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Lo observaba como si fuera una máquina infernal. Un agujero negro por el que caería irremediablemente, que la succionaría en su profunda oscuridad y del que le resultaría imposible salir. Ella, que siempre había sido libre para decidir qué ópera cantar, en qué teatro actuar, qué caché cobrar, a qué hombre amar y a cuál depreciar, qué prohibición infringir o qué norma ignorar, vencida de repente por la trompa de metal pavonado con forma lobulada del gramófono que, desde hacía unos días, la esperaba en el salón de billar francés. En esa acogedora estancia solía contar a sus invitados que los campeones canadienses Joseph Dion y su hermano Cyrille, conocido como «el Bismarck del billar», le habían dado clases y, presumiendo de ser una gran billarista, recordaba cómo «un empresario ordenó durante una de mis giras que en cada hotel donde me alojara hubiera una mesa para que pudiese jugar. Le hice ganar una cantidad indecente de dinero; era lo mínimo que podía hacer».
Había elegido ese salón por ser su favorito de la residencia de Craig-y-Nos, en parte por la imponente presencia del orchestrion, un reproductor de música grabada en rollos perforados que presidía la sala desde que llegó de Friburgo, Suiza, por el que pagó cincuenta mil francos —más quinientos por cada rollo— y al que solía llamar «el fantasma del castillo». Pero aquella mañana el solemne Welte & Söhne Orchestrion, con sus ciento cuarenta y seis tubos centrales, su veintena de trompetas y la treintena de tubos de metal adornados con flores doradas dispuestos en los laterales, no lograba robarle el protagonismo al gramófono. Era una amenaza, paciente y muda, como el público que abarrotaba los teatros de ópera, el mismo silencio que reinaba segundos antes de alzarse el telón en el Covent Garden de Londres, en La Scala de Milán, en el Teatro Imperial de San Petersburgo, en la Academy of Music de Nueva York, en la Ópera Garnier de París o en el Teatro Real de Madrid, cuyos escenarios pisó con solemnidad, como la reina que era. Por fin, Adelina Patti había aceptado la propuesta de The Gramophone & Typewriter Ltd. de grabar su voz para la eternidad. «Yo ya soy eterna, querido. Pruebe con otro argumento», le espetó al empresario, que no cejaba en su empeño desde hacía años. El hombre lo intentó con otro razonamiento que nunca fallaba con ella: «Caruso lo grabó hace dos o tres años. Cobró ciento setenta libras por cinco discos». Fue un acierto; si la diva tenía una asignatura pendiente en su brillante carrera, era no haber cantado con el tenor italiano. Ésas fueron las palabras mágicas que obraron el milagro. «Está bien. Lo haré. Doscientas libras por disco y el veintiuno por ciento de los beneficios. La grabación será en mi castillo, el día que yo quiera y a la hora que yo diga. Si acepta mis condiciones, tenemos un trato. De lo contrario, no me haga perder el tiempo». No había nadie en el mundo que supiese llevar su carrera como Adelina Patti. Incluso a sus sesenta y dos años, no podía resistirse a superar el caché de un émulo para auparse al trono de la cantante mejor pagada del universo operístico. No era por soberbia ni por orgullo, tampoco por rivalidad, ni siquiera por envanecimiento. Era por justicia. Ella siempre debía ser la mejor pagada. Y lo fue durante más de medio siglo.
Se acercó con cierta precaución, recreándose en la caja de madera rojiza de roble macizo, cuya calidad certificaban las vetas que se abrían por la superficie. Se fijó en el ángel desnudo que portaba una pluma de ave, primer logotipo de la firma —más tarde, cuando la empresa cambiara la denominación comercial por la de «La Voz de su Amo», sería un perro ante un gramófono—, al lado del nombre de la compañía, The Gramophone & Typewriter Ltd., y los países donde se comercializaba: Gran Bretaña, Alemania, Francia, Austria, Bélgica y Rusia. En todos aquellos lugares había cantado ella varias veces, y recordaba todas y cada una de las ocasiones.
Adelina estaba a punto de escuchar la primera grabación de su voz en un disco. La canción elegida había sido el aria «Casta Diva» de la ópera Norma que interpretó el día anterior, postrada ante ese aparato endemoniado, sin poder moverse como solía hacerlo por los principales escenarios del mundo. «Debe usted permanecer quieta, señora Patti, para que el micrófono capte su voz y ésta no se pierda», le había aconsejado el empleado de la compañía, no sin cierto temor a que su sugerencia provocara el enojo de la diva y apareciera uno de sus temidos brotes. La soprano había exigido escuchar la grabación antes de proseguir con las diez contratadas; si la experiencia era satisfactoria, grabaría alguno más el próximo año. Observó con desconfianza los surcos del disco que anhelaban bosquejar las líneas de su vida, como los anillos de un árbol que dejan al descubierto su existencia, sin adornos, sin engaños, la verdad simple y clara. Y las verdades a veces son crueles. Pero a ella no le asustaba la verdad, eso sería de cobardes, y ya había dado sobradas muestras de su valentía.
Notó que su proximidad convertía en trémulas las manos del operario de The Gramophone & Typewriter Ltd. Su presencia imponía, ya estaba acostumbrada. Eran cincuenta años de carrera siendo la mujer más famosa; la intérprete que más dinero había ganado en la ópera; la cantante más grande del siglo, según aseveró Giuseppe Verdi; la soprano cuya voz era digna no ya de reinas, sino de diosas; la voz del paraíso que nadie puede negar, como sentenció Gioachino Rossini; la artista que apareció en las páginas de Ana Karenina de Lev Tolstói, en El retrato de Dorian Grey, primera y única novela de Oscar Wilde, y en la obra Nana de Émile Zola, siempre con palabras de elogio, alabanza y admiración, inmortalizando su legado también a través de la literatura. «Me mienten porque me aman y me aman porque me admiran». Sin duda, estar ante la soprano favorita de la reina Victoria imponía.
—No se apure, joven. Quien va despacio llega seguro; quien va seguro llega lejos.
Le encantaba recurrir a ese proverbio italiano que tanto repetían su padre, el tenor siciliano Salvatore Patti, y su madre, la cantante italiana Caterina Chiesa Barilli. Ninguno de ellos alcanzó su estrella brillando en el universo lírico, pero ambos contribuyeron y disfrutaron del éxito de su pequeña.
Adelina se retiró del gramófono y del operario. Después de colocar por enésima vez las peonías rojas Red Charm que adornaban el centro floral dispuesto sobre una de las mesas de la estancia y comprobar la fragancia de la que era su flor favorita, cogió el periódico para perderse en la legión de palabras que aún conservaba el olor a tinta, a tinta negra, presagio del lóbrego futuro que depararían sus noticias. Sus ojos, igual de brunos, lo confirmaron: Rusia encerrada en una revolución social y política contra Nicolás II después del fracaso de la guerra rusojaponesa. Recordó a su abuelo, el zar Alejandro II, quien le concedió la Orden del Mérito de Rusia en 1870. Siguiendo sus deseos, ella lo llamaba «padrecito» y él a ella «hija»; siempre colmándola de regalos, siempre obsequiándole con las mejores joyas, lo que le permitió poseer la mayor colección de alhajas en Occidente después de la reina Victoria: collares de esmeraldas, brazaletes de brillantes, coronas de oro y diamantes en forma de rosas silvestres, pendientes de rubíes, tiaras de gemas… En aquel frío pero deslumbrante país cantó ocho años seguidos; en el Teatro Bolshói de Moscú la llamaron a saludar ochenta veces, y en su debut en el Teatro Imperial de San Petersburgo, la prensa, entregada, se rindió ante ella: «No es normal. Es un milagro. La pirotecnia vocal de Adelina Patti es capaz de alcanzar la nota F alta, límite de la voz humana». Nadie había conseguido semejante éxito en Rusia. «Y pensar que la zarina María Aleksándrovna tuvo celos de mí al descubrir la reacción de su marido tras presenciar la ópera Romeo y Julieta», se dijo con cierta melancolía teñida de orgullo al evocar los versos de amor que el zar Alejandro II escribió después de escucharla interpretar a Julieta, el 8 de febrero de 1872 en el Palacio Imperial de San Petersburgo…
Pasó de página como si cambiara de recuerdo; al fin y al cabo, los periódicos, con el tiempo, se convertían en cofres de la memoria, en receptáculos de lo que un día aconteció. El nombre del presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, seguía copando los titulares de la prensa desde que juró su cargo para un segundo mandato, en el mes de marzo, nueve meses atrás. Nunca tendría la misma confianza con él que la que disfrutó con otros presidentes estadounidenses, entre ellos Abraham Lincoln. Todavía recordaba cómo se emocionaron él y su esposa Mary cuando interpretó ante ellos la canción «Home, Sweet Home», aunque no fue en la Casa Blanca, como aseguraba la prensa del país, ni tampoco por motivo del fallecimiento de su hijo Willie por fiebres tifoideas años más tarde. Las leyendas sobre ella, en su mayoría falsas, siempre hacían correr ríos de tinta, una riada difícil de contener. Recorrió las páginas del periódico en diagonal. La única noticia que logró captar su atención durante unos segundos fue la aprobación en Francia de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. «¡Ya era hora! Con lo que me costó divorciarme del marqués de Caux… Amenazas continuas de meterme en prisión, la mitad de mi fortuna y un escándalo público convenientemente alimentado por la prensa. ¡Qué lento avanza el mundo, a veces!».
Abandonó el periódico sobre la mesa y se frotó las manos, en un intento de limpiar los restos de tinta en sus dedos, un recordatorio alegórico de la suciedad imperante. Su lectura nunca fue una prioridad para ella; consideraba una pérdida de tiempo preocuparse por algo que ya había sucedido. Leer la prensa era tarea de su mánager o de sus maridos; si hubiera algo que la incumbiese, ya se lo dirían. La Patti en estado puro.
Mientras esperaba a que el operario concluyera los últimos detalles con el gramófono, Adelina se dirigió a una de las vitrinas donde se exponía un objeto como si fuera un tesoro. Protegida por una tulipa de cristal había una muñeca antigua y desgastada; vivida, en definitiva, como las casas que se convierten en hogares después de mil experiencias. Era la muñeca Henriette que le había acompañado toda su vida, desde que su madrina, la gran contralto italiana Marietta Alboni, se la regaló a los ocho años en el Niblo’s Garden, el teatro de Broadway. La extrajo con cuidado de su urna de cristal y acarició sus grandes lazos, su pelo rubio y sus ojos azules, que no habían dejado de observarla desde 1851. Prefería mil veces esa muñeca de trapo a aquella otra de ojos de esmeralda, pelo de oro macizo, vestido cubierto de diamantes y labios de rubíes que le regalaron en Bucarest después de una de sus actuaciones. Sonrió al ver a Henriette, compañera de fatigas y cómplice de tantos secretos.
Su obsesión por las muñecas y su carácter de diva, palpable desde bien temprana edad, pusieron en más de un aprieto a su familia y amigos. Aquel recuerdo hizo que su mente volara hasta la pequeña tienda del señor Palissy, un local de instrumentos musicales en Brooklyn donde se reunían para crear comunidad algunos inmigrantes italianos recién llegados a Nueva York. Allí, en la trastienda de aquel establecimiento, se habló por primera vez de sus posibilidades como cantante de ópera.
No hubo más tiempo para la evocación. Una voz lo impidió.
—Ya estamos listos —anunció el empleado que manejaba el gramófono.
Esas tres palabras sembraron el silencio en la habitación. Adelina apretó a Henriette contra su pecho. Presentía que estaba a punto de vivir algo mágico. En ese momento accedió a la estancia el barón Rolf Cederström, su tercer marido, veintisiete años más joven que ella; tampoco él quería perderse la experiencia. Desde el día de su casamiento —el 25 de enero del año 1899, en la iglesia católica de San Miguel, en Brecon—, todo había sido una vivencia continua, una aventura única; tendría que agradecer de por vida la dolencia reumática de la diva que lo llevó al castillo de Craig-y-Nos para someterla a sus masajes y tratamientos terapéuticos.
Cuando el operario con guantes blancos depositó el disco sobre la base giratoria de felpa color naranja y comenzó a girar la manivela situada en uno de los laterales del gramófono, todos contuvieron la respiración. Mientras bajaba el brazo reproductor del aparato para abandonar la aguja sobre los surcos del disco, Adelina dirigió la mirada no al plato, sino a la trompeta de cincuenta y seis centímetros. No sabía si de su interior saldría una fiera o un ángel; confió en el logotipo de la compañía.
El sonido empezó a fluir. La voz de la Patti inundó la estancia. Ahí estaba: su característica voz aterciopela, flexible y potente, casi intacta a pesar de la edad, su exquisita vocalización, su inigualable dicción, su timbre cristalino, sus exclusivos trinos, su pasión al cantar, las cadencias y los gorjeos saliendo con una pasmosa facilidad de su garganta, su personalidad en las escalas cromáticas, su temperamento… La voz inmortal. Cuando ella cantaba, su voz silenciaba el ruido del mundo; era una artesana del sonido.
El disco seguía girando sobre la plataforma. Conforme se escuchaba, sus ojos se abrieron como lo hacía la boca de los empresarios cuando les comunicaba su caché, advirtiéndoles que, si no recibía el dinero estipulado antes de la función, no se calzaría, lo que significaba que no habría representación.
No podía creer lo que salía del gramófono. Era incapaz de retirar la mirada de la trompa de metal pavonado, como si recelara de que, en cualquier momento, además de su voz, fueran a surgir de su interior uno de sus espectaculares vestidos de su fiel modisto Charles Frederick Worth, alguna de sus joyas —quizá el broche con una gran perla en el centro rodeado de veinticinco diamantes regalo de San Petersburgo y valorado en casi cien mil francos—, o las palomas blancas que el público le lanzaba al escenario. Cuando la magia se despierta, no hay quien la detenga.
Ella conocía el sonido clamoroso de los aplausos que resonaban con fuerza en los teatros de ópera, las aclamaciones populares, los cánticos y las serenatas que le dedicaban frente al hotel donde se hospedara en cada ciudad, pero no la eufonía celestial que provocaba semejante espectáculo. Adelina sonrió mientras asentía con la cabeza: así que ésa era la razón por la que sus seguidores besaban el felpudo de su casa, el motivo por el que los admiradores más fervientes desataban los caballos de su carruaje para ser ellos quienes la llevaran hasta el hotel. Aquélla era la voz que volvía locos a reyes, príncipes, zares, presidentes, zarinas, reinas, nobles de toda condición… Ahora entendía el embeleso del príncipe de Gales cada vez que acudía a verla o la devoción que la reina Victoria sintió por su voz, la admiración que despertaba en el zar Alejandro II, en la reina Isabel II de España, en el rey Víctor Manuel II de Italia, en la emperatriz Eugenia de Montijo y en su marido, el emperador de Francia Napoleón III…
La expresión de éxtasis que presidía el semblante de la diva alivió a los representantes de The Gramophone & Typewriter Ltd., que veían disiparse las nubes amenazadoras sobre sus cabezas, parejas a las que cubrían el cielo aquel mes de diciembre de 1905 sobre el castillo de Craig-y-Nos.
Rolf Cederström asintió satisfecho. Veía feliz a su mujer, aunque todavía no había dicho una palabra —algo extraño en ella—, y eso era todo lo que necesitaba saber. Él era deportista, director del London Health Gymnastic Institute, y de música entendía lo que su esposa le decía, aunque la excelencia se reconoce fácilmente en cualquier arte de la vida.
Cuando se escucharon los últimos acordes del aria «Casta Diva», de nuevo se asentó el silencio. Y, una vez más, fue ella quien lo quebró:
—Ahora lo entiendo todo. Ahora entiendo por qué me aman. Ahora comprendo mejor mi historia, toda esta locura que me ha acompañado desde el principio…
En ese momento se acordó del rey de los Países Bajos, que tuvo que pedir permiso al Gobierno de su nación para pagar el alto caché que cobraba la diva e incluso rogarles que pidieran un préstamo para poder escucharla.
Adelina se acercó a la trompa de metal pavonado y, ante las muestras de aprobación de los operarios del gramófono y de su tercer marido, empezó a lanzar besos a su interior. El inefable monstruo que durante días la había intimidado se había convertido en uno de sus mejores aliados. Quizá era porque no había dejado de estrechar entre sus brazos a su muñeca Henriette, pero la diva parecía una niña extasiada ante un regalo que desbordaba sus expectativas.
—¿Lo has oído, Rolf?
—Mi amor, te oigo cada vez que cantas. Yo ya conozco tu prodigiosa garganta y tu inigualable voz. Pero me ha gustado mucho. Y aún me gusta más verte así.
—Y todavía hay algo más. Por supuesto, cantaré las canciones elegidas, pero también tengo un regalo especial para ti —dijo refiriéndose a la felicitación navideña que pensaba grabar exclusivamente para él—. Aunque para eso tienes que salir de esta habitación porque, de lo contrario, no sería una sorpresa.
La propuesta sonó como siempre sonaron sus proposiciones, incluso de pequeña: a orden que hay que cumplir de inmediato si no se quería contrariar a la diva.
Rolf Cederström cerró tras de sí la puerta sin imaginar que su mujer pensaba regalarle una felicitación especial para el nuevo año, 1906.
Cuando el risueño esposo desapareció de la sala de billar, Adelina se ajustó su camisa blanca bordada a mano y se alisó de un manotazo suave, pero algo excitable, su falda de terciopelo morado, casi a juego con las cortinas violetas que cubrían la estancia. Le había gustado. Tenía que seguir grabando. Quería seguir grabando. No entendió por qué su segundo esposo, el tenor Ernesto Nicolini, se lo había desaconsejado tan palmariamente, convencido de que las divas no podían caer en esas frivolidades. Sus maridos… Siempre eligió mejor las óperas que a los hombres.
Esta vez cantaría un aria de Lucia di Lammermoor, una de sus óperas favoritas, con la que había hecho su debut operístico en la Academy of Music de Nueva York a los dieciséis años, el 24 de noviembre de 1859. Y como en tantas ocasiones siendo una niña, la interpretó aferrada a su muñeca Henriette, testigo de toda una vida.
Las cosas más importantes, en realidad, nunca cambian, como no lo hacen las partituras de las grandes óperas.
PRIMER ACTO
Nueva York
1851
Se necesita un minuto para notar a una persona especial, una hora para apreciarla, un día para amarla, una palabra para herirla, pero luego toda una vida para olvidarla.
CHARLES CHAPLIN
2
—No canto.
La niña que había llegado al mundo emitiendo un do agudo de su garganta en vez de un desolador llanto acababa de dinamitar varios meses de trabajo con dos simples palabras. Todos se volvieron hacia ella. Con ocho años ya lograba captar la atención como si fuera el empresario del teatro.
—No pienso hacerlo. No canto —sentenció mientras se sentaba en una de las cajas que los utileros habían colocado entre bastidores—. No quiero.
Desde ese lugar, emblemático para todo aquel que se dedicara al teatro, la pequeña, con apenas cinco años, había asistido a las representaciones de las más grandes cantantes —Jenny Lind, Marietta Alboni, Henriette Sontag, Giulia Grisi—, y le bastaba con escucharlas una vez para repetir sus interpretaciones sin esfuerzo: imitaba lo que había oído, sin necesidad de técnica, ensayo o preparación. Tenía una memoria musical prodigiosa, un oído portentoso y un carácter de diva que no se correspondía con su corta edad.
Allí estaba Adelina, con un vestido rosa adornado con lazos blancos y azules, dos grandes trenzas color azabache que le caían sobre el pecho, unos ojos negros vivaces que lo observaban todo sin perder detalle y la cara convertida en una pantalla ambarina a causa de los polvos blancos que su madre había distribuido sobre su piel morena para maquillarla, lo que provocó que muchos empezaran a llamarla de manera cariñosa «la chinita». Balanceaba las piernas de un lado a otro, como quien ve pasar la vida sin ninguna inquietud porque nada lo apremia, indolente al tiempo, consciente de su fugacidad. No parecía tener prisa ni presión, ninguna preocupación nublaba su infantil gesto. Seguía sin entender por qué tenía que cantar si nadie le iba a dar nada a cambio. Cuando el empresario Max Maretzek del Astor Opera House le pedía que cantase para él, le daba medio dólar en contraprestación, con el que podía comprarse dulces o juguetes. Se lo había oído a un chiquillo irlandés, unos años mayor que ella, que frecuentaba el barrio de Brooklyn en el que vivían y del que su madre siempre le advertía que se mantuviera alejada: «Si la foca no come, la foca no baila». Adelina, como buena foca, no iba a bailar sin sardina que echarse a la boca.
—Pero, cariño, ¿qué pretendes? ¿Acaso quieres que nos dé un infarto? —preguntó Caterina, debatiéndose entre el enfado y la comprensión—. Mira a tu padre: le falta saludar al acomodador; de hecho, creo que ya le ha estrechado la mano tres veces.
Salvatore llevaba minutos saludando a los invitados que habían acudido al Niblo’s Garden de Nueva York para escuchar a su hija, la portentosa niña que cantaba como las grandes divas de la ópera. Las casi tres mil doscientas butacas que revestían la platea desde que el teatro había reabierto sus puertas en el verano de 1849, tres años después de que un devastador incendio consumiera sus entrañas, estaban ocupadas por personas que, a excepción de los invitados, habían pagado dos dólares por ver a la pequeña Patti, la niña prodigio venida de Europa y nacida en Madrid el 19 de febrero de 1843, a las cuatro de la tarde, en una casa de huéspedes que doña Dolores Zárate de Rojas regentaba en el número 6 de la calle Fuencarral. Su madre estaba terminando la temporada en Madrid, en el Teatro del Circo, y no había querido suspender su actuación a pesar de su avanzado estado de gestación, lo que casi hizo que sintiera los primeros dolores de parto sobre el escenario. En la iglesia de San Luis de la madrileña calle Montera, Adelina fue bautizada el 8 de abril de ese mismo año como Adela Juana María, tal y como escribió el cura José Losada en la partida de nacimiento.
Y ocho años después, Caterina sentía otro tipo de dolor, estaba vez en el pecho, exordio de un amago de infarto provocado por la negativa de su pequeña a cantar.
—Cariño, llevamos semanas preparando este concierto. ¿Qué te ocurre? ¿Tienes miedo? —preguntó comprensiva—. No debes tenerlo, es como cuando te disfrazas con mis vestidos en casa, te calzas mis zapatos, te pintas con mi maquillaje y cantas ante tus muñecas. Pero esto será mejor porque no tendrás que decirles que aplaudan, ya lo harán ellos por iniciativa propia.
La primera vez que Caterina vio a su hija repitiendo el aria que había escuchado en el teatro a una gran soprano, estaba con su amiga, la contralto italiana Marietta Alboni. Ambas se quedaron observando a escondidas detrás de la puerta de la habitación de Adelina, que había dispuesto un perfecto semicírculo dibujado por sillas en las que había colocado a sus muñecas —más de diez—, a las que iba indicando cuándo aplaudir o lanzar ramos de flores que ella misma había elaborado con trozos de periódicos. Lo que no se esperaba ninguna de las dos era escuchar el pentagrama completo que la niña alojaba en la garganta y que le hacía repetir lo escuchado sin aparente esfuerzo, con una dicción perfecta en italiano, en inglés y en español, afinando la nota, dominando los tonos, con una voz flexible, rica, extensa y con una depurada técnica. Quizá fue la primera vez que la voz de Adelina Patti enmudeció al mundo. Tenía cinco años, a punto de cumplir los seis, y estaba lejos de ser una simple niña jugando con sus muñecas.
Tres años más tarde de aquel descubrimiento, Caterina no entendía la negativa de su hija a cantar ni tampoco su supuesto miedo escénico, ya que apenas unos días antes, el 22 de noviembre, había participado en un concierto en el Tripler’s Hall, y en otro, el 2 de diciembre, en el Astor Opera House, junto con ella y su hermana. La prensa había dejado constancia de ello: «Espectacular debut de una niña, una Jenny Lind en pequeñito, un ruiseñor en miniatura que cantó de manera sorprendente la complicada “Echo Song” y lo hizo de forma envidiable, con un autocontrol de la escena, de la situación y de sí misma, con una voz poderosa, inimaginable en alguien de corta edad».
Sin embargo, aquel 3 de diciembre de 1851 en el Niblo’s, Adelina no quería cantar.
—Pero ¿qué es lo que sucede?
Marietta Alboni hizo su entrada con gesto contrariado ante la tardanza. Acababa de llegar de Madrid, donde había cantado su segunda temporada en el Teatro Real, después de interpretar a Leonora de la ópera La favorita en 1850 durante la inauguración del templo operístico madrileño. Se había librado de milagro de la revolución del 15 de agosto de 1851 en la capital, que provocó la caída de la dictadura de Narváez y la redacción de una nueva constitución. Pero allí, en Nueva York, entre bastidores, se cocía otra rebelión muy distinta.
—La gente empieza a impacientarse —añadió—, y ya sabes lo que eso significa…
—La niña, que ahora dice que no canta. Y mira cómo está el teatro, completamente lleno. Tendremos que devolver el dinero, ¡con la falta que nos hace! —La expresión de Caterina no podía albergar más ansiedad—. Tú sabes todo lo que nos hemos gastado, Marietta, un dinero que no tenemos…
La familia Patti había llegado a Nueva York en 1845, animada por un amigo que residía en la ciudad y que instó por carta a Salvatore a convertirse en empresario de ópera. Según él, los neoyorquinos eran grandes amantes del bel canto y estaban deseosos de escucharla y dispuestos a pagar por ello. No fue una decisión fácil, pero no había otra salida. Ya en Madrid, después del nacimiento de Adelina, Caterina tuvo que desprenderse de algunas joyas para poder pagar la pensión en la que vivían y para que la familia pudiera seguir comiendo. Era una mujer fuerte que no se amilanaba ante los reveses de la vida.
Tenía quince años cuando el compositor Francesco Barilli la descubrió mientras recogía agua de una fuente y canturreaba el aria «Voi che sapete» de la ópera Las bodas de Fígaro, que le enseñó su madre, también soprano. El creador y maestro de canto se casó con ella y la convirtió en una buena soprano, que llegó a cantar una veintena de veces su ópera favorita, Norma, en Nápoles. El matrimonio tuvo cuatro hijos —Clotilde, Ettore, Antonio y Nicolo—, pero a los diez años Francesco falleció y Caterina tuvo que salir adelante por sí misma. Tiempo después conoció a un atractivo tenor de Catania, Salvatore Patti, con quien terminó casándose pese a la oposición familiar, y con el que tuvo otros cuatro hijos: Amalia, Carlotta, Carlo y Adelina. A Caterina la vida no la asustaba, ni siquiera cuando pensaba convencida que el nacimiento de su hija pequeña le había robado la voz sin que tuviera intención de devolvérsela. Tampoco se asustó demasiado cuando, al poco de llegar a Nueva York y alojarse en una modesta casa de Brooklyn, un trágico suceso sacudió la ciudad. El sábado 19 de julio de 1845, a las dos y media de la tarde, en la planta tercera de una fábrica de velas y aceite ubicada en el número 34 de New Street, en el Bajo Manhattan, un incendio provocó la muerte de treinta personas, pérdidas millonarias y la destrucción de cientos de edificios con estructuras de madera que los bomberos intentaron apagar durante más de diez horas con agua del depósito Croton, el conocido como embalse Murray Hill. La tragedia y la muerte no la asustaron, aunque sí lograron impactarla. «Pobre gente… No pudieron hacer nada para escapar de un final tan terrible, en su lugar de trabajo, creyéndose seguros y, de repente, el incendio…» Le dio por pensar en lo imprevisible del futuro, en los caprichos del destino, en lo volátil de un instante en el que todo puede cambiar, para bien o para mal.
Amparada en ese temor, prohibía a Adelina alejarse de la calle en la que vivían, algo a lo que la pequeña era bastante aficionada, aunque la mayor parte del tiempo, cuando no estaba en casa cantando, aprendiendo a tocar el piano o haciendo los deberes, lo pasaba jugando con muñecas, saltando a la comba, deslizándose en trineo o haciendo rodar un aro. Caterina conocía a su hija. Era caprichosa, temperamental, consentida, resabiada y, al mismo tiempo, capaz de mostrarse simpática y encantadora. Podía ser una buena niña y comportarse como tal, siempre y cuando nadie viniera a desbaratarle su particular paraíso, como cuando su madre no le dejaba ir a la heladería Wagner’s Ice Cream o al establecimiento de chocolates de Felix Effray. Era mucho pedir para no dar nada a cambio. Como madre, sabía que si su hija pequeña se empeñaba en algo, no había forma de hacerla cambiar de opinión, como cuando, en el Howard Athenaeum de Boston, se ganó unos azotes por salir al escenario a cantar con su madre un aria de Norma, cuando se le había prohibido expresamente. Peor fue el día que la pequeña decidió hacer pis en una esquina del escenario del Federal Street Theatre de la misma ciudad porque no le permitieron cantar junto con su progenitora y su hermana mayor; ella dijo que fue sin querer, pero Caterina sabía que no era cierto.
Adelina sólo había visto llorar a su madre dos veces: la primera, cuando murió el famoso compositor italiano Gaetano Donizetti, gran amigo suyo y autor de obras como Don Pasquale o Lucia di Lammermoor que tantas veces interpretó; la segunda, cuando ya en Nueva York tuvo que vender el resto de sus joyas para sacar adelante a la familia. Las cosas en casa no iban tan bien como se las prometían los inmigrantes que llegaban al país soñando con abrazar el sueño americano, que hicieron aumentar la población de la ciudad de 123.000 habitantes a los 515.000 en 1850, sobre todo por la llegada de irlandeses que huían de la Gran Hambruna que asolaba su país a causa de la llamada Crisis de la Patata, motivada por el mildiu, una enfermedad que arrasó con los cultivos del tubérculo en Irlanda y dejó sin alimento a sus habitantes. Eso provocó una oleada migratoria hacia Estados Unidos guiada principalmente por la desesperación. A grandes problemas, grandes remedios; un axioma que estaba a punto de tomar forma en el Niblo’s.
—Tengo una idea. —Marietta Alboni miró con picardía a su ahijada, la única que mantenía la calma—. Sé de algo que no fallará. No tardaré en volver.
Conocía los caprichos de la niña. La primera vez que le pidió que cantara para ella, le dijo que antes tenía que tomar el té con sus muñecas o, de lo contrario, no lo haría. Por supuesto, Adelina se salió con la suya.
A los pocos minutos, Marietta regresó con una caja marrón en cuyo lateral había una pegatina de una tienda de juguetes, la más famosa de Brooklyn. Era la preferida de la pequeña, que solía pegar la nariz a su escaparate hasta que el vaho cubría de niebla su visión. Colocó la caja sobre las piernas de la niña y la abrió. Era una preciosa muñeca Henriette, de cabello rubio largo, con un pasador de flor en su lado izquierdo, grandes ojos azules, un compendio de pecas salpicadas por sus mejillas y nariz, y un vestido de tul blanco lleno de lazos azules y rosas, unos elegantes botines de piel de color marfil y un collar de perlas. Adelina no había visto una muñeca más bonita en toda su vida.
—Y ahora, ¿vas a cantar o prefieres que me lleve a Henriette y se la dé a otra niña que se lo merezca más?
—Cantaré —aseguró, mientras cogía la muñeca—. Y cantaré con ella. Vamos, madre. No es bueno hacer esperar al público, padre siempre lo dice.
Adelina aún no lo sabía, pero siempre hay un instante que marca irremediablemente todas las decisiones que se toman en la vida. Y ella acababa de vivirlo.
Se incorporó de la caja donde estaba sentada, se estiró el vestido de varios manotazos y, aferrada a Henriette, se dirigió presta a salir a escena. En el camino encontró a un impaciente Salvatore que la esperaba desde hacía minutos, como el resto de los asistentes. El murmullo del público cesó. La niña se colocó sonriente en mitad del escenario, asiendo con fuerza su nueva muñeca. Era el centro de atención. Las potentes luces le impedían distinguir los rostros de quienes ocupaban las butacas del teatro, pero sabía que la miraban a ella, sólo a ella. Estaba feliz. Sin embargo, los espectadores de las primeras filas del Niblo’s no lo estaban tanto. La niña era tan pequeña que no la veían. Salvatore, que en cualquier detalle veía peligrar el espectáculo y, por ende, la recaudación, salió presuroso portando una mesa, cogió en volandas a su hija y la subió a ella para que todos pudieran verla. Una vez solventado el problema, la orquesta empezó a tocar las primeras notas de la partitura. Todos estaban nerviosos; todos, excepto Adelina. Incluso Caterina se había llevado el rosario que no solía sacar de casa, entrelazado en sus manos. Salvatore sentía un sudor frío del que no se había podido desprender desde primera hora de la tarde. Marietta sonreía, pero también rezaba para sus adentros. Los primeros compases de «Casta Diva» aniquilaron los carraspeos y las toses.
Casta Diva, che inargenti
queste sacre antiche piante,
a noi volgi il bel sembiante
senza nube e senza vel…
Cuanto más se adentraba en el aria, más denso era el silencio en la platea. No se escuchaba ni un suspiro… Nada salvo la interpretación de la niña.
Tempra, o Diva,
tempra tu de cori ardenti
tempra ancora lo zelo audace,
spargi in terra quella pace
che regnar tu fai nel ciel…
La voz de Adelina ascendía hasta el anfiteatro, rozando la excelencia, incluso alcanzándola en algunos momentos.
Ah, riedi ancora qual eri allora,
quando il cor ti diedi allora.
Ah, riedi a me.
Tras un silencio hierático, una incontenible explosión de aplausos recorrió el teatro, barnizado de blanco gracias a los pañuelos que la audiencia agitaba al aire, llenándolo de bravos y de más de un Brava! que congratuló a Adelina y colmó de orgullo a sus padres. Una niña de ocho años había obrado el milagro. Nadie sabía cómo, pero había sucedido. Las flores comenzaron a alfombrar el escenario y la pequeña se agachó para recoger algunas hasta que, tras varios minutos que le parecieron eternos, se cansó y se sentó en la mesa sobre la que había cantado, recibiendo la ovación que no tenía visos de cesar. Cuando Caterina vio a su hija sentada tranquilamente sobre la mesa con su muñeca Henriette en brazos, estuvo a punto de desmayarse. Salió de inmediato a escena para obligarla a ponerse de pie, erguida, como debía acoger los parabienes del público, saludando a los presentes, a todos los que se dejaban las gargantas y las manos en justa contraprestación a lo que había hecho Adelina. El retumbo de la aclamación sonó en los oídos de la niña como una intensa lluvia sobre el teatro. Cuando finalmente Salvatore la sacó de escena y la condujo entre bambalinas, donde la esperaban la familia y algunos amigos, ella rompió a llorar al ver la alegría de sus progenitores. Se abrazó a sus hermanos, a sus hermanas, a su madrina Marietta. Su madre, con el rostro bañado en lágrimas, la atrajo hacia sí y la besó. Acababa de tomar una decisión: Caterina no volvería a cantar. Ahora sabía que la única voz de oro era la de su pequeña. Y cuando hay una reina en la sala, las demás, incluso las reinas destronadas y las eméritas, inclinan la cabeza en señal de respeto y callan.
Las lágrimas cesaron de inmediato cuando fue trasladada junto con su familia a una sala del teatro donde aguardaban más amigos junto con los temidos críticos, todos encantados con ese portento. «La facilidad con la que la voz de este ángel pasa del si grave al fa sobreagudo es digno de estudio. Jamás lo escuchamos antes. Estamos ante un milagro». Como si hubiera regresado al escenario, sabiéndose el centro de todas las miradas, su cara mudó. Ni un rasgo compungido ni un gesto de emoción contenida, todo eran sonrisas. Aquella fría tarde del 3 de diciembre, Adelina acababa de demostrar que era una gran cantante, y también una gran actriz. Entre los invitados estaba la célebre soprano Giulia Grisi, reina indiscutible del panorama operístico a la que ella tanto admiraba, y su marido, el tenor Mario de Candia, tan apuesto como siempre. Su sonrisa se amplió al recordar aquel lejano día en un teatro, cuando se acercó a la soprano para ofrecerle un ramillete de flores; ese día Giulia la ignoró, ocupada como estaba en un maremágnum de saludos, y fue su esposo quien recogió las flores y le prometió que las guardaría para siempre en la partitura que había representado esa noche. Dos años después, mientras la Grisi la obsequiaba con dos besos y el deseo de un futuro brillante, Adelina empezó a darse cuenta de los caprichos del destino. Y decidió que le gustaban.
Los aplausos habían alimentado aún más su pasión por la música, pero también su carácter de diva. Cuanto más éxito y reconocimiento recibía, más altanera, mandona, caprichosa y traviesa se mostraba. Sus padres habían reparado en ello, pero optaron por consentírselo. Su familia sabía que estaba alimentando su ego, pero quizá sería ese mismo ego el que los alimentaría a ellos.
3
Nueva York era un polvorín. Aún se escuchaba en las calles el eco de los violentos disturbios que protagonizaron los obreros en 1848, debido al cierre de industrias y a la depresión económica; un contexto en el que las huelgas y las protestas poco podían hacer, excepto sembrar esas mismas calles de cadáveres. No todos veían con buenos ojos el crecimiento demográfico que experimentaba la ciudad desde hacía años, debido en gran parte a la inmigración, y se extendía el temor a que los que llegaban de fuera les robaran los puestos de trabajo y los jornales. Los irlandeses no eran bien vistos y los italianos, especialmente si eran artistas, tampoco. Y en los años en los que parecía que el crecimiento económico llamaba a la puerta, algunos nativos no estaban dispuestos a compartir el pastel con gente foránea.
Los Patti vivían en una modesta vivienda de Brooklyn que habían convertido en su particular oasis. Todos los miembros de la familia se dedicaban a la música, con peor o mejor suerte. Salvatore no estaba pasando por un buen momento después de que su trabajo como empresario de ópera se desmoronase como un castillo de naipes. Lo había intentado con tres teatros y todos ellos acabaron echando el cierre. Incluso había prescindido de sus servicios el Astor Opera House, el lugar donde Adelina había cantado el aria «Casta Diva» tras una comida con Caterina y el director de orquesta Luigi Arditi en un hotel de la ciudad. Mientras un célebre chef italiano les preparaba sus famosos y exquisitos macarrones, la pequeña dejaba sin palabras al compositor oriundo de Crescentino al cantarle un aria de La sonnambula, que hizo que las lágrimas inundaran sus ojos, previa mordida de una muñeca, como era habitual. En aquella ocasión fue una morena, con un alambre bajo las enaguas que permitía que abriera y cerrara los ojos. «Debes ser buena y obediente, y quedarte aquí sentada. Mamá va a cantar para este señor una canción, haré que llore y luego podremos irnos a jugar», le dijo Adelina a la muñeca, lo que provocó una sonrisa cómplice entre Arditi y Caterina.
La suerte no parecía acompañar a la familia, aunque la matriarca solía recordar que al menos se habían librado de la epidemia de cólera que recorrió la ciudad en 1848, dejando miles de muertos y la sensación de que la peor plaga que había asolado el país había llegado a bordo de los barcos de irlandeses que arribaban al puerto de Nueva York. Caterina agradecía que el dueño de la tienda de instrumentos musicales, el señor Palissy, le fuera facilitando alumnos a los que poder dar clases de canto y ganar un dinero.
—Siempre nos queda la posibilidad de irnos a California y contagiarnos de la fiebre de oro —bromeaba Salvatore.
—Lo que te faltaba, tú con un gran sombrero de paja en la cabeza, metido en el agua hasta las rodillas y cribando en el río Mokelumne como un gambusino —comentaba burlona Caterina.
Aquella tarde la charla versaba irremediablemente sobre la precariedad económica de la familia, y Adelina también quiso expresar su opinión, mientras bebía un vaso de leche caliente a sorbos para evitar el hipo que la asaltaba a menudo.
—¿Y por qué no dejáis que cante? Se me da bien y a la gente le gusta escucharme. Siempre decís que aprendí a cantar antes que a hablar. Podemos ganar mucho dinero. Vosotros mismos lo oísteis el otro día: me llamaban la piccola prima donna. El teatro estaba lleno y los aplausos duraron minutos.
Caterina y Salvatore, así como Amalia, Carlotta y Ettore —los hermanos de Adelina que estaban en la casa—, se miraron en silencio, como si alguien hubiese expresado en alto lo que todos pensaban.
—Aún eres muy pequeña. En el mundo de la ópera no hay niñas —le contestó su padre procurando que su explicación sonara a cariño y no a reproche—. Además, tienes que ponerte al día con tus clases de piano, jovencita…
—Tiene las manos tan pequeñas que sus dedos, más que tocar las teclas, deben escalarlas, sobre todo las negras —puntualizó, sin poder evitar la risa, Carlotta, que también cantaba y poseía una hermosa voz, aunque no llegaba a la de la benjamina. Además, en un escenario, la leve cojera con la que convivía desde su nacimiento no facilitaba las cosas.
No era la primera vez que el tema centraba las conversaciones de sus padres. Y no sólo las de ellos. En la trastienda del establecimiento de instrumentos musicales del barrio se reunía un buen número de artistas italianos para compartir vivencias, experiencias, miedos y también buenas nuevas, siempre vestidas de esperanzas y sueños. El dueño era un francés afable, de buen carácter, simpático y amante de la música, pero, sobre todo, admirador de los artistas, en especial del bel canto de la escuela italiana. El señor Palissy ofrecía su establecimiento para celebrar esas reuniones que alimentaban el cuerpo —ya que nunca faltaban un poco de limoncello, embutido italiano y vino siciliano—, pero sobre todo el alma. La extraordinaria voz de Adelina no había pasado inadvertida para nadie. La pequeña acudía con frecuencia a esas tertulias y se brindaba a cantar canciones o arias de alguna ópera a cambio de una buena ración de culatello de Parma o spianata de Calabria; a veces, lo hacía acompañada por su madrina Marietta y por Caterina, lo que convertía la trastienda en un espejismo de La Scala de Milán.
—¿Cómo es posible que una niña muestre esa pasmosa madurez vocal? ¿De dónde ha salido? —se preguntaba el señor Palissy—. ¡Ni siquiera ha tenido tiempo de aprenderlo!
—Y lo más inaudito, ¿cómo puede vocalizar como lo hace y en cualquier idioma que cante? Lo que a algunas sopranos nos ha llevado años de preparación, a ella le brota sin más de la garganta —reconocía Marietta mientras cogía uno de los violines de la tienda—. Me llevo éste. Es para un alumno. Tiene mucho potencial, sólo le falta el instrumento. Así que habrá que dárselo; no estamos para perder talentos.
La contralto siempre hacía gala de su generosidad, especialmente con los jóvenes. Después de ser pupila del compositor Gioachino Rossini —quien se refería a ella como «el elefante que se ha tragado un ruiseñor»—, había triunfado a los veinte años interpretando el personaje de Maffio Orsini en Lucrezia Borgia de Gaetano Donizetti, en La Scala de Milán, y lejos de endiosarse, se mostraba afable, cercana y generosa con todo aquel que acudía a pedirle ayuda o consejo. Sin duda, una rara avis en el mundo de la ópera, donde florecían las divas por doquier, celosas de mantener su territorio alejado de posibles rivales.
—Es una niña prodigio —consideró el dueño de la tienda de muñecas, aquel paraíso soñado por Adelina y por todas las niñas del barrio—. En lo que llevo de vida, no he visto y mucho menos oído nada igual.
—Desde los cuatro años canta canciones, a los cinco ya realizaba unos trinos perfectos —recordaba orgullosa Caterina—. Luego llegaron las florituras, las escalas, las arias de ópera… Su voz no conoce límites. Es un don con el que ha nacido. Igual que los demás respiramos, ella canta. Es un talento natural.
—Es un milagro —sentenció Salvatore mientras se sentaba en una de las sillas habilitadas en la trastienda y extendía un poco de ’nduja sobre una rebanada de pan—. Mi intención es empezar a trabajar con ella en su formación para que no se tuerza ni fuerce la voz, aunque me temo que el temperamento de la niña me va a dar problemas…
—Tu hija tiene una mina de oro en la garganta. Un diamante, y no precisamente en bruto. Aun así, hay que ir con calma, hay que pulirlo con buena mano, permitir que se forme, pero con la persona adecuada, no vaya a ser que las prisas estropeen ese don con el que ha nacido —advirtió el señor Palissy dejando sobre una de las cajas de madera que actuaba a modo de mesa un plato con varias finas lonchas de lardo di Colonnata.
—La niña es completa, maravillosa. Tiene una naturalidad que pocos poseen, excepto las grandes sopranos que llegan al final de su carrera —terció Caterina al tiempo que le retiraba el bote de ’nduja a su marido; el picante no le sentaba bien—. Adelina ha comenzado como muchas cantantes terminan. Mi esposo no exagera: ¡tiene hasta el temperamento de una diva!
La conversación transcurría animada y todos parecían tener una opinión al respecto, aunque no siempre coincidían sobre la manera y el método de educar la voz de la pequeña.
—Tenéis razón, es un milagro de la naturaleza. Pero cuidado con la madre natura; es caprichosa y peligrosa. Terremotos, tsunamis, plagas, huracanes, todos ellos capaces de devastar el mejor terreno, el más extraordinario cultivo, la ciudad más hermosa. —Marietta Alboni sabía de lo que hablaba. Había visto a muchas aspirantes a soprano quedarse por el camino por una mala decisión o por un consejo erróneo—. Tu hija es capaz de cantar el aria de una ópera; veremos si es capaz de enfrentarse al resto. Personalmente, estoy segura de que lo será.
—Perdonad lo que voy a decir, quizá suene cruel —apuntó Salvatore, que parecía haber pensado sobre la carrera de su hija más que el resto—, pero Adelina tiene la edad perfecta para recibir unas clases y luego dar el salto a los teatros, sin demorarse demasiado. Éste es el momento adecuado para hacerlo. La Malibrán muerta y la Grisi reina en solitario, pero ¿hasta cuándo?
—Quiero que se prepare, que se eduque —replicó Caterina, después de escuchar el planteamiento despiadado aunque certero de su marido—. Al menos de entrada, su hermano Ettore podría enseñarle todo lo relativo al tema vocal, y podemos llamar a la signora Pravelli para que vaya trabajando con ella; me parece una buena opción.
—Yo puedo darle clases, unas nociones de lo que es el canto, la ópera, la voz, la respiración, los movimientos… ¡Quién mejor que su padre!
—Cualquiera, querido —repuso Alboni, muy convencida—. Adelina es caprichosa, rebelde, revoltosa y, precisamente porque eres su padre, no va a respetarte cuando te pongas a explicarle cómo respirar mejor, hasta dónde forzar la voz o con qué escalas comenzar el día. Olvídate, Salvatore. Tienes que buscar a alguien que venga de fuera y que sepa imponer unas reglas. Y yo tengo a ese alguien. De hecho, esta noche nos acompaña: Maurice Strakosch.
Al escuchar su nombre, una oleada de calor recorrió el cuerpo del joven, que dudaba de si debía ponerse en pie, saludar, asentir, callar o lanzarse a hablar. Maurice era un reconocido pianista de veintisiete años que había debutado en Austria y en Alemania a los once años de edad, por lo que conocía a la perfección la naturaleza y las controversias de ser un niño prodigio. Había intentado ser tenor, incluso estudió con la soprano italiana Giuditta Pasta, musa de Bellini en las óperas Norma y La sonnambula, pero sus cualidades, aunque aceptables y técnicamente perfectas, no alcanzaban la excelencia que se requiere para formar parte del paraíso operístico. Por esa razón se había dedicado a la docencia y a llevar con diligencia la carrera profesional de algunos artistas. La compleja situación que vivía Europa había hecho que, como otros muchos, se trasladara a Nueva York en busca de una vida mejor donde poder realizar su profesión y allí fue donde se reencontró con los Patti, con los que había coincidido en Vicenza, en 1843.
La propuesta de Marietta Alboni agradó al señor Palissy; sabía que el joven era el candidato indicado. Llevado por ese sentimiento de convicción, se disponía a llenar los vasos de los presentes con un delicioso limoncello llegado expresamente de Sorrento.
—¿Maurice? —preguntó con cierta retranca Caterina—. ¿Mi yerno?
Maurice había entrado a formar parte de la familia Patti el 8 de mayo de 1852, al casarse con Amalia. El joven había conocido a la hija mayor de Salvatore y Caterina nada más llegar a Nueva York, en 1848, y su historia de amor había arraigado ante la siempre cautelosa mirada de su suegra, que barruntaba en la conveniencia de incorporar a un artista más a la familia y, encima, de origen judío.
—El mismo, querida. Como verás, el hombre tiene buen gusto y además todo queda en casa —admitió irónica Alboni, alzando su vaso de limoncello.
—Tengo muy claro el trabajo que hay que realizar con Adelina. Y sé cómo ganarme su respeto —afirmó Maurice—. Por supuesto, su hermano Ettore será su profesor. Se lleva bien con él, no habrá problemas de rebeldía.
Ettore Barilli era hijo de Caterina de su primer matrimonio y acababa de llegar a Estados Unidos con su mujer y su bebé de pocos meses en busca de una vida mejor. Era un buen barítono y se preparaba para hacer su debut americano en la Academy of Music de Nueva York, aunque para eso todavía faltaba un tiempo.
—Yo me haré cargo de los ejercicios vocales, de vigilar y cuidar su voz, de elegir las arias idóneas, aunque soy partidario de que las reduzca, al menos de momento —pensó Maurice en voz alta—. Me inclino más por canciones como «Home, Sweet Home» o «Comin’ Thro’ the Rye». Así no forzaremos su garganta, pero la educaremos y la tendremos controlada. Y, por supuesto, me encargaré de la preparación musical y física, empezando por la dieta y terminando por la hora de levantarse o de irse a dormir.
—¡Es una niña! No sé si admitirá una disciplina tan estricta, pensada para sopranos de verdad.
—Es que Adelina es una soprano de verdad, querido suegro —repuso Maurice—. No hay otra manera de afrontar su educación, si queremos que dé sus frutos. Y así lo habrá de entender ella: si tiene edad para comportarse como una diva, tiene edad para levantarse a las seis de la mañana, acostarse a las ocho de la tarde y primar en su alimentación la carne blanca y las verduras. Lo hablaré con Ettore. Adelina tiene la voz. Nosotros pondremos la rutina y la disciplina.
—Tu hija puede sacar adelante a toda la familia —sentenció el señor Palissy, rellenando de nuevo los vasos vacíos—. Ya sabéis lo que hay que hacer. Cuidadla. Y escuchad los buenos consejos.
Los planes ideados en la trastienda del establecimiento de instrumentos musicales tuvieron éxito. Adelina veneraba a Maurice, quien se había ganado su respeto sabiendo cuándo podía o no tensar la cuerda. Él había aprendido a llevarla, a soportar sus momentos de divismo, de niña consentida, sus burlas infantiles y sus contestaciones airadas y a menudo fuera de lugar, aunque siempre sagaces. Ella parecía divertirse y disfrutaba maquillándose ante el espejo y vistiéndose para las lecciones de canto. La pequeña quería verse encima de un escenario y cuanto más caso hiciera a su hermano Ettore y a su cuñado Maurice, más cerca estaría de conseguirlo. Y si para eso había que beber más agua o disminuir los dulces, no tendría ningún problema en hacerlo. Quería ser como su admirada Jenny Lind, apodada «el Ruiseñor Sueco» por su calidad como soprano. Siempre había cantado sus canciones, imitado sus gestos, alabado sus vestidos, sus peinados… Deseaba ser como ella. Era una niña y tenía sus sueños, y todos parecían dispuestos a colaborar para que los alcanzara.
Salvatore seguía muy de cerca la educación que habían planificado para su hija y muchas veces participaba directamente en ella. Sólo en una ocasión tuvo que reprender a su pequeña cuando ésta, consciente de la potencia de su voz y pensando que la conservaría siempre, daba igual lo que hiciese, llegó a una F, la sexta nota del alfabeto musical en una escala cromática, por encima del C alto —do en notación latina—, la primera nota musical de la escala diatónica de do mayor.
—¡Jamás hagas eso, Adelina, nunca más! Es como si te clavaras un cuchillo en las cuerdas vocales.
—Pero puedo hacerlo sin problema, no me cuesta ni me raspa la voz ni me duele… El fa sale solo. Es sencillo para mí.
—¿Sabes lo que conseguirás si persistes en tu actitud? Quedarte sin voz en unos años. Y muda, no podrás cantar. Nadie querrá subirte a un escenario. Se acabaron las luces, las flores, las muñecas, los regalos, los aplausos, los vítores, los vestidos, el maquillaje…
—Pero, padre…
—Y si eso no te convence para que dejes de forzar la voz de una manera tan absurda e innecesaria —añadió visiblemente enfadado, contando con la aquiescencia de Maurice—, dejaré de hablarte. Nunca volveré a hacerlo.
Salvatore abandonó la estancia, dejando a la pequeña al borde del llanto. No lo haría más. La F acababa de borrarse del pentagrama de su garganta.
Un día, Maurice llegó a casa de los Patti con una propuesta que a Salvatore le gustó más que a Caterina; de hecho, el patriarca llevaba tiempo pensándolo, pero no había querido proponerlo por miedo a que alguien pudiera acusarlo de algo que un padre jamás desea que lo acusen.
—Quieren presentarla como una niña prodigio de la ópera. La propuesta es de un empresario y agente musical. Hemos trabajado juntos en más de una ocasión; es serio y profesional y muy cercano a la Academy of Music de Nueva York, lo que sin duda nos vendrá bien de cara al futuro, cuando queramos que Adelina haga su debut operístico. —Maurice interpretó el silencio de sus suegros como algo positivo y continuó hablando—: Quiere hacer una gira con ella por Estados Unidos, darla a conocer al gran público. Quiere convertirla en un fenómeno al que vaya a ver toda la familia, grandes y pequeños. Y entre esos grandes seguro que habrá personas importantes de la industria musical en busca de nuevos talentos. Creo que es una buena oportunidad.
—Pero tiene nueve años… —terció Caterina, que no terminaba de ver la idoneidad de la propuesta—. Es demasiado pequeña para emprender una gira. Todos sabemos lo duro que resulta una tournée.
—Mujer, no iría sola. Yo estaría con ella y Maurice no se separaría de su lado. Estaría con la familia, nada malo puede sucederle.
—Nueve años, Salvatore…
Caterina tenía la impresión de que, a la hora de valorar la oferta, su marido anteponía la desastrosa situación económica de la familia a los posibles estragos que un periplo artístico por Estados Unidos podía suponer física y mentalmente para su hija. No podía culparle ni reprocharle su celo por su estabilidad financiera, pero le costaba gestionarlo con naturalidad.
—¿Y de cuánto tiempo de gira hablamos? —preguntó a su yerno.
—Serán unos cuatro años, aproximadamente.
—¡¿Pretendes que pase cuatro años sin ver a Adelina?!
—¿Quién ha dicho eso? —intervino su marido—. Podrás verla siempre que quieras.
—Salvatore, ¿lo has pensado bien? ¿Has puesto en la balanza lo que es primordial frente a lo accesorio?
—Llevo meses haciéndolo. Incluso diría que años.
—El primer concierto sería en Baltimore. En total, se contratarían tres. Tenemos hasta el precio de las entradas… —comentó Maurice pensando que eso despejaría las dudas de su suegra.
—Veo que lo tenéis todo pensado. ¿Desde cuándo lleváis preparando esto?
—Las oportunidades hay que aprovecharlas cuando se presentan. Llevamos mucho tiempo trabajando para que algo así suceda. Y ahora es el momento —le recordó Salvatore, acercándose a ella, buscando la complicidad que siempre habían tenido.
—¿Se lo habéis dicho a la niña?
—Todavía no. Cuando se lo digamos, se pondrá tan feliz y nerviosa que estará dando saltos de alegría todo el día. Y, por supuesto, quería hablarlo antes con ustedes —aseguró Maurice.
La valoración de Strakosch resultó certera. Cuando Adelina conoció los planes que tenían preparados para ella, no paró de cantar, de saltar, de brincar, de bailar, haciendo partícipes a sus hermanos, que compartieron con ella su alegría infantil —mucho más epicúrea que el resto de las alegrías—, y también a sus muñecas.
La felicidad había llegado a su vida. Sólo tenía que dejarla entrar.
4
La gira por Estados Unidos comenzó en Baltimore, tal y como había precisado Maurice. Al primer concierto asistieron poco más de un centenar de personas, sembrando la preocupación en el ánimo del empresario teatral, pero los días posteriores, gracias al boca a boca, el teatro se llenó y no sólo de personas, sino de aplausos, de bravos, de flores, de todo tipo de aclamaciones hacia la niña prodigio, «la pequeña Jenny Lind», como habían empezado a llamarla para satisfacción de Adelina. El entregado público quería saludarla, llevarla en volandas hasta el hotel —un conato que su padre y Maurice evitaron—, acercarse a ella para felicitarla, adularla, colmarla de abrazos y de besos. Al fin y al cabo, era una niña, una muñeca: frágil, aunque no lo aparentara, dependiente de los suyos y con un perfil infantil imposible de borrar. La pequeña estaba feliz y así se lo hacía saber a Henriette cada noche: «¿Te has dado cuenta del éxito que he tenido? Pues mañana será mayor. Y al día siguiente, aún más, y al otro será una locura».
El repertorio elaborado por Maurice para las actuaciones era rico y variado, respondiendo a los deseos y al gusto de los que asistían a escucharla: el aria «Casta Diva» de Norma, la cabaletta «Ah non giunge uman pensiero» de la ópera La sonnambula, el aria «Sempre libera» de La traviata, la canción «Home, Sweet Home», el aria «Una voce poco fa» de El barbero de Sevilla… El público enloquecía. Aunque los asistentes sólo tenían ojos para ella, no estaba sola en el escenario; habitualmente la acompañaba un pianista y, a veces, también un violinista, según la plaza donde actuara y el repertorio que ofreciera. El pianista, Louis Moreau Gottschalk, se entendió desde el principio con ella, aunque era un poco presuntuoso y presumido. En cierto modo, era normal, ya que acababa de llegar de Madrid donde había actuado con gran éxito y, según se encargaba de contarle a todo el mundo, la reina Isabel II de España le había hecho llamar a su palco para darle sus parabienes y felicitarle por su interpretación. Esa circunstancia, unida a sus muchos años de carrera, propiciaba que su nombre encabezara los carteles de la compañía, y en caracteres más grandes que los del resto del elenco. Adelina se quedaba observando los afiches, convencida de que algún día no muy lejano sería su nombre el que destacara, en enorme grafía. Lo tenía todo pensado: exigiría que las letras fueran de otro color para que resaltaran y pudieran verse mejor. Tenía prisa por crecer y esa urgencia no afectaba sólo al tamaño de los caracteres. Pero si su sueño pecaba de un apremio inoportuno, tenía el autocontrol suficiente para recurrir al refrán italiano convertido en lema de Salvatore: «Quien va despacio llega seguro; quien va seguro llega lejos».
La recaudación superaba cada noche las expectativas y sólo era el principio. La gira siguió por otras muchas ciudades de Estados Unidos con el mismo éxito de crítica, público y taquilla. Todos caían rendidos a sus pies. Adelina estaba pletórica. No echaba de menos a sus amigas porque apenas tenía, y las que atesoraba le parecían aburridas, ya que no se mostraban tan complacientes como el público que acudía a verla y a deshacerse en aplausos. Cuando estaba en Nueva York, compartía las tardes con jovencitas de su edad y, al igual que a sus muñecas, las obligaba a gravitar a su alrededor más que a jugar con ella. Ella las entretenía contando cuentos y relatos, la mayoría inventados, o cantándoles canciones —para disgusto de Caterina, que más de una tarde tuvo que ir a buscarla para llevársela a casa, instándola a que dejara de malgastar la voz—, pero al final siempre les exigía que aplaudieran y aclamaran su nombre a coro, lo que hacía que las niñas se cansaran y optaran por marcharse para entretenerse con otros juegos menos exigentes; la rayuela no pedía más atención que estar bien dibujada sobre el asfalto. La niña prodigio de la ópera no era muy popular entre sus amigas, pero no le preocupaba. Para eso ya tenía a sus muñecas, que eran más obedientes, dóciles y sumisas. Tampoco extrañaba su casa, seguramente porque viajaba con parte de su familia y ni Salvatore ni Maurice se separaban nunca de ella. Había momentos en los que se acordaba de su madre y de sus hermanos, pero los añoraba igual que añoraba a las muñecas que había dejado en su habitación, ya que sólo le habían permitido llevarse a Henriette.
A finales de 1856, unos meses antes de que el demócrata James Buchanan jurara el cargo como decimoquinto presidente de Estados Unidos, Adeli