Marco Aurelio y los límites del imperio

Pablo Montoya

Fragmento

Marco Aurelio y los límites del imperio

La gran plaga

I

La peste llegó a Roma traída por las legiones de Lucio Vero. Era una aciaga consecuencia de su victoria contra los partos. Pero no por ello desmerecía ser el príncipe. Habíamos decidido, con el senado, enviarlo a Siria al mando de la campaña para contrarrestar el levantamiento de Vologeso IV, rey de Partia. Yo, entre tanto, debía encargarme de los movimientos internos de Roma. Del ir y venir de sus propósitos comerciales, de los principales procesos de la justicia y de esa red de intenciones magnánimas y malos entendidos que nutren la cotidianidad de las familias más ricas y sus vínculos con la organización del Estado. Confiamos en la misión de Lucio y pudimos vencer las oscuras potencias de Oriente. De nuevo, se había superado la posibilidad de que un pueblo bárbaro nos derrotara. Nuestro imperio seguía siendo el paradigma de una sociedad civilizada y aún podía mantenerse en medio del caos y la precariedad que rodea toda empresa humana.

Lucio Vero hizo su entrada a Roma y fue ovacionado. Por la vía Sacra, después de haber pasado junto al circo y atravesado el foro, el carruaje que transportaba al vencedor se desplazó por entre los gritos del pueblo y los sones de las trompetas. Los cuatro caballos blancos tenían las crines tachonadas de piedras preciosas y llevaban petos de oro y plata. Lucio y su carro estaban protegidos por amuletos de miembros viriles para la buena suerte. A su lado iba el esclavo que recordaba su condición de mortal ante el fasto de las celebraciones. Delante desfilaban los senadores y quienes cargaban los tesoros tomados de los derrotados. A los lados del carruaje, cómicos y actores hacían contorsiones y cantaban al ritmo de las flautas y los sistros. Los prisioneros iban detrás con las cabezas rapadas y sus cuerpos encadenados. Con la corona de laurel, el rostro pintarrajeado de púrpura, su túnica, la toga y las sandalias bordadas en oro, Vero ascendió por fin hacia el templo Capitolino. Entonces, cuando penetró en la nave central, se convirtió en un dios ante nuestros ojos.

Luego se sacrificaron los bueyes traídos de Umbría. Hubo banquetes en las casas exornadas con mosaicos coloridos. Se organizaron juegos y espectáculos en el coliseo y el circo. Los poetas cantaban el valor de Lucio y de las legiones comandadas por Avidio Casio, Estacio Prisco y Marcio Vero. Yo mismo le manifesté, rodeado de nuestras familias, mi afectuosa congratulación. Uno de mis hijos, acaso fue Annio, se acercó y me dijo, como si fuera un secreto, que Lucio cargaba sobre sus hombros un genio alado. Miré al César, su tez bronceada por el sol de los mares y los desiertos, y confirmé la revelación del niño. Aunque, sin saberlo —porque ella se paseaba ya entre la gente con una máscara que la volvía irreconocible—, le estábamos dando también la bienvenida a la peste.

II

Mi mandato comenzó con la prosperidad y la paz dejadas por Antonino Pío. Recuerdo cuando me hizo llamar para nuestra última conversación. En su palacio de Lorio, en las proximidades de Roma, fui recibido en medio de un grave silencio. Cuántas veces no había ido a ese lugar para departir con el que he considerado mi principal guía en las labores de la política. Subí las escalinatas y entré al aposento donde varios cirios iluminaban al moribundo y una estatua de la diosa de la Fortuna. Estaba tan impresionado con la cercanía de las parcas y la mudez que reinaba allí que, al entrar, percibí claramente la crepitación de los pabilos. Cuando me vio Antonino me tomó de las manos. Su rostro estaba ajado y el cabello lo tenía revuelto y la barba desmañada. Me impresionó ese abandono último porque el César siempre se mostraba limpio y bien cuidado. Ante la inminencia del fin no era indispensable mantener el protocolo exigido por el imperio ni por el hogar ni por uno mismo. Sus ojos azules le brillaban tanto que pensé que la muerte no tenía nada que ver con aquellos destellos, sino que establecía un puente más acorde con la luz de los velones. Hablamos poco. Antonino casi no tenía voz y era difícil seguirlo. Pero comprendí lo último que dijo: «Ecuanimidad». La palabra resonó con fuerza. Y sé que ella fue su escudo a lo largo de los años que pasé a su lado. Ecuanimidad. Una palabra que he tratado, en medio de todas las borrascas, de que tenga una función semejante en mí.

De hecho, muy pronto una red de catástrofes se precipitó sobre la ciudad. Varios puentes fueron destruidos por las aguas del Tíber. Los lugares llanos de Roma se anegaron. Las gentes en las calles, y en el interior de sus casas, fueron arrastradas por las corrientes cenagosas. Ver ese rastro, desde lo alto de las colinas, me llenó de congoja. Hubo escasez de alimentos en las zonas afectadas y multitudes hambrientas y sin techo. La situación me alarmó porque del hambre a la revuelta solo hay un paso. Lucio y yo ordenamos, de inmediato, acudir a los graneros de Italia —pues los de Roma habían sido destruidos por las inundaciones— y estuvimos al tanto de la repartición del trigo en las zonas más afectadas. También organizamos grupos de ayuda para que se demolieran las casas del Velabro cuyos pilares se habían podrido por la acción del agua. Ambos recorrimos los sitios donde la tribulación se había dado con crudeza. De este modo superamos la crisis con rapidez y recibimos elogios del senado pronunciados en la curia. Pero, sin que hubiéramos podido recuperarnos del todo, la gran plaga nos golpeó. Así fue como la llamó Galeno, el médico que me acompañó en esos días y que, más que ningún otro, ayudó a enfrentar sus efectos devastadores.

III

Las tropas de Lucio Vero, procedentes de Partia, habían dejado una estela mórbida en las provincias que atravesaron. Se rumoreó que uno de los soldados, durante el sitio que Avidio Casio hizo a la ciudad de Seleucia, entró al templo de Apolo y abrió un baúl enmohecido. De allí brotó la pestilencia que habría de llegar hasta nosotros. Mientras tanto, fatigado por el periplo y ocurrida la celebración del triunfo, Lucio se encerró en su palacio. Lo hizo en compañía de los bufones, los malabaristas y los músicos que había traído de Siria. Y, como era usual en él, se dio a los excesos. Pensaba que bebiendo el mejor vino de Masia, comiendo viandas exquisitas y declamando versos de Marcial la muerte no lo tocaría. Yo estaba enterado, por cartas que me fueron enviadas por los gobernadores, de esas disipaciones continuas. Sabía que mientras sus generales realizaban las campañas militares, Lucio pasaba el tiempo cazando, haciendo fiestas, participando en carreras y juegos en Antioquía. Debido a esa inclinación a la molicie, Antonino Pío mantuvo reservas hacia él, a pesar de que era uno de los herederos señalados por Adriano. No aprobaba su afición por los dados y los espectáculos de los gladiadores y sus visitas constantes a los burdeles de Subura.

Sé que pude encargarme del imperio, pero si hubiera separado del máximo poder a Lucio se habría manifestado mi desdén hacia el deseo de Adriano. Y atraía, por otro lado, la posibilidad de que surgiera una conspiración contra mí en el seno de la nobleza. Antonino me insistió, en nuestras conversaciones privadas, que gobernara solo. Para él yo estaba signado por el discernimiento y la prudencia, condiciones indispensables de un regente. Mis ventajas sobre Lucio, argumentaba, eran ostensibles. No solo le llevaba diez años, sino que poseía más autoridad y prestigio. Además de estar mejor informado sobre las labores militares y conocer con mayor precisión los intríngulis de las leyes, mi entendimiento de la condición humana era más amplio. Y más allá de presenciar aquellos oficios múltiples que se renuevan como las fases de la luna y las estaciones del año, que se metamorfosean con la tierra a la manera de los insectos, yo comprendía mejor esa otra materia con que están forjadas las aspiraciones más secretas de los hombres.

Pero Lucio había demostrado habilidades de estratega militar y la prueba más fehaciente era la victoria que logró contra los partos. Además, no era el único en refugiarse en el placer cuando los infortunios llegaban. Observándolo, cuando la peste empezó su labor, yo concluía que, en los períodos en que son zamarreados por la naturaleza, los seres humanos buscan en la satisfacción de los sentidos una suerte de atropellada esperanza. En su palacio, durante los días más adversos de la epidemia, se había hecho un festín desproporcionado. Asistieron comensales y se obsequiaron entre ellos esclavos de Partia, animales salvajes y esencias traídas desde Mesopotamia. El gasto fue garrafal. Ese dinero pudo haberse destinado para ayudar al pueblo que sufría los embates implacables de la epidemia. Pero no dije nada. Me pareció fuera de lugar reprochar la inclinación a los deleites en un hombre joven y poderoso. Y, finalmente, ¿cómo desconocer que las campañas militares, a pesar de que las exaltemos en los ejercicios de la retórica y la cadencia de los versos, siempre están acechadas por una voluptuosidad que puede desbordarse? Luchar contra ello es como tratar de detener la caída del agua en medio de los aluviones. Le hice ver a Lucio, sin embargo, días después de la fiesta, que su deber era asistir al pueblo en las desgracias provocadas por la epidemia.

La alarma no demoró en desatarse. Primero fueron los rumores que salían de las tiendas militares ubicadas en las afueras de Roma. Con una rapidez inusitada, los soldados iban de la fiebre a la tos y de esta a una ulceración en las gargantas, para sobrevenir, como una señal grosera, un sarpullido que arrebujaba los cuerpos desde la cabeza hasta los pies. La muerte era dueña de tal ímpetu que los cuerpos que tocaba ni siquiera se incineraban, pues se temía que, al llevar los cadáveres a los ritos funerarios, pudieran contagiar la pestilencia. Las carretas, atestadas de cuerpos muertos, iban y venían por las calles. Había que recoger, lo más pronto posible, a los que morían en sus residencias y a quienes eran arrojados a los callejones más recónditos y a la entrada de los templos y los edificios públicos. Muchos fueron tirados al Tíber, por lo que su cauce se llenó de una fetidez insoportable.

Ante el incremento de la mortandad, desde el senado ordenamos medidas urgentes. Las cohortes vigilantes se encargaron de esa áspera limpieza. De la inhumación y las sepulturas se ocuparían personas portadoras de una autorización competente. Cerramos casi todas las vías de acceso a Roma y solo fueron autorizados quienes transportaban desde el puerto de Ostia los alimentos y las bebidas. Varias zonas de la ciudad, sobre todo las más populosas, fueron clausuradas y los que se atrevían a salir de ellas eran reconvenidos con firmeza y llevados de vuelta a sus casas. Solo lo podía hacer un miembro elegido por la familia, y a horas determinadas, para recibir las raciones de los víveres. Como el río se cubrió de podredumbre en ciertos tramos, prohibimos, bajo condena de prisión, arrojar cadáveres al agua. Exigí, por último y aconsejado por Galeno, que se levantaran fogatas, rociadas con incienso, en los lugares donde la peste era más agresiva. Durante días y noches, aquellas inmensas llamas fueron el signo más elocuente de nuestra resistencia.

Los soldados, mientras tanto, recogían los cuerpos emponzoñados. Algunos protestaron ante la inclemencia del flagelo, pero la mayoría cumplió la labor con una dosis de sacrificio encomiable. No sé cuántos de ellos murieron en medio de la primera arremetida. Pero confieso que, si hubiera sido por mí, habría despedido, con los honores del caso, a cada uno de esos hombres cuyos nombres aún desconozco y que elevaron el coraje ante el desastre generalizado a un nivel difícil de superar. Una vez, aunque con poco optimismo, le pedí a Lucio que me acompañara a dar apoyo a los más desconsolados. Pero él se negó, amedrentado por la posibilidad del contagio. Incluso, recomendó, con su voz ronca, que no me arriesgara y pusiera en peligro a los míos.

Era cierto que yo no cejaba en mis correrías por la ciudad. Comía poco en la mañana y en la noche. A mi sueño, que no pasaba de tres o cuatro horas, lo rodeaba un sobresalto permanente. Desde entonces, y por consejo de Galeno, empecé a tomar medicamentos para protegerme. Trataba de que mi voz fuera escuchada en los lugares donde los clamores se hacían más extremos. De nuevo, como en mis primeras intervenciones en la curia, debía hacer gárgaras diarias con agua y miel para que mi voz alcanzara la reciedumbre necesaria. Las reuniones en el senado se volvieron frecuentes. Nos acomodábamos sobre las gradas, hacia la cuarta vigilia de la noche. Una estatua de la Victoria nos presidía. Y culminábamos, exhaustos, con el asomo del último crepúsculo, sabiendo entre la urgencia y la desesperación que nuestros actos eran los más pertinentes. Nunca he menospreciado el esfuerzo que acometimos. La noción del trabajo comunitario, quiero decir su aspecto más filantrópico, no la comprendí cabalmente ni en los procesos jurídicos, ni en las ceremonias religiosas, ni en los campamentos del ejército, sino en esas deliberaciones estimuladas por el acoso de la peste. Pero cuando vuelvo una y otra vez la mirada hacia esos días, tengo la impresión de que, a pesar de mis esfuerzos, he aminorado muy poco las tormentas que se han precipitado sobre el imperio.

IV

Ahora estoy en un sitio próximo a Sirmio, tratando de detener las invasiones de los marcomanos y los cuados. Ha sido difícil conseguirlo porque estas tribus son escurridizas y huyen de la persecución de otros pueblos más salvajes y más distantes. Mi propósito, durante los últimos años, ha sido fundar nuevas provincias en estas regiones en donde los bárbaros puedan establecerse y, poco a poco, convertirlos en ciudadanos romanos.

En medio de las noches, frías y brumosas, he aprovechado para escribir unas consideraciones tardías en lengua griega. Las he ido reuniendo sin el ánimo de hacerlas públicas. Por momentos, concluyo que se trata de un examen de conciencia frente a mí y frente a los dioses y, a la vez, son sentencias para orientar mi relación con los otros. Soy, pues, el único destinatario de estas reflexiones. Al mismo tiempo escribo, en mi lengua y la del imperio, estas remembranzas sobre mi vida. El fuego de las calderas y una manta gruesa de oveja calientan mi cuerpo, que es propenso a enfriarse con facilidad. Afuera se extienden las tiendas del campamento. Y puedo escuchar, acompasados por sus voces, los pasos de quienes van y vienen para avisarme sobre las expediciones realizadas.

Cierro los ojos y vuelvo a las reuniones del senado. Con sus togas blancas atravesadas por bandas púrpuras, los senadores votaban las propuestas para enfrentar la epidemia. Tengo ante mí otra vez sus rostros y escucho de nuevo los discursos —unos pronunciados con conmoción lúcida, otros llenos de los serpenteos pomposos exigidos por la retórica—. Ante la dimensión de los contagios y el número de muertos, propuse que el Estado, con la ayuda de la nobleza, asumiera los gastos ocasionados por la adversidad. Algunos se negaron justificando que la peor tragedia no era la que padecía el pueblo, sino la de sus patrimonios familiares afectados. Otros se dejaron invadir por una vacilación mezquina que les impedía hacer lo necesario.

Debido a que el tesoro público había disminuido, decidí subastar mis bienes para ayudar a los más urgidos. Así, pensé, daría un ejemplo. Y dije que el poder era un privilegio inútil si no se asumía como un servicio a los demás. Recordé que éramos una organización colectiva y que nuestro deber consistía en velar por el bienestar de ella y de todos sus integrantes, desde los más pudientes hasta los más humildes. Recurrí a una comparación de Antonino Pío: «Hemos nacido para colaborar con la comunidad, del modo en que los pies y las manos, los párpados y los dientes lo hacen en el conjunto del cuerpo». Gobernar a Roma, los convencí de esto, significaba sacrificarse para protegerla. Fue así entonces como redactamos un juramento, en virtud del cual los senadores ponían como testigos a los dioses de que darían lo suficiente para enfrentar los estragos y salvaguardar a los más vulnerables.

V

La tarde en que hablé con Lucio, corroboré su inquietud. No lo hice llamar para que acudiera al Palatino, sino que fui a su residencia del monte Celio. Sus cabellos estaban peinados con primor y despedía una fragancia floral. Creí, por un momento, que el olor lo expelían las flores tejidas en su toga. Con satisfacción evidente, me explicó que había traído la prenda de Laodicea. Estábamos en uno de los aposentos del palacio desde donde se divisaba la urbe. La contemplamos un rato y sentimos el silencio rumoroso de su quietud consternada. Ambos sabíamos que se estaban presentando disturbios en las fronteras del Danubio. Mientras Lucio hacía la guerra en Oriente, me había encargado de fortalecer las legiones del norte y enfrentar los conflictos que allí se sucedían, año tras año, desde los tiempos de Tiberio. Pero, por la peste, nuestro desplazamiento se había postergado.

Vero opinó que los gobernadores de las Panonias podían resolver la crisis sin nosotros. Los dominios germánicos les parecían, a él y a una buena parte de los senadores, arduos de controlar y lo mejor era manejarlos desde la distancia. Yo pensaba lo contrario y abogaba por un viaje necesario. Aquella tarde ni siquiera pude convencerlo de que me acompañara al Velabro, que era el barrio más devastado por la enfermedad. Era como si, con su decisión de estar en su casa, declarara que lo suyo había sido defender el imperio de los ataques partos y que a mí me correspondía lidiar con la gran ciudad enferma.

Antes de despedirnos, me preguntó, eludiendo la atmósfera contrariada de nuestro diálogo, cuándo creía que las carreras reemprenderían su labor en el circo. En la curia, respondí con frialdad, no hemos deliberado sobre asuntos de esa índole. Se justificó diciendo que había invertido una fortuna en Alado, su caballo favorito. Me preguntó qué opinaba sobre su idea de utilizar uno de los circos privados para realizar las competencias. Lo miré a los ojos fijamente. Recordé lo que decía Galeno de quienes seguían con pasión las carreras. Llegaban al extremo de ir a los establos a oler el estiércol de los caballos para saber si estaban bien alimentados. Y, sin contestar, salí del palacio.

VI

En los primeros días de la epidemia, tuve cerca al médico de Pérgamo. Galeno no solamente conocía el papel que el corazón, el cerebro y el hígado ocupan en el cuerpo humano, sino que con él se podía conversar sobre Platón y Aristóteles. Era un médico tan seguro de sí que provocaba recelo en los colegas de su profesión. Su inteligencia coqueteaba con la ironía y sus diagnósticos eran eficaces. Poseía una energía tan impresionante que podía ocuparse de todos los libros de medicina y filosofía y, por supuesto, de todos los enfermos. Ante la anomalía, cualquier paciente debía ser atendido: el familiar, el esclavo, el soldado, el noble y el mendigo. Era un griego, es decir, un hombre que sentía orgullo de la sabiduría de sus ancestros. Frente a su patria, Roma le parecía tan solo una continuadora arrogante de sus logros. Aducía que, en la época de Pericles, Grecia tuvo a Sófocles, a Heródoto y a Fidias. Roma, entre tanto, tan solo era una aldea empantanada de campesinos rústicos. Nuestro imperio, pese a ser estimulado por la sapiencia griega, vivía abrumado por las tropelías militares. Tenía razón, sin duda, en esta valoración del papel que Grecia desempeña en el conocimiento y sus vínculos con el mundo y los hombres.

Pero estas oposiciones, a mi juicio, gozaban de cierto absolutismo. Yo le decía, por ejemplo, que el primer templo levantado a Júpiter era más antiguo que el del Partenón de Atenas. Lo cual significa que desde muy temprano entre nosotros ya se respetaba a un dios que es, en esencia, una potencia capaz de garantizar el orden de un pueblo, su unidad y su desarrollo. Siempre he pensado, agregaba yo, que la senda romana se había delineado paralelamente a la griega. Que allá existían artistas y pensadores, y en Roma ocurría algo parecido. Entre ambos ha prevalecido, más que diferencias, una hermandad cultural. Homero y Virgilio, Demóstenes y Cicerón han sido, en este rumbo, guías similares en nuestra historia. Con todo, las valoraciones de Galeno sobre un imperio fundado en las armas eran ciertas. Pero qué imperio o reino o nación podría progresar sin la presencia de las espadas y los escudos. Recuerdo una de las sentencias del médico: «Las guerras son la prueba máxima de que los humanos descendemos de los demonios y no de los dioses». En este asunto, él se situaba frente a las jornadas bélicas como lo hacía Livio Tertulo, uno de mis amigos más queridos. Pero a los dos, tanto al médico de Pérgamo como al noble de Túsculo, podría decirles, desde estos campos de batallas en los que ahora me encuentro, que odiar la guerra es como si alguien sentado junto a un manantial, del cual brota el ímpetu, se pusiera a insultarlo.

En aquellas jornadas de la epidemia, Galeno me pidió que lo dejara regresar a su ciudad natal. Deseaba velar por los suyos y, pienso ahora, también quería huir de la calamidad. Con la enfermedad extendida por Roma, recomendaba, más que encerrarse, escapar hacia lugares menos poblados. Pues Galeno consideraba que no había un verdadero remedio contra ella. Antes de su partida, me aconsejó reducir mis diligencias. O alejarme de los míos, si continuaba con aquellos trajines cotidianos. Hice lo segundo y, como él me lo prescribió, tomaba bebidas calientes rociadas con polvo armenio, ya que de esas tierras provenía la peste. E, incómodo por el olor, lo obedecí también y humedecía todos los días mi vestimenta con orines de niño.

Para Galeno la peste no era un castigo de Apolo, como suponían los sacerdotes, sino una situación mórbida de la atmósfera provocada por las conquistas romanas. Entendía, además, mi noción del deber frente a los padecimientos del pueblo. Pero explicaba que mi condición de príncipe no garantizaba ninguna seguridad. Mientras estuvo a mi lado, aconsejaba quedarse en casa. En esto también lo atendí y ordené, hasta donde me fue posible, el confinamiento en Roma. Ese ir y venir de sus habitantes en los mercados hubo de reducirse. Igual pasó con quienes iban a los templos a realizar los ritos y a laborar en los campos. Las barcas que surcaban el río Tíber y las carretas procedentes de la vía Portuensis, que comunicaba a la capital con el puerto de Ostia, tuvieron que minimizarse y solo permitimos que entraran los víveres esenciales como el trigo, el aceite de oliva y el vino. Los baños públicos, desde los de Agripa hasta los de Trajano, como los lupanares de Subura, también se clausuraron.

Pero ¿cómo podía hacer caso a todas las indicaciones de Galeno? En la guerra el César debía estar con las legiones, los asuntos de la justicia tenían que ser su mayor preocupación y en tiempos de zozobra su responsabilidad consistía en estar con los más urgidos. Y yo me comporté de este modo. Estuve tanto en los barrios de los nobles tocados por la enfermedad como entre los más humildes y menesterosos. Galeno, no obstante, tenía razón, porque la peste no tardó en tocar a mi puerta. Y entró con una agresividad suficiente para llevarse consigo, desdeñosa a lo que yo pudiera representar, a uno de mis seres más amados.

VII

No sé cuál imagen podría definir esta epidemia que tiene casi la misma edad de mi mandato. Cada quien tiene la suya. Pero yo guardo dos imágenes que se entrecruzan para fundirse en una sola y dejar en mi ánimo la huella del fracaso. Porque ¿cómo asegurar que hemos vencido la enfermedad? Si pusiéramos, incluso, delante de ella el poder de un imperio como el nuestro, ¿con qué porción de gloria se podría decir que somos el bastión de la civilización y la peste, un trauma superado?

En esos días, repito, no tenía reposo. Cuando nos desplazábamos, con el movimiento de la litera en que era transportado, mis ojos se cerraban por la fatiga. Una mañana, voces que clamaban ayuda me sacaron de la somnolencia. Los guardias debían retirar a unos desarrapados que, con sus semblantes cubiertos por el eczema, merodeaban. En algunos sectores eran tantos los contagiados que había que hacer un cerco militar para impedir que alguien se me aproximara. Si los charlatanes prevalecen en una ciudad como Roma, donde la mayoría de sus residentes en tiempos normales es proclive al chisme, a la necedad y al escándalo, con la epidemia todo esto se incrementó hasta la exageración. Unos se ubicaban en el Campo de Marte augurando que caería fuego del cielo y el fin del mundo llegaría si no se hacía lo que ellos recomendaban. Otros, siguiendo a profetas advenedizos, que se habían enriquecido con fórmulas mágicas, vendían oráculos escritos en arcilla para que se pusieran en las entradas de las casas. Como si a la muerte le interesara leer esas frases escritas con descuido. Otros aseguraban que tocar a uno de los príncipes, o a algún alto sacerdote, los protegería contra el mal.

Galeno se mofaba de estos personajes. Les decía manipuladores de la ignorancia. Con mayor desenfado y humor, Luciano había escrito no hacía mucho sobre los avatares supersticiosos de uno de ellos y no vacilaba en ridiculizarlo. Sin embargo, distante de esos extremos, pues soy el dirigente de un imperio y no un escéptico de él, he intentado sopesar la predisposición al embuste de los impostores de cada día. Peor que una peste, lo sé, es la ausencia de la inteligencia, y a todo pueblo lo atraviesa un fanatismo lamentable. Es necio condenar los casos en que los hombres, para no sucumbir al derrumbe de los desastres que los circundan, se aferran a cualquier consejo, creencia o fe. Somos, en este sentido, como esas raíces que crecen al borde de los despeñaderos y se adhieren con una contumacia, tan increíble como conmovedora, a la tierra, al agua o al viento para no caer en el vacío. Además, ¿cómo olvidar las ciudades que superaron el hambre, la guerra y otros flagelos gracias a los oráculos? ¿Cómo pasar por alto a quienes han sido castigados o premiados por los santuarios? Y qué curioso resulta que Galeno y otros médicos, ajenos a las supersticiones, escuchen con atención los sueños de sus pacientes para llegar a las raíces de algunos desequilibrios orgánicos.

Porque qué puede haber más delicuescente que un sueño. Es como si alrededor del fuego, la lluvia y los truenos, o con un montículo de cenizas en las manos o un entramado de vísceras ante nuestros ojos, poseyéramos los elementos indispensables para descifrar el gran misterio del tiempo. Los romanos viven la vigilia sostenidos en sus sueños, como si ese relieve inasible fuera su carta de navegación más impostergable. Yo mismo, a través de ellos, he recibido remedios para evitar los mareos y mis frecuentes expectoraciones de sangre. Soy, pues, y semejante a aquellos médicos, consciente de su poder. Por ello mismo, puesto que no desdeño lo que está más allá de la realidad física, y considero que un mundo sin dioses y sin ritos no tiene sentido, acepté que los invocaran para enfrentar la peste. Autoricé que, para purificar la ciudad, se pusieran durante siete días seguidos estatuas de las divinidades en triclinios y recibieran las ofrendas del pueblo. Los oráculos de Apolo fueron los más consultados. Tomé estas decisiones porque proscribirlas significaría cercenar aquello que ayuda a la gente a soportar mejor las vicisitudes. A quienes llamamos dioses están en los altares íntimos. En los recintos oficiales de la religión. En la boca o el pensamiento de quienes trabajan sin respiro. En las agitadas antesalas del dormir. En la red de sueños que creamos y en las anticipaciones del alba que son, quizá, la cara más indiscutible de la esperanza. Es el dios o los dioses quienes justifican —por encima del amor, la lealtad y los deberes que se mantienen hacia los otros— el palpitar de los corazones, el fluir de la sangre por las venas y el aire que entra a nuestros cuerpos para edificar sus fantasías más caras.

VIII

Una vez nos dirigimos al barrio Subura. Era una de esas jornadas en las que yo visitaba las zonas de la ciudad más vapuleadas por la epidemia. En ellas no me precedían los usuales lictores. Me parecía insensato arriesgar la vida de esos hombres que llevaban las varas de olmo y abedul coronadas con las hachas del poder para preceder mis pasos. La desolación de aquellos parajes no merecía protocolos de ese estilo. En cambio, me acompañaba un destacamento de la guardia pretoriana. Esa tarde bordeamos los foros sin nadie. Traspasamos la muralla que se había construido para proteger los monumentos de los continuos incendios. Ascendimos después hacia la colina Quirinal. Las calles se veían angostas y oscuras. Los burdeles y tabernas estaban cerrados y expelían un aire de completo abandono. Yo, envuelta mi cabeza en un manto, esperaba escuchar gritos y quejumbres. Pero solo oía los pasos de los guardias que cargaban la litera. Sus respiraciones interrumpidas por la tela que habían metido entre sus cascos para evitar las vaharadas de la descomposición. De pronto, sentí que alguien pronunció en mi oído algo incomprensible y que una mano rozó mi frente. Inquieto, me asomé por la portezuela.

Entonces los vi. Salían de una de esas ínsulas que, levantadas tan cerca unas de las otras, no dejaban que los rayos del sol se metieran por donde íbamos. Era un anciano que llevaba de la mano a un niño. Con pasos firmes avanzaban por las calles. Primero los seguí con mis ojos. Supe que la voz y la mano, que me habían llamado y tocado, eran las de ese hombre. Ordené enseguida que nos detuviéramos. Me bajé de la litera y decidí ir tras ellos. Un cerco se hizo alrededor mío para protegerme. Comprendí el temor de los guardias y permití que tres de ellos me acompañaran.

No sé si esa visión fue real. O si actuó como una prolongación ficticia de la desdicha. Yo veía al viejo y al niño, a pesar de los pocos pasos que nos separaban, como siluetas tasajeadas. Esta impresión la favorecía la escasa luz de las rúas. Quise parar sus pasos con una orden. Pero algo me dijo que no debía obstaculizar su recorrido. Más adelante giraron para ascender todavía más. Uno de los guardias se prosternó ante mí. Dijo que nos estábamos alejando de la vía Argileto. Contesté que eso no era un problema ni resultaba riesgoso. El militar se inclinó deferentemente y dejó que siguiéramos. En una esquina, el anciano paró y abrazó a su acom

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos