1
Había nacido para sufrir. Por alguna causa Shai, el inescrutable dios del destino, así lo había determinado y nada se podía hacer para cambiar sus designios. Eso era al menos lo que Nehebkau pensaba, aunque este fuese incapaz de comprender de qué forma había podido ofender al taimado dios. Que Nehebkau recordara, las penurias lo habían acompañado desde el día de su nacimiento, y muchas noches, mientras dormía al raso, había llegado a pensar que su afrenta a Shai bien pudiera haber surgido ya en el vientre materno, al haber sido concebido por una prostituta.
Sobre este particular, él poco tenía que decir. En su opinión, las mujeres que se empleaban en las Casas de la Cerveza eran tan respetables como las hijas del faraón, o incluso como cualquiera de las mil diosas que velaban por la Tierra Negra y en las que apenas creía. Sin embargo, justo era reconocer que su madre, a quien nunca había conocido, alguna culpa debía de tener en todo cuanto le había ocurrido, pues según aseguraban lo maldijo con inusitada rabia antes de que Anubis se la llevara a la necrópolis. Murió sin siquiera dejar constancia de su nombre, para que su retoño no la recordase, tal y como si nunca hubiese existido, convencida de que de este modo ambos caerían en el olvido, lo peor que le podía ocurrir a un egipcio cuando pasaba a la «otra orilla», de camino al mundo de los muertos. Su memoria se perdería, cual si nunca hubieran existido.
¿Había sido hermosa su madre? Seguramente, aunque hubiese estado muy lejos de parecer una heset, una cantora al servicio de Hathor, la diosa del amor y la belleza; incluso podría haber sido una extranjera.
De su padre poco tenía que decir. Quizá se tratase de un soldado, un artesano o puede que un comerciante que se encontrara de paso. Si este era docto o ignorante poco importaba, y al pensar en ello Nehebkau se encogía de hombros igual que lo había hecho la ciudad de Tebas el día de su alumbramiento. Como bien sabía, Waset, la ciudad del Cetro, no se paraba en semejantes discernimientos y él por su parte tampoco lo haría; su vida solo le pertenecía a él, y bastante tenía con haber salido adelante en una época en la que los dioses de Egipto se habían entregado al llanto.
Sin embargo, era feliz, aunque fuese a su manera, y durante las noches estrelladas le gustaba abstraerse para recorrer con la vista el fecundo vientre de Nut plagado de luceros, a fin de admirar su belleza. La diosa que representaba la bóveda celeste era la única a la que estaba dispuesto a rendir pleitesía, y en su infinito templo trataba de escudriñar, entre aquella miríada de luces titilantes, los porqués de cuanto le rodeaba y la naturaleza de su sino. Toda la tierra de Egipto le resultaba un enigma; un inmenso lienzo enhebrado con hilos de magia, bajo el que se arrebujaba todo un pueblo en busca de la protección de sus dioses. Estos se encontraban por doquier, cual si formaran parte del paisaje: entre los palmerales, en cada recodo del río, en el inhóspito desierto, en la sombría necrópolis. A Nehebkau le parecía imposible poder llegar a conocerlos a todos, mas, no obstante, llevaba el nombre de uno de ellos; por extrañas circunstancias e incomprensible suerte.
En realidad, su vida bien podría formar parte de un prodigio. Un inconcebible milagro alentado por aquellos dioses en los que apenas creía. ¿Qué otra explicación podría haber? Ninguna; o al menos eso era lo que pensaban cuantos le conocían. Sin embargo, Nehebkau se encontraba alejado de tales entelequias y a sus diecisiete años estaba convencido de que la naturaleza le había regalado el don de la supervivencia.
El joven había venido al mundo una fría noche del mes de parmhotep,[1] en el periodo de las «aguas bajas», cuando los campos se aprestaban a ser trabajados para la siembra. Eran tiempos de penuria, pues el dios que gobernaba la Tierra Negra desde hacía seis años, Akhenatón, estaba decidido a trasladar la capital al norte, a la ciudad que había empezado a construir y que bautizaría con el nombre de Akhetatón, la ciudad del Horizonte de Atón.
El alumbramiento tuvo lugar en un lúgubre chamizo, entre horribles juramentos, con la ayuda de una vieja comadrona que asistió a la madre en el parto. Una nueva vida llegaba para cobrarse otra, y a fe que surgiría con fuerza inusitada, imparable, como de ordinario ocurría con la avenida de las aguas. Nada podía oponérsele, y cuando la partera tomó a la criatura entre sus manos no le cupo duda de que Heket la tutelaba. La diosa rana, junto a Mesjenet, tendía el símbolo de la vida a aquel hermoso niño y a su ka,[2] para hacer honor al título que ostentaba desde tiempos inmemoriales: «la que hace respirar». Sin duda su esposo, el divino Khnum, había moldeado a conciencia al recién nacido en el claustro materno con su torno de alfarero, pues al punto el pequeño gritó al mundo, con furia inusitada, como si Sekhmet, la colérica diosa leona, lo animara a hacerlo.
Por un momento la vieja pensó en ello, aunque al ver cómo se había producido el parto se convenció de que este se asemejaba más al del temible dios Set, que desgarró el cuerpo de su divina madre, Nut, al nacer en la ciudad de Ombos.
La matrona miró a la parturienta un instante y movió la cabeza con pesar. Había asistido a tantos alumbramientos en su vida que no le extrañaba aquel desenlace en absoluto. En realidad, ocurría todos los días. Eran tantas las madres que morían en Egipto que no le sorprendía que muchas mujeres se sintieran aterrorizadas al saber que estaban embarazadas. Esto no dejaba de resultar curioso en una sociedad en la que cualquier egipcia consideraba la esterilidad como poco menos que una maldición, y con frecuencia llegaban a introducirse dátiles en la vagina, e incluso se daban friegas con sangre menstrual en el vientre para poner remedio a la infecundidad. Así eran las cosas en la Tierra Negra.
A la vieja partera le bastó echar un vistazo para saber que no había nada que hacer, y que esa misma noche aquella pobre mujer estaría camino de la necrópolis en compañía de Anubis. Sin embargo, había traído al mundo a una criatura en verdad hermosa, como no recordaba haber visto, de más de un codo,[3] y robusta cual si fuese vástago de Montu, el formidable dios tebano de la guerra. Era un niño de pelo rojizo y piel tan clara que bien se hubiera podido asegurar que procedía del Bajo Egipto, o puede que de las lejanas tierras del norte, bañadas por el Gran Verde, el mar que nunca había visto y en el que decían habitaba el iracundo Set. La palidez del pequeño contrastaba con el tono cetrino de la madre, y la matrona volvió a lamentarse en silencio, pues la vida no se paraba en tales consideraciones, y era capaz de cruzar caminos tan distantes que en ocasiones resultaba imposible llegar a reconocer.
Al verlo por primera vez, la madre emitió un gemido quejumbroso que parecía proceder de las profundidades del Amenti.[4]
—Set está en él —se lamentó la moribunda—. Es hijo del dios de las tormentas.
La matrona trató de calmarla con palabras que alababan la hermosura del recién nacido, pero la madre negó con desesperación.
—Su cabello será rojizo, como el desierto en el que habita el señor del caos. Set, el Rojo, está en él y yo le maldigo —dijo la mujer con rabia.
—No hables así —replicó la comadrona con suavidad—. Las siete vacas Hathor le bendicen y determinarán un buen destino para el niño. Elige un nombre poderoso para él.
—No tendrá nombre, tal y como si nunca hubiese existido —se lamentó la madre sin ocultar su sufrimiento—. Jamás debió nacer. Él es la causa de mi perdición. Trajo a Anubis de su mano.
La vieja hizo un gesto de disgusto, pero aquella desdichada hizo un esfuerzo para continuar.
—¡El niño está maldito y te desharás de él! —exclamó con desesperación.
Luego, asiéndose con fuerza a la túnica de la matrona, le conminó con evidente angustia:
—Prométemelo. Jura por las diosas madre de esta sagrada tierra que te desharás de la criatura.
La comadrona la observó un instante, horrorizada por unas palabras que iban contra la misma esencia que encarnaban aquellas diosas ante las que pretendía que jurase. Neith, Hathor, Isis... Jamás aceptarían semejante atrocidad.
—Júrame que lo harás —suplicó la madre con un rictus de sufrimiento—. Solo así podré irme en paz.
La partera la miró fijamente, justo para ver cómo la vida se le marchaba. Era una joven hermosa, a la que Osiris reclamaba en aquella hora ante su tribunal, para celebrar un juicio al que nadie podía llegar tarde. Después de toda una vida en el oficio, la vieja había asistido a tantas parturientas durante su último trance que apenas suspiró con pesar cuando comprobó que la joven perdía su mirada y se aprestaba a cruzar a la «otra orilla»; al reino de las sombras.
Una luz se apagaba en tanto otra se encendía, y al observar cómo la criatura lloraba con inquebrantable ánimo, la matrona consideró la posibilidad de que Set apadrinara al recién nacido; que la semilla del caos anidara en su corazón. Mientras lo acunaba entre sus brazos pensó en todo ello, así como en el deseo desesperado de la difunta para que se deshiciera de su hijo. Todos los días aparecía algún niño abandonado junto a la orilla del río, pero nunca había oído que nadie quisiera acabar con la vida de un recién nacido. Los dioses en los que tanto creía abominarían de un acto semejante, y aun en su mísera existencia, la señora no estaba dispuesta a presentarse, cuando le llegara la hora, en la sala de las Dos Verdades ante los cuarenta y dos jueces para que estos la señalaran con su dedo acusador. Bastantes penurias había pasado ya en vida para que Ammit, la terrible devoradora de los muertos, despedazara su corazón al ser condenada por sus pecados.
Se hallaba en tales consideraciones cuando la frágil puerta del chamizo cedió, y al punto apareció un hombrecillo de exiguas carnes y mirada tan asustada que parecía haber surgido del Inframundo; o puede que se sintiera perseguido por algún genio del Amenti. El recién llegado permaneció inmóvil un momento, observando la lúgubre escena con los ojos muy abiertos, y un rictus de ansiedad en el rostro que la matrona supo leer al instante; luego, con paso vacilante, se decidió a avanzar hacia la partera en tanto señalaba a la criatura.
—Muéstramelo —dijo él sin ocultar su agitación.
A la comadrona no le cupo duda de que aquel hombre creía poder ser el padre del recién nacido. Claro que, al verlo más de cerca, pensó en las pocas posibilidades que tenía de ser su progenitor, ya que aquel individuo era tan cetrino como la difunta madre, con un cabello negro y encrespado como el de las gentes del lejano sur, que le hizo pensar que quizá se tratara de un kushita.
—Enséñame a la criatura —insistió el desconocido con voz ronca, como la que acostumbraban a tener los aficionados al shedeh.[5]
La señora lo observó con más atención. Había conocido a tantos tipos como aquel que no le resultó difícil adivinar cuanto necesitaba saber. Que era un hombre de pocos recursos saltaba a la vista, así como su afición a la bebida. Seguramente frecuentaría las Casas de la Cerveza, donde gastaría los pocos bienes que poseyera en trasegar todo el shedeh que pudiese. Allí debió de conocer a la joven difunta con quien, no tenía duda, había yacido en más de una ocasión. Así era la vida y, que ella recordara, habían sido muchos los niños que había ayudado a traer al mundo en similares circunstancias. Como bien sabía, en demasiadas ocasiones los padres iban y venían, y el que tenía ante sí esa noche formaba parte destacada del heterogéneo grupo que nada tenía que ver con sus retoños.
Sin embargo, la comadrona le prestó toda su atención. Había un verdadero interés en aquel hombrecillo por conocer a la criatura, y la señora pensó que en él podía estar la solución del problema que la difunta le había traspasado. Un feo asunto, sin duda, que no solía terminar bien, pero que quizá pudiese solucionar.
—¿Es un niño? —preguntó el desconocido sin disimular su ansiedad, al tiempo que extendía sus manos.
La vieja asintió, y al punto aprovechó aquel ademán para darle la criatura. El hombrecillo la tomó entre sus brazos mientras emitía un pequeño gruñido. Al observar su rostro pareció aún más asombrado.
—Ahora entiendo tu desazón —dijo la partera con sorprendente aplomo—. El niño tiene tu misma cara. Eso nadie lo puede negar.
El extraño la miró, desconcertado.
—¿Tú crees? —se atrevió a balbucear en tanto volvía a fijar la vista en el pequeño—. Pero... es blanco como la leche, y hasta tiene el cabello rojizo.
—Ja, ja. Qué poco sabes sobre los recién nacidos —aseguró la partera con una suficiencia que no admitía réplica—. Algunos vienen al mundo oscuros como una noche sin luna, para luego transformarse en verdaderos akh, seres luminosos que da gusto ver, y a otros, en cambio, les ocurre lo contrario. En pocos años la criatura adquirirá tu color de piel, y su pelo será tan negro como el tuyo. Fíjate bien; el niño es igualito que tú. Eso nadie lo puede dudar.
—¿Estás segura? —apenas se atrevió a decir el desconocido mientras estudiaba las facciones del recién nacido.
—Completamente. ¿Eres devoto de los dioses?
El extraño asintió sin ocultar su temor.
—En ese caso debes entender que es Khnum, el dios alfarero, quien nos crea en el claustro materno para darnos forma a su conveniencia. Su divino criterio nada tiene que ver con el nuestro. Él nos entrega impregnados con su luz, y luego nosotros nos encargamos de revestirnos con nuestras imperfecciones, hasta conseguir incluso que no nos parezcamos en nada.
El desconocido asintió sin mucho convencimiento.
—¿Piensas que tus pasos te condujeron aquí por azar? —inquirió la comadrona, muy seria—. Fueron los dioses quienes te guiaron; no tengas ninguna duda. Tueris, la diosa hipopótamo, nos observa en este momento con atención. Como bien debes saber ella es la que se ocupa de la buena crianza del recién nacido y la que se encarga de apartar los genios malignos de él. Ahora está bajo su protección.
El extraño volvió a asentir en tanto estudiaba al pequeño.
—¿Negarías ante la diosa que tuviste amores con la desdichada madre? —prosiguió la partera, a la vez que señalaba a la difunta.
El hombrecillo miró a la matrona, atemorizado, pero no dijo nada.
—Ya veo. Pretendes ocultar tus actos, como hacen tantos otros. Pero te advierto que no te valdrá de nada —sentenció la vieja con aplomo—. Esta noche Anubis se presentó en esta humilde casa para cobrar su tributo y tú tienes culpa de ello. ¿Qué crees que te ocurrirá cuando se celebre tu juicio en la sala de las Dos Verdades? Los cuarenta y dos jueces te señalarán con su dedo acusador y no dudarán en condenarte.
El extraño sintió un escalofrío, y al momento recordó las incontables veces que había acudido a la Casa de la Cerveza, en busca de las caricias de la mujer que ahora yacía sin vida en aquel pobre chamizo. Había desarrollado tal obsesión hacia ella que había llegado a gastar hasta su última pertenencia con tal de conseguir su favor. Ella siempre lo había tratado con desdén, e incluso se había mofado de su aspecto en no pocas ocasiones. Sin embargo, él no había desfallecido en su empeño por alcanzar sus propósitos y, al conseguirlos, había copulado hasta la extenuación. Las cuentas estaban claras, y aquel recién nacido bien podría ser hijo suyo. La partera le leyó la duda en el corazón al instante, y al punto prosiguió:
—Bien veo la sombra de la incertidumbre en tu ba,[6] pero recuerda quién nos observa. Si la agravias, Tueris se transformará en un ser terrible; una bestia sanguinaria que algún día surgirá de las aguas para destruirte.
El hombrecillo miró a la partera con espanto, cual si hubiese sido sentenciado a vagar por el Inframundo por toda la eternidad, y acto seguido movió la cabeza con pesar. Sabía que aquella desgraciada joven estaba a punto de dar a luz, y esa noche él había seguido sus pasos movido por una fuerza que no era capaz de comprender, que había terminado por llevarle hasta allí.
No había duda de que solo los dioses podían encontrarse detrás de aquel impulso. Sin embargo, al verse en aquel lúgubre lugar sus emociones lo habían traicionado. Apenas había sentido pesar ante el fallecimiento de su amada; una mujer que había encendido su pasión hasta el extremo de caer prisionero de una concupiscencia difícil de imaginar, que había terminado por corroer su corazón hasta anularle la voluntad. Era el llanto de aquel niño lo que le había conmovido, y al tomarlo entre sus brazos tuvo el convencimiento de que un lazo invisible lo atrapaba con un nudo imposible de deshacer; cual si Isis lo hubiese anudado con su magia. No encontraba otra explicación.
—¿Cómo se llama? —preguntó él de improviso sin dejar de mirar a la criatura.
La partera se encogió de hombros, y el desconocido hizo una mueca de asombro, ya que la madre era la encargada de dar un nombre a los hijos varones.
—Anubis se la llevó antes de entrar en esos detalles —aclaró la matrona en tanto señalaba a la difunta—. Me temo que en esta ocasión serás tú quien tenga que elegirlo.
El extraño frunció el ceño y la vieja lo miró con severidad.
—Supongo que te harás cargo de él —dijo la señora en tono conminatorio—. ¿No querrás ver a tu hijo abandonado junto al río, entre los cañaverales?
El hombre tragó saliva con dificultad, pues no entraba en sus planes tener una boca más que alimentar.
—¿Por qué crees que viniste hasta aquí? —repitió la comadrona leyendo de nuevo su pensamiento—. Ya te dije que la mano de los dioses está detrás de ello. Mira si no la criatura que ha venido al mundo. Es hermosa como pocas. Quien no vea en ella un regalo es que está ciego. Si lo desprecias te arrepentirás.
Aquellas palabras sonaron en los oídos del hombrecillo como una amenaza en toda regla. Una advertencia que envolvía una maldición como las que acostumbraban a lanzar los hekas[7] o las hechiceras, que tanto proliferaban en el Valle. Al escucharlas, no pudo reprimir un escalofrío, ya que era muy supersticioso.
—Ahora debes tomar al niño y marcharte; he de ocuparme de que den la mejor sepultura posible a esta pobre desgraciada.
Durante unos instantes, el desconocido pensó en lo que ocurriría si se presentaba en su casa con aquella criatura, y de nuevo la matrona fue capaz de leerle el corazón.
—Si es una buena hija de Kemet,[8] tu mujer lo acogerá con alegría, ya lo verás; tú sabrás qué contarle, pero antes de irte llévate esto —dijo la matrona en tanto le entregaba un brazalete.
El extraño extendió una mano con evidente desconfianza.
—Es el único bien que poseía la difunta —aclaró la señora.
El desconocido lo examinó, sorprendido, ya que parecía muy valioso.
—Guárdalo hasta que el niño se haga hombre. Entonces deberás entregárselo —señaló la partera con tono misterioso.
Aquel hombre la miró un momento, dejando traslucir el desconcierto que le invadía, y la comadrona le hizo un gesto de displicencia a la vez que daba por cerrado el asunto.
—Ahora vete y no vuelvas más por aquí.
Incapaz de decir una sola palabra, el extraño abandonó aquel chamizo como si fuese un autómata, con un niño entre los brazos y el convencimiento de que los dioses le condenaban a pagar su culpa por lo que había ocurrido. Que en cierto modo era culpable bien lo sabía él, así como que los padres divinos lo vigilarían para que fuese fiel al maat: la justicia y el orden cósmico que era necesario cumplir para alcanzar el equilibrio y la armonía. Toda la Tierra Negra se hallaba sujeta a aquel cumplimiento, y él no podía transgredirlo. Sin embargo, de camino a su casa, el extraño estuvo tentado de abandonar al recién nacido en alguno de los palmerales que festoneaban la orilla del río, pero al momento recordó las palabras de la vieja partera, e imaginó la furia de Tueris si hacía tal cosa. La diosa hipopótamo surgiría de las aguas para castigarlo con toda su furia y él jamás correría semejante riesgo, pues no en vano era pescador.
2
Como era de esperar el recibimiento no fue jubiloso, algo con lo que ya contaba aquel hombre de antemano. Presentarse con un recién nacido en brazos no resultaba algo fácil de explicar, por mucho empeño que se pusiese. Al verlo llegar con semejante regalo, la señora de la casa abrió los ojos desmesuradamente, cual si se hallara ante la temible serpiente Apofis,[9] y muchos asegurarían después que sus gritos y juramentos se llegaron a oír desde la otra orilla del Nilo. No era para menos, por muchas razones que su marido quisiera darle, pues que este se atreviera a llegar a su hogar con una criatura era más de lo que nunca hubiese podido esperar.
—¡Tueris nos asista! —exclamó la dama, espantada, al ver entrar a su esposo—. ¡No te basta con venir borracho cada noche! ¡Encima tienes la desvergüenza de presentarte con un niño en brazos! ¡Tueris me dé fuerzas! ¡Jamás vi tanta osadía!
A la mujer no le faltaba razón, ya que su marido era aficionadísimo al shedeh, un licor que llegaba a nublar las entendederas de forma demoledora, y como en todo lo destacable que pudiese ocurrir en su vida, la dama ponía de testigo a Tueris, una diosa por la que manifestaba particular veneración, y con la que se sentía plenamente identificada.
En realidad, todo se debía al nombre con el que la susodicha era conocida, Reret, una forma de la diosa hipopótamo Tueris que encarnaba a la constelación del Dragón, donde se hallaba Thuban.[10] De este modo la señora se sentía como un paquidermo estelar encargado de sostener nada menos que a las estrellas imperecederas; las que no conocían el descanso. Claro que Reret podía tener otro significado, mucho más mundano, y dado lo aficionados que eran los egipcios a los apodos, todos la llamaban de este modo con evidente sorna, pues dicho nombre significaba «marrana»; incluso había quien se dirigía a ella con el pomposo apelativo de Reret-weret, algo así como «la gran marrana», que la dama, no obstante, se tomaba como un cumplido.
Había que reconocer que semejante apodo estaba bien pensado, ya que la señora no destacaba precisamente por su limpieza, lo cual era motivo de permanentes chanzas entre el vecindario, siempre jocoso y aficionado al chisme. Claro que, puestos a inventar sobrenombres, el de su esposo tampoco le iba a la zaga. El aludido era conocido como Akha, un nombre que no invitaba a sentirse orgulloso, puesto que así se llamaba el demonio causante de los dolores abdominales. Se ignoraba si quien se lo puso lo hizo por este motivo, aunque en el barrio se lo tomaran muy en serio. Si a alguien le dolía la barriga, enseguida pensaban en la mala influencia de su convecino para lamentarse.
—Seguro que te has topado con Akha —decían muchos, convencidos de que aquel apodo era digno de tenerse en cuenta.
Sin embargo, a Akha poco le importaban semejantes comentarios. Que él recordase siempre le habían llamado así, y se hallaba lejos de andar en tratos con ningún demonio. Él era pescador, y de los buenos, como también lo habían sido sus ancestros y esperaba que lo fuesen sus hijos. Se sentía particularmente orgulloso de ello, y alardeaba a la menor ocasión de que no había nadie en el nomo de Waset, el Cetro, que conociese el río mejor que él. Justo era de admitir que en esto último al hombre no le faltaba razón, pues las aguas del Nilo parecían no tener secretos para él. Aunque de condición humilde, nunca le había faltado de comer, incluso en épocas de penuria, lo cual era digno de consideración dadas las circunstancias. Todos estaban de acuerdo en que Akha era una buena persona, y muy trabajador, al que, no obstante, le podían sus debilidades. Estas se hallaban circunscritas a las Casas de la Cerveza, en donde Akha se sentía plenamente feliz.
Había quien aseguraba que aquel hombre conocía todas las de Tebas, mas él quitaba importancia al asunto, como si tal cosa. Su veneración por Bes, como dios de la embriaguez, era manifiesta, y a ella se entregaba cuando se lo permitían sus quehaceres, aunque lo que de verdad le gustara fuesen las mujeres. Ellas representaban el pináculo de la felicidad terrenal, la obra cumbre de la creación, y después de trasegar la primera jarra de shedeh no le importaba lo más mínimo rebajarse hasta donde fuese preciso con tal de conseguir sus favores. En esto la fortuna no lo acompañaba. Físicamente Akha era más bien poca cosa, incluso muchos lo encontraban desagradable, ya que su pequeña estatura quedaba resumida en un montón de huesos recubiertos por tendones y una piel tan renegrida que parecía un pellejo.
A pesar de ello, el pescador no cejaba en su empeño, y cuando conseguía sus propósitos a un precio elevado en extremo sentía que su esfuerzo había merecido la pena y daba gracias a Bes, encarecidamente, por colmarlo de tanta dicha. Por este medio había conocido a una joven en la que Akha creyó ver a la mismísima diosa Hathor rediviva. Atendía al nombre de Nitocris, como la legendaria reina de los tiempos antiguos, aunque nadie supiese cómo se llamaba en realidad, ni de dónde procedía. Tampoco se conocía cómo había llegado a parar a Tebas, aunque se aseguraba que había tenido amores con príncipes y dignatarios antes de acabar en una de las Casas de la Cerveza más conocidas de la ciudad. El pescador acudía a verla a la menor oportunidad, aunque fuese de lejos, para observar cómo era cortejada por quien pudiese pagar su precio, el cual fue menguando con el paso del tiempo. Akha no cejó hasta llamar la atención de Nitocris, quien se burlaba de él y de su desagradable aspecto.
Sin embargo, al hombre no le importaba rebajarse cuanto fuese preciso si así recibía una simple mirada de semejante diosa. Esta encendía su pasión hasta límites insospechados, y Akha estaba dispuesto a trabajar tanto como fuese necesario para poder llegar a satisfacerla. Por este motivo se afanó de tal manera que llegó a capturar más peces de los que nunca hubiese soñado. Con las enormes percas pudo sacar un buen beneficio, que guardó íntegramente para su diosa. Esta andaba en amores con algunos oficiales del faraón, y decían que incluso la rondaba un príncipe, pero a él no le importó. Esperó su oportunidad, la cual apareció una noche de manera imprevista en la que Nitocris se mostró receptiva ante el espléndido regalo que Akha le tenía reservado. Su obsesión por ella había servido de alimento a la concupiscencia, y esta se desbordó como el Nilo en la crecida cuando por fin pudo tomarla.
Fornicó hasta la extenuación, para gran sorpresa de la joven, que no entendía de dónde podía sacar tanta energía aquel insignificante hombrecillo. Era lo que tenía la obcecación, y por eso no le extrañó en absoluto que aquel pescador la agasajara con largueza durante tres días consecutivos, algo a lo que la joven accedió de buena gana, para asombro de él.
Sin embargo, todo aquello tuvo sus consecuencias. Nitocris se quedó encinta, y lo peor era que resultaba imposible conocer la identidad del padre. Eran varios los posibles progenitores, y la mera posibilidad de que Akha pudiese ser uno de ellos sumió a Nitocris en una angustia difícil de imaginar. Intentó por todos los medios desembarazarse del feto, pero no lo consiguió. Por alguna razón Hathor, Mesjenet, Tueris, Heket, Khnum y Bes, dioses que velaban por los niños ya en el claustro materno, habían decidido proteger aquella gestación, y la joven tuvo miedo ante los acontecimientos que podría provocar si desafiaba su poder. Además, la «desviación de la preñez», como era conocido el aborto, estaba prohibida por la ley, y ningún médico o comadrona se hubiese prestado a ayudarla. Para colmo de desventuras, Akha no cejaba en sus visitas, y cuando este supo que ella se hallaba en estado se empeñó en tomar el papel de benefactor de la dama de sus sueños. De nada valía que la señora lo despidiera con cajas destempladas; a la menor oportunidad el hombrecillo aparecía de forma súbita para interesarse por el asunto, lo que disgustaba a la joven sobremanera. Esta tuvo un embarazo complicado que la llevó a un estado de depresión difícil de imaginar. De pronto Nitocris se vio sola, y se convenció de que toda la belleza que un día había poseído se había perdido, como las aguas del Nilo cuando desembocaban en el Gran Verde. Su existencia no tenía sentido y se maldijo a sí misma y también al hijo que llevaba en sus entrañas, a quien llegó a hacer responsable de su perdición.
Ajeno a tales juicios, Akha siguió a su amada la noche del parto, y cuando oyó los lloros del recién nacido se precipitó en el interior del chamizo sin poder remediarlo. Así habían ocurrido los hechos, y al presentarse poco después en su casa con la criatura en brazos, pensó que una buena parte de su obsesión por aquella mujer se encontraba en aquel niño, y que al mirarlo podría rememorar los únicos días de su vida en los que había sido feliz.
A sus veinticuatro años, Akha era ya un hombre envejecido, y sabía que a los cuarenta se encontraría camino de la necrópolis, como le ocurría a la mayoría de los habitantes del Valle. Reret llevaba diez años casada con él, aunque se conociesen de toda la vida, ya que eran primos segundos. La señora había traído al mundo cuatro hijos, de los cuales dos habían partido ya de la mano del incansable Anubis, quien solía tener una particular predilección por los infantes. Juntos había llevado la mejor existencia posible, dadas las circunstancias, pues a pesar de que Akha era muy trabajador, su afición por las Casas de la Cerveza y lo que estas encerraban había causado innumerables problemas, y un resentimiento del que su mujer nunca podría liberarse. El amor siempre había sido una palabra hueca, y la convivencia no era sino una parte de la supervivencia a la que ambos se aferraban sin importarles el precio que tuviesen que pagar.
No obstante, Reret no perdía ocasión de recriminarle su actitud; sobre todo por el hecho de que su marido estuviese en boca del vecindario más de lo usual. Sin lugar a duda, allí habladurías había para todos, pero era innegable que Akha se había ganado en ellas un puesto de privilegio por derecho propio. Eran demasiados los que aseguraban que el shedeh no tenía secretos para él, al tiempo que dudaban que hubiese en toda la Tierra Negra alguien tan virtuoso como el pescador a la hora de beberlo; además, también alababan su afición por las mujeres que vendían sus favores en las Casas de la Cerveza, aunque muchos desconfiaran de su éxito a la hora de cortejarlas.
Ante los demás Reret fingía estar por encima de tales asuntos. En cuestión de chismes no había quien la superase, y se encontraba al tanto de dimes y diretes, y de cuanto ocurría en el barrio. Allí el que más, el que menos tenía su propia historia, y ella se encargaba de difundirla a la menor oportunidad. Su figura, oronda donde las hubiera, contrastaba con las exiguas carnes de su marido, lo que invitaba a determinadas burlas, muy del gusto de los vecinos. Pero era su poca afición por la higiene lo que más daba que hablar, y los maledicentes aseguraban que esa era la causa por la cual Akha huía de su casa a la primera ocasión.
En realidad, entre ambos cónyuges no existían las discusiones. Akha no daba pie a ellas, pues en verdad que era parco en palabras; un tipo callado que se limitaba a mirar a su esposa con gesto de resignación cuando esta reprobaba sus acciones, para terminar por aceptarlo como si tal cosa. Por esta razón no le resultó difícil aguantar impávido la ira de su mujer la noche que se presentó con la criatura en su casa. Era de esperar, aunque en su opinión tampoco se trataba de algo extraordinario, ya que todos los días aparecían niños abandonados.
—¡Lo encontraste junto al camino! ¿Es eso lo que quieres que crea? —gritó Reret, exasperada, a su esposo.
—No iba a dejarlo allí —dijo este encogiéndose de hombros.
—¡Tus argucias superan con creces a tus entendederas! —exclamó la señora—. Pero a mí no me engañas. ¿De quién es el niño?; dímelo.
—Mujer, cómo quieres que lo sepa.
—¡Ammit devore tu alma! ¡Nunca vi semejante cinismo! —volvió a exclamar Reret, congestionada por la cólera.
—Tampoco es para ponerse así. Hice una buena acción. No querrías que lo hubiese dejado abandonado, ¿verdad? —se atrevió a repetir Akha, muy digno.
—¿Buena acción? Y tanto; porque el niño es tuyo —rugió la dama.
Akha pestañeó repetidamente como si le relataran una historia de la que no entendía nada.
—Bes te ilumine. Siempre fuiste dada a la exageración —contestó él con un temple que era digno de ver.
—¡No pongas a Bes por testigo de lo que ni él mismo se atrevería a hacer! ¡Presentarte en tu casa con un recién nacido! Toda Tebas se reirá de tu infamia... Y también de tu familia. ¡Quedaremos señalados para siempre!
—En tal caso será por nuestro buen corazón. ¿Recoger a un pequeño abandonado? No se me ocurre un acto mejor a los ojos de los dioses —apostilló Akha con naturalidad.
Reret se encendió aún más.
—Veo que hoy el shedeh te ha dado más luces de las que acostumbras a mostrar, pero a mí no me engañas; ni a Maat tampoco. ¡Jura ante ella que la criatura no es tuya! —le conminó la señora.
—Puestos a jurar... lo haría ante Osiris si me lo pidieras —aseguró el hombrecillo sin inmutarse.
—¡Tueris bendita! ¡Nunca te creí capaz de tal blasfemia!
—Puedes comprobarlo por ti misma. El niño es tan blanco como las nieves que, aseguran, cubren los montes del Líbano, en el lejano Retenu.[11]
Reret abrió todavía más los ojos, pues tales juicios se le escapaban por completo...
—Míralo bien, mujer —prosiguió él —. No he visto nunca una tez tan clara. Ignoro de dónde pueda proceder.
Por un momento la señora pareció desconcertada, pero al punto frunció el gesto.
—¡Haces honor al demonio que te ha dado nombre! Ni Apofis mentiría mejor. Hathor se apiade de esta casa. ¡Dime quién lo ha parido! ¡Seguro que se trata de alguna mujerzuela venida del Delta!
—No busques respuestas que no existen y fíjate bien en el color de su cabello. Ninguna mujer de Tebas lo posee.
Reret tuvo que reconocer que en eso su marido tenía razón. En el Bajo Egipto era usual encontrarse con pelirrojos, pero en Waset... Muchas eran las mujeres que se teñían o utilizaban pelucas de ese color como signo de prestancia.
—Es un akh, un ser luminoso —insistió el hombrecillo en tanto señalaba a la criatura.
—Que llora como si Set lo hubiera apadrinado —protestó ella con disgusto, al reconocer que el pequeño era en verdad hermoso.
—No te costará darle de mamar, ahora que todavía estás criando —se atrevió a decir él.
—Jamás —replicó Reret, muy alterada, al ver la ligereza con la que su esposo trataba aquel asunto—. Mis hijos no compartirán mi pecho con un vástago de Set.
Akha se encogió de hombros, como acostumbraba de ordinario, y pensó que sería fácil encontrar una nodriza en un vecindario plagado de niños que mamaban en ocasiones hasta los seis años.
—Bueno, en tal caso ya me ocuparé yo de solucionarlo —continuó el pescador con calma—, pero debemos darle cobijo, Tueris se sentirá satisfecha si lo hacemos; además, parece ser un niño muy sano y podrá ocuparse de nosotros en la vejez.
Reret hizo un mohín de disgusto, pero al fin cogió a la criatura y la observó con atención. Sin duda era fuerte, y no pudo evitar pensar en las calamidades que podría enviarles la diosa hipopótamo, benefactora de los recién nacidos, si rechazaba al pequeño.
—Haríamos bien en ponerle un nombre —se atrevió a decir Akha, pues había leído el temor en el corazón de su esposa.
Esta lo miró con indisimulada inquina ante tamaña desfachatez.
—Te diré cómo se llamará —replicó Reret, desabrida—: Nemej.
Akha guardó silencio, para luego asentir con pesar. Aquel nombre no podía ser más adecuado, aunque sin duda resultase cruel. Nemej: el niño abandonado.
3
Nemej crecería en el seno de una familia a la que no pertenecía en absoluto. Fue plenamente consciente de ello desde el momento en que la razón apareció en su corazón, para con el tiempo terminar por forjar toda una pléyade de sentimientos encontrados con los que aprendería a convivir. Reret le haría comprender desde el primer momento cuál era el lugar que ocupaba, así como la deuda que el destino le había hecho contraer con ella. Su propio nombre, Nemej, se encargaría de recordárselo a diario, aunque la señora siempre estaría convencida de que aquella criatura era fruto de los amores adúlteros de su esposo. En el pequeño volcaría todo su resentimiento, sin que ello la ayudara a aliviar las penas del alma.
Sin duda todo lo anterior influyó en el rapaz, quien llegaría a desarrollar un carácter circunspecto y sumamente observador, que acabaría por convertirle en un solitario. En el vecindario pronto sería bien conocido, así como sus frecuentes peleas con todo aquel que se burlaba de su nombre. Él era distinto, y quizá ese fuese el motivo por el cual los otros niños terminarían por rehuirle. Su tono de piel lo diferenciaba de los demás, y todos lo miraban con cierto desdén, como harían con cualquier persona del norte. El Alto y Bajo Egipto, la eterna rivalidad. En Tebas solo tendría un amigo, Ipu, el hijo de un carpintero; el único capaz de compartir su mundo.
En realidad, la infancia de Nemej apenas existiría, ya que desde temprana edad tuvo que acompañar a Akha para aprender el oficio. Como ocurría con la mayoría de los niños, continuaría con la dedicación de su padre. Sería pescador, o al menos eso era lo que los demás esperaban de él. No había lugar para ningún otro tipo de planteamiento y, le gustara o no, el destino de Nemej estaría amarrado a una barca.
Aquel trabajo no era, ni con mucho, el peor que se podía elegir. Hambre pasaría poca, y además su padre siempre se las ingeniaría para sacar un buen rendimiento a su esfuerzo. Vendía la mayor parte de lo pescado a diario, y de su boca conocería los secretos que ocultaba un río que muy pronto le fascinaría. Nemej llegaría a sentir verdadera veneración por el Nilo, por lo que representaba, así como por el divino poder que ocultaban sus aguas. El río era la vida, y todas las criaturas del Valle así lo entendían al confinarse a su alrededor para alabarlo; cada una a su manera. El pequeño llegaría a conocerlas todas y forjaría una extraña alianza con ellas que terminaría por proporcionarle un nuevo nombre, por el que sería conocido.
Como era de esperar, él no pudo acudir a ningún kap, el parvulario al que asistían los príncipes y niños de las clases principales. Su escuela sería el Nilo y su maestro Hapy, el señor de aquellas aguas, quien por medio de Akha le enseñaría todos los misterios del milenario río. Aquel curso infatigable, nacido en el corazón del continente africano, tenía su propio lenguaje y el rapaz se impregnó con él para convertirse en una criatura más de las muchas que a diario se asomaban a las orillas del Nilo. Pertenecía a su mismo mundo, el único que le interesaba, y en el que llegaría a refugiarse en su huida de aquel otro en el que se sentía perdido.
Sin embargo, cumpliría con las funciones que se esperaban de él. Siempre atendería a los requerimientos de Reret, a pesar de su habitual rechazo, como correspondía a un buen hijo. Muy pronto sería consciente de su condición en aquella familia que lo había adoptado, del agradecimiento impuesto del que nunca podría librarse, así como de su propia naturaleza. Nemej era tan diferente a cuantos le rodeaban que no necesitaba explicarse. No obstante, él siempre consideraría a Akha como a un padre y no tardó mucho en poder leer las penas que afligían al corazón de aquel hombre; tribulaciones que se le antojaban tan pesadas como las ciclópeas piedras de los templos, de las que sabía que nunca sería capaz de desprenderse. Desde su frágil esquife, hecho de papiros, Akha le enseñaría a leer cada renglón escrito en las sagradas aguas; en qué lugar tender sus redes, dónde se hallaban las traicioneras pozas, cómo hacer frente a las corrientes. Le hizo ver el carácter caprichoso del Nilo y cómo este cambiaba con arreglo a cada estación. El río poco tenía que ver en el periodo de las «aguas altas» con el de las «bajas», y era preciso conocer sus singularidades para poder faenar, e incluso sobrevivir.
Akha se esmeró en transmitirle todos sus conocimientos, como ya había hecho su padre con él, mas al observarle no podía evitar rememorar la escena que una fría noche de invierno le había tocado vivir. Muchas veces recordaba a Nitocris, tal y como era cuando la había amado, y trataba de encontrar algún parecido con aquel vástago que Shai había puesto en su camino de manera inesperada. El pequeño no tenía ninguna semejanza con nadie conocido, y durante años se afligiría ante la posibilidad de que Nemej, en realidad, no fuese hijo suyo. El tiempo terminaría por enmascarar aquella sospecha, pues el hombrecillo se encariñaría con el rapaz, aunque fuese a su manera, de quien podía sentir la fuerza que ocultaba en su interior; un poder soterrado que formaba parte del pequeño desde su nacimiento.
En cuanto a sus hermanos... Todos fueron pasando a la «otra orilla» durante la gran peste que asoló al país de las Dos Tierras, para desesperación de una Reret que lloró desconsoladamente su pérdida. Ella nunca entendería por qué Sekhmet, la diosa leona que traía las enfermedades, no había castigado con la misma ferocidad a su hijastro. Mas así ocurrió; aquel niño abandonado crecería fuerte como una roca, ajeno a los peligros que acechaban a las gentes del Valle, como si se tratase de un ser inmortal. Semejantes pensamientos sumían a la señora en la tristeza pues, a la postre, la criatura que tanto había detestado se convertiría en su único apoyo cuando ella alcanzara la vejez. Esta se presumía próxima, y este sentimiento la hizo retraerse en sí misma hasta llevarla a un estado de pesadumbre del que nunca podría escapar.
Corrían tiempos difíciles para Kemet, ya que el faraón que gobernaba, Neferkheprura-Waenra, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, había decidido cambiar el orden establecido por los dioses tradicionales, para crear un mundo nuevo, en los que estos no tenían cabida. Él mismo había comenzado por tomar un nombre distinto, Akhenatón, para después construir una capital de la nada, en el Egipto Medio, que consagró a una nueva divinidad, y a la que bautizó como Akhetatón, la ciudad del Horizonte de Atón. De este modo, el faraón iniciaría una verdadera revolución contra los poderes fácticos, a los que aborrecía, para sumir a la Tierra Negra en el caos.
Todo estaba calculado en el corazón del señor de las Dos Tierras. La suya era una lucha que iba mucho más allá de la religión. No era un mero cambio de orden teológico, sino una guerra sin cuartel contra los antiguos cleros, y en particular contra el de Amón. En realidad, en el Atón, el disco solar del que emanaba la vida, se encontraba la divinidad de la realeza, la recuperación de un poder que los reyes habían ido perdiendo de forma paulatina desde los lejanos tiempos de las pirámides, mil años atrás. Este era el verdadero motivo de su revolución, y Akhenatón aborrecía de tal forma a los taimados sacerdotes de Amón que decidió eliminar su poder para siempre.
Para conseguirlo llevó a cabo un plan perfectamente elaborado, que inició en la propia Tebas al erigir cuatro nuevos templos en Ipet Sut, Karnak, verdaderos santuarios dominados por veintiocho colosos cuya estética nada tenía que ver con las formas tradicionales, y en los que cambiaría la usual representación de Atón, con cabeza de halcón rodeada por un disco solar y protegida por un ureus,[12] por su nueva forma; en ella se encontraba el único dios.
El faraón divinizó a su difunto padre como parte de aquel símbolo del que emanaba la vida, y a fin de llevar a cabo su proyecto decidió construir una nueva capital en un lugar que equidistaba de las dos principales urbes del país: Menfis en el norte, y Tebas en el sur. Para ello, en el quinto año de reinado, erigió la primera de las quince estelas de proclamación que delimitarían la nueva metrópolis, e inició unas obras que finalizarían cuatro años más tarde. Así, en el noveno año de su gobierno, Akhenatón se trasladó a la ciudad recién erigida, alejado de los cleros que tanto poder habían llegado a acumular a través de los siglos, acompañado por una corte de «hombres nuevos», ansiosos de servir a su señor y resueltos a aprovechar la oportunidad que el destino les ofrecía. La vieja aristocracia quedaba de este modo apartada, y al poco de hallarse instalado en su espléndido palacio de Akhetatón, el faraón dio su golpe de gracia al viejo clero al ordenar cerrar sus santuarios.
Aquella decisión trajo graves consecuencias para Egipto. Gran parte de la tierra cultivable era propiedad de los templos que, al ser clausurados, dejaron sin trabajo a toda la mano de obra que dependía de ellos. Para un país que vivía fundamentalmente de las cosechas, semejante determinación condujo a la miseria a familias enteras de labradores que ya no tenían campos de los que ocuparse, sumiendo a Kemet en una ruina absoluta. De este modo los trigales quedaron abandonados y la mala hierba terminó por adueñarse de las feraces fincas de Egipto. Para el clero de Amón, aquel escenario se convirtió en la peor de las pesadillas. Karnak tenía tantas posesiones como la corona, y al cesar su actividad económica condenó a la hambruna al país de las Dos Tierras.
El pueblo, tan arraigado a las antiguas tradiciones, no era capaz de comprender cuanto ocurría. Para este las cosas estaban bien como estaban, y no había necesidad de cambiarlas, ni de renunciar a las múltiples fiestas que disfrutaban en honor de los dioses locales. Sin ellos se sentían perdidos, y las gentes se miraban temerosas al no entender por qué habían sido abandonadas a su suerte. En Tebas, el hambre se asomó a las calles para mostrar sus colmillos, mientras los vecinos no sabían a quién recurrir. El gran padre Amón había cerrado sus santuarios, para dejar a la ciudad santa abandonada a su suerte.
En el décimo año de reinado de Akhenatón, el terror se apoderó de Kemet. Sus ciudades se llenaron de agentes del faraón que perseguían con saña cualquier vestigio de la antigua religión. La memoria de El Oculto, nombre con el que también era conocido Amón, fue atacada de forma particular, y en Waset, grupos de soldados nubios se encargaron de erradicar cualquier referencia al señor de Karnak. Borraron su nombre de las piedras de los templos, y en el Djeser Djeseru, el Sublime de los Sublimes, el fastuoso santuario que la reina Hatshepsut había erigido en Deir el Bahari, martillearon con saña el nombre de Amón, allá donde se encontrara. El miedo se apoderó de Tebas, pues los enviados del faraón entraban en las casas para hacer registros en busca de pruebas que acusaran a los propietarios de continuar siendo fieles a los antiguos dioses. Las denuncias proliferaron, ya que muchos aprovecharon aquel clima siniestro para saldar viejas cuentas, o simplemente para satisfacer las envidias. Todos los días había detenciones, en tanto muchos de los ciudadanos apenas se atrevían a salir de sus casas por temor a no regresar a ellas.
Con el tiempo, un manto de tristeza y pesadumbre cubrió Waset hasta convertir el aire en irrespirable. La capital no era un lugar seguro, y en los campos la rapiña y el bandidaje estaban a la orden del día. Maat se había olvidado de su pueblo y ya no había orden ni justicia en la tierra de Egipto. Aquellos «hombres nuevos» que se habían instalado en el poder se mostraron incapaces del buen gobierno, y solo se preocuparon de acumular riquezas, expropiando bienes por doquier, sin importarles el sufrimiento de un pueblo que vivía aterrorizado.
El llanto se extendió por el Valle, y hasta Hapy, el dios del Nilo, desapareció de las aguas, pues su fertilidad ya no era necesaria. Sin embargo, Akha salía con su modesta barca cada madrugada en busca de sustento. Era una época oscura de la que también los peces parecían participar, pues muchos días el hombrecillo regresaba a casa con las manos vacías. Nemej siempre recordaría cómo, durante horas, se aplicaba a golpear las aguas mientras su padre echaba las redes sin ningún resultado. En ocasiones capturaban alguna perca con sus arpones, quizá porque el río se apiadaba de ellos, lo cual era motivo de celebración y los animaba a regresar el día siguiente con la esperanza de que todo volviera a ser como antaño.
Al anochecer cenaban en silencio, en compañía de Reret, temerosos de oír sus propias voces. La señora ya no nombraba a Tueris, y su mirada, carente de luz, parecía perdida en algún lugar al que solo ella podía acceder. Su habitual espíritu parlanchín había quedado sepultado por el temor a las denuncias; incluso se había deshecho de un pequeño altar en el que honraba a la diosa hipopótamo, su preferida, y cuando de soslayo observaba a Nemej, su pena se agudizaba aún más, llegando a pensar que su vida carecía de sentido.
A la caída de la tarde, Nemej solía disfrutar del universo que le rodeaba. En compañía de su amigo Ipu, corría entre los palmerales de las afueras de Tebas en busca de aventuras, para terminar junto a los cañaverales donde abundaba la caza. Era un lugar peligroso en el que se ocultaba la muerte, pero ambos amigos se extasiaban observando cómo las especies que poblaban el Valle se aproximaban a la orilla del río para participar del ciclo vital al que se hallaban sujetas. La supervivencia tenía sus propias reglas, y atenerse a ellas era cuanto importaba pues hasta el más avezado cazador podía convertirse en presa.
—¡Fíjate! —exclamó Nemej, una de aquellas tardes, en tanto señalaba a un grupo de hipopótamos que resoplaban cerca de donde se encontraba—. Ellos no tienen rival.
Ipu asintió sin demasiado entusiasmo, pues bien sabía lo peligrosos que podían llegar a ser aquellos paquidermos. Nemej rio al ver la expresión de su amigo.
—Ya sé que mataron a un primo tuyo, y que tienen mal carácter —apuntó Nemej—, pero son los auténticos señores del río. Ni los cocodrilos pueden con ellos.
—¿Tú no los temes?
—No. Los veo todos los días y aprendo de ellos.
—Ah —respondió Ipu sin comprender bien qué era lo que podían enseñar los hipopótamos.
—Me refiero a que siguen unas pautas de comportamiento, como el resto de las especies que viven aquí. Si las conoces no tienes nada que temer.
—Lo mejor es no molestarlos —añadió Ipu volviendo a señalar a los hipopótamos.
—Ja, ja. Sobre todo si tienen crías.
Ipu asintió de nuevo, pues creía a pies juntillas todo lo que su amigo quisiera contarle acerca del río. En su opinión, el Nilo no tenía secretos para Nemej, a quien consideraba poco menos que un héroe por enfrentarse a diario a los peligros que acechaban bajo las aguas. Sin embargo, ambos compartían el mismo mundo, el amor por aquellos hermosos parajes en los que la vida y la muerte iban de la mano y, sobre todo, por la caza.
La vida de Ipu no difería mucho de la que llevaba su amigo. Él aprendía el oficio de carpintero de manos de su padre, aunque durante aquellos años de penuria apenas hubiera trabajo. El buen hombre era un reputado artesano, y antes del traslado de la corte a Akhetatón, la nueva capital, colaboraba como semedet, personal no especializado, para el Lugar de la Verdad, la ciudad en la que vivían los constructores de las tumbas reales, en Deir el Medina. Allí su trabajo siempre había sido muy valorado, y por ello durante años había recibido múltiples encargos. Mas la marcha del faraón a la metrópolis, que él mismo había levantado de la nada, trajo consigo el cese de las actividades de los constructores de tumbas. Los Sirvientes del Lugar de la Verdad, nombre con el que eran conocidos estos obreros, no tenían razón de ser en el Valle de los Reyes, pues Akhenatón había dispuesto que en adelante toda la familia real se enterraría en la necrópolis de la nueva capital.
Como le ocurría a la mayoría de los tebanos, Ipu y su familia se las veían y se las deseaban para poder sobrevivir. Él también había perdido a la mayor parte de los suyos y, junto a su padre, se esforzaba en salir adelante, con la esperanza de que los dioses que un día se fueron regresaran de nuevo.
—¿Por qué crees que nos abandonaron los dioses? —preguntó Ipu a su amigo mientras disfrutaban del atardecer.
—No sé —dijo este encogiéndose de hombros—. Ya sabes que no soy muy creyente.
A Ipu no le extrañó aquella respuesta, pues conocía de sobra la poca fe de su amigo. Esto resultaba inusual, dada la ancestral religiosidad de su pueblo, sobre todo por el hecho de que Nemej solo tuviera diez años de edad.
—Mi padre dice que no nos han abandonado del todo, y que, de algún modo, velan por nosotros —prosiguió Ipu—. Al fin y al cabo, Ra continúa apareciendo por el este cada mañana, y Anubis sigue siendo tan infatigable como antes; hasta Khnum, desde su cueva en la primera catarata, provoca la inundación anual como ha hecho siempre.
Nemej asintió en tanto perdía su mirada entre el grupo de hipopótamos que retozaba junto a la orilla. Él y Akha nunca hablaban de semejantes cosas y, que él supiera, este jamás había mostrado apego por los dioses. En realidad, sus conversaciones se limitaban a lo necesario para poder desarrollar bien su trabajo, o a cuanto tuviese que ver con este. Su padre siempre sería parco en palabras, y Nemej llegaría a conocer poco acerca de su persona, de sus pensamientos, aunque a veces fuese capaz de leer en su mirada algo parecido al cariño.
—Puede que tengas razón —dijo Nemej tras volver de sus pensamientos—. En cierto modo los dioses continúan entre nosotros.
Ipu miró a su amigo con evidente asombro, ya que era muy temeroso de los dioses.
—Ja, ja —continuó Nemej—. No pongas esa cara. Hasta yo soy capaz de darme cuenta de ello. Mira si no lo que nos ha deparado la ira de Sekhmet. La diosa que envía las enfermedades no ha parado de mostrarnos su cara más sanguinaria. La mitad de Tebas ha sufrido las consecuencias. No hay familia que no haya perdido a alguno de sus miembros. Nosotros mismos somos una buena prueba de ello. En nuestros hogares casi todos han muerto.
—Es verdad. Mi padre asegura que es debido a nuestra impiedad por habernos apartado del maat.
Nemej volvió a encogerse de hombros, ya que se sabía de sobra aquella cantinela.
—¿Qué otra causa podría haber? —inquirió Ipu, convencido de que solo existía una explicación a la terrible pandemia que había sufrido la ciudad.
—No siento ningún temor por Sekhmet. De ser como tú dices, enviaría su furia contra quien nos ha conducido hasta esta penuria.
Ipu asintió y miró en rededor, temeroso de que alguien pudiese escucharlos.
—Mi padre asegura —continuó Ipu en tono confidencial— que la ciudad del Horizonte de Atón está siendo asolada por la enfermedad. Que los dioses la castigarán con todo su poder.
Nemej hizo un gesto burlón, pero no dijo nada.
—Mi padre sabe de lo que habla —se apresuró a explicar Ipu—. Al parecer es la nueva corregente quien manda en Akhetatón. Se hace llamar Nefernefruatón, aunque en realidad se trate de la Gran Esposa Real.
—¿Te refieres a Nefertiti? —preguntó Nemej con curiosidad, ya que vivía ajeno por completo a todo lo que estuviera relacionado con el poder.
—Quién si no. En Tebas muchos aseguran que ha iniciado contactos secretos con Karnak, y que muy pronto permitirá abrir de nuevo los templos.
—Habladurías. ¿Qué te hace pensar que hará algo así?
—Te digo que es cierto. Sekhmet le ha mostrado el alcance de su ira. La princesa Maketatón ya ha pasado a la «otra orilla» y hace poco que la siguió la reina madre.
—Supongo que hablas de Tiyi —apuntó Nemej sin mucho convencimiento.
—La misma. Mi padre asegura que ella es la instigadora de todas las ideas perniciosas de su hijo, el dios Akhenatón.
Nemej rio para sí antes de continuar.
—¿De dónde saca tu padre esas ideas? Haría bien en no hablar demasiado. Mira lo que le pasó a Tuy, el alfarero, y a su familia. Un día desaparecieron todos y no hemos vuelto a saber de ellos. Dicen que opinaban más de la cuenta.
—El espíritu de Karnak se mantiene vivo —aseguró Ipu dándose importancia—. Mi padre siempre ha mantenido buenas relaciones con su clero; incluso hizo algunos encargos para ellos, igual que ocurría con los Servidores del Lugar de la Verdad. Por eso sabe que pronto todo cambiará.
—Akha y yo seguiremos saliendo a pescar de madrugada —matizó el rapaz, lacónico.
—Pero los dioses os favorecerán. Eso es lo que sucederá.
Nemej no contestó, pues semejantes consideraciones no le interesaban en absoluto. Entonces oyó un ruido entre la hojarasca y su rostro se iluminó al instante.
—No te muevas —susurró a su amigo, que se mostraba ausente de cuanto le rodeaba.
Ipu pareció sorprenderse y al momento se percató de lo que ocurría. Hizo ademán de salir corriendo, pero Nemej se lo impidió.
—No te muevas —repitió—. Solo quiere saludarme.
En ese instante volvió a oírse un suave crujido y acto seguido apareció Wadjet, la diosa del Bajo Egipto, serpenteando sinuosamente. Era una cobra enorme, y al ver cómo se dirigía hacia ellos, Ipu comenzó a gemir, petrificado.
—No te asustes —insistió Nemej al tiempo que movía con lentitud los brazos, invitando al reptil a aproximarse—. Estos son los dioses en los que creo —musitó el chiquillo.
Al ver los movimientos del rapaz, la serpiente se irguió para mostrar su poder.
—Lleva consigo la muerte, pero no temas. Solo siente curiosidad —precisó Nemej, que miraba fijamente al ofidio, con evidente fascinación.
Este volvió a arrastrarse por el suelo con parsimonia hasta encaramarse a las piernas del chiquillo con naturalidad. Nemej no se inmutó, mientras Ipu observaba la escena conteniendo la respiración, incapaz de mover un solo músculo. Todos los días moría alguien a consecuencia de las picaduras de las serpientes o los escorpiones y, no obstante, su amigo se mostraba tan confiado que parecía estar disfrutando de aquel macabro juego.
—Solo quiere bridarnos su amistad —quiso aclarar Nemej mientras permitía que la cobra recorriera su cuerpo.
Aterrorizado, Ipu pensó que sus palabras habían quedado sepultadas en alguno de los metus[13] que, aseguraban, recorrían el cuerpo humano. Como cualquier habitante del Valle, él también sentía fascinación por las cobras y un miedo inconmensurable ante su mera presencia. Su imagen amenazadora conformaba el ureus en el tocado real con el fin de ahuyentar a los enemigos del faraón, y al observar cómo el reptil elevaba la cabeza frente a su amigo, no tuvo ninguna duda de que en aquella hora Wadjet le ofrecía su protección, por motivos que no era capaz de comprender.
Ya de regreso a casa, Ipu apenas pudo articular palabra. Se sentía impresionado por la escena que había presenciado, a la vez que afortunado por haber salido con vida de ella. Las cobras formaban parte del día a día y en ocasiones hasta llegaban a habitar en el interior de las viviendas, que dejaban limpias de roedores. Desde que tuvo uso de razón había oído tantas historias acerca de las cobras que lo mejor era apartarse de ellas cuanto pudiese.
Para él era un misterio que aquella tarde uno de estos reptiles se les hubiera aproximado para rodear a Nejmet con su abrazo. Jamás olvidaría cómo serpenteó por sus piernas, hasta alzarse para mirar fijamente a los ojos de su amigo a menos de un codo de distancia.
Si los milagros existían, aquel podía catalogarse como de los grandes, aunque Ipu estuviera convencido de que en verdad existía un vínculo entre Nemej y aquellos animales; una relación que únicamente podía explicarse a través de la magia que solo poseían los hekas. Mas, que él supiese, su buen amigo se hallaba alejado de tales artes, por lo que llegó a la conclusión de que la diosa Wadjet se encontraba detrás del asunto, y por algún motivo que se le escapaba había decidido tutelarle. Se trataba de un hecho insólito, y al poco tiempo la historia comenzó a correr de boca en boca por el vecindario, hasta que toda Tebas la supo.
4
Había que reconocer que Ipu no andaba descaminado. Las nubes que encapotaban el cielo de la Tierra Negra empezaban a dejar pasar los primeros rayos que invitaban a la esperanza. Desde la ciudad del Horizonte de Atón, Nefertiti gobernaba de facto el país de las Dos Tierras, mientras su esposo, el faraón Akhenatón, había terminado por convertirse en un ser elevado, entregado por completo a la adoración de su dios, el Atón. Como corregente, Nefertiti era plenamente consciente del lamentable estado en el que se encontraba Kemet, así como de la conveniencia de iniciar un acercamiento a los viejos cleros para impulsar la economía. La reina se hacía llamar ahora Nefernefruatón, y con toda la cautela que la situación política requería dio los primeros pasos a fin de llevar a efecto sus planes. Tras quince años de reinado, la corte de Akhenatón era un nido de intrigas en el que se daban cita todo tipo de intereses, y donde las ambiciones amenazaban con convertirse en un monstruo imposible de saciar. Sin embargo, la corregente se mantuvo firme y muy pronto Karnak supo que el regreso de Amón estaba próximo.
Transcurrieron los años y, en el decimoséptimo de su reinado, Neferkheprura-Waenra, más conocido como Akhenatón, pasó a la «otra orilla», como cualquier mortal, a finales de la vendimia. Fue sepultado en la necrópolis de la ciudad que él había fundado, en los altos cerros situados al este, en tanto Nefertiti tomaba el poder como señor del Alto y Bajo Egipto con el nombre de Ankheprura Smenkhara. Con ello las persecuciones de antaño se convirtieron en un triste recuerdo y, aunque no de manera oficial, se permitió el regreso a los cultos tradicionales en el interior de los templos.
En Tebas, Nemej continuó con su particular caminar por la vida mientras, sin proponérselo, alimentaba su leyenda. Cada jornada, Ra-Khepri, el sol de la mañana, le sorprendía junto a su padre echando las redes en las aguas del Nilo, y al atardecer, Ra-Atum lo observaba con curiosidad deambular por los palmerales, antes de ocultarse por los cerros del oeste para iniciar su viaje nocturno por el Inframundo. La magia que envolvía al país de las Dos Tierras parecía inmune a los avatares políticos y religiosos de aquella época convulsa, pues no en vano se encontraba allí desde el principio de los tiempos, como parte consustancial de aquel valle. La magia daba sentido a Egipto, y todas las criaturas que allí vivían se alimentaban de ella, hasta conformar un universo de dioses con aspecto monstruoso del que participaban todas las especies; cual si fuesen garantes del orden cósmico establecido por los padres creadores. Nada era posible sin la magia, y este pensamiento estaba tan arraigado entre las gentes que resultaba imposible no ver su concurso en cualquier hecho que resultara significante. Ese sería el origen de la leyenda que acompañaría a Nemej durante toda su vida; un misterio cuya explicación solo estaba al alcance de los dioses.
Nemej forjó su historia ajeno a todos aquellos juicios. Jamás se preguntaría por qué parecía inmune a los peligros que acechaban a los habitantes del Valle, o a las enfermedades que se cobraban vidas a diario. Sin proponérselo generaba una extraña conexión con otras especies difícil de entender; una suerte de empatía irracional que le llevaba a comportarse con despreocupación allí donde habitaba el peligro. Los campesinos atestiguarían verlo recorrer los campos de cultivo abandonados, donde abundaban las cobras, sin temor alguno, y muchos asegurarían que incluso llegaba a jugar con ellas, permitiendo que reptaran por sus miembros como si tal cosa, e incluso les hablaba.
El lenguaje de Wadjet les era desconocido y, no obstante, aquel rapaz era capaz de comprenderlo para asombro de todos. La diosa del Bajo Egipto así lo había determinado, y esa sería la causa por la cual aquel niño cambiaría su nombre, sin que él participase en el asunto. Nemej formaba parte de un pasado que ya no le correspondía. El niño abandonado que un día fuese recogido por Akha quedaría en el olvido, para dejar paso a un nombre poderoso al que los antiguos textos calificaban como «el indestructible»: Nehebkau.
—Supongo que ya sabrás que has cambiado de nombre —dijo Ipu a su amigo, una tarde en la que ambos disfrutaban de sus habituales andanzas junto a la orilla del Nilo.
Este le miró sorprendido, e hizo un gesto burlón.
—¿De verdad no estás enterado? —inquirió Ipu con evidente asombro—. En tal caso debes de ser el único en Tebas que no lo sabe.
Nemej se encogió de hombros, como hacía de costumbre para mostrar su desinterés, pues era poco dado a las habladurías.
—Es un nombre muy bueno, y de lo más apropiado ahora que se aproxima el día en el que hemos de pasar el sebi —continuó Ipu, convencido de la importancia que tenía el nombre para un egipcio.
—No veo qué tiene que ver el que me llame Nemej con el rito de la circuncisión.
—¡Todo! —exclamó Ipu con teatralidad—. Imagínate lo que significa convertirte en hombre y que todos te señalen con respeto.
Nemej observó a su amigo con perplejidad.
—Allá a donde vayas sentirán tu poder —aseguró Ipu, categórico.
—Ja, ja. Pareces uno de esos hekas que recorren el barrio embaucando a los vecinos con sus chismes.
—Reconoce al menos que sientes curiosidad. Piensa que estás en boca de toda la ciudad.
—Qué exageración. Todos me llaman Nemej.
—Eso es porque te temen; pero en privado...
—Está bien —le cortó Nemej—. ¿Quién se supone que soy ahora?
Ipu permaneció unos instantes en silencio para dar más emoción al asunto.
—Tu nuevo nombre es Nehebkau —dijo por fin el rapaz con tono triunfal.
—¿Nehebkau? Ja, ja. Menudo disparate.
—No te rías. Jamás escuché un nombre más poderoso.
—¡Nehebkau! En mi vida lo había oído.
—Eso es porque no crees en los dioses.
—Ahora comprendo; sin pretenderlo me he convertido en una especie de dios inmortal... ja, ja.
—Su nombre significa «aquel que enjaeza los espíritus».
—Sé lo que significa. Nunca imaginé que pudieses llegar a considerar semejante despropósito.
—Pues a mí me parece de lo más apropiado. ¿En serio que no sabes quién es Nehebkau?
—No tengo ni idea.
—Se trata de una divinidad tan antigua que ya es mencionada en los Textos de las Pirámides —aclaró Ipu dándose importancia.
—Desconozco de qué textos me hablas; aunque admito estar sorprendido por tus conocimientos.
—Bueno, yo tampoco los conocía. Fue mi padre quien me habló de ellos. Como ya sabes, mantiene buenas relaciones con algunos sacerdotes de Karnak.
—¿Tu padre me llama Nehebkau? —El muchacho se extrañó.
—Ya te dije que es el nombre que han elegido para ti. No hay nada que puedas hacer al respecto.
—Nehebkau —musitó el rapaz sin salir de su asombro.
—Eres afortunado, sin duda. Al parecer se trata de un dios indestructible al que se representa como una serpiente con dos cabezas; aunque también posee miembros humanos.
Nemej esbozó una sonrisa, ya que al fin comprendía por qué le llamaban así.
—Aseguran que Nehebkau se tragó siete cobras, y por ello es inmune a sus picaduras —continuó Ipu, sin ocultar su excitación.
Nemej rio, divertido.
—Nunca me tragué siete cobras, y te aseguro que no pienso hacerlo.
—Bueno, esa historia forma parte del inescrutable mundo de los dioses, pero en tu caso resulta muy apropiado.
—¿Qué más sabes acerca de Nehebkau?
—Que es protector de la realeza y se encarga de que no les falte el alimento a los difuntos.
Como su amigo hizo una mueca burlona, Ipu se apresuró a matizar.
—Me refiero al alimento espiritual, lo que los textos y sacerdotes denominan «leche de luz»;[14] ¿entiendes?
Nemej hizo un gesto ambiguo, aunque animó a su amigo a continuar.
—Al parecer es una serpiente invencible que simboliza la fuerza benéfica del universo. Nehebkau es hijo de la diosa Selkis; por ese motivo también es inmune a la picadura de los escorpiones y tiene la facultad de curarlas.
—Ja, ja. Ignoraba por completo que también tuviese esos poderes. ¿Sanar las picaduras? Harás bien en cuidarte de los escorpiones.
—Eso es lo que dicen en el vecindario.
Nemej soltó una carcajada. Él conocía de sobra lo ingeniosos que eran sus paisanos a la hora de elegir los apodos, de los que por otra parte nadie se hallaba libre. Debía reconocer que el suyo estaba bien pensado ya que no había nadie en Tebas que mantuviese una relación tan estrecha con los reptiles como él. De estos parecía saberlo todo, pues distinguía las más de veinte variedades de serpientes que habitaban en el Valle, y las consecuencias de sus mordeduras, muchas de las cuales eran inofensivas. «Nehebkau», pensó el muchacho. No estaba mal aquel nombre que, había que reconocer, era mucho mejor que el que tenía.
—Harías bien en cambiártelo, ahora que te han bautizado de nuevo —apuntó Ipu, quien parecía haber leído el pensamiento de su amigo—. Un dios como ese es poco común y además no encontrarás a ningún mortal que se llame así. Mi padre dice que en la sala de las Dos Verdades uno de los cuarenta y dos jueces tiene ese nombre; imagínate.
—Nehebkau —repitió el interesado, complacido.
—No habrá magia que pueda contra ti —aseguró Ipu con alborozo—. Serás invulnerable al agua y al fuego.
—No hay duda de que tu padre es un hombre sabio. Creo que en adelante podrás llamarme así.
5
Nehebkau aceptó de buen grado el nuevo nombre que había recibido sin proponérselo. Sin duda era mucho mejor que el anterior, aunque siguiese sin comprender la verdadera esencia que se ocultaba tras él. Aquel dios, mitad hombre y mitad serpiente, se hallaba lejano a su naturaleza, pero eso solo parecía saberlo el rapaz. Ahora era capaz de leer las miradas del vecindario, e imaginar los cuchicheos acerca de sus misteriosos poderes que, al parecer, le hacían poco menos que invencible. El nuevo dios que gobernaba Kemet había ordenado la retirada de todos los agentes que, durante muchos hentis,[15] habían perseguido con ferocidad a cuantos se resistían a la nueva fe. Los temibles medjays[16] habían desaparecido de las calles, y en Tebas todos aseguraban que el aire parecía más límpido, e incluso que había recuperado los aromas de antaño. Muchos afirmaban percibir los efluvios procedentes de Karnak. Amón poseía su propio perfume, y este había comenzado a extenderse de nuevo, después de tantos años de olvido, como si se tratase de un milagro, para regocijo de su pueblo. Algo estaba cambiando, y en las estrechas callejas que recorrían los barrios volvió a oírse la risa, las voces de siempre, el rumor de lo cotidiano. Ya no había miedo en las miradas, y sí una luz de esperanza que llenaba de alborozo los corazones, tanto tiempo atribulados.
En el Nilo las cosas no eran distintas y, en los amaneceres de aquel invierno, la habitual neblina se deshilachaba para dibujar caprichosas formas que creaban un ambiente tan irreal como cautivador, que invitaba a la ensoñación. Desde su barca, Nehebkau se dejaba envolver por él, junto a su padre, como si ambos fuesen parte sustancial de aquel prodigio. Este se manifestaba en toda su magnitud al conformar etéreos cortinajes por los que se asomaba Ra de regreso de su viaje nocturno. Estos se convertían en translúcidos al tiempo que se teñían con caprichosos colores, como Nehebkau no recordaba haber visto nunca. Él se dejaba pintar por ellos hasta verse cubierto de arabescos imposibles, que terminaban por desvanecerse para crear nuevas fantasías. Era una ilusión que parecía pender de los cielos sujeta por unos dedos portentosos que trascendían lo sobrenatural. Un escenario en el que el pequeño esquife se convertía en una especie de ánima errante en busca del hálito que le devolviera la vida. Esta le llegaría de lo alto, pues cuando Ra-Khepri se alzara en el horizonte, los sutiles velos urdidos por la magia se desprenderían para dejar paso a un paisaje en el que la luz se abría camino con la fuerza del padre de los dioses. Ra volvería a iluminar su preciado Valle, y con el poder de su mirada desprendería los girones de las nubes que aún se aferraban a los palmerales, a los campos prestos a despertar, a la superficie de las aguas. Su soplo divino desharía al fin el embrujo, para mostrar la Tierra Negra tal y como fue creada: pletórica de vida y atrapada en su propio misterio, para regocijo de sus dos mil dioses.
¿Sería cierto lo que decían? ¿Que estos regresaban para prestar atención a su pueblo? Hasta el propio Nehebkau tuvo que reconocer que algo estaba cambiando, pues la pesca volvía a sonreírles como antaño. Siempre recordaría el gesto expectante de su padre al recoger las redes, así como su sonrisa al verlas repletas de peces. Probablemente eran los únicos momentos en los que se sentía feliz, ya que Nehebkau jamás le vio reír. Akha parecía imperturbable ante cuanto le rodeaba y muchas veces el muchacho pensó que su padre bien pudiese encontrarse de paso por la vida, como decían que les ocurría a los ba errantes,[17] que no eran capaces de encontrar su tumba para retornar al cuerpo al que pertenecían.
—Si no reconocen a su momia se perderán —le advertía Ipu, categórico, en no pocas ocasiones.
Claro que en este tipo de cuestiones su amigo aparentaba ser toda una autoridad, aunque Nehebkau no albergara dudas de que, en su familia, lo que les ocurriera a sus almas después de muertos formaba parte del misterio más insondable, ya que jamás podrían costearse una momificación; como le pasaba a la mayoría.
Sin embargo, este detalle parecía preocupar poco a su amigo, quien además en los últimos tiempos se mostraba eufórico.
—El Lugar de la Verdad vuelve a la vida —le había dicho una tarde en la que habían cazado dos patos—. El dios Ankheprura Smenkhara, vida, salud y prosperidad le sean dadas, ha encargado la construcción de su tumba en el Valle de los Reyes. Los habitantes del poblado de Deir el Medina volverán a trabajar. ¿Te das cuenta del alcance de esta noticia? Muy pronto mi padre recibirá nuevos encargos de los Servidores de la Tumba.
Nehebkau lo comprendía perfectamente, aunque no dejara de parecerle extraño pues, por lo que había oído, en Akhetatón ya existía una necrópolis real. Al rapaz le preocupaban más otras cuestiones que le atañían directamente. La proximidad de la ceremonia del sebi había abierto las puertas a ciertos escenarios que no le gustaban en absoluto, y que Reret decidió mostrarle una noche, durante el mesyt, la cena.
—Pronto serás circuncidado, Nemej, y te convertirás en un hombre con nuevas responsabilidades —dijo la señora con sequedad.
El muchacho la miró sorprendido, ya que su madrastra no solía dirigirle la palabra, y menos para llamarle por su antiguo nombre.
—No pongas esa cara —le reprendió Reret—. No pretenderás ser un niño abandonado toda tu vida, ¿verdad? Aquí ya hemos hecho suficiente por ti. Es hora de que nos correspondas.
El rapaz dirigió la vista hacia su padre, sin comprender, pero este continuó comiendo las lentejas sin inmutarse, como de costumbre.
—No hace falta que le mires a él —continuó la señora—, solo tienes que escucharme y hacer lo que se espera de ti. Después de la ceremonia deberás pensar en casarte.
Nehebkau dio un respingo, ya que no imaginaba una petición semejante.
—Pero... Yo no amo todavía a ninguna...
—¿Amor? —le cortó ella—. El amor no tiene importancia en estos casos, y con suerte llegará con el tiempo. En cuanto a la novia... eso es algo que no debe preocuparte, pues conozco a una joven que resultaría muy apropiada para ti.
Nehebkau observaba la escena desconcertado, sin dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Has elegido una mujer para mí? —se atrevió a preguntar el rapaz.
—Naturalmente, creo que es lo más adecuado. Tú careces de experiencia y seguro que te equivocarías si lo hicieses. Estoy convencida de que algún día me lo agradecerás.
Nehebkau se quedó boquiabierto.
—Ja, ja. Tampoco es para tanto. Además, conoces a la joven, ya que pertenece a nuestra familia.
—¿Es de la familia? —inquirió el muchacho en tanto fruncía el entrecejo.
—Prima tuya por más señas, aunque esto solo sea en teoría, como tú bien sabes.
El rapaz desvió la mirada mientras pensaba en quién podría ser la aludida. Reret lo observó, complacida.
—Se trata de Hunit —dijo ella, al fin, satisfecha de desvelar el misterio.
—¿Hunit? —repitió él, sobresaltado.
—Sí. No me negarás que es una buena egipcia, con valores arraigados en nuestras viejas tradiciones, muy apropiada para ti. Yo misma he hablado ya con su madre y todo está arreglado.
Nehebkau se quedó petrificado, estupefacto ante lo que se le venía encima. Por supuesto que conocía a Hunit, prima segunda suya para más detalles y dos años mayor que él, y que hacía poco honor a su nombre, pues Hunit significaba doncella.
—Hunit —musitó él para sí, sin dar crédito a la encerrona que le habían preparado. Él sabía que era habitual que los primos se casaran entre sí, pero aquello le parecía peor que ser condenado al Amenti.
—Cuando la tomes por esposa, ambos podréis venir a vivir con nosotros; tenemos espacio para uno más; así podrás seguir faenando con tu padre, como de costumbre —añadió la señora quien, al parecer, había planeado hasta el último detalle.
—¿Vivir aquí? —balbuceó Nehebkau como si vislumbrara la entrada al tenebroso Mundo Inferior.
—Eso he dicho —recalcó ella con severidad—, y espero que sepas valorar la generosidad que te demostramos con ello. Tus hijos podrán crecer en esta casa. Confío en que seas capaz de apreciar la gran deuda que has contraído con nosotros.
El muchacho tragó saliva con dificultad al tiempo que miraba a su padre, quizá en busca de una ayuda que este no estaba en condiciones de prestar. Akha había terminado de devorar las lentejas, y ahora se entretenía mordisqueando una cebolla con claro gesto de satisfacción, ya que le gustaban una barbaridad.
—Pero... —se quejó de nuevo el muchacho, en tanto determinaba las palabras que devolvieran el buen juicio a aquella señora—. Hunit es mayor que yo, y tiene muy mal carácter.
—Eso son tonterías. Es dulce como Hathor cuando le muestras cariño y podrá enseñarte las artes del amor; ja, ja.
En esto a Reret no le faltaba razón, ya que la joven era bien conocida en el vecindario por sus más que notables habilidades amatorias.
—Te hará muy feliz, ya lo verás —continuó la señora—, y todo gracias a mi previsión. Espero que nunca se te olvide.
Y a fe que Nehebkau no se olvidó de semejantes propósitos, pues llegó a entrar en tal estado de desconsuelo que hasta Ipu se las vio y se las deseó para animarlo.
—Thot te ampare y te dé entendimiento para resolver este asunto —le confió una de aquellas tardes en la que recorrían la margen del río en busca de gansos salvajes.
—Creo que ni el dios de la sabiduría podrá ayudarme en este trance.
—Tú rézale por si acaso. Lo que él no pueda aclarar no lo aclarará nadie.
—¡Hunit! —exclamó Nehebkau, abatido—. ¡Imagínate! Cuando fija su vista en ti, no sabes en realidad hacia dónde está mirando.
—Ja, ja. Tienes razón, aunque no me negarás que es muy capaz de encender a los hombres con su figura. Los que entienden aseguran que es hembra de cuidado.
—Conozco bien su fama, aunque eso sea lo de menos.
—Pues entonces ya tienes un problema resuelto. Piensa en los buenos ratos que pasaréis juntos en las noches de invierno.
—En compañía de mis padres —bufó Nehebkau—. No se me ocurre un escenario más aterrador.
—Ja, ja. Tampoco es tan malo.
—El Amenti ese del que tanto me hablas seguro que es mejor.
—No seas exagerado —replicó Ipu, que disfrutaba mucho con aquella situación—. Muchos vecinos aseguran que Hunit muy bien podría convertirse en una Divina Adoratriz de Hathor.
—¿En una hesat? Qué disparate. Eres peor amigo de lo que pensaba.
—Ja, ja. Posee sobradas dotes para ello. La diosa del amor no reparará en que sea bizca.
Nehebkau sacudió la cabeza para lamentarse.
—No pongas esa cara, hombre —le animó Ipu—. En cuanto nos circunciden podrás requerirla para que te haga ver lo que te espera.
—Eres perverso. Debería llamar a Wadjet para que te haga recuperar el buen juicio —le amenazó su amigo.
Aquellas eran palabras mayores, ya que Ipu sentía verdadero terror hacia las cobras, cuya mera presencia le privaba del habla sin remisión. Sin proponérselo, este recobró la compostura y se mostró conciliador.
—Solo quería que vieras el lado bueno de las cosas. Además, siempre podrás divorciarte de ella.
Estas palabras hicieron que Nehebkau lo mirara con un brillo de esperanza.
—¿Tú crees? —contestó, más animado.
—Naturalmente. No sería la primera vez.
Nehebkau no dejaba de sorprenderse de los conocimientos de su amigo. Parecía saber de todo, aunque su verdadera especialidad fuese el ignoto mundo en el que habitaban los dioses.
—Mejor sería no casarse, ¿no te parece?
—Solo trato de encontrar una solución a tu problema —quiso aclarar Ipu—. Conozco casos de cónyuges que se han divorciado al alegar algún defecto físico en su pareja.
Nehebkau cambió de expresión, pues por unos instantes vio el cielo abierto.
—¿Estás seguro? —quiso saber este con evidente interés.
—Completamente. Un amigo de mi padre pidió el divorcio declarando que su esposa era tuerta.
Nehebkau dibujó una sonrisa en el rostro, pues no en vano Hunit era bizca. El padre de su amigo parecía ser un pozo de conocimientos, aunque lo que el rapaz no sabía era que el juez había desestimado la denuncia al declarar que la buena mujer estaba ya tuerta antes de que se casara con el demandante, quien además tenía una amante mucho más joven.[18]
—Hazme caso y reza a Thot para que te escuche —señaló Ipu, convencido—. Él te ayudará a encontrar la solución.
6
Ipu estaba en lo cierto cuando aseguraba que el Lugar de la Verdad volvería a cobrar vida. Los Servidores de la Tumba se pusieron manos a la obra para llevar a cabo el proyecto de construir un nuevo sepulcro real. El poblado de Deir el Medina recuperaba así su antigua actividad y ello trajo consigo la necesidad de contratar personal auxiliar que los ayudara en su trabajo. Los buenos carpinteros eran muy valorados, y esto posibilitó que el padre de Ipu estrechara sus viejos lazos de amistad y recibiera buenos encargos de aquella comunidad. Así, se trazaron nuevos caminos, de los que surgirían otros, ya que nadie puede detener su andadura hasta que Anubis se anuncia, da igual hacia dónde conduzcan los pasos. En Karnak hubo una íntima satisfacción ante la vuelta al trabajo de los obreros de las tumbas reales, y en ello vieron sin duda la mano de El Oculto, quien de este modo se anunciaba con el acostumbrado misterio que siempre le rodeaba. De forma encubierta Egipto volvía a palpitar, y los tradicionales cleros despertaban de su largo letargo con extrema prudencia, pues la raíz de todos los males continuaba ejerciendo su poder desde Akhetatón.
Para Ipu todo formaba parte de lo sobrenatural, de aquello que los dioses hubiesen decidido, y estos, al parecer, le tenían predestinado una ceremonia del sebi acorde con la que cualquier buen egipcio hubiese deseado. Su padre había conseguido que tanto su hijo como Nehebkau fuesen incluidos en un pequeño grupo de jóvenes que serían circuncidados por un antiguo sacerdote de Khonsu, «el deambulador de los cielos», un dios famoso por su poder germinativo. Sin duda se trataba de un gran honor, pues entre las clases más bajas no todos los muchachos eran circuncidados al llegar a la pubertad, y así se lo hizo ver Ipu a su amigo.
—Imagínate —le dijo, eufórico—. Seremos purificados por un sacerdote de Khonsu, qué más podríamos desear.
Nehebkau le mostró su agradecimiento, aunque su ánimo había ido quebrándose durante los últimos meses, según se acercaba aquel temido momento que tantas consecuencias tendría para él.
A Reret la noticia la alegró de forma particular; y hasta fue capaz de sonreír a su hijastro por primera vez en su vida. Aquella ceremonia les reportaría una indudable importancia a los ojos del vecindario, ya que Khonsu era un dios tebano muy venerado, al ser nada menos que hijo del mismísimo Amón.
—Por fin tu miembro dejará de ser kerenet[19] para convertirse en henen. Ya es hora de que sigas el camino que te tienen reservado los dioses, ja, ja —le animó la señora.
Aquel destino que le anunciaba Reret lo horrorizaba, y durante muchas noches el joven había sido incapaz de conciliar el sueño. Era tal su desazón que hasta había llegado a confesar su pena a las cobras, a quienes no dejaba de frecuentar. Wadjet lo miraba fijamente, como acostumbraba, mientras el tebano le hablaba, aunque no pudiese escucharle en absoluto. Sin embargo, él estaba seguro de que lo comprendían, por muy difícil que fuese de creer.
Cuando llegó el momento de la ceremonia Nehebkau no sintió ningún temor. Si Shai había trazado sus planes, ¿quién era él para ponerlos en juicio? Ese mismo día se convertiría en un hombre, y al ver al viejo sacerdote que lo esperaba con un cuchillo en la mano, pensó que debía de llevar tantos prepucios cortados a sus espaldas que resultaría imposible contarlos. Era un cuchillo de sílex, igual al que se utilizaba para la evisceración en el proceso de momificación, y, llegado su turno, lo utilizó con tal maestría que al joven no le cupo duda de que aquel sacerdote había nacido para circuncidar miembros.
Apenas un mes después, Nehebkau tuvo la oportunidad de verse a solas con la mujer que otros habían elegido para él. El encuentro había sido auspiciado por las partes, aunque a la postre todo quedara en la familia. La cosa no había resultado fácil, ya que el joven había puesto cuantos impedimentos había podido, pero para menoscabo de sus intenciones de nada le habían servido; se casaría quisiera o no, y lo mejor era aceptar lo inevitable.
Conocía a su prima de toda la vida y, no obstante, tuvo la sensación de que se veían por primera vez aquella tarde, mientras paseaban junto a la orilla del río. Con dieciséis años, Hunit era toda una mujer, y así se lo hizo ver al joven desde el momento que cruzaron la primera palabra. A esa edad la mayoría de las egipcias tenían al menos dos hijos, de los ocho que solían llegar a procrear si Hathor las favorecía. Claro que Anubis siempre cobraba su peaje, a veces de forma desproporcionada, sin reparar en la edad o el parentesco. Hunit quiso dejar claro cuáles eran sus propósitos desde el primer instante, al asegurar que no tenía el menor temor al parto, ya que ella se consideraba una fiel copia de su madre, quien había traído al mundo siete vástagos, y todos vivían.
Nehebkau escuchaba sus razones horrorizado, y con el convencimiento de que daba igual lo que pudiera decir. Sus palabras no tenían el menor peso, y resultaba obvio que su prima sería capaz de rebatírselas una por una sin la menor dificultad. El papel del muchacho en aquella unión se reduciría al de simple comparsa, aunque ella se mostró interesada en conocer determinadas cuestiones.
—Mi madre no para de repetirme que no hay en toda Tebas un pescador que se os pueda comparar; que vuestras redes siempre regresan repletas de la mejor pesca.
Nehebkau se encogió de hombros, sin saber qué decir.
—¿Es eso cierto? —continuó ella—. Te confieso que si hay una palabra que resulte dulce a mis oídos, esa es «abundancia».
Él pareció cohibirse, y Hunit lanzó una carcajada.
—Tienes fama de tímido, primo; pero eso a mí no me importa. También dicen que posees poder sobre las cobras y que puedes sanar sus picaduras.
—Hay muchas serpientes que no son mortales, pero cuando Wadjet aparece con toda su majestad, ni el médico del faraón puede vencer su furia. Nadie en la Tierra Negra está libre de su cólera.
Hunit se mostró impresionada ante aquellas palabras.
—Al menos podrás protegerme —señaló la joven, zalamera.
Él la observó unos instantes con evidente azoramiento, y ella se sintió satisfecha. Hunit lucía sus formas sin ningún recato, como solía ser costumbre entre las jóvenes, y sin poder evitarlo Nehebkau sintió un repentino deseo de acariciarlas. Ella lo percibió al momento, pero continuó conversando con naturalidad, en tanto invitaba a su primo a sentarse junto a unos arbustos de alheña.
—La fragancia de la alheña es mi preferida, ¿sabes? —dijo ella al tiempo que exhibía una pose voluptuosa—. No puedo resistirme a su perfume que, por otra parte, tiene la facultad de desinhibirme. ¿A ti no te ocurre lo mismo?
A Nehebkau nunca se le hubiese ocurrido pensar en semejante detalle y, al ver su expresión, Hunit volvió a reír.
—Olvidaba que eres un hombre al que atrae más el peligro de las cobras. Porque ya eres un hombre, ¿verdad? —inquirió la joven con tono malicioso.
Él pareció cohibirse aún más. A pesar de su inexperiencia estaba claro que su prima disfrutaba provocándole, y que se desinhibía sin ninguna dificultad, como aseguraba que le ocurría con el aroma de la alheña.
—Comentan que no te quejaste durante la ceremonia del sebi, y que de forma milagrosa tu miembro estaba curado a los pocos días, ¿es cierto?
A Nehebkau se le subieron los colores.
—Ja, ja. Hathor me proteja ante tanta timidez —rio Hunit—. Mis palabras no deben avergonzarte. Ahora que vas a ser mi marido debemos tenernos confianza, ¿no crees?
—Claro —se atrevió a contestar el mozo, sin saber muy bien por qué.
—Me alegro de que pienses así. Entre nosotros no puede haber secretos y debo estar segura de que dejaste de ser kerenet.
Nehebkau la miró, desconcertado, al tiempo que notaba cómo se inflamaba, sin proponérselo.
Su prima parecía ir por delante de él en todo momento, y le dedicó una sonrisa pícara.
—Ahora debes mostrarme si realmente te has convertido en henen. Es natural que quiera comprobarlo —le requirió ella haciendo un gesto con la mano para que se despojara de su faldellín. Al ver la expresión de sorpresa de su primo, ella lanzó una carcajada.
—Vamos, no seas tan mojigato —le animó ella—. Has adquirido grandes responsabilidades para conmigo que has de satisfacer. Nadie nos ve. Despójate de tu kilt, ¿o prefieres que te lo quite yo?
Aquello enardeció por completo a Nehebkau, que sintió cómo su miembro luchaba por liberarse del faldellín que lo aprisionaba. Sin saber por qué su prima le pareció tan deseable como pudiese serlo una adoratriz de Hathor, famosas por su belleza, sin importarle ni un ápice el que fuese bizca. Ella volvió a reírse y él se liberó al fin de su prenda, para mostrar una erección que sorprendió al mismo joven.
Hunit observó el miembro erecto con satisfacción. Tenía buenas dimensiones, aunque no pudiese compararse con el del arquero nubio con el que había tenido relaciones ocultas. Ella había llegado a enloquecer con aquel hombre que había sido capaz de transportarla a los Campos del Ialú.[20] Hunit tenía una naturaleza ardiente, que no había dudado en atender cuando la ocasión se había presentado. Era una mujer experimentada, y plenamente consciente de que podría devorar a su primito en un pispás. Disfrutaba muchísimo al verlo tan agitado, y pensó que le resultaría sencillo conducirle hacia donde quería. Lo amarraría al placer, pero le dejaría con la miel en los labios hasta que se consumara la boda. Ahora que la veía próxima no cometería los errores de antaño, que unidos a su defecto parecían haberla condenado a la soltería. Hathor le ofrecía una buena oportunidad y ella no la desaprovecharía. Además, había que reconocer que su primo era sumamente guapo, con una piel clara que la atraía sobremanera, un cabello rojizo, y unos ojos azules como el cielo de verano. Con los años se convertiría en un hombre apuesto como un dios, y Hunit lo disfrutaría hasta que Anubis decidiese lo contrario.
Hunit se aproximó un poco más a su primo y le acarició el torso con suavidad. Este se sintió desfallecer y ella le mordisqueó la oreja a la vez que le cogía una de sus manos y se la llevaba al pecho, invitándole a que los acariciase. Nehebkau emitió un gemido que resultaba nuevo para él, en tanto tocaba aquellos senos por primera vez. Era una sensación desconocida que le hizo excitarse todavía más sin que pudiese evitarlo. Ella le condujo los dedos hasta sus pezones y le mostró cómo debía tocarlos; luego deslizó la mano hasta su miembro, y al punto lo tomó con delicadeza. Lo notó duro como el granito y caliente como las piedras de los templos que se alzaban en la orilla occidental. Era como si toda la energía de Ra se encontrase en su interior presta para fundirse. Hunit hizo un rictus de placer y comenzó a manosearlo como sabía, con movimientos calculados, con la cadencia justa. A Hunit le gustaba aquel juego; ver cómo el joven se aferraba a sus pechos en tanto emitía lamentos que ella controlaba a su voluntad. Entonces le mostró su fruta prohibida, el culmen de la creación que solo Khnum, el dios alfarero, había sido capaz de modelar para procurar la vida. Nehebkau se atrevió a acariciarla, impulsado por un resorte desconocido que de forma insospechada se abría paso a través de sus metus. Era algo irracional, y no obstante parecía formar parte de su propia naturaleza; un camino que se abría ante sus sentidos y se veía obligado a seguir. Su lado animal, aletargado hasta entonces, se desperezaba para mostrar su rugido, y este se adivinaba tan poderoso que al momento Hunit refrenó su ímpetu con la habilidad del auriga.
—Esto es lo que te espera —musitó ella con suavidad—. Pronto será tuyo para siempre.
Nehebkau gruñó con un gesto de contrariedad, y ella lo obligó a tumbarse mientras continuaba manoseándole con habilidad. Había llegado el momento, y Hunit se dispuso a terminar con aquel encuentro tal y como tenía previsto. Su mano aprisionó al miembro con decisión y lo agitó justo como debía, para desesperación de su primo, que se estremecía entre gruñidos inconexos. Al poco aparecieron las convulsiones y, de forma súbita, el cuerpo de Nehebkau se arqueó para dejarse arrastrar por una corriente que lo llevaba muy lejos, a un lugar desconocido en el que quedaba suspendido por unos hilos invisibles que parecían haber sido tejidos por la mismísima Hathor, la diosa del amor. Allí permaneció unos instantes hasta que un poder insospechado nació de su interior para hacerle desbordarse, como el Nilo en la crecida, igual que Min, el eterno dios itifálico, cuando fecundaba de vida los campos de Egipto. Luego todo terminó, de forma súbita, cual si se hubiese tratado de un sueño tan efímero que era preciso volver a caer en él. Shai le abría una nueva puerta y él solo había cruzado el umbral.