I
Son las 00:15 y no hay luna.
Agachadas en la oscuridad, inmóviles y en silencio, las dieciocho mujeres de la sección de transmisiones observan el denso desfile de sombras que se dirige a la orilla del río.
No se oye ni una voz, ni un susurro. Sólo el sonido de los pasos, cientos de ellos, en la tierra mojada por el relente nocturno; y a veces, el leve entrechocar metálico de fusiles, bayonetas, cascos de acero y cantimploras.
El discurrir de sombras parece interminable.
Hace más de una hora que la sección permanece en el mismo lugar, al resguardo de la tapia de una casa en ruinas, esperando su turno para ponerse en marcha. Obedientes a las órdenes recibidas, nadie fuma, nadie habla y apenas se mueven.
La soldado más joven tiene diecinueve años y la mayor, cuarenta y tres. Ninguna de ellas lleva fusil ni correaje como las milicianas que tanto gustan a los fotógrafos de la prensa extranjera y ya nunca pisan los frentes de verdad. A estas alturas de la guerra, eso es propaganda y folklore. Las dieciocho de transmisiones son gente seria: cargan una pistola reglamentaria al cinto y, a la espalda, pesadas mochilas con un emisor-receptor, palos de antena, dos heliógrafos, teléfonos de campaña y gruesas bobinas de cable. Todas son voluntarias en buena forma física, disciplinadas, comunistas de militancia y con carnet del Partido: operadoras y enlaces de élite formadas en Moscú o por instructores soviéticos en la escuela Vladimir Ilich de Madrid. También son las únicas de su sexo adscritas a la XI Brigada Mixta para cruzar el río. Su misión no es combatir directamente sino asegurar, bajo el fuego enemigo, las comunicaciones en la cabeza de puente que el ejército republicano pretende establecer en el sector de Castellets del Segre.
Dolorida por las cinchas del armazón que lleva a la espalda con una bobina de quinientos metros de cable telefónico, Patricia Monzón —sus compañeras la llaman Pato— cambia de postura para aliviar el peso en los hombros. Está sentada en el suelo, recostada en su propia carga, contemplando el discurrir de sombras que se dirigen al combate que aún no ha empezado. La humedad de la noche, intensificada por el río cercano, le moja la ropa. Como la bobina que lleva colgada a la espalda no le deja espacio para mochila ni macuto —se enviarán con el segundo escalón, han prometido—, viste un mono de sarga azul con grandes bolsillos llenos de lo imprescindible: paquete de cura individual, una tira cortada de neumático para detener hemorragias, un pañuelo, dos paquetes de Luquis y un chisquero de mecha, documentación personal, el croquis a ciclostil de la zona que les repartió el comisario de la brigada, un par de calcetines y unas bragas de repuesto, tres paños y algodón por si viene la regla, media pastilla de jabón, una lata de sardinas, un chusco de pan duro, el manual técnico de transmisiones de campaña, un cepillo de dientes, un palito para apretar en la boca durante los bombardeos y una navaja suiza con cachas de asta.
—Estad atentas… Nos vamos en seguida.
El susurro circula entre la sección. Pato Monzón se pasa la lengua por los labios, respira hondo, vuelve a cambiar de postura acomodándose mejor las cinchas en los hombros, y al alzar el rostro para mirar el cielo la borla del gorrillo le roza las cejas. Nunca en su vida había visto tantas estrellas juntas.
Es su primera acción de combate real, pero se beneficia de experiencias ajenas. Lo mismo que la mayor parte de sus compañeras, cuando hace cuarenta y ocho horas supo que su destino estaba al otro lado del Ebro se hizo rapar el pelo por dos razones de importancia: que no se vea de lejos que es mujer, y reducir en los próximos días, poco favorables a la higiene, la posibilidad de que le aniden piojos u otros parásitos. A sus veintitrés años eso le da un aspecto andrógino, de muchacho, acentuado por el gorrillo cuartelero, el mono azul, el cinto de cuero con cantimplora, pistola Tokarev TT-33 y dos cargadores de reserva, además de las botas de clavos rusas recibidas una semana atrás, tan nuevas que aún le hacen ampollas en los talones. Por eso las lleva colgadas del cuello por los cordones, y como casi todas sus compañeras calza alpargatas de suela de esparto atadas con cintas a los tobillos.
—En pie, venga… Ahora nos vamos de verdad.
Es la única voz masculina de la sección, la del teniente de milicias Herminio Sánchez. Su silueta menuda y flaca se mueve entre ellas, repitiendo la orden. Pato no puede verle el rostro, aunque lo supone como de costumbre: escurrido, mal afeitado, siempre sonriente. Comunista, como la mayor parte de los jefes y oficiales de la brigada. Se hace querer y en la unidad lo quieren. Es un buen muchacho, con sus castillitos del arma de Ingenieros en los picos de la camisa, sus chistes malos sobre curas y monjas, las gafas de concha y el pelo prematuramente cano bajo la gorra de plato, tan rizado que todas lo llaman Harpo.
—Formad en fila de a una.
Resoplidos, murmullos, sonido de equipos, roces con las compañeras en la oscuridad al agruparse puestas en pie. Se tocan unas a otras para formar fila a lo largo de la tapia, sin más orden que el azar.
Evitando pensar en lo que espera tras la otra orilla —aun así le sorprende no sentir miedo, sólo una vaga aprensión que contrae el estómago—, Pato se concentra en el camino hacia la ribera cercana, donde aguardan los medios de franqueo del escalón de asalto: lanchas a remo, balsas y botes de pescadores. Para el cruce del Ebro y la gran ofensiva republicana de la que Castellets constituye el flanco occidental más extremo, la República ha requisado todo cuanto puede flotar entre Mequinenza y el Mediterráneo.
—Andando, y sin hacer ruido —se oye susurrar a Harpo—. Los fascistas aún no se han enterado de la que les viene encima.
—Pues ojalá tarden mucho —comenta una voz de mujer.
—Con que sigan despistados una hora más, estará de caramelo —dice otra.
—¿Ya empezaron a cruzar los nuestros?
—Hace rato… Nadadores con bombas de mano y equipo ligero sobre neumáticos de coche hinchados. Los vimos pasar ayer.
—Vaya tíos. Hay que tener valor para remojarse de esa manera, en una noche y un lugar así.
—Pues todavía no se oye nada al otro lado.
—Ésa es buena señal.
—Con tal de que dure hasta que estemos allí…
—Vale ya. Cerrad la boca.
La última orden, malhumorada, proviene de la sargento de milicias Remedios Expósito. Reconoce Pato fácilmente su voz entre las otras: ronca, cortante, con malas pulgas —maneras de Moscú, las llaman en broma las chicas—. Es una mujer seca y dura, comunista de la primera hora. La de más graduación y edad de la sección. Estuvo en el asalto al cuartel de la Montaña y en la defensa de Madrid y luego se formó durante un mes en la academia de comunicaciones Budionny de Leningrado. Viuda de un sindicalista muerto en Somosierra en julio del 36.
—¿Aún estamos lejos del río? —pregunta alguien.
—Que os calléis, coño.
Caminan en la oscuridad procurando no tropezar, pegada cada una a la compañera que la precede. La única luz es la de las estrellas que sobre sus cabezas cuajan la noche.
El sendero invisible desciende suavemente hacia el río. A uno y otro lado se intuyen ahora, agrupados, numerosos bultos de hombres que aguardan inmóviles. Se percibe su olor a ropa sudada y sucia, aceite de armas y humanidad masculina.
—Alto… Agachaos.
Pato obedece, como todas. Las cinchas de la bobina de cable telefónico siguen lastimándole los hombros, así que aprovecha para sentarse y descansar la carga en el suelo.
—Si alguien quiere mear —susurra Harpo—, que aproveche ahora.
Alguna de las compañeras próximas se mueve en busca de la postura adecuada. Pato está demasiado incómoda por el equipo; tendría que deshacerse de él, abrir el mono y volver después a encajarlo todo; así que decide hacérselo encima, tal como está. Inmóvil, siente el líquido caliente correrle entre los muslos y empapar las perneras del mono hasta las rodillas, húmedas ya por el relente nocturno.
Vicenta Espí, la compañera que tiene más cerca, se le apoya en un hombro. Es una muchacha regordeta y guapa que fue operaria de la Singer y fallera de su barrio un par de años antes de la sublevación facciosa. Valenciana, la llaman, y es también su primera acción real de combate. En la pesada mochila lleva dos teléfonos de campaña que pesan diez kilos cada uno: un Aurora Roja ruso y un Feldfernsprecher NK-33 alemán de los cogidos a los fascistas en Teruel. Como Pato, procede de las Juventudes Comunistas, pero se conocieron hace cuatro meses en la escuela de transmisiones: algún baile en el tiempo libre, alguna sesión de cine, alguna confidencia. La Valenciana es buena chica, con un hermano artillero en el mismo frente.
—¿Has meado, Pato?
—Encima.
—Como yo… A ver si hay suerte y es lo único que nos mojamos esta noche.
Se quedan calladas, hombro con hombro. Esperando. En el silencio que sigue sólo se escucha el rumor de la corriente del río, muy próxima, y el sonido amortiguado pero audible de las barcas que cargan hombres en la orilla. Ciento cincuenta metros separan ésta de la otra, en ese lugar. Pato lo ha calculado en el croquis que lleva en un bolsillo: ciento cincuenta metros de agua, noche e incertidumbre.
Harpo y la sargento Expósito se mueven a lo largo de la fila, dando instrucciones.
—Cabemos seis en cada bote, que lleva dos remeros —cuchichea el teniente.
—¿No hay pasarelas? —pregunta una voz.
—Los pontoneros no las tenderán hasta que haya luz, y a nosotros nos toca ahora.
—¿Qué pasa si nos disparan estando en mitad del río?
—Ocurra lo que ocurra, que nadie grite, ni hable, ni haga otra cosa que esperar a encontrarse al otro lado… Nos reagruparemos allí.
—¿Entendido? —remacha la sargento.
—¿Y si nos dispersamos al cruzar?
—Los camaradas que pasaron a nado han tendido maromas de orilla a orilla, para guiarnos… Están puestas a ras del agua y un poco en diagonal, a fin de aprovechar la corriente.
—¿Entendido? —insiste Expósito, áspera.
Le responde un coro de susurros afirmativos.
—Joder, son jais —exclama una castiza voz de hombre a la derecha del sendero.
En torno a ellas brota un murmullo de expectación masculina, piropos incluidos, acallado en el acto por los mandos.
—Olé vuestros ovarios, prendas —susurra una última voz.
Después vuelve el disciplinado silencio, que sólo alteran los ruidos apagados que vienen del río. Pato escucha con atención: sonido de remos, entrechocar de maderas o armas, órdenes dadas en voz baja. Sin reacción enemiga, por ahora. Sabe que en ese momento, río abajo, entre Castellets y Amposta, a lo largo de unos sinuosos ciento cincuenta kilómetros, seis divisiones republicanas están cruzando el Ebro por doce lugares distintos para atacar por sorpresa al desprevenido cuerpo de ejército fascista que guarnece la otra orilla. Los planes detallados del alto mando no llegan hasta el nivel de la tropa, pero se dice que la ofensiva pretende alcanzar Masaluca, Villalba, Gandesa y la sierra de Pandols para avanzar desde allí hacia el Mediterráneo y reconquistar Vinaroz.
—Vamos —dice Harpo, y la orden recorre la fila.
Se pone Pato en pie y camina entre sus compañeras, detrás de la Valenciana, internándose entre cañizales que se espesan mientras se acercan al río, rozándoles la cintura. Los muslos mojados ya se le han quedado fríos y tirita un poco, así que aprieta los dientes para que no castañeteen y alguna lo tome por lo que no es, o no es del todo.
El suelo se hace blando y húmedo a medida que la orilla está más próxima. Las alpargatas se hunden hasta los tobillos en la tierra fangosa, removida por centenares de pisadas, que un poco más allá se convierte en barrizal espeso.
—A ver, alto. Las primeras seis, que embarquen.
Ahora es posible advertir, a contraluz en el reflejo tenue del cielo estrellado en la corriente del río, las formas oscuras de los botes que aguardan. Sonido de madera que entrechoca en las bordas, chapoteos de fango y agua. En voz baja, procurando no hacer más ruido que el necesario, los remeros urgen a las mujeres que embarcan.
—Echad una mano aquí, que estamos atascados… Empujad, venga… Eso es, con ganas… Empujad.
El suelo de la orilla, negro como la noche, está salpicado de una constelación de pequeñas motas de color claro. Pato se fija en eso cuando, tras empujar el bote atorado, se agacha para asegurar las cintas de la alpargata que está a punto de perder en el barro. Por un instante lo observa, sorprendida e intrigada, antes de ponerse de nuevo en pie. Es como si la orilla hubiera sido espolvoreada con cientos de papelitos semejantes a confeti de verbena.
—Las seis siguientes… Vamos, moveos.
Pato se quita el armazón del cable telefónico y lo mete en el bote. No está dispuesta, si algo va mal, a caer al agua con ese peso a la espalda. Bastante lastre lleva en los bolsillos del mono. Después apoya las manos en la borda, pasa las piernas por encima y se instala en la estrecha barca, apretada con sus compañeras. La Valenciana se deja caer a su lado. Alguien empuja desde tierra, suenan los remos contra la madera y la embarcación se aparta de la orilla.
—Agarrad la maroma y tirad de ella para ayudar a los remos y la corriente —dice un barquero.
Las seis mujeres obedecen, tirando de la gruesa soga mojada que lacera las manos. Se oyen sus respiraciones jadeantes por el esfuerzo. La orilla opuesta sigue en silencio, y es obvio que los fascistas no se percatan de lo que ocurre; pero eso puede cambiar. Todas lo saben y procuran dar al bote la mayor velocidad posible, encaminándolo hacia la tenue línea oscura, cada vez más intensa y cercana, que marca la orilla enemiga.
En ese instante, Pato cae en la cuenta de lo que significan los cientos de motitas de papel en la orilla que dejan atrás: antes de dirigirse hacia un futuro inmediato e incierto, velado todavía por las tinieblas, todos los hombres de la primera oleada están rompiendo sus carnets de afiliación política y sindical: PCE, UGT, FAI, CNT. Ignoran lo que va a ocurrir en los momentos iniciales del asalto, y no quieren llevarlos encima si caen prisioneros. Uno de esos documentos en manos del enemigo puede llevar directamente al paredón.
La certeza la golpea como una bofetada, y por primera vez esta noche la aprensión deja paso al miedo. Pero se trata de un miedo de verdad —ahora lo comprende al fin— nunca conocido antes: un estremecimiento intenso, oscuro, que nace entre las ingles y asciende despacio por el vientre y el pecho hasta la garganta, seca y amarga, y la cabeza, nublada de presentimientos. Un latir desacompasado del corazón, como si lo enfriase una bruma sucia y gris.
Entonces Pato Monzón, atenazada por ese temor recién descubierto que no se parece a ningún otro que haya sentido nunca, deja de tirar de la soga y, con súbita urgencia, mete la mano entre la ropa en busca de su carnet del Partido Comunista, rompe la cartulina en minúsculos fragmentos y los deja caer por la borda.
Sentado en su pozo de tirador con el Mauser apoyado en el borde y el casco de acero en el suelo, a un centenar de pasos de la orilla del río, el soldado de infantería Ginés Gorguel Martínez lía a tientas un cigarrillo con la picadura que guarda en la petaca, pasa la lengua por el filo del papel, lo hace girar entre los dedos y se lo lleva a la boca. La noche es tan oscura que sólo ve las manchas claras de sus manos.
Está prohibido fumar en los puestos avanzados, pero tiene por delante más de tres horas de centinela y ningún oficial ni suboficial cerca. Tampoco es un soldado ejemplar, de los que cumplen a rajatabla; más bien lo contrario. Tiene treinta y cuatro años, sabe leer y escribir, conoce las cuatro reglas. En su hoja de servicios, si es que alguien la tiene al día, constará su intervención en las batallas de Brunete y Teruel; pero en ambos episodios procuró mantenerse lejos del tomate, actitud para la que posee un especial talento. Según dicen los médicos, cuyos consejos sigue al pie de la letra, los tiros van fatal para la salud.
Gorguel saca del bolsillo el chisquero, se agacha cuanto puede para ocultar el chispazo, frota con la palma la ruedecilla y enciende el pitillo con la brasa humeante. Tras darle una larga chupada ocultándolo en el hueco de una mano, se pone el casco, se incorpora un poco y echa un vistazo al paisaje negro como la tinta, sin escuchar otra cosa que el canto de los grillos ni ver más que las estrellas. No hay ni un soplo de brisa. Todo sigue en calma, de modo que vuelve a sentarse en su agujero, vuelta la espalda al río.
Aunque no puede verlos, Gorguel sabe que los compañeros más próximos están repartidos a izquierda y derecha, en agujeros similares al suyo. Entre él y otros cinco cubren doscientos metros de orilla, lo que prueba la sangre gorda con que se lo toman los mandos de la agrupación —medio batallón de infantería, un tabor marroquí y una compañía de la Legión situada como reserva— que guarnece el sector de Castellets. Con tanto sueño y aburrimiento, imagina, como él mismo. El frente está tranquilo y los rumores sobre una ofensiva enemiga son más propios de radio macuto que de una fuente seria. Además, el río constituye una defensa natural estupenda. También hay tendida una línea de alambradas. Así que bien acurrucado, el capote sobre las piernas para abrigarse del relente que empieza a calar la ropa, atento a que nadie de los suyos ni de los de enfrente advierta la brasa del cigarrillo, se dispone a disfrutarlo.
Mientras fuma, Gorguel piensa en si se pasaría al enemigo de no mediar el río entre él y los rojos. Si tendría valor para eso.
La idea le cruzó más de una vez por la cabeza, pues él es de Albacete, y eso queda en zona de la República. Allí tiene esposa, hijo, madre viuda y una hermana, y a estas horas estaría en el ejército enemigo de no haberse encontrado trabajando en Sevilla el 18 de julio de 1936, donde lo reclutaron: loterías de la vida. En realidad, carpintero de oficio como es, no entiende de política ni nunca se afilió a nada, ni siquiera a un club de fútbol; y en tal sentido, lo mismo le dan unos que otros. Una vez votó a las izquierdas, pero ya ni se acuerda. Gane quien gane, cuando acabe la guerra todos necesitarán que alguien fabrique puertas, ventanas y nuevos muebles, de los que en los últimos tiempos se han roto unos cuantos. Por eso, al pensar en la familia —las cartas que manda a través de un pariente en Francia no llegan o no tienen respuesta— le viene una negra melancolía. Son muchos los que se encuentran en idéntica situación, tanto en un bando como en el otro.
De haberse atrevido, Gorguel habría cruzado las líneas hace tiempo. Lo disuadió que cuatro compañeros que quisieron pasarse, sin lograrlo, fueron fusilados. De cualquier modo, ahora ya no vale la pena correr riesgos, pues todos dicen que al asunto le queda poco, que los rojos no levantan cabeza y que van de derrota en derrota. De culo y cuesta abajo. En tal caso, alguna ventaja tendrá haber estado con los nacionales, cuando vuelva a Albacete. O eso supone. Incluso para un oficial de carpintería.
Acaba de apagar la colilla, y la guarda cuidadosamente en la petaca —media docena de colillas suman un pitillo entero—, cuando le parece escuchar un ruido procedente del río: algo semejante a un suave entrechocar de madera. Incorporándose en el pozo de tirador dirige un largo vistazo a la orilla sin ver otra cosa que oscuridad. Luego mira a derecha e izquierda, pero no advierte nada entre él y el lugar donde se encuentran los compañeros más próximos. Sólo noche y silencio.
Detesto las jodidas guardias, piensa.
Está a punto de agacharse de nuevo cuando repara en que el silencio es más absoluto que antes: no se oye el rumor de los grillos que canturreaban entre los matorrales. Eso lo sorprende un poco, y durante un rato escudriña otra vez, con mucha atención, las tinieblas entre él y el río. Sigue sin advertir nada inquietante —las noches de un centinela están llenas de sonidos extraños—, pero no se decide a relajarse. El mutismo repentino de los grillos lo tiene mosca.
Tras pensarlo un momento, saca de las cartucheras dos bombas de mano Lafitte y las coloca en el borde del pozo de tirador, junto a la culata del fusil. Las Lafittes son granadas de percusión que estallan al golpear el suelo, y se activan en el aire durante el lanzamiento, desenrollándose una cinta de cuatro vueltas que extrae el pasador del seguro. Son caprichosas de juzgado de guardia, y matan más a quien las usa que al enemigo, porque a veces estallan a medio vuelo. Por eso las llaman las Imparciales. Pero es lo que hay, y también los rojos las usan y las sufren. Pesan casi medio kilo y pueden ser arrojadas, según la fuerza de quien lo haga, a una distancia de veinte o treinta metros. Por si acaso, les quita a las dos la horquilla de alambre, dejándolas listas para su uso.
A pesar de todo, Gorguel se lo piensa bien. Montar jarana por una falsa alarma a esas horas de la noche significa que los puestos cercanos empezarán a disparar a tontas y a locas, y toda la línea, oficiales incluidos, se despertará de malas pulgas. Eso supone chorreo seguro. Complicaciones, a las que él no es aficionado en absoluto. Así que más vale asegurarse antes de empezar un combate imaginario por su cuenta y riesgo. Una de sus habilidades es pasar inadvertido; eso ayuda a escurrir el bulto y sobrevivir. La prudencia, según dicen los sabios, es madre de la ciencia. O algo parecido. Y él, dos años de guerra sin un rasguño ni por Dios ni por la patria, tiene el rabo más pelado que un gato de callejón.
Aun así, espabila, Ginés, se dice. No vayan a madrugarte por la cara.
De momento, lo que hace es cuanto puede hacer, granadas aparte: asegurar el barboquejo del casco y echar mano al Mauser. El arma ya tenía acerrojada una bala de las cinco del peine que le introdujo al entrar de guardia, así que se limita a quitarle el seguro y meter el índice en el guardamonte. Luego estira un poco más el cuello y fuerza la vista para penetrar algo la oscuridad. Aguzando el oído inquieto.
Nada.
Ni luz, ni ruido. Silencio.
Pero los grillos siguen sin cantar.
Y ahora sí lo oye, otra vez el mismo ruido leve de maderas, como tablones que se tocaran. Lejano, proveniente de la orilla negra. Puede ser cualquier cosa, claro. Pero también pueden ser los rojos. Por esa parte sólo están las alambradas y la orilla, y nadie del bando nacional se pasearía por allí a oscuras. Eso hace inútil un quién vive o la demanda de un santo y seña —esa noche es Morena Clara—. Así que, sin darle más vueltas, Gorguel deja el fusil, coge una Lafitte, se incorpora a fin de tomar impulso y la arroja lo más lejos que puede, en dirección al río. Y aún está la primera granada en el aire cuando hace lo mismo con la otra.
Pum-bah. Pum-bah.
Dos estampidos con un intervalo de dos o tres segundos. Dos breves llamaradas naranjas que recortan las madejas de alambre de espino sujetas en piquetes de hierro. Y su resplandor ilumina un instante docenas de siluetas negras en movimiento: un espeso hormiguero de hombres que avanzan despacio desde la orilla del río.
Entonces, dejando atrás el fusil y el capote, Ginés Gorguel abandona el pozo de tirador y corre aterrado hacia la retaguardia.
Mojado y cubierto de barro hasta el pecho —el bote en el que cruzó el río, de maderas podridas, se anegó a punto de alcanzar la orilla—, Julián Panizo Serrano asciende, agachando el cuerpo cuanto puede, entre los matojos de la pendiente.
No es fácil moverse con la ropa enfangada y veintiséis kilos de equipo encima entre subfusil naranjero MP-28 II, con cargadores largos de treinta y seis balas, cuchillo, cartucheras, macuto, mecha, detonadores y bloques de trilita. Además, Panizo avanza emparejado con otro camarada, pues entre los dos sostienen una rueda de carro que, puesta sobre la alambrada fascista, ayudará a franquearla. Ellos dos, con otros ochenta hombres de la compañía de zapadores de choque del Primer Batallón, forman la primera línea del ataque en dirección al pueblo de Castellets. Los que deben despejar el camino.
Todo fue bien, desembarco y aproximación silenciosa, hasta que hace un momento dos granadas estallaron cerca, a la derecha. Después relampaguearon fogonazos de tiros espaciados, desde otros lugares, y el crepitar de fusilería se fue corriendo a lo largo de la línea, punteado por el retumbar sordo de las bombas de mano. De momento, por suerte, el fuego enemigo, improvisado y a ciegas —es evidente que los de enfrente no esperaban el ataque ni saben en qué consiste—, pasa demasiado alto; aunque de vez en cuando alguna granada reviente más próxima y las trazadoras de una máquina que acaba de empezar a tirar por la izquierda, aunque al buen tuntún, levanten chispas al pegar entre los arbustos.
—¡Aviva!
Eso grita Panizo a su compañero cuando éste tropieza en la oscuridad y se retrasa tirando hacia atrás de la rueda de carro. El compañero se llama Francisco Olmos y es murciano como él, antiguo minero de La Unión, comunista desde el año 34, cuando los de carnet aún eran cuatro gatos, antes de convertirse en fuerza decisiva gracias a su férrea disciplina, su firmeza en la defensa de Madrid y su afán por crear un ejército popular que desplazase a las entusiastas pero incompetentes milicias. Veteranos ambos, Panizo y Olmos, de casi todos los fregados desde la sublevación facciosa: dinamiteros improvisados al principio, zapadores de choque después, no se han perdido casi ninguna: Madrid, Santa María de la Cabeza, Brunete, Belchite, Teruel. Un buen currículum.
Su objetivo esta noche, una vez pasen la alambrada, es volar el blocao desde donde dispara la ametralladora fascista, que por el sonido es una Hotchkiss —ratatatá, ratatatá, ratatatá, hace—: una máquina eficaz, mortífera si coge confianza, que enfila de flanco la ruta de avance republicana. Sus sirvientes todavía no le han pillado el tranquillo a lo que les viene encima y tartamudean peines de treinta balas sin orden ni concierto, pero no tardarán en ajustar el tiro. Y entonces pueden hacer mucho daño, sobre todo cuando haya luz. Por eso Panizo, Olmos y otros cuatro que vienen detrás, a los que se ha encomendado neutralizar la máquina, pasaron el día de ayer camuflados en la orilla opuesta, estudiando el lugar con prismáticos. Aprendiéndose de memoria hasta el último matorral y el último pedrusco.
—¡Avívate, hostias!
Mientras se vuelve a tirar de la rueda para que su compañero vaya más rápido, Panizo tropieza en la oscuridad con el alambre de espino. El encuentro es doloroso, pues las púas le desgarran el pantalón a la altura de las rodillas. Mascullando blasfemias retrocede para liberarse; y luego él y Olmos, casi a tientas, echan la rueda de carro sobre la alambrada, aplastándola. Panizo se encarama a ella y cruza al otro lado seguido por su camarada y los otros cuatro.
Ahora hay mucho tiroteo a lo largo de la orilla del río, propio y enemigo, pero alguien dispara también desde bastante cerca: un par de tiros de fusil, aunque con poca precisión. Quizá sea un fascista que los ha oído trajinar en la alambrada y quema cartuchos a bulto; porque lo que se dice ver, nadie puede ver nada. Sólo noche, fogonazos y sombras. Ni Panizo ni los otros responden a los disparos, por no delatarse. Cada cosa a su tiempo.
—¿Dónde carajo están los árboles? —pregunta Olmos, desorientado.
—Delante, me parece.
—¿Sólo te lo parece?
—Que sí, hombre… A unos treinta metros.
—¿Estás seguro?
—Como de la revolución proletaria.
Panizo tiene el paisaje dibujado en la cabeza, de tanto mirarlo con luz de día: unos pocos pinos sueltos, una pequeña vaguada y el blocao en una elevación. Lo que también tiene es un calor espantoso, interior, pese a la humedad fría de la noche. Cosas de la tensión, sabe de sobra. Lleva muchas como ésta. Cuando se incorpora a medias y avanza de nuevo con un dedo en el gatillo del naranjero, el sudor se le mezcla con el barro en la ropa mojada. En cuanto se quede quieto empezará a tiritar, piensa. Pero todavía va a tardar un buen rato en quedarse quieto; y antes de que eso ocurra van a quedarse aún más quietos algunos de los otros. De los que ahora están haciendo ruido.
Ratatatá, ratatatá, ratatatá. La misma ametralladora ayuda a orientarse, así que el zapador se mueve con seguridad, agachado, hasta que se mancha una mano de resina al tocar el tronco de un pino. Nos vamos arrimando, concluye. La vaguada está debajo, muy cerca, y los seis se meten en ella. Los fogonazos de la Hotchkiss destellan algo más arriba como estrellas intermitentes en series de cuatro tiros, a menos de veinte pasos, y las trazadoras cruzan altas sobre sus cabezas.
Panizo deja el arma y el resto de su equipo en el suelo y se pasa una mano por la cara. Para lo que viene ahora, prefiere ir ligero de peso.
—Dame la caña de pescar.
Pegado a su espalda, Olmos le entrega la pértiga extensible mientras él prepara un bloque de trilita del número 5, se desenrolla del pecho unos palmos de mecha y abre la caja hermética de hojalata que contiene detonadores y encendedor. A tientas, con gestos mil veces practicados antes de ahora, el antiguo minero coloca el kilo de explosivo al extremo de la pértiga y lo fija con varias vueltas de esparadrapo negro.
—Atrás los otros… Apartaos.
A medida que Panizo y Olmos se acercan al blocao con mucho cuidado y paso a paso, los estampidos de la máquina enemiga se tornan ensordecedores, como golpes prolongados en los tímpanos. Abriendo la boca para que no molesten demasiado, Panizo se detiene un momento y hace pantalla mientras su camarada enciende la mecha, calculada en cuarenta y cinco segundos.
—Vamos. Lárgate tú, que viene Manolo.
Manolo es la forma de decir que una carga va a estallar: la voz de alerta de los mineros de La Unión. Olmos no se lo hace decir dos veces y retrocede en la oscuridad al tiempo que Panizo prosigue cauto su avance. Ahora lo hace a rastras, desollándose los codos mientras procura no recortarse en ningún resplandor que lo delate. Por lo más bajo y oscuro de la vaguada.
Cinco, seis, siete, ocho, va contando. Nueve, diez, once, doce… El olor acre de la mecha, que le es tan familiar como el del tabaco, llena sus fosas nasales. Al fin mira hacia arriba y ve los fogonazos de la máquina a sólo tres metros sobre él: casi justo lo que mide la pértiga. Así que la arrima cuanto puede a la tronera, pero por debajo, para que no vean la carga desde el interior.
El nido de ametralladora no es de hormigón, sino una simple casamata de troncos, piedras y sacos terreros. Aunque detone fuera del recinto, la trilita tiene potencia de sobra para demolerlo.
Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro…
A Panizo le suda hasta el alma, y tiene que frotar primero una mano y luego la otra en la tierra para que no le resbale la pértiga entre los dedos húmedos.
Ha hecho esto otras veces, pero siempre parece la primera vez.
Veintinueve, treinta…
La tensión lo hace jadear sin darse cuenta. Tiene quince segundos para alejarse de allí. Así que deja apoyada la pértiga en la parte baja del parapeto enemigo y retrocede, primero arrastrándose, luego a gatas, al fin corriendo agachado.
Cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y dos…
Al llegar a cuarenta y tres, el dinamitero se arroja al suelo, abre mucho la boca y se cubre la nuca con las manos. Y entonces una deflagración cegadora ilumina la noche a su espalda y le vacía de aire los pulmones mientras la onda expansiva lo levanta unos centímetros del suelo.
Manolo en todo lo suyo.
Unos ruidos rápidos, de hombres a la carrera, pasan por su lado y los tímpanos maltrechos creen oír voces lejanas. Cuando al fin abre los ojos y se vuelve a mirar, Olmos y los otros cuatro zapadores limpian lo que queda de la posición fascista con bombas de mano y ráfagas cortas de naranjero.
Sonriente, Julián Panizo se sacude la tierra de encima y se limpia con una manga el sudor de la cara.
Ha sido, piensa, como echar un buen polvo.
La sección de transmisiones ha desembarcado sin novedad y las mujeres están tumbadas en el suelo, todavía cerca de la orilla, esperando que les den orden de moverse. Las balas trazadoras pasan sobre sus cabezas con equívoca lentitud y la noche se salpica de llamaradas y fogonazos.
La defensa enemiga no es intensa, pues todo el rato llegan grupos de sombras procedentes del río que corren hacia la oscuridad de enfrente, y nadie parece detenerse ni retroceder. El sonido de granadas indica que se combate asaltando parapetos enemigos. Entre el crepitar de disparos y lo rotundo de las explosiones cada vez más lejano —ésa es otra buena señal, pues significa que los fascistas retroceden— se oyen voces de ánimo de oficiales y comisarios.
—Les están dando para el pelo —comenta alguien.
Pato Monzón, que vuelve a cargar la bobina de cable, está boca abajo sobre un campo recién arado, cuyas piedras y terrones duros se le clavan en el vientre y los muslos. Aún tiene la ropa mojada —desembarcaron con el agua por la cintura— y la noche, que refresca, no permite entrar en calor. Con los ojos muy abiertos asiste, fascinada, al espectáculo pirotécnico de la guerra vista muy de cerca, que nunca imaginó tan bello y tan terrible.
Las balas luminosas entrecruzan complicadas trayectorias en el cielo, apagando las estrellas, y de vez en cuando un resplandor silencioso, que en ocasiones tarda un segundo en convertirse en estampido, perfila en la distancia un caserío, unos árboles, unos matorrales, una elevación del terreno. Recortadas en esos breves contraluces se ven siluetas de hombres que corren y disparan.
—Parece mi tierra en fallas —dice con asombro la Valenciana.
Gracias al croquis que estudió el día anterior, Pato puede hacerse una idea aproximada de la situación: Castellets se encuentra enfrente, a tres kilómetros, y por el tiroteo y explosiones el combate se acerca ya a las primeras casas. El objetivo de la XI Brigada Mixta es cortar la carretera entre Mequinenza y Fayón, que pasa por el centro del pueblo; mas para asegurar el avance y el desembarco de nuevas tropas es imprescindible tomar la loma donde está situado el cementerio. Ésa es la razón por la que se combate con dureza por esa parte, a la derecha de la cabeza de puente. Es allí donde los fogonazos y el retumbar de explosiones se suceden con mucha rapidez e intensidad.
—¿Estáis todas cómodas, camaradas?… ¿Disfrutáis del espectáculo?
Harpo, el teniente Herminio, pasa en cuclillas junto a las mujeres, solícito y guasón como suele, repartiendo palmaditas en los hombros y sorbos de una petaca de aguardiente para aliviar el frío. Le responde un coro afirmativo en diversos tonos de entereza y alguna que otra broma: la moral se mantiene alta. Una voz pregunta por qué no interviene la artillería republicana.
—Estamos demasiado cerca de los facciosos —responde el teniente—. La artillería es el arma que bate habitualmente a la infantería propia y a veces a la enemiga, así que es mejor tenerla quieta de momento… Empezará cuando todo esté claro y le digamos dónde tirar. Entre otras cosas, para eso estamos nosotras aquí.
Sonríe Pato en la oscuridad. Harpo siempre habla de la sección en femenino, incluyéndose él. Es un buen oficial y un chico listo.
—¿Cruzarán nuestros cañones y tanques?
—En cuanto haya luz, los pontoneros tenderán pasarelas para traer refuerzos y acémilas con armas pesadas… También un puente para vehículos y carros de combate. Vi los armazones hace dos días, camuflados en un olivar. Ahí colgaremos una línea telefónica de orilla a orilla.
Pato mira a lo lejos. En ese instante brota allí una llamarada de la que surgen centellas rojas y naranjas, como si acabase de estallar un depósito de munición. El retumbar llega dos segundos después: ha sido a unos setecientos metros. Perfilado por el resplandor lejano, reluciente el cristal de las gafas bajo la visera de la gorra, el teniente mira en esa dirección.
—Leches —dice.
Después se vuelve hacia su gente.
—En cuanto esté asegurado el cementerio hay que tender otra línea que lo comunique con el pueblo —prosigue—. Está previsto que la plana mayor de la brigada se instale allí —saca una linterna eléctrica del bolsillo—. A ver, algunas de vosotras, haced corro para tapar la luz. Y ponedme algo por encima.
Obedecen, agrupándose a su alrededor. Pato mete la cabeza bajo la cobertura, junto a los rostros de la Valenciana y la sargento Expósito. El oficial ha desplegado en el suelo un mapa militar, semejante al croquis que tienen todas, y lo ilumina con el débil haz luminoso.
—Estas cotas, la 387 y la 412, son los pitones llamados de poniente y levante que flanquean Castellets —mientras habla va señalando los lugares con el dedo—. La idea es tomar los dos para asegurar la carretera y el pueblo. Pero al de poniente no podemos llegar sin el control previo del cementerio… ¿Lo veis claro?
Tras las respuestas afirmativas, Harpo mira la hora en su reloj de pulsera, cuyas agujas señalan las 01:47. Hay que echar un vistazo por esa parte, dice. Alguien que vaya, haga de enlace y avise cuando pueda tenderse la línea de modo seguro. Conviene que al amanecer todo esté en orden.
—Yo voy —dice Pato.
El teniente y la sargento Expósito la miran, inquisitivos.
—¿Por qué? —pregunta Harpo.
—Tengo frío —Pato se encoge de hombros—. Si me muevo, me calentaré.
—Más de lo que esperas —apunta Expósito.
El oficial le guiña un ojo a Pato. Después apaga la linterna y se guarda el mapa.
—Deja aquí el equipo.
Obedece Pato, liberándose con alivio de la pesada carga. Harpo le pone una mano en un hombro.
—¿Llevas un arma?
—La Tokarev.
—¿Munición?
—Tres cargadores.
—¿Quieres un par de granadas?
—No. Ya llevo demasiado peso encima.
—Como prefieras… Ve con la cabeza baja, mira bien dónde pisas y procura no meterte en líos. Cuando llegues al cementerio, pregunta por el responsable del sector: es el comandante Fajardo, del Segundo Batallón. En cuanto esté asegurada la posición, vuelves ligerita y me lo dices.
Pato siente una punzada de desconfianza. Por lo que lleva visto, en combate las cosas nunca son tan claras como cuando se hacen planes sobre ellas.
—¿Estaréis aquí todavía?
El oficial duda un momento.
—Aquí o algo más adelante, si los nuestros aseguran pronto el pueblo —responde al fin—. Eso depende de lo que tardes.
—Lo menos posible.
—Eso espero —Harpo le pasa a tientas la petaca casi vacía de aguardiente—. Si tenemos que movernos, dejaré a una compañera para que te avise.
—¿Está claro? —inquiere Expósito con su habitual aspereza.
Pato bebe un corto sorbo, devuelve la petaca y se pasa el dorso de una mano por los labios mientras el licor baja despacio por su garganta y le quema el estómago. Tal vez por su efecto tónico se siente animada y lúcida; con algo concreto que hacer, en lugar de estar tirada en el suelo, entumecida, mirando las cosas desde lejos.
—Está clarísimo, camarada sargento.
Con el fondo de tiros y explosiones suena la risa irreverente de Harpo.
—Entonces al toro, guapa, que es una mona. Y viva la República.
—Aquí no hay guapas —objeta Expósito, seca.
El teniente ríe de nuevo, como suele. Sin complejos.
—Una voluntaria para ir al cementerio —responde, zumbón—, con la que está cayendo allí, no es que sea guapa…, es que es Greta Garbo.
II
Tropezando con piedras y matorrales, agachada la cabeza cada vez que un estampido suena cerca o el zumbar de las balas perdidas pasa sobre él, Ginés Gorguel corre en la oscuridad.
Le arden los pulmones por el esfuerzo y lo ensordecen el batir de sangre en los tímpanos y la propia respiración entrecortada. A su alrededor otras sombras corren lo mismo que él, aunque ignora si son amigas o enemigas; si corre entre los rojos que atacan o entre los nacionales que huyen.
Su único afán es alcanzar las primeras casas de Castellets y protegerse en ellas.
Una ametralladora tira desde su derecha con ráfagas cortas y espaciadas, y parece hacerlo en dirección al río. Gorguel recuerda que, de las dos máquinas que enfilan la ribera, una está situada por esa parte, a la entrada misma del pueblo. La otra, la de su izquierda, ya no se oye; así que supone que los sirvientes la han abandonado o que los rojos se los han cargado a todos.
Orientándose por las ráfagas busca las casas, y en el camino se da de bruces contra una tapia. El choque lo tira de espaldas. Tras frotarse la frente dolorida, puesto en pie, tomando impulso, se encarama y se deja caer al otro lado.
—¡Alto ahí! —lo interpela una voz.
El disparo surge antes de que pueda responder. Un fogonazo, un estampido, un impacto en la tapia, muy cerca de su cabeza.
—¡España, España! —grita descompuesto.
—¡España, mis cojones!… ¡Santo y seña!
Un cerrojazo metálico de fusil al montarse, otro disparo, otro impacto. El fugitivo alza los brazos inútilmente, pues nadie puede verlo en la oscuridad. De pronto recuerda la consigna de esa noche.
—¡Morena Clara!
Al sonido del cerrojo al meter otra bala en la recámara sigue un silencio pautado por las explosiones y disparos cercanos, como si el mismo fusil dudara.
—Acércate con las manos en alto y haciendo palmas sobre la cabeza.
Obedece Gorguel, temblando como un flan.
Plas, plas, plas, hace, procurando que se oiga bien. Plas, plas.
Cinco pasos más allá se encuentra con el cañón de un arma en el pecho. Unos bultos amenazadores lo rodean, moviéndose con cautela. En la penumbra se vislumbran dos o tres turbantes blancos: moros, sin duda. Pero quien habla es europeo.
—¿Quién eres y de dónde vienes?
—Ginés Gorguel… 2.ª Compañía de Monterrey. Estaba de escucha en el río.
—Pues has escuchado fatal, joder… Tenemos a los rojos subidos a la chepa.
—Fui yo quien dio la alerta.
—Vale, héroe.
—En serio. Las primeras bombas de mano fueron mías.
—Si tú lo dices… Venga, echa a andar por ahí detrás. Cuando encuentres gente pregunta por el comandante Induráin y le cuentas lo que has visto. Está reorganizando la defensa junto a la iglesia. Si sigues la primera calle, aunque vayas a oscuras no tienes pérdida.
—¿Quiénes sois vosotros?
—Regulares de Melilla, XIV Tabor.
—¿Y sabéis lo que está pasando?
—Ni idea… Sólo que los rojos han cruzado el río y nos están dando hostias como panes.
Mientras se aleja tanteando las paredes de las primeras casas, Gorguel echa cuentas. Si los moros están en línea, es que las defensas junto al Ebro han sido desbordadas por el enemigo. Hasta ayer, el XIV Tabor —tropas marroquíes con jefes y oficiales europeos— estaba tranquilo y en reserva, abarracado en la otra punta del pueblo. Si ahora está aquí, eso significa que los ciento quince hombres del batallón de infantería de Monterrey que cubrían el frente se encuentran en desbandada o han desaparecido. Y que vienen los regulares a taponar la brecha.
Hay gente junto a la iglesia. Numerosa y desordenada.
A la luz de unos faros de automóvil se mueven docenas de soldados entre ancianos, mujeres y niños que llevan sus enseres en carros o huyen cargados con bultos. En la plaza todo son carreras, precipitación, gritos de angustia y destempladas voces de mando. Reina el desconcierto. Se mezclan sin orden regulares y soldados, gente a medio vestir o desarmada, grupos que se agolpan como rebaños medrosos bajo las órdenes de cabos y sargentos. Algunos de aspecto más disciplinado, casi todos ellos moros con equipo completo, macuto y fusil, forman en filas. Delante de la iglesia hay heridos tumbados en el suelo, a los que nadie atiende. Otros llegan por las callejas, tambaleantes, solos o traídos por compañeros.
La torre del campanario de la iglesia se yergue sombría bajo las estrellas. De las afueras del pueblo, por la parte del río, sigue llegando estrépito de combate.
—¿El comandante Induráin?
—Allí, junto al coche.
Un fulano alto, con bigote, parece estar queriendo organizar aquello. Se encuentra en mangas de camisa, con pistola al cinto y botas altas, dando órdenes a voces. Cuando Gorguel se le acerca, un oficial europeo se interpone. Se cubre con un tarbús moruno donde lleva dos estrellas de teniente.
—¿Qué quieres?
—Vengo del río… Me dicen que informe al comandante.
—Infórmame a mí.
Gorguel lo hace, incluido el episodio de sus bombas de mano. Lo cuenta sin mucho detalle, para no comprometerse. El teniente lo mira de arriba abajo.
—¿Dónde está tu fusil?
—Lo perdí en el combate.
—¿Y tu escuadra?
—No sé.
Una ojeada escéptica. Cansada.
—En el combate, dices.
—Eso es.
Señala el oficial una doble fila de moros y europeos.
—Ponte ahí, con ésos.
—Mi compañía…
—Tu compañía ya no existe. Venga, muévete… Soy el teniente Varela y ahora estás conmigo.
—No tengo fusil, mi teniente.
—En cuanto caiga uno, coges el suyo.
—Yo soy…
Iba a decir un estúpido «yo soy carpintero, mi teniente», sin que venga a cuento, o en realidad tal vez sí viene; pero el otro lo interrumpe con un empujón, haciéndolo caminar. Obedece Gorguel, desconcertado. La mayor parte de los hombres de la formación son regulares indígenas, pero también hay europeos de otras unidades. Los de ese grupo suman unos treinta, vestidos de cualquier manera: cascos de acero, gorrillos isabelinos, turbantes, chilabas, cabezas desnudas, uniformes diversos. Algunos ni siquiera llevan armas.
—Métete ahí con los otros.
—Pero si yo…
Otro empujón.
—Que te metas, coño.
A la luz del automóvil, los rostros curtidos de los moros se ven tranquilos, fatalistas ante lo que deparen la noche y el destino. Los europeos, fugitivos del Batallón de Monterrey y también rancheros, chupatintas de oficina y hasta músicos de la banda, están más nerviosos, o tal vez simplemente lo demuestran.
—Venga, alinearse… ¡Ya!
Un sargento europeo de expresión feroz, acentuada por las luces y sombras de los faros del automóvil, recorre la fila de arriba abajo, entregando material a los hombres. Cuando Gorguel, con un estremecimiento, se sitúa en la fila entre dos moros, el suboficial le da una bomba de mano y seis peines de cinco balas.
—No tengo fusil, mi sargento.
—Ya lo tendrás.
Los moros que flanquean a Gorguel lo miran con curiosidad. Son hirsutos, cetrinos. Sus ojos oscuros relucen en la penumbra. Uno lleva turbante blanco y otro tarbús de fieltro, y apoyan con indiferencia las manos en los cañones de sus Mauser.
—Soldadito nasional no saber manera —dice uno, guasón, al verlo desarmado—. Sin el fusila matar pocos arrojos, paisa.
—Que os den por culo —gruñe Gorguel con malhumor.
Mientras los moros ríen como ante un buen chiste, Gorguel se cuelga la bomba del correaje y guarda la munición en las cartucheras, resignado. Después mira con aprensión a los heridos, que ahora empiezan a meter dentro de la iglesia. Lo hacen hombres del pueblo a los que han sacado de sus casas. En su mayor parte son viejos; los hombres en edad de combatir hace tiempo que están movilizados con los nacionales, en la cárcel, bajo tierra o en el ejército enemigo.
—Izquierda, de frente… Ar.
Sin más órdenes ni explicaciones, a la voz del tal teniente Varela, que se sitúa en cabeza, la fila se pone en marcha. Y mientras todos pasan de la luz a la oscuridad, atento el sargento a que no se desmanden, Gorguel comprueba, desazonado, que desandan el camino por donde él vino del río.
Desde la pequeña vaguada próxima al blocao destruido, asomando sólo las cabezas por el borde, Julián Panizo y los otros cinco dinamiteros observan el ataque al pitón de levante. Algunos fascistas desperdigados de las posiciones bajas deben de haberse retirado allí. Entre los que llegan y los que ya estaban arriba se habrán juntado unos cuantos, porque parecen defenderse con energía. Nada de artillería ni morteros, por ahora; sólo fuego de infantería. El pam, pam, tac, tac llega lejano. La masa oscura del pitón se ve punteada por resplandor de disparos que indican cómo andan las cosas: los republicanos intentando subir y los otros poniéndoselo difícil desde arriba.
La línea de fogonazos que se veía progresar hace un rato se ha detenido a un tercio de la ladera.
—Parece que los fachistas aguantan —comenta Olmos.
—Y los que atacan son del Cuarto Batallón —añade Panizo, despectivo.
No dice más, pero todos lo entienden. A diferencia de los otros batallones de la XI Brigada, integrados en su mayor parte por gente bien entrenada y sometida a la disciplina férrea del Partido, la del Cuarto es tropa de aluvión mezclada de mala manera: anarquistas, trotskistas supervivientes de las purgas hechas al POUM, pasados del otro bando, gente de unidades disciplinarias y chiquillos de la última quinta, organizados a toda prisa para reconstruir el batallón, diezmado en abril durante los combates por Lérida. Panizo conoce a Perico Cabrera, comisario político de esa unidad, que es murciano como él. Y lo que cuenta Cabrera pone los pelos de punta. Disciplina, la justa. Espíritu combativo, escaso. Mucha gente peligrosa y turbia, e incluso fascistas camuflados que se infiltraron en la CNT en busca de un carnet para salvar el pellejo cuando los sindicatos abrieron la puerta a todo hijo de vecino. Consecuencias: dos fusilados por desobediencia y tres por deserción, en el último mes. Pero alguien tiene que encargarse del pitón de levante, y allí están los del Cuarto, a trancas y barrancas, haciendo lo que pueden. O les dejan hacer.
—Hay que buscar a nuestra gente —dice Olmos.
Es cierto. Las órdenes de los seis dinamiteros, una vez neutralizado el blocao, son reunirse con su unidad, la compañía de zapadores del Primer Batallón, al que se ha encomendado tomar Castellets. Si no se han despistado mucho, piensa Panizo, el pueblo quedará a poco más de dos kilómetros al frente y la derecha, al otro lado del bosquecillo de pinos. El tiroteo por esa parte es intenso, así que no es difícil orientarse.
—Tengo una sed de cojones —dice uno del grupo.
Todos la tienen. Para ir más ligeros y sin ruido no cargaron ni las cantimploras. Sólo el equipo básico. Ahora lo lamentan, pero nada puede hacerse hasta que encuentren agua, o a los suyos. Las cantimploras de los cuatro fascistas muertos en el blocao estaban reventadas por las granadas y apenas hubo un buchecito para cada uno.
—Venga —Panizo se descuelga del hombro el naranjero—. Vámonos.
Encorvados para no hacer bulto, el dedo en el gatillo del arma, los seis hombres se ponen en marcha, primero por la vaguada y luego, con muchas precauciones, entre las siluetas negras de los pinos. Sus alpargatas hacen poco ruido y los monos azules puestos sobre la ropa de faena los disimulan en la oscuridad.
Hay ahora una ligera brisa, y el olor lejano de la pólvora se mezcla con el de la resina. Las copas chatas de los árboles ocultan las estrellas.
Es Olmos el primero que oye la voz. Le toca el hombro a Panizo y se quedan quietos, agachados hasta estar en cuclillas. Escudriñando la oscuridad.
—¿Oyes? —susurra Olmos.
Asiente Panizo. La voz surge próxima, a sólo diez o doce pasos, y suena dolorida y débil, entre quejidos de angustia: «Madre», exclama de vez en cuando. «Madre, madre… Dios mío… Madre.»
—Un fachista herido, seguro —dice Olmos.
Panizo se pasa una mano por la cara.
—¿Cómo sabes que es fachista?
—Hombre, no sé… Está llamando a Dios y a su madre.
—¿Y a quién quieres que llame? ¿A la Pasionaria?
Se quedan callados un momento, inmóviles. Escuchando.
—Deberíamos acercarnos a ver —dice Olmos.
—¿Para qué?
—Por si de verdad es un fachista, coño.
—¿Y qué, si lo es?
—Pues lo aviamos y seguimos a lo nuestro. A lo mejor tiene una cantimplora.
—Y a lo peor tiene una bomba de mano.
Olmos se queda pensando mientras los rodean cuatro sombras expectantes.
—¿Qué hacemos, entonces? —pregunta alguien.
—Yo mato fachistas, no los asesino —replica Panizo—. Para eso están los hijos de puta de nuestra retaguardia… Los milicianos que defienden a la República en los burdeles y los cafés.
—Vale, no sigas —apunta Olmos—. Captado el mensaje.
Panizo se incorpora despacio.
—Pues venga, vámonos. A ver si encontramos ese maldito pueblo.
El grupo se pone de nuevo en marcha, alejándose de la voz hasta que ésta queda atrás y se apaga en la distancia. Panizo camina en cabeza, listo el subfusil, procurando orientarse en la oscuridad.
—Es lo malo de estas guerras —va diciendo Olmos, a su espalda—. Que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tú, y como que así, ¿no?… Se te enfrían las ganas.
A las 04:37, cuando todavía faltan un par de horas hasta el alba, Santiago Pardeiro Tojo, veinte años a punto de cumplirse, jefe accidental de la 3.ª Compañía de la XIX Bandera de la Legión, recibe de un enlace la orden de mover la unidad hacia Castellets para establecer allí, a lo largo de la carretera que cruza el pueblo, una posición de defensa. Entonces, con las manos temblándole un poco, ordena a su asistente —un ex futbolista segoviano llamado Sanchidrián— que meta en el macuto el Reglamento táctico de infantería, una tableta de chocolate Los Canónigos y una botella de coñac Tres Cepas. Luego llama al cornetín de órdenes.
—¡Turuta!
—A sus órdenes, mi alférez.
—¡Sopla, que nos vamos!
—¿Ya, mi alférez?
—Ya, carallo.
Mientras la trompeta toca llamada, los hombres desmontan las tiendas de campaña, apagan los fuegos encendidos y forman macuto al flanco, apoyados en los fusiles. Cargan con dos ametralladoras y sus cajas de munición. No hay desconcierto entre ellos: son tropa de choque, profesionales hechos a rebatos y sobresaltos.
Pardeiro se cierra el cuello de la cazadora de cuero —cogida a un comisario rojo en el puente de Balaguer— en cuyo lado izquierdo lleva el parche negro con la estrella de seis puntas de su grado. Hace frío. Alrededor, en la oscuridad, bajo el cielo cuajado de estrellas, resuenan con dureza las voces de mando.
Hasta ahora, la 3.ª Compañía, integrada por 149 legionarios, estaba situada en reserva en un olivar de las afueras, en el lado opuesto al río, bajo un lugar llamado ermita de la Aparecida. Cumpliendo la orden, ignorante de la situación general pero alertado por el fragor lejano del combate, Pardeiro, equipada y municionada su tropa, se pone en camino para recorrer el kilómetro que lo separa de Castellets. Sin embargo, iniciada la marcha, otro enlace enviado por el comandante Induráin, que organiza la defensa del pueblo, le pide que mande algún refuerzo al pitón de levante, que está siendo atacado por los rojos.
—¿Mucho?
—Por lo que dicen, sí, mi alférez —confirma el enlace—. Gente de Regulares y algunos dispersos de Monterrey que se han refugiado allí se mantienen a duras penas. Está la cosa de bigote negro.
—Bueno… Dile al comandante que me ocupo de eso, pero que tengo poca gente.
Cuidando de no debilitar en exceso la compañía, Pardeiro destaca un pelotón al mando de un sargento y lo envía por su derecha al pitón de levante. Luego prosigue la marcha con los restantes ciento veintinueve hombres.
—¡Vladimiro!
—¡A sus órdenes, mi alférez!
El sargento Vladimiro Korchaguin —dieciséis años de Tercio, tres cruces rojas, medalla militar y cuatro raspas de heridas en la manga— se adelanta en la oscuridad hasta situarse a su lado.
—Envía una escuadra que bata el terreno. No quiero darme de boca con los rojos en plena noche.
—Ahora mismo… ¿Voy con ellos?
—No. Tú quédate aquí, al alcance de mi voz. Manda a un cabo que sepa lo que hace.
—¿Mando a Longines?
—Puede valer. Dile que se oriente por la Polar, que se ve bien entre los olivos… Que la tenga todo el rato en las once del reloj.
—A la orden.
Un momento después, cinco sombras pasan a la carrera sin decir palabra, adelantándose. Tras ellas, en cabeza del resto de la tropa, Santiago Pardeiro prosigue su marcha enfrascado en cálculos, suposiciones e intuiciones. Ignora lo que está pasando de verdad, y no sabe qué encontrará cuando llegue al pueblo. En todo caso, su responsabilidad es mucha: hasta hace un año estudiante de Ingeniería Naval en El Ferrol, es alférez provisional y se halla al mando de la unidad por baja del capitán, un teniente y un alférez más antiguo, herido uno y muertos los otros en el río Cinca. En realidad, toda la XIX Bandera —las otras tres compañías y la plana mayor están lejos de Castellets— había sido abarracada a lo largo de la carretera de Fayón con objeto de hacerla descansar, recuperarse y cubrir bajas después de los combates de finales de mayo. Un sector que se suponía tranquilo y en retaguardia.
Un silbido delante. Agudo, deliberado. Pardeiro ordena alto a la tropa y avanza unos pasos. Hay cinco bultos inmóviles, cada uno detrás del tronco de un olivo, donde destacan las sombras más negras y alargadas de los fusiles.
—¿Qué pasa?
—Ahí está el pueblo —responde un legionario.
El joven oficial se adelanta y echa un vistazo cauto: casas a oscuras a pocos pasos —Castellets tiene unas trescientas de piedra, ladrillo y teja—, con ruido de tiros al otro lado. A la derecha, a lo lejos, el pitón de levante eleva su masa sombría salpicada de fogonazos lejanos. El pelotón de refuerzo debe de andar ya por allí.
Durante medio minuto, Pardeiro observa la altura con los prismáticos de campaña Zeiss 8×30 que lleva colgados al pecho, sin ver nada de particular: sólo que continúa el combate. Después mira el pitón de poniente, que parece tranquilo, sin actividad. El jaleo que resuena por ese lado procede de un lugar más distante. Tal vez el cementerio, concluye. Eso significa que los rojos no han envuelto el pueblo todavía, suponiendo que tal sea su intención.
—Cabo.
—Zusórdenes.
Acento andaluz cerrado. El cabo Longines es de Málaga y en realidad se llama Ruipérez; pero antes de que un juez le diera a elegir entre la Legión o el penal de El Puerto de Santa María era ladrón de relojes especializado en esa marca, y se le quedó el apodo. También coqueteaba un poquito con la FAI. Ahora lleva dos años de Tercio sin tacha alguna. Despechugado de pelo en pecho, tatuajes, patilludo hasta las comisuras de la boca. Un clásico. Con pan y bandera, hasta la peor escoria puede convertirse en algo decente. A veces.
—Meteos en el pueblo y avisad de que llegamos… No vayan a darnos candela al vernos asomar.
—Estaría feo, mi alférez. Que nos metieran el chocho en los fideos.
—Pues eso. Espabila.
—Zusórdenes.
Desplegadas en guerrilla, sin juntarse mucho por si las moscas, las cinco sombras se mueven con rapidez hacia el pueblo y en seguida se pierden de vista.
Pasado un rato, tras contar despacio hasta cien, Pardeiro se vuelve hacia el olivar.
—¡Vladimiro!
—Mande, mi alférez.
—Que la tropa arme bayonetas.
Ordena. Pues más vale un por si acaso, sabe de sobra —lleva cinco meses de hule fino en el Tercio desde