era gris y desaliñado. Tenía una nariz ancha y aplastada, como una espátula, y labios tan delgados como una sombra. En aquel caluroso día de verano llevaba una camisa blanca arrugada con las mangas subidas, una corbata floja alrededor del cuello deshilachado y unos pantalones de pana que pedían a gritos una visita a la lavandería.
Isabelle trató de parecer… madura. Quizá era eso lo que quería su padre de ella.
—Isabelle.
Esta cogió la maleta con las dos manos.
—Papa.
—Ya te han expulsado otra vez.
Asintió con la cabeza mientras tragaba saliva.
—¿Cómo vamos a encontrar otro colegio con los tiempos que corren?
Era el pie para que Isabelle dijera algo.
—Quiero…, quiero vivir contigo, papa.
—¿Conmigo?
Parecía irritado y sorprendido. Pero ¿acaso no era normal que una muchacha quisiera vivir con su padre?
Isabelle se acercó hacia él.
—Podría trabajar en la librería. No te molestaré.
Contuvo el aliento, esperando. De pronto los sonidos se amplificaron. Oyó a gente caminando, los andenes gruñendo bajo sus pies, las palomas aleteando en el cielo, un bebé que lloraba.
Pues claro que sí, Isabelle.
Vuelve a casa.
Su padre suspiró con desagrado y echó a andar.
—Bueno —dijo volviéndose—. Entonces, ¿vienes o qué?
Isabelle se tumbó en una manta en la hierba fragante con un libro abierto. En algún lugar cercano, una abeja zumbaba afanosa en una flor; entre tanto silencio sonaba como una diminuta motocicleta. Era un día de calor abrasador, una semana después de su regreso a París, a casa. Bueno, a casa no. Sabía que su padre seguía tramando cómo librarse de ella, pero no quería pensar en eso en un día tan maravilloso, en aquel aire que olía a cerezas y a hierba verde y aromática.
—Lees demasiado —dijo Christophe masticando una brizna de heno—. ¿Qué es eso? ¿Una novela romántica?
Isabelle rodó hacia él y cerró el libro. Era sobre Edith Cavell, enfermera en la Gran Guerra. Una heroína.
—Yo podría ser una heroína de guerra, Christophe.
Este rio.
—¿Cómo va a ser una heroína una chica como tú? No digas ridiculeces.
Isabelle se puso de pie rápidamente y cogió su sombrero y los guantes blancos de cabritilla.
—No te enfades —dijo Christophe mirándola con una sonrisa—. Es que estoy cansado de hablar de la guerra. Y es un hecho probado que en la guerra las mujeres son inútiles. Vuestro trabajo es esperar a que volvamos.
Apoyó la mejilla en una mano y observó a Isabelle por entre el mechón de pelo rubio que le tapaba los ojos. Con su americana cruzada azul marino y pantalones blancos de pierna ancha tenía aspecto de lo que era exactamente: un estudiante universitario privilegiado que no estaba acostumbrado a trabajar. Muchos estudiantes de su edad se habían presentado voluntarios para cambiar la universidad por el ejército. Christophe no.
Isabelle subió la pendiente y cruzó el jardín hasta el montículo cubierto de hierba donde estaba aparcado el Panhard descapotable.
Ya estaba al volante y con el motor en marcha cuando apareció Christophe, con un brillo de sudor en su cara de rasgos convencionalmente atractivos y con el cesto del almuerzo colgado de un brazo.
—Ponlo detrás —dijo Isabelle con una sonrisa radiante.
—No vas a conducir.
—Me parece que sí. Sube.
—Es mi coche, Isabelle.
—Bueno, para ser exactos, y sé lo importante que es la exactitud para ti, Christophe, es el coche de tu madre. Y creo que el coche de una mujer debería conducirlo una mujer.
Isabelle intentó no sonreír cuando Christophe puso los ojos en blanco, murmuró «vale» y se inclinó para dejar el cesto detrás de su asiento. A continuación, moviéndose con lentitud para dejar clara su opinión, rodeó la parte delantera del coche y se sentó a su lado.
En cuanto cerró la puerta, Isabelle metió la marcha y pisó el acelerador. El coche vaciló un instante, luego echó a andar levantando polvo y humo a medida que cogía velocidad.
—Mon Dieu, Isabelle. ¡Más despacio!
Isabelle se sujetó el sombrero de paja que aleteaba con una mano mientras asía el volante con la otra. Apenas aminoró la marcha cuando adelantó a otros conductores.
—Mon Dieu, ve más despacio —repitió Christophe.
Desde luego se iba a enterar de que no tenía la menor intención de hacerle caso.
—Hoy una mujer puede ir a la guerra —dijo Isabelle cuando el tráfico de París la obligó por fin a circular más despacio—. Igual puedo ser conductora de ambulancia. O trabajar descifrando códigos secretos. O camelándome al enemigo para que me revele alguna localización secreta. ¿Te acuerdas de ese juego…?
—La guerra no es un juego, Isabelle.
—Eso ya lo sé, Christophe. Pero, si llega, puedo ayudar. Es lo único que digo.
En la rue de l’Amiral de Coligny tuvo que frenar apresuradamente para evitar chocar con un camión. Un convoy de la Comédie Française salía del museo del Louvre. De hecho había camiones por todas partes y gendarmes uniformados dirigiendo el tráfico. También había sacos de arena apilados alrededor de varios edificios para protegerlos de ataques, de los cuales no se había producido ninguno desde que Francia había entrado en guerra.
¿Por qué había tanta policía francesa?
—Qué raro —dijo Isabelle frunciendo el ceño.
Christophe alargó el cuello para ver qué pasaba.
—Están sacando tesoros del Louvre —dijo.
Isabelle vio un hueco en el tráfico y aceleró. Enseguida estuvo a la puerta de la librería de su padre y aparcó.
Le dijo adiós a Christophe con la mano y entró en la tienda. Era larga y estrecha y estaba forrada de libros del suelo al techo. Con el paso de los años, su padre había intentado aumentar su inventario construyendo estanterías independientes. El resultado de sus «mejoras» era un laberinto. Los pasillos conducían a un lado y a otro, enmarañándose más y más. Al fondo del todo se encontraban los libros para turistas. Algunos pasillos estaban bien iluminados, otros se hallaban en sombras. No había suficientes puntos de luz para iluminar cada rincón. Pero su padre conocía cada título de los estantes.
—Llegas tarde —dijo levantando la vista de su mesa situada al fondo. Hacía algo con la prensa, probablemente imprimía uno de sus libros de poesía que nadie compraba. Sus dedos romos estaban teñidos de azul—. Supongo que los pretendientes son más importantes que el trabajo.
Isabelle se sentó en la banqueta que había detrás de la caja registradora. En la semana que llevaba viviendo con su padre se había esforzado por no contestar a sus provocaciones, aunque tanta docilidad la consumía. Golpeó el suelo con el pie, impaciente. Palabras, frases —excusas—, clamaban por ser expresadas en voz alta. Era difícil no decirle cómo se sentía, pero sabía que la quería lejos de allí, así que se mordió la lengua.
—¿Oyes eso? —dijo su padre al cabo de un rato.
¿Se había quedado dormida?
Isabelle se enderezó. No había oído a su padre acercarse, pero ahora estaba a su lado con el ceño fruncido.
Desde luego se oía un ruido raro en la tienda. Del techo caía polvo; las estanterías se zarandearon ligeramente emitiendo un sonido parecido a un castañeteo de dientes. Numerosas sombras empezaron a pasar por delante de los escaparates de cristal plomado de la entrada. Cientos de ellas.
¿Gente? ¿Tanta?
Papa fue hasta la puerta. Isabelle se bajó del taburete y le siguió. Cuando abrió la puerta vio a una multitu