En el amor y en la guerra (La catedral del mar 3)

Ildefonso Falcones

Fragmento

Capítulo 1

1

Nápoles, 2 de junio de 1442

Probablemente desde que Parténope se ahogara en la bahía de Nápoles luego de que Ulises resistiera los cantos tan seductores como peligrosos de las sirenas, la ciudad ya se hallaba plagada de manantiales que, con el tiempo, configuraron la extensa e intrincada red de túneles y acueductos que horadaban su subsuelo.

Arnau, veinticinco años, conde de Navarcles y de Castellví de Rosanes, general de los ejércitos del rey Alfonso de Aragón, armado con la espada que en tantas ocasiones enarbolara su padre, el almirante Bernat Estanyol, avanzaba con sigilo por uno de aquellos acueductos a la luz de las antorchas procurando evitar el entrechocar de sus demás pertrechos: armadura, celada, espuelas… El joven militar encabezaba una línea de varios oficiales y dos centenares de soldados, la mayoría de ellos ballesteros, que transitaban en tensión, todos armados, chistándose unos a otros ante el menor ruido y exigiéndose silencio mediante gestos mientras, atentos a las aguas que corrían a sus pies, se ayudaban para no resbalar con el limo y reprimían el impulso de patear a las ratas que chillaban sorprendidas entre sus piernas.

Por delante de Arnau andaba Paolo, un muchacho napolitano de quince años que cada pocos pasos volvía la cabeza con vacilación para comprobar lo que ya sabía: que el ejército aragonés los seguía. Entonces sus dientes brillaban al resplandor de los titilantes haces de fuego en un rostro demacrado fruto de la miseria, él delgado, sucio, vestido con harapos, los pies descalzos y las piernas enfangadas hasta las rodillas. Paolo guardaba silencio también y, con tímidos gestos de las manos, instaba a Arnau y a los demás a apresurarse conforme los guiaba a través de aquel ignoto universo subterráneo.

—¿Tú crees que este crío sabe adónde nos lleva? —había oído Arnau cómo dudaban sus oficiales.

—Yo no estaría tan seguro —se quejó uno de ellos.

—No deberíamos fiarnos —terció otro.

—¡Silencio! —les exigió él.

Arnau necesitaba confiar en aquel joven apocado porque el rey Alfonso lo había hecho cuando, acompañado por su madre, Orsolina, una panadera agraviada por la administración angevina del rey Renato de Anjou, Paolo había indicado al monarca, con voz trémula y las manos agarradas ante sí, cómo llegar al interior del recinto amurallado.

—Siempre ha correteado por ahí abajo —explicó la panadera cuando el rey y sus oficiales sopesaron en silencio las palabras del muchacho—. Su padre era albañil…, trabajaba en el cuidado y la reparación de los acueductos —añadió para justificarlo.

Desde que la reina Giovanna II de Anjou, de carácter caprichoso y voluble, nombrara heredero del reino de Nápoles a Alfonso V de Aragón en el año 1421 y este entrase triunfante en la ciudad, para ser desheredado tan solo dos años después, habían transcurrido veintiuno de guerras y conflictos con los franceses.

En 1432, Alfonso había abandonado definitivamente sus demás dominios: los reinos de Aragón, Cerdeña, Sicilia, Valencia y Mallorca, así como el principado de Cataluña, para centrarse en la conquista del mayor de los reinos de la península itálica: Nápoles. Durante diez años, los catalanes —así los llamaban los napolitanos de forma genérica y despectiva— habían guerreado contra los franceses por apoderarse del reino, unos y otros aliados con príncipes y nobles napolitanos y condotieros italianos, muchos de ellos mercenarios que cambiaban de bandera con una naturalidad exasperante, aunque también tuvieron que hacerlo contra el papa Eugenio IV, contra los genoveses y contra Francesco Sforza, señor de Ancona, todos contrarios a que el aragonés conquistara un reino de la importancia y las dimensiones del de Nápoles. Aquel año de 1442, después de muchas victorias a lo largo de tan vasto territorio, Alfonso puso asedio a la capital, que resistía orgullosa y estoica tras sus murallas con la ayuda marítima de los genoveses, cuyos barcos fondeaban cargados de provisiones en la magnífica bahía al pie del Vesubio.

En ese momento, todavía en silencio, el rey se frotó el mentón ante la expectación de sus generales, con la mirada clavada en aquel muchacho tembloroso y encogido que, arrimado a su madre, buscaba con ese contacto el apoyo de una mujer tan amedrentada como pudiera estarlo su hijo. Alfonso y su ejército permanecían acampados en Campovecchio, en la llanura que se extendía frente a la puerta Capuana y las inexpugnables murallas de Nápoles, y aquel joven le estaba ofreciendo la posibilidad de lograr el triunfo que no obtenía ni por hambre ni por fuego.

El sol embebido del Mediterráneo que acariciaba a aquellos soldados aguerridos auguró el éxito.

—Sea —sentenció el rey.

La noche del segundo día de junio, Arnau y sus hombres se introdujeron por el pozo del jardín de una casa situada extramuros y recorrieron uno de los acueductos que llevaban el agua a la ciudad. Al nivel de las murallas, toparon con un muro que impedía el paso de las personas. Lo desmontaron con sigilo, piedra a piedra, arañando con cuchillos y lanzas en lugar de picar. Resultó laborioso, aunque no difícil. Franqueado el obstáculo, discurrieron por debajo de las murallas hasta llegar a la altura de las torres de la Carbonara, superar la pequeña iglesia de Santa Sofia y terminar en la antigua puerta del mismo nombre. Allí, Paolo trepó con agilidad por las paredes del pozo que se abría al patio de otra casa. En la oscuridad, lanzó la soga que rodeaba su torso y que luego sustituyeron por unas escalas de barco para que los soldados aragoneses ascendieran a cielo abierto.

Se produjeron malentendidos. Quienes tenían que avisar al rey Alfonso para que atacara no lo hicieron por miedo o por error. Renato fue advertido de la anómala cercanía de su enemigo en el descampado y corrió a defender aquel lienzo de muralla. El aragonés desistió convencido de que la expedición nocturna había fracasado y se retiró. El francés se creyó victorioso e hizo lo propio a la ciudadela. No obstante, alguien logró avisar al rey Alfonso de que Arnau estaba dentro, por lo que rectificó y atacó con un ejército compuesto por nueve mil efectivos entre caballeros, infantes y ballesteros, sorprendiendo a los asediados. Arnau y los suyos salieron de la casa a la que habían accedido por el pozo, así como de otras vecinas que tuvieron que ocupar dado su número, y asaltaron parte de la muralla y una torre cercana a Santa Sofia.

Los angevinos se ensañaron en aquella torre y en los lienzos de muralla que partían de ella, y la bombardearon y asaetaron con denuedo. Los ballesteros aragoneses respondieron al ataque desde el interior del bastión mientras Arnau en el adarve, espada en mano, al mando del resto de los soldados, trataba de detener la avalancha de franceses encaramados a las murallas.

—¡Seguidores vencen! —gritaba el catalán el lema del rey Alfonso a la par que arremetía con su arma. Saltaba y se movía con agilidad pese a la estrechez del camino de ronda, rechazando enemigos, desviando el golpe de las lanzas con las que arremetían contra ellos e hiriendo a los angevinos.

—¡Seguidores vencen! —resonó el grito de guerra en boca de unos hombres que cada vez caían en mayor número.

Muchos soldados aragoneses, desde el exterior, intentaban escalar el muro para acudir en ayuda de Arnau y los suyos, pero el grueso del ejército se dirigía a tomar la puerta de San Gennaro, la más antigua de la ciudad, por lo que la situación en la torre de Santa Sofia se hacía insostenible.

Poco a poco, Arnau y los hombres que lo acompañaban en el adarve, muchos heridos y ensangrentados, se vieron forzados a retroceder ante el creciente número de franceses que los atacaban.

—¡A la torre! —ordenó Arnau—. ¡A la torre!

Él mismo caminó hacia atrás con la espada en ristre. Las saetas de los franceses silbaban a su alrededor, y algunas se estrellaban contra su armadura cuando tropezó y a punto estuvo de caer de espaldas.

—¿Qué…! —exclamó al tiempo que recuperaba el equilibrio—. ¡Fuera de aquí! —ordenó a Paolo, con el que había topado cuando este gateaba entre los soldados.

—¡Los de la torre necesitan saetas! —objetó el muchacho, que se deslizó con absurda prudencia a ras de suelo hasta casi quedar en tierra de nadie en el adarve, entre franceses y aragoneses, para atrapar un par de flechas caídas.

Arnau interrumpió su retirada y lo protegió.

—¡Fuera de aquí! —chilló al ver cómo los primeros soldados angevinos se recuperaban de la sorpresa de descubrir a un joven que reptaba entre los contendientes y, tras unos instantes de duda, arremetían de nuevo.

Paolo obedeció con ligereza, portando un buen haz de saetas con las que abastecer a los ballesteros aragoneses.

Se atrincheraron en la torre y dispararon algunas flechas desde las troneras para defender las entradas desde el adarve, mientras soportaban el bombardeo de balas de piedra que iban resquebrajando los muros. En un momento de tregua, Arnau apretó con terror puños y mandíbula ante el gran número de bajas sufridas. No fue necesario recuento alguno; el estrago era notorio. Evaluó la situación y sopesó capitular ante la imagen de unos ballesteros que exigían a Paolo con gestos alterados que los surtiera de unas saetas de las que el chaval ya no disponía. No podía llevar a la muerte a más hombres; eran su responsabilidad, y la situación era crítica. Con los ojos todavía fijos en aquel muchacho que había arriesgado su vida en busca de armamento, se dispuso a dar la orden de rendirse, pero en ese instante Paolo cruzó una mirada con él y le sonrió con timidez.

—¡Seguidores vencen! —gritó entonces Arnau, y acudió raudo a una de las puertas de la torre en ayuda de sus hombres.

—¡San Jorge!

—¡Seguidores vencen!

—¡Por Aragón!

—¡Por el rey Alfonso!

Su propio clamor les impidió oír el mismo grito de guerra aragonés que atronaba ya en el interior de la ciudad de Nápoles. San Gennaro había caído. La ciudadanía napolitana, hastiada de la guerra y el asedio, no ofrecía resistencia alguna. Los angevinos huían y el rey Renato de Anjou se atrincheró en la ciudadela junto a los restos de su ejército.

Los aragoneses entraron a saco en Nápoles. Los robos y las violaciones de las mujeres se sucedían. El botín de guerra de la ciudad deseada durante veinte años se ofrecía exuberante. Mientras tanto, Arnau reprimía el llanto al pie de la torre a la vista de tantos aragoneses muertos en aquella empresa. Algunos de esos soldados pertenecían a su hueste, la que él pagaba y aportaba al ejército de Alfonso; los conocía, había combatido con ellos durante años, hombres valientes y fieles, recordó con la garganta agarrotada. Ordenó a algunos soldados que retiraran los cadáveres para darles cristiana sepultura y recibió miradas de rencor.

Arnau torció el gesto.

—¿Acaso creéis que su majestad va a permitir el saqueo de Nápoles? —les recriminó consciente de que el malestar que mostraban era fruto del retraso que les imponía.

Así fue, y la orden no tardó en llegar a través de trompeteros que recorrían la ciudad anunciándola a voz en grito: Alfonso de Aragón prohibía el saco de Nápoles y ordenaba la restitución de cualquier bien que hubiera sido robado a los ciudadanos. Arnau, como otros capitanes, fue requerido para vigilar el cumplimiento del mandato.

—Vamos —ordenó a sus hombres.

—Señor conde… —trató de detenerle uno de los pajes que habían acudido prestos a su encuentro tras el ejército aragonés—. Debería veros el cirujano —le aconsejó—. Estáis herido.

Los pajes acababan de quitarle de encima los veintisiete kilos que pesaba la armadura. Efectivamente, estaba herido. La punta de una lanza angevina había penetrado en su axila, allí donde la armadura se articulaba a fin de permitir la movilidad del brazo, pero entre la malla que cubría esa zona y el grueso jubón de algodón que llevaba por debajo de esta, el arma le había hecho poco daño. La experiencia le decía a Arnau que este era exiguo, por escandalosa que fuera la sangre que empapaba el jubón.

—Un arañazo —tranquilizó al joven con una sonrisa.

Su mozo de cuadras, que había acompañado a los pajes, le acercó a Peregrino, uno de sus caballos preferidos, napolitano, pode­roso, grande, de remos fuertes, alazán tan brillante que al sol de aquella tierra mediterránea alcanzaba el colorado. Ahora, sin embargo, ataviado con el arnés de guerra, no era su pelaje lo que destellaba sino la testera, el collar, el caparazón y el petral, las flanqueras y las gruperas, todo ello de acero bien bruñido, incluso la montura, que cubrían al animal casi por completo. Arnau montó y se internó en una ciudad destruida por años de guerra y asedio.

El alboroto asolaba calles y edificios. Los soldados aragoneses continuaban con la rapiña pese a las órdenes de sus oficiales, quienes requisaban todo aquello que les encontraban encima. Los trompeteros aragoneses pregonaban por doquier las órdenes del monarca, y los ciudadanos, animados por el perdón real, se quejaban del latrocinio y hasta llegaban a oponerse por la fuerza. Arnau suspiró. Alfonso era un rey generoso y magnánimo, pero los soldados tenían derecho al botín; Nápoles no se había rendido, sus gentes habían soportado el asedio y la conquista de la ciudad había requerido la muerte de muchos de sus hombres. Acababa de padecerlo. Se cruzó con algunos soldados que corrían cargados con objetos y que se detenían asustados ante su presencia. Todos conocían a Arnau Estanyol, conde de Navarcles, general del ejército aragonés.

—Sabed que el rey ha decretado que cesen los saqueos —les anunciaba entonces Arnau con tono monótono—. Restituid esos bienes a sus legítimos dueños —les conminaba sin detener a Peregrino.

La primera vez, pajes y soldados le avisaron de que los saqueadores le desobedecían y escapaban en cuanto los superaba. Arnau se encogió de hombros. En las siguientes ocasiones todos caminaron en silencio tras su capitán; Paolo, el último de ellos, retrasado unos pasos, sin atreverse a formar parte de la hueste del conde.

El callejeo llevó a la comitiva hasta los alrededores del castillo Capuano. Allí había menos bullicio; la fortaleza angevina todavía resistía el asedio de los aragoneses; el estado de guerra continuaba. Arnau requirió la presencia del capitán de aquellas fuerzas.

—No —le contestó el caballero al mando, un italiano al que el rey había premiado con una baronía, ante el ofrecimiento de Arnau—, no es necesario que nos ayudéis, conde. Todos saben de vuestra valerosa contribución para la toma de Nápoles y que estos franceses no tardarán en rendirse. Descansad. Disfrutad de vuestra victoria —le recomendó con una sonrisa sincera antes de inclinar la cabeza en respetuoso saludo.

Arnau y los suyos continuaron por las cercanías del Decumano Mayor, una de las tres antiguas calles que ya desde la época griega cruzaba la ciudad de este a oeste. A causa del asedio del castillo Capuano el barrio gozaba de cierta tranquilidad y solo algunos soldados se aventuraban por allí a riesgo de que reclamasen de nuevo su presencia en la zona de conflicto. Circulaban por los dominios del seggio Capuano, uno de los seis seggi, barrios o distritos en los que se dividía Nápoles. Con el rumor de los gritos y los cánticos de victoria envolviendo el ambiente, Arnau recorría la ciudad cuya conquista tanto esfuerzo y tantas penurias les había supuesto. No contemplaba nada en concreto, simplemente la olía, la escuchaba, se recreaba en el aire caliente y viciado que soplaba por las callejuelas y que acariciaba su rostro, dispuesto a sentirla, a conocerla como si se tratase de una mujer bella a la que hubiera seducido por primera vez. Los años de guerra pesaron entonces en sus miembros. El conflicto no había terminado; eran muchos los nobles y enemigos a los que todavía habría que vencer… o convencer, pero Nápoles acercaba la victoria definitiva en la contienda por el reino más vasto de Italia. Entre los dominios de Alfonso ya se contaba Sicilia, y con la conquista de Nápoles sería considerado uno de los príncipes más poderosos de Italia. España quedaba lejos, y los problemas con Castilla o los que le procuraban sus dominios peninsulares, es decir, Aragón, Valencia y sobre todo Cataluña, se diluían al cruzar el Mediterráneo. Los Balcanes se habían convertido en el nuevo objetivo de Alfonso: deseaba dominar el mar Jónico desde ambos lados de su costa.

Absorto en tales pensamientos, Peregrino se encabritó.

—¿Qué…! —gritó Arnau sorprendido, desplazado en la montura, a punto de caer al suelo.

Consiguió recuperar el equilibrio y el control del caballo para toparse con un par de soldados aragoneses paralizados delante de él. Habían salido corriendo desde un edificio en el momento en el que Arnau cruzaba.

—El rey ha ordenado que cese el saqueo —les advirtió al comprobar que portaban sacos abultados—. También ha mandado que se devuelva lo… —Evitó decir «robado». No robaban. Era la ley de la guerra—. Que se devuelva lo cogido.

Uno de los soldados, un hombre mayor, fuerte y con barba, se encogió de hombros.

—No hay nadie a quien devolvérselo, señoría. Nadie habita este palacio. Lo han abandonado. Si hacemos lo que nos pedís, vendrán otros… —añadió con gesto contrariado.

Por primera vez, Arnau se fijó en el edificio. Era un palacio napolitano similar a los de Gaeta o de los otros lugares que habían dominado los Anjou: un muro corrido de sillares de piedra que se extendía a lo largo del callejón con sencillas ventanas rectangulares, alineadas en tres plantas, con las jambas nervadas y una delicada cornisa coronando cada una de ellas. El portal de entrada era grande, aunque también relativamente simple: un arco rebajado, no como los catalanes, ojivales, recargados, sino en semicircunferencia, todo enmarcado por una simple ménsula rectangular. Las jambas eran como las de las ventanas, pero mucho más gruesas.

Arnau observó el patio interior que se abría tras el portalón: ninguna actividad.

—¿Dónde estamos? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.

Ninguno de sus hombres supo contestarle.

—En el vico Domenni —oyó desde atrás, donde permanecía parado Paolo. Arnau se volvió, escrutó al muchacho y lo animó a seguir con un gesto del mentón—. Este es el palacio de Francesco Domenni…

—Domenni —murmuró el conde catalán con la vista en la hilera de flores de lis esculpidas en la parte superior de la ménsula. Por encima de ella destacaba un gran escudo heráldico en piedra en el que aparecía el rastrillo en uno de sus cuarteles. Conocía perfectamente aquel emblema, lo perseguía desde hacía años. Era uno de los que componían el escudo de armas de los Anjou—. Entremos —ordenó pensando en aquel Domenni contra cuyos hombres se había enfrentado en numerosas ocasiones.

Franquearon el portal. Los cascos de Peregrino resonaron tranquilos en el suelo enlosado del patio del edificio, un lugar amplio e irregular debido a las construcciones que, con el tiempo, habían ido adosándose de forma algo caótica a lo que sin duda era el edificio principal. Allí, una escalera en piedra llevaba a su segundo piso, la planta noble. Como era usual en los palacios napolitanos, la escalera se integraba en la propia fábrica, de modo que no quedaba descubierta, al contrario que en los palacios barceloneses. Esto ocurría en el de Arnau de la calle Marquet, donde se iniciaba en el patio a través de una logia, una galería exterior techada con arcadas sobre columnas, abierta por dos de sus lados y que daba acceso a la escalinata que ascendía por el interior del edificio. Los muros y las ventanas que daban al patio eran tan sencillos como los exteriores.

Con los hombres todavía parados tras él, Arnau observó con más detenimiento: era grande y espacioso. Lamentó la falta de ornamentación y columnas que tanto embellecían las construcciones de su tierra natal, pero consideró aquel palacio suficiente para él, su familia, la servidumbre y sus hombres. El rey Alfonso perdonaría a los nobles napolitanos, lo sabía, lo habían hablado: los aragoneses necesitaban el apoyo de la nobleza feudal que controlaba la mayor parte de las tierras y los lugares del reino de Nápoles, pero aquel Domenni era cercano a Renato, francés, y se mantendría junto a él, en ningún caso podría permanecer en la ciudad.

Desmontó de un salto. Una punzada lacerante le recordó entonces la herida de su axila, pero evitó mostrar dolor o debilidad.

—Nos quedamos —anunció—. Peregrino necesita descansar. Quitadle los arneses. Claudio —se dirigió a uno de sus lacayos después de entregar el animal—, acude a Gaeta y trae a mi familia y mis pertenencias. Quiero una guardia permanente en la puerta —ordenó cuando ya se encaminaba a inspeccionar las dependencias del palacio—. ¡Ah! —Se detuvo de repente—. Buscad a un maestro cantero y que hoy mismo demuela el escudo de los Domenni y todas las flores francesas…, además de cuanto encuentre en piedra que ensalce a los enemigos de Aragón —agregó—. Preparad también unas jornadas de caza. Avisad a los monteros para que lo tengan todo dispuesto.

Mientras ascendía por la escalera de piedra, pensó en la caza. El rey estaría deseando ejercitarse en ella; no había dejado de practicar esa actividad ni en el más crítico de los episodios bélicos, por lo que ahora, tras la victoria, no tardaría en requerir su presencia. Quizá ya estuviera preguntando por él, y sonrió al imaginarlo. Alfonso era un apasionado de la caza, igual que Arnau, quien, además de general del ejército, ocupaba el cargo de montero mayor. El conde de Navarcles estaba satisfecho con aquel oficio que le permitía alejarse de las obligaciones cortesanas, desde la atención al rey en sus necesidades diarias, las misas y la tediosa administración, hasta las veladas musicales, las lecturas o las discusiones filosóficas que tanto promocionaba Alfonso. Mientras los demás bailaban, cantaban, recitaban poemas de amor o se entregaban al placer sin dejar de confabular y urdir todo tipo de artimañas para medrar en la corte, él disfrutaba persiguiendo cerdos y corzos por el monte, galopando con frenesí sobre Peregrino tras los perros que descubrían y acorralaban a la presa.

Paseó por las estancias del palacio. Sin duda Francesco Domenni no habría tenido tiempo para poner a buen recaudo sus pertenencias. El desorden evidenciaba que, además de algunos soldados aragoneses en busca de botín, como aquellos con los que se había cruzado, el propio Domenni debía de haberse llevado apresuradamente nada más que sus joyas y sus objetos de mayor valor. El resto —mobiliario, tapices, trajes y libros, vajillas y cristalería, vino incluso— todavía permanecía en la casa, cuya parte trasera se abría a un cuidado jardín. Se trataba de un hortus conclusus, íntimo como los de los conventos, todo él cerrado por altos muros, con fuentes, senderos empedrados y pérgolas, un oasis de verdor resplandeciente, oxigenado, en aquella ciudad de calles intrincadas y construcciones abigarradas. Arnau permaneció un buen rato deleitándose en la visión desde uno de los balcones, sustituyendo el olor acre de la guerra por la fragancia de los árboles frutales y las plantas de esencias aromáticas que los napolitanos incluían en sus jardines. Por un momento olvidó la sangre. «Sí —pensó—, Sofia y los niños estarán bien en este palacio».

2

Nápoles, 26 de febrero de 1443

Arnau se sentía incómodo ataviado con aquellos lujosos ropajes, pero Sofia había insistido en ello.

—En la entrada triunfal del rey en Nápoles debes destacar como el principal de sus barones, que es lo que eres. ¡Reclama tu lugar! —le había recomendado, convencida de que el alejamiento voluntario de la corte por parte de Arnau le perjudicaba—. La imagen que un noble proporciona a los demás es importante. Bien lo sabe el rey.

Era cierto. Alfonso sabía captar la admiración, el respeto y hasta el temor de sus súbditos a través de fastos y celebraciones en los que se personaba como un dios. Aquel día no sería menos. Varios meses después de su conquista, el rey iba a hacer su entrada triunfal en Nápoles, y la acumulación de gente en las calles obstaculizaba el avance de Peregrino. Arnau cabalgaba molesto sobre la montura debido a la larga hopalanda de terciopelo ocre que vestía, de la que colgaban cadenillas y hasta algún que otro cascabel. Abierta, la amplia prenda le caía libre a los costados y se enredaba en los estribos, obligándole a dar constantes patadas al aire a fin de liberar sus pies. Bajo aquella lujosa túnica lucía las calzas y el jubón, negros ambos, bordados con hilos de oro y adornados con una hilera de perlas. Sofia había intentado rellenarle el jubón con algodón en los hombros para impresionar, pero en esa ocasión el conde se había negado en redondo:

—No necesito alardear.

—Todos lo hacen —se quejó ella.

—¿Cómo lo sabes, mujer? —saltó Arnau—. ¿Acaso estás presente cuando se desvisten?

—No te equivoques —se defendió Sofia—. A los hombres os ciegan el orgullo y la soberbia, pero las mujeres bien sabemos lo que portáis debajo de las ropas sin necesidad de veros sin ellas. —En ese momento miró con descaro la entrepierna de Arnau y sentenció—: Ahí no precisas relleno.

—¡Ni ahí ni en lugar alguno!

Sofia sonrió con picardía para luego acercarse a él, seductora, los pechos firmes, transmitiendo los latidos de su corazón, ahora acelerado. Era bella. Exuberante. Sensual.

Arnau la rechazó, no sin cierta aflicción.

—No llegaré a tiempo… Y todavía tengo cosas que hacer —se excusó.

Claudio y otro criado que le acompañaba apartaron a gritos y empujones a la gente para que Arnau pudiera transitar. Iba con retraso, pero no había podido postergar aquel compromiso. El rey le preguntaría, con toda seguridad. Alfonso podía estar pendiente de la mayor gesta bélica y, aun así, se interesaría por la suerte de su querido perro de caza. El animal había desaparecido en una de las últimas jornadas en el Astroni, un inmenso cráter cerca de Nápoles que el propio soberano había ordenado repoblar con jabalíes, ciervos y corzos. El alano no había vuelto al refugio y el rey, tremendamente preocupado, había ordenado y pagado un ducado y grano para la celebración de misas ante san Antonio, en súplica para que el patrón de los animales obrase el milagro y el perro apareciese sano y salvo.

Arnau había tenido que ir a aquella misa, como a las anteriores, y rezar junto a varios sacerdotes por el bien del alano. Eso lo había retrasado, pero el rey llevaba tres días recluido en un monasterio de las afueras de la ciudad en un rito que exigía la purificación de la sangre de los enemigos vencidos antes de la celebración del triunfo, plazo durante el cual no había tenido contacto alguno con Arnau, por lo que este estaba convencido de que le preguntaría por el animal y, sobre todo, por la eficacia de misas y oraciones. El montero mayor opinaba que el perro había acabado sus días atacado por una piara de jabalíes. También presumía que el soberano era de su misma opinión, pero Arnau no se lo diría y el rey no lo reconocería, por lo menos mientras se invocase la ayuda divina.

Avanzaba con dificultad entre aquella multitud ya entregada al monarca aragonés que lo esperaba exultante y alegre en las calles. Renato de Anjou había terminado rindiéndose, para poco después embarcar en naves genovesas a fin de abandonar Nápoles junto a sus incondicionales, entre ellos Francesco Domenni, cuyo palacio continuaba ocupando Arnau con su familia y su gente, aunque ahora ya como propietario gracias a la gratitud y la generosidad del rey. Durante aquellos meses, el ejército aragonés, con Arnau y el propio monarca al mando, prosiguió sus acciones bélicas fuera de la ciudad, primero en los Abruzos y luego en Apulia, donde derrotó a las huestes de Francesco Sforza, una victoria que supuso la paz en la totalidad del reino.

Alfonso esperaba acampado en la zona oriental de la ciudad, en la marina, frente a la puerta del Mercato, lugar en el que se había derribado buena parte de la muralla para que el soberano y su comitiva accedieran por allí, en público y notorio reconocimiento de lo superfluo de una defensa como esa ante el poder que emanaba del monarca, llamado, a partir de ese momento, a defender personalmente Nápoles y a los napolitanos. Arnau llegó justo cuando se iniciaba la ceremonia: el rey, sentado en un sitial con pasamanería de seda bordada en oro, se hallaba rodeado por la corte, los nobles y los capitanes del ejército y los prohombres en pie, formando un gran círculo a su alrededor. Las sedas, las armas bruñidas y los ropajes brillaban bajo aquel sol de invierno que caldeaba un ambiente por demás frío y ventoso. El conde sabía que, en esa ocasión señalada, Alfonso se disponía a premiar con títulos y tierras a los hombres que lo habían acompañado y sido fieles durante la larga contienda. El propio Arnau iba a recibir el marquesado de Sant’Agata, unas fértiles tierras cerca de la ciudad.

Desmontó con prisas, entregó su caballo a un mozo que rondaba por allí y se vio obligado a guardar silencio ante el discurso ya iniciado del canciller. Le dolía no estar ahí, en pie, erguido y orgulloso al lado de Alfonso, como su familiar, uno de sus favoritos, siempre privilegiado por este, en lugar de permanecer confundido entre el resto de los barones y sus acompañantes, pero la solemnidad del acto le aconsejaba quedarse quieto y no romper el hechizo. En ese momento, como primera providencia, el canciller premiaba a Orsolina y Paolo. El chico todavía iba descalzo, aunque limpio y vestido con una camisa blanca que tapaba sus calzones, pues le llegaba hasta las rodillas, atavíos en los que Sofia había tenido bastante que ver ya que el muchacho se había convertido en un asiduo al palacio Domenni, rebautizado como Estanyol.

Sonreía la madre. Sonreía el hijo, que, en medio de aquel círculo opresivo por la riqueza y los honores de quienes lo conformaban, arrodillado frente al rey, observaba de reojo la opulencia de cuanto lo rodeaba. Orsolina, según anunció el senescal, recuperaba el horno de pan que los angevinos le habían requisado; madre e hijo ganaban la ciudadanía napolitana, con las libertades y exenciones que ello conllevaba, y se concedía a ambos licencia para la exportación libre de impuestos y gabelas con franquicia en la totalidad del reino, incluidos los lugares de señorío, de cinco carri de grano, casi mil quinientos kilos.

—Habéis servido bien y fielmente a vuestro rey —intervino Alfonso una vez que su vocero hubo terminado.

Paolo hizo ademán de levantarse tras el reconocimiento del monarca, pero antes de que lo lograra, Orsolina le tiró de la camisa y lo obligó a arrodillarse de nuevo. Se oyeron algunas risas simpáticas entre los presentes mientras la madre arrastraba al muchacho hasta llegar a besar los zapatos de seda del rey, tras lo cual atravesaron las filas de nobles con premura.

Después de la panadera y su hijo, se inició el reparto de títulos y de las tierras confiscadas a algunos de los seguidores angevinos porque a la mayoría de ellos el rey, en un gesto magnánimo, los amnistió y les confirmó la mayor parte de sus honores, tierras y posesiones. Al final, solo las gracias concedidas durante el reinado de Renato de Anjou quedaron totalmente invalidadas. Los nobles fueron sucesivamente llamados a presencia de Alfonso. A Bernardo Gasparo se lo nombró marqués de Pescara; a Nicola Cantelmo, duque de Sora; a Francesco Pandone, conde de Venafro…

Los agraciados salían al centro del círculo, se arrodillaban frente al rey, recibían sus honores y le juraban fidelidad y homenaje ore et manibus, reconociendo poseer las tierras en nombre de su señor. Ceremonias como esas eran de las que huía Arnau. Al lado del soberano, como acostumbraba a estar cuando no le quedaba más remedio que comparecer, solo podía imaginar los comentarios cínicos y las críticas ácidas de muchos de los cortesanos, tales como las que ahora, confundido entre ellos, oía: «Si el rey supiera las barbaridades que ese dice de él…», «Este no merece ni el título de porquero mayor del reino», «Algún día, Alfonso se arrepentirá de haberle concedido tanto poder, se rebelará contra él…». En más de una ocasión, Arnau miró en derredor tratando de descubrir al atrevido, pero sin éxito. Percibió codazos de alerta entre quienes le rodeaban y vio que se chistaban unos a otros advirtiendo de su presencia y requiriéndose al silencio. Sumergido en esa turba de envidias e intereses, la hopalanda de terciopelo le pesó más que su armadura de guerra milanesa y le asaltó el desasosiego. La entrega de títulos continuaba, y en un momento u otro escucharía su nombre. Un repentino cosquilleo se sumó a la intranquilidad. Llamaban a los catalanes.

—¡Alfonso de Cardona!

Al de Cardona le concedieron el condado de Reggio.

—¡Gaspar Destorrent!

«¿Gaspar Destorrent!», se sorprendió Arnau. El desasosiego mudó en ira de manera instantánea, un cambio tan repentino como el de muchos de los que estaban a su lado, quienes se apartaron lo poco que podían, como si quisieran dejarle espacio para estallar. Las rencillas entre Arnau y Gaspar eran bien conocidas.

—Cobarde —se oyó en un susurro a su espalda.

—¡Felón! —dijo otro.

«¡Lo es, sin duda! —pensó Arnau—. Una persona sin honor». Lo vio salir al círculo, todo él espigado: cabeza, torso y piernas. Y tembló. Su hermanastro. Él no habría cumplido unos años de vida cuando su madrastra, Marta Destorrent, intentó matarlo para beneficiar a aquel miserable en la herencia de su padre, el almirante Bernat Estanyol, el que precisamente perdió la suya a manos del abuelo de Gaspar, Galcerán Destorrent, y sus secuaces. Los Destorrent no consiguieron sus perversos propósitos y la vida de Gaspar, en lugar de ligarse al honor y la nobleza, lo hizo al comercio, el dinero, el vicio y la maldad. Había llegado incluso a abjurar del apellido Estanyol movido por el rencor que sentía hacia la familia de su padre.

Gaspar había acudido a Nápoles para defender allí los intereses comerciales de su tío Narcís, heredero de los negocios y la fortuna de los Destorrent. Para obtener la gracia real, participó en la financiación de la campaña bélica y aportó huestes al ejército de Alfonso, las que se permitió capitanear pese a carecer de cualquier experiencia e instinto militar. El rey lo nombró caballero junto con muchos otros, en un procedimiento inusual pero admitido por las leyes de la caballería y por el que, en un mismo acto, se otorgaba aquel título con carácter general. Muchos buenos soldados murieron en combate por la soberbia y la ineptitud de ese hombre que jugaba a la guerra. Consciente, sin embargo, de su aportación a los intereses de Alfonso, Arnau evitaba a su hermanastro, aunque sabía de los esfuerzos de este por mancillar su reputación e incluso perjudicar su patrimonio.

Ahora la paz permitía que aquel que desertaba subrepticiamente del campo de batalla avanzara hacia el rey con arrogancia. Todos los músculos de Arnau estaban en tensión, una vena de su cuello hinchada y el rostro enrojecido.

—Traidor —oyó murmurar de nuevo a su espalda. Sí, sin duda Gaspar era un traidor y…

—¡Cobarde! ¡Renegado! ¡Canalla!

De súbito, Arnau se encontró solo, expuesto a todos. La gente se había apartado todavía más de él. Comprendió que, ofuscado por la rabia, había gritado aquellos insultos. Alfonso permanecía sentado, con Gaspar en pie frente a él. Barones, prohombres y mujeres se hallaban paralizados, quietos, en alerta. Algún rumor, alguna tos, el correteo de un niño, pero incluso la brisa marina que llegaba de la bahía parecía haberse detenido. Silencio. Arnau respiró hondo, se irguió y se acomodó la túnica sobre los hombros. En ese mismo instante dejó de pesarle.

—Sí, ¡cobarde! —gritó entonces señalando a Gaspar—. Ni Aragón ni Nápoles merecen un noble que deja morir a sus hombres. Este… —Arnau agitó la mano hacia un Gaspar hierático, capaz de soportar cualquier afrenta antes que pelearse y poner en riesgo la distinción prometida—. Este… villano rehúye la batalla. ¡Todos lo sabéis! —proclamó al tiempo que recorría con la mirada a los presentes.

Si alguien apoyó sus palabras debió de hacerlo desde atrás, puede que en susurros, porque en público, a la vista del rey, no se produjo muestra alguna de respaldo. Alfonso, por su parte, no parecía dispuesto a interrumpir al conde de Navarcles. Quizá incluso disfrutaba con el enfrentamiento. Lo que Arnau malinterpretó como cierta complicidad lo azuzó.

—Este hijo de puta no está interesado en la gloria de Nápoles, de Aragón y de nuestro rey; lo único que le interesa son los dineros, sus negocios. Sería capaz de vender su honor, ¡el nuestro también! El rey no puede…

Hasta ahí le permitió Alfonso:

—¡El rey puede hacer cuanto desee… y Dios le consienta! —gritó—. De rodillas —le ordenó.

—No… —quiso discutir Arnau.

—¡De rodillas! —El monarca se levantó violentamente, interrumpiendo la réplica del conde de Navarcles.

La tensión se palpó durante los escasos segundos en los que Arnau se mantuvo erguido, casi desafiante, frente a su rey. Luego obedeció e hincó la rodilla en tierra. El ridículo cascabeleo de los colgantes de su hopalanda al postrarse resonó entre los presentes a modo de burla.

Con la mandíbula prieta, sabiéndose observado y criticado, Arnau presenció cómo Alfonso concedía a Gaspar el título de conde de Accumoli, un lugar de los Abruzos, región en la que él mismo había batallado hacía unos meses. Allí no estuvo Destorrent, quien, sin embargo, se levantó como nuevo conde de ese pueblo y, ya de espaldas al sitial dorado, dirigió una sonrisa burlona hacia Arnau, al que quiso ultrajar rozándolo al pasar, golpeándole sutilmente el rostro con el fleco de la túnica de seda que vestía. Arnau se levantó de un salto, su mano desenvainando ya la espada. Varios soldados rodearon al soberano, que se había puesto en pie, y lo protegieron con sus lanzas; otros corrieron en dirección a Arnau. Los gritos y las órdenes se sucedieron.

—¡No en presencia del rey!

Algunos nobles desenvainaron también. La gente se apartaba, y Arnau, ciego como si se tratase de un combate a muerte, presionó con la espada el cuello de su hermanastro. El que este abriera los brazos en señal de sumisión, mostrando que no iba armado, desconcertó a Arnau, que apartó el arma.

—No vale la pena, conde —le aconsejó alguien.

—¡Dejadlo!

—Si proseguís, el rey nunca os perdonará la ofensa.

—Es la celebración de su victoria. No la estropeéis más.

Arnau envainó la espada.

—Necio —oyó entonces de boca de Gaspar, en un tono de voz que solo él pudo percibir.

Aquel artero lo había vencido en un campo en el que no estaba acostumbrado a luchar. Se encaminó hacia Alfonso. Ciertamente era un necio, se recriminaba a cada paso. Durante lo que le pareció un recorrido inacabable, su mirada se cruzó con la de Sofia y sus hijos, Marina, Filippo y Lorenzo. Ella contemplaba su avance con los ojos entornados, el ceño fruncido; los niños… ¿Lloraba Filippo? Hizo un gesto a su hijo para que se contuviese, pero las lágrimas que vio correr por sus mejillas le ardieron en el pecho. Y con esa quemazón, herido, se arrodilló frente a Alfonso y humilló la cabeza. Cortesanos y prohombres recuperaron sus sitios; la guardia real relajó su vigilancia. El rey, todavía en pie, serio, impasible, la mirada acerada que tan bien conocía Arnau del campo de batalla, no se dignó dirigirle la palabra y cedió al senescal la responsabilidad de indicar al conde de Navarcles que abandonase el lugar. Y no lo había hecho todavía cuando se llamaba al siguiente caballero. La ceremonia debía proseguir porque el pueblo, tras las murallas, reclamaba cada vez con mayor ímpetu y urgencia la presencia del soberano.

—¿Acaso no sabes que Gaspar financia las campañas del rey?

Era Sofia quien se lo censuraba. Los niños, la humillación de su padre ya olvidada en la vorágine de sensaciones que se sustituían entre ellas, corrían entre la gente que presenciaba la magnífica entrada victoriosa en la ciudad de Alfonso de Aragón, rey de Nápoles, montado en un carro bañado en oro del que tiraban cinco caballos blancos sin mácula, enjaezados con paños de seda y oro. Lo precedían trompetas, pífanos, tambores y hasta castañuelas, que fueron sonando y acompañando los cánticos y las danzas que se sucedieron durante toda la jornada. A derecha e izquierda del carruaje, veinte caballeros elegidos entre los que tenía que haber estado Arnau, que, sin embargo, caminando ahora en el cortejo, junto con el resto de los nobles, prohombres y familiares, escuchaba las palabras de Sofia.

Arnau conocía perfectamente la posición privilegiada de Gaspar por mor de las finanzas reales.

—El rey tiene que pagar la soldada —insistió la mujer, quien, como en todo lo que se refería a la corte, sabía más que él—. En primavera ha de llegar una expedición de telas desde Barcelona, y eso está en manos de Gaspar y su familia en la Ciudad Condal.

Alfonso pagaba a sus hombres con telas. Combinaba la soldada en metálico principalmente con paños, aunque también podía ser con sal, grano o vino, si bien en este caso parecía que optaría por las telas que le proveerían los Destorrent a un precio con toda seguridad reducido, quizá aplazado en buenas condiciones financieras gracias al honor recibido por Gaspar.

Aquel monarca que, erguido en su sitial, entraba orgulloso en Nápoles con la cabeza descubierta, desprovisto de la corona que había rechazado y que debía imponerle un Papa que era su enemigo, tratando con ello de demostrar a los demás príncipes italianos que no se sometía a autoridad alguna, ni siquiera a la del vicario de Cristo, en realidad dependía de prestamistas y mercaderes como los Destorrent y, sobre todo, de los nobles a los que había perdonado y mantenido en sus tierras. De las mil quinientas ciudades que componían el reino de Nápoles, Alfonso poseía menos de ciento cincuenta; el resto se repartía en manos de un centenar de terratenientes, con el príncipe de Taranto a la cabeza, señor de hasta trescientos lugares, la práctica totalidad del tacón de Italia.

Alfonso avanzó bajo palio sostenido por prohombres elegidos. Portaba en las manos el cetro y la esfera que representaba el orbe. A sus pies, pisándolo en símbolo de victoria, el palio utilizado en su día por Renato en su entrada a la ciudad. Por delante iba la representación del emblema elegido por el monarca: una silla cruzada por lenguas de fuego, el llamado siti perillós, aquel de la tabla redonda del rey Arturo que, según el mago Merlín, solo era digno del caballero con el corazón más puro. Se trataba de un asiento reservado a un guerrero casto, valiente y piadoso, el elegido por Dios para encontrar el santo grial. Así se consideraba Alfonso I de Nápoles, el único hombre capaz de sentarse entre las llamas de la silla vacía de la mesa de Arturo.

Los vítores y aplausos de la multitud al paso de la comitiva por aquellas calles todavía arruinadas por la guerra y el asedio, si bien alfombradas con pétalos y coronadas por arcos de triunfo efímeros, las flores cayendo en cascada desde balcones y ventanas, acallaron el discurso de Sofia. Sin embargo, ella trató de hacerse oír por encima del gentío y levantó la voz:

—No deberías haber…

—Calla, Sofia —le exigió Arnau.

No, no debería haber cometido ese torpe error, pero no quiso reconocerlo. Nunca debería haberse enfrentado al monarca. Daban igual Gaspar, las telas, los dineros o los honores. Alfonso era su rey. Arnau era capaz de morir por él. Si no discutía cuando le ordenaba arriesgar su vida para tomar una posición o liberar un lugar, ¿a qué poner en duda sus decisiones en materia cortesana?

Sofia no escondía su malestar mientras, en la plaza del Mercato, cuatrocientos jóvenes vestidos con los colores de Aragón lanzaban pétalos al tiempo que bailaban alrededor de dos fuentes de las que manaban agua clara, vino blanco y vino tinto.

—¡No has obtenido el marquesado! —exclamó.

Tenía que reprochárselo. Incluso con el estruendo de la música, los cánticos, los bailes y los aplausos, tres o cuatro hombres de aquellos que los rodeaban oyeron la queja de Sofia. Todos, sin excepción, desviaron la mirada simulando no haberse percatado por no enfrentarse al conde de Navarcles, quien, no obstante, sí se topó con la de ella, fría, acerada.

—¡Basta, mujer! —le espetó con dureza, pero se contuvo y no fue más allá, pues, en situaciones como esa, el recuerdo de Giovanni amordazaba sus reacciones; el siciliano regresaba redivivo en sus brazos, agonizante, y Arnau renovaba su juramento de silencio.

Sofia, que contaba siete años más que él —veintiséis frente a treinta y tres—, se apoyaba a veces en esa diferencia de edad para demostrarle su mayor experiencia en asuntos mundanos, y Arnau había tenido que reconocer en algunas ocasiones que le hablaba con sensatez. Sofia había sido la mujer del compañero de armas más fiel y leal que había tenido Arnau durante la larga guerra: Giovanni di Forti, siciliano al que el rey había concedido el título napolitano de barón de Castelpetroso. Ambos habían peleado codo con codo, habían sido vencidos y habían vencido juntos, salvándose la vida mutuamente hasta convertirse en mucho más que amigos o compañeros; hermanos. Giovanni murió en brazos de Arnau, su cuello atravesado por una saeta. En su agonía, con la sangre asomando a sus labios, le había hecho jurar que se ocuparía de Sofia y de Marina, su mujer y su hija, que cuidaría de ellas y las protegería. Arnau juró. El rey, en pie junto a ellos, sin poder esconder su emoción ante la muerte de guerrero tan valeroso, fue testigo del compromiso.

Y ese mismo rey acababa de revocar su promesa acerca del título nobiliario y las tierras que iba a entregarle. Después del altercado con Gaspar y de que lo echaran de la ceremonia, Arnau había esperado a que el senescal lo nombrase, unos pasos por detrás del gentío apiñado en torno al monarca. Sofia permaneció a su lado, seria, enfadada; los niños, vigilados por una sirvienta, mirando de reojo a sus padres. Arnau presentía que no lo llamarían, pero lo deseaba. Y lo merecía. Significaba un honor en aquella tierra conquistada tras crueles años de guerra; un título de nobleza italiano que añadir a los catalanes que ya poseía. Un acercamiento a los napolitanos a través de la nobleza, y también unas rentas y unos ingresos considerables que no había que despreciar. Asistir al rey en la guerra, acudir con hombres, caballos y armamento conllevaba unos costes elevados. A ello había que sumar el palacio, la servidumbre, los caballos, la plata, las sedas, los brocados… Arnau era rico, pero sus gastos eran acordes con su posición y se convertían en un pozo sin fondo. Tenía claro que Sofia deseaba aquel marquesado tanto o más que él; sin embargo, eso no le daba derecho a recordárselo en público y a retarlo con la mirada.

—¿Sabes…? —dijo él suavizando el tono, a pesar de todo—. El rey no se ha interesado por su perro.

Sofia lo pensó un instante, entendió la decepción de su hombre y, como él, mudó la actitud.

En ese momento, atrás en el mercado, la comunidad florentina ofrecía juegos ecuestres y una procesión de carros alegóricos: las virtudes, la fortuna, la justicia y el césar. Arnau y Sofia vieron a sus hijos corriendo con otros muchos niños entre las carrozas, divirtiéndose y riendo. Marina, una mujercita de trece años, contemplaba a sus hermanos menores con una sonrisa en los labios; Filippo, el mayor de los dos, contaba solo cinco años, lo que concedía a la muchacha una autoridad sobre ellos superior incluso a la de la sirvienta que los vigilaba. Tras la muerte de Giovanni en la batalla, Sofia y Arnau tardaron unos años en desprenderse del sentimiento de culpa que los acechaba en el mismo momento en el que el uno o la otra permitían que la lujuria brillase en su mirada.

Al lado de Marina, como ya iba siendo usual, estaba Paolo. Siempre aparecía de forma inesperada y sorpresiva en el palacio, en el patio, en las cuadras o en las cocinas, aunque evitaba las estancias nobles, y era bien recibido hasta por un Arnau poco dado a las visitas, pero que consentía su presencia al recordar que los había guiado en el acueducto y la valentía con la que arriesgó su vida reptando entre las piernas de los aragoneses para recoger saetas con que surtir a los ballesteros, exponiéndose a resultar herido por una flecha enemiga, una piedra bombardeada o una lanza angevina.

Desde que entraran en Nápoles, hacía ocho meses ya, Paolo les llevaba una torta gratis cada domingo en muestra de respeto. Era evidente que Orsolina carecía de recursos, porque el pan no contenía ni carne ni pescado, sino hortalizas, el principal alimento de la mayor parte de la población napolitana. El estómago de Arnau se revolvió igual que lo había hecho, entonces en mayor medida sin duda, cuando Marina le tendió el último pedazo de torta rebosante de brócoli. Los nobles no tomaban verdura, pero la muchacha esperaba con ilusión el bocado de su padre al presente traído por su amigo. Luego bajaría al patio, refrenando las prisas, a confirmar al panadero lo buena que les había parecido a todos; al que más, a Arnau.

—Me preocupa estar consintiendo una amistad inapropiada —comentó este, con el brócoli todavía pegado al paladar, en el momento en el que Marina bajaba ya las escaleras.

—¡No exageres! —se opuso Sofia—. Son muy jóvenes.

—Quizá deberíamos prohibir estas visitas.

—Tú lo metiste en esta casa, Arnau. —Él fue a protestar, pero Sofia lo interrumpió para aplacar sus temores—: Estoy al tanto, Arnau. Además, Marina sabe lo que hace, está bien educada.

Ese día, el del triunfo de Alfonso, Arnau detuvo su mirada en el joven Paolo; era evidente que estaba prendado de Marina. «No —trató de convencerse—, no debería haber problema alguno; el muchacho parece saber cuál es su lugar». Con todo, un ligero escalofrío le recorrió la espalda: Marina era su preferida. Paradójico, pensó. Tenía dos hijos comunes con Sofia, pero quería más a Marina, a la que adoraba, quizá sencillamente por eso, porque era niña, porque los niños, en cambio, debían educarse en la dureza y la exigencia; con ellos no había lugar al cariño. Pero quizá también porque Filippo y Lorenzo se habían criado en la felicidad, al abrigo de la casa de Gaeta y ahora del palacio de Nápoles. Siempre habían sido críos alegres, listos y revoltosos, y ya a su corta edad respetaban a Arnau, actitud que lo enorgullecía. Marina, por el contrario, se rompió con la muerte de su padre, sin encontrar consuelo en una madre a la que la pérdida de Giovanni golpeó el alma de manera despiadada. A la vuelta de sus campañas, Arnau encontraba una familia derrotada, sumida en el dolor y la tristeza, por eso recordaba como una de sus mayores victorias el primer asomo de una sonrisa en los labios de Marina. Luego vinieron más, el invulnerable ánimo infantil pugnando por acompañar los pasos de aquella niña que con su alegría procuró también la curación de la madre. Arnau se sentía parte imprescindible de aquel duro proceso de redención. Olvidaba lanzas y espadas al cruzar la puerta de su casa; lavaba la sangre propia y la de enemigos para presentarse impoluto ante Marina, y mudaba el tono de voz en el que se dirigía a los soldados para acomodarlo a sus oídos delicados. La mimaba con cuidado, concediéndole espacio, sin tratar de sustituir a su compañero de armas caído en combate. La llevaba a dar largos paseos a caballo o en barca, persiguiendo el horizonte a fin de que el mar ahogara los recuerdos que la atormentaban. Rezó buscando la intercesión de Giovanni para que Dios lo ayudara, y lo consiguió. Marina era su niña, su vida, y no permitiría que nadie le hiciera daño. Así, poco a poco, a medida que ella recobraba la sonrisa, Sofia también recuperó las ganas de vivir. A los dos les costó escapar de la presencia de un amigo y esposo al que invocaban en los momentos de necesidad y lloraban en los de nostalgia, pero la vida empezó a abrirse paso y el dolor y la desdicha tuvieron que enfrentarse al sol que calentaba cuerpos y atemperaba espíritus, a la alegría de los niños que corrían y saltaban en las calles, a la mujer que cantaba en la casa vecina, a los pescadores que bogaban en un mar infinito, a los vientos que azotaban el peñón en el que se erigía el monumental castillo de Gaeta y que les traían aromas y hasta el rumor de conversaciones lejanas en idiomas extraños. La convivencia suavizó recelos y rigideces, las aprensiones se diluyeron en la rutina y el roce estimuló pasiones. Y se entregaron el uno al otro.

Los catalanes también participaron con sus espectáculos en la fiesta de Alfonso: simulacros de guerras entre moros y cristianos, todos montados en caballos de algodón, confeccionados en tela sobre esqueletos de madera con largos faldones a los lados para ocultar las piernas de quienes los manejaban. En otro lugar de la ciudad se llevó a cabo la representación de las virtudes que caracterizaban al rey. Una torre muy alta habitada por la magnanimidad, la clemencia, la constancia y la liberalidad. Junto a la construcción, una silla vacía, el sitio peligroso, que, como relató una de las virtudes con voz alta y clara, solo correspondía al conquistador de Nápoles. Luego se libró un combate entre diez caballeros coronados con escudos con la señal de Aragón y hombres salvajes recubiertos de pieles y armados con mazas.

Magnanimidad, clemencia y liberalidad. Parecía que aquella torre estuviera ahí dispuesta para Arnau, a fin de indicarle que necesitaría excitar todas esas virtudes en Alfonso para obtener su perdón. La ofensa cometida para con su rey aumentaba en magnitud a medida que transcurría el día y se sucedían la música, los cánticos y las danzas, los gritos, los vítores y las fervorosas muestras de afecto, respeto y devoción por parte de toda Nápoles: la rica, la noble, la pobre, la laica y la religiosa. Todo aquello iba convirtiendo a ese rey sin corona en un dios al que Arnau se había permitido insultar. Carecía de importancia la humillación sufrida a manos de su hermanastro Gaspar. Por más que le doliese, por más que la ira todavía atenazara sus músculos al verse con la rodilla en tierra mientras aquel perro cobarde era premiado con honores que solo correspondían a los soldados nobles y valientes, comprendió que no existía excusa para enfrentarse a su soberano.

—¡Alfonso, Aragón!

El grito resonó en las calles de Nápoles. Arnau se sumó de viva voz a los vítores que se sucedieron, como si con ello pretendiera expiar su culpa:

—¡Seguidores vencen!

—¡Viva el señor rey de Aragón!

—¡Alfonso, Aragón!

Los festejos se desarrollaban a lo largo de la ciudad en un recorrido que alternaba diversiones y misas con la visita que el monarca había dispuesto a los seis seggi de Nápoles.

La jornada tocaba a su fin. Entre espectáculos y fiestas, Alfonso había ido recorriendo los seggi de Nápoles, las organizaciones municipales que se responsabilizaban del gobierno de la capital, juzgaban, concedían la ciudadanía, dictaban las normas de policía urbana, decidían en asuntos suntuarios, de representación y hasta en los religiosos, como los funerales. De los seis seggi, uno era el del Popolo, compuesto por ciudadanos ordinarios y que el rey no tardaría en disolver, receloso y hasta ofendido por el poder de la ciudadanía que tantos problemas había causado a su padre y a él mismo en Barcelona. Los otros cinco los conformaban nobles de abolengo y, de entre esos cinco, dos eran los más prestigiosos: el de Nido y el Capuano.

Alfonso tenía previsto alojarse en la fortaleza Capuana, por lo que el último seggio al que honró con su presencia fue el Capuano, cercano al castillo. Ni siquiera el rey podía imponer quiénes formaban parte de aquellas instituciones reservadas a los nobles y patricios napolitanos, conservadores, gerontocráticos y que actuaban con criterios endogámicos. Sin embargo, la caótica situación de la ciudad cuando los aragoneses la conquistaron, la residencia de Arnau en el palacio que había sido de Domenni en territorio dependiente del seggio Capuano y la pertenencia de Sofia a una familia aristocrática de arcaico linaje napolitano permitieron que la familia del conde de Navarcles fuera admitida en él.

La comitiva recorrió el Decumano Mayor, la vía en la que desembocaba el callejón donde se erigía el palacio Estanyol. Desde el carro, el rey escuchó los cantos religiosos e himnos que entonaban los coros de las iglesias frente a las que discurría el cortejo: San Pietro a M

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