Instinto primario

Gregg Hurwitz

Fragmento

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Prólogo

El terror llegó como una vibración, como la nota de una cuerda reverberante, como algo más sentido que oído, algo muy propio de aquel calor agobiante, de aquellos impactos de insectos inadvertidos en la cara, de la aplastante humedad nocturna que se le metía por los poros. También estaba la excitación, ese aleteo tan familiar en el estómago de cuando iba a por todas, y también esa sensación propia de las travesuras, de estar donde no debía, que ella percibía acompañada del trino de un piano. Pero el terror reinaba por encima de todo.

Al tiempo que Theresa avanzaba por la senda que subía desde el río para adentrarse en la selva, el barro se le adhería a las zapatillas, con lo que las piernas le flaqueaban y tenía la sensación de estar flotando. Más que irreal, era algo que no tenía que ver con la realidad. Al abrirse paso a través de la vegetación sentía en las pantorrillas, los muslos y los brazos el beso húmedo de las orquídeas. Llevaba la cámara digital plateada ajustada en el modo de visión nocturna.

Era lo más apropiado, puesto que podía decirse que estaba de cacería nocturna.

Por fin salió al claro. Al otro lado, un tronco caído formaba un parapeto. Más allá, la tierra se precipitaba abruptamente en un barranco.

Jadeante, se tendió de bruces y avanzó a rastras a través del claro, con tallos ásperos que le arañaban la barbilla, los insectos zumbando alrededor y las rodillas de su pantalón de trekking empapadas. Pero no podía arriesgarse.

Llegó al tronco y descansó un momento, oculta tras la corteza. Pensó en Grady como solía hacerlo, con esa risa de cuando le hacía cosquillas, incluso de bebé, esa que llenaba toda la habitación, esa tan contagiosa. Si ella estaba allí, era por su causa: no solamente allí en México, sino allí en ese claro, a esas horas de la noche, lejos de la seguridad de las cabañas.

Preparó la cámara, se incorporó cautelosamente y miró por encima del tronco.

Allí abajo, en el fondo del barranco, una casa de cemento se empotraba en la ladera más alejada, con tierra diseminada sobre el tejado plano. A través del filtro de visión nocturna de la pequeña cámara el mundo aparecía teñido de verde. Un paisaje de otro planeta.

Una ventana estaba abierta, como un ojo parpadeante. La vegetación se agitaba alrededor del marco. Más allá, negrura.

Él estaba dentro.

A Theresa le pulsaba la cabeza. Por un momento oyó el retumbar de sus latidos y el zumbido de los insectos. Tomó una fotografía de la ventana cuadrada. Accionó el zoom. Tomó otra.
Y varias más.

Una única imagen clara, eso era todo lo que quería.

Surgió tan repentina como el ataque de una serpiente: una cara cobró forma abruptamente desde la oscuridad, y sus ojos en sombra se fijaron ladera arriba, justo en el lugar que ella ocupaba.

La estaba mirando.

Por un instante aquella mirada mortífera la dejó como clavada. Cuando logró moverse, un gemido se le escapó entre los labios y la cámara se le deslizó sobre el rostro sudoroso por el pánico. Al apartarse del tronco notó que el aparato plateado se le escurría entre los dedos y lo dejó caer. Mientras intentaba ponerse en pie entre la húmeda vegetación, sabía que no podía permitirse ninguna distracción, ni detenerse a recuperar la cámara. El tiempo de caza había concluido.

Ahora la presa era ella.

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1

—¿Cuántas veces...? —preguntó ella con la boca seca—. ¿Cuántas?

Rick la miró desde su silla de piel artificial, con el codo apoyado en la mesa de despacho que habían logrado colocar en la habi­tación principal. La pantalla del ordenador a la altura del hombro le daba al rostro un brillo ictérico.

—Cinco o seis. Siete, quizá.

Eve se humedeció los labios e intentó acompasar la respiración.

—¿Dónde?

—Normalmente en su casa.

—¿«Normalmente»?

—En un coche. Una vez.

—En un coche —repitió Eve—. Vaya. En un coche. —Apretó el puño sobre la colcha y formó un remolino en la tela.

La vocecilla interior se lo advirtió: «¡No preguntes! ¡No...!»

—¿Y cómo es ella? —preguntó.

Notaba el sudor por encima del cuello de la blusa del pijama quirúrgico que se ponía para dormir. En Los Ángeles alguien parecía haber olvidado que estaban en pleno invierno.

Rick apoyó la mano sobre la rótula y apretó como si quisiera arrancarse el hueso. Se aclaró la garganta.

—Pues es... es elegante. Hace pilates. Es rubia. Es contable. De Ámsterdam.

«Elegante. Rubia. Pilates.» Todas y cada una de esas especificaciones, sendas agujas que se le hincaban en la piel.

Eve se miró la desgastada blusa. Su aspecto era sencillo y agradable, y las tías de la familia podían decir de ella que era «mona». Eso sí podían decirlo, pero «elegante», nunca.

«Ya te vale. Ahora tendrás que confiar en mí, y yo te digo que no quieres saber nada más.»

—¿Y cuántos... cuántos años tiene?

Él levantó una mano.

—No sé qué tiene que ver eso. —Pero ella vio que no había ninguna convicción en ese intento, y él cedió bajo su mirada de escepticismo—. Vale, veintiséis.

Ella boqueó antes de que las palabras le salieran.

—Así que tenía ocho años cuando nosotros teníamos die­ciocho.

—¿Y eso qué...?

—Nosotros ya teníamos la edad legal para votar, Rick, y a ella le regalaban muñecas con melena para hacerles peinados en su fiesta de cumpleaños.

Una imagen acudió a su mente: ella y Rick en su tercera cita, en el coche, por la autopista del Pacífico hacia Malibú para pasar el día tumbados en la playa. Rick había adivinado a la primera cuál era su canción de los Beatles preferida: Let It Be. Doscientas trece canciones, y lo había sabido.

¡Qué lejos quedaba aquello! Y no había ningún rastro de migajas que seguir para volver allá.

—¿Te acuerdas de Malibú? —preguntó. Era algo que compartían.

Asintió, apenado.

—Me gustaría que me siguieras mirando así. Como si para ti fuera una chica... especial.

Se le nublaba la vista. Hasta ese momento había aguantado, pero cuando oyó esas palabras, incluso las que ella misma pronunciaba, no pudo evitarlo. Se detestaba por ser un libro tan malditamente abierto.

Él extendió las manos y luego volvió a entrelazarlas.

—¿Qué se supone que debería decir?

«Pues te

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