Jaque al psicoanalista

John Katzenbach

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Negación

La pesadilla era siempre la misma: un reflejo distorsionado de la realidad, pervertido por el sueño, que lo atormentaba. Odiaba cada uno de los segundos que duraba:

Estaba escondido en el exterior de las ruinas carbonizadas de su casa de veraneo de Cape Cod, bajo una andrajosa lona que ocultaba su figura, esperando al asesino que llevaba semanas acosándolo. La amenaza inicial —«Suicídese o un inocente morirá»— se había convertido en él o yo. La pistola semiautomática le quemaba en la mano. Mientras esperaba escondido, en el sueño veía al asesino maniobrando en medio de la penumbra nocturna, tal como había sucedido en la vida real hacía cinco años. Le daba la espalda. Él levantaba el arma. Pero cuando el asesino se volvía bruscamente, empuñando una pistola, el sueño abandonaba la realidad y la historia. En aquella repentina pesadilla, primero se le empañaban las gafas y la silueta del asesino se volvía borrosa, hasta fundirse con la oscuridad. Después se le encasquillaba la pistola. Era como si se le hubiera congelado el dedo en un gatillo atascado y, por fuerte que apretara una y otra vez, el arma no se disparaba. Y entonces la pistola se le desintegraba en la mano y se convertía en un montón de fragmentos inútiles que caían a sus pies. En el sueño veía al asesino apuntándolo con su arma. Y entonces chillaba: «¡Eso no está bien! ¡No es así como pasó!». Pero su grito quedaba tapado por el disparo del asesino, y era como si estuviera fuera de su cuerpo, viendo cómo la bala le atravesaba el corazón y cómo la sangre de su vida pasada se derramaba por el suelo.

Y entonces se despertaba. Yacía entre las sábanas empapadas de sudor, examinando la pesadilla y tratando de determinar qué cosa había oído, visto o recordado exactamente durante aquel día que hubiera podido desencadenar aquel sueño, mientras dudaba de que pudiera volver a dormirse fuera la hora que fuese.

Sabía que el sueño mezclaba lo sencillo y lo complejo en un pantano emocional. Lo comprendía y, aun así, no quería hacerlo. Como su figura aquella noche bajo la lona, combinaba lo oculto con lo vulnerable. En la realidad, había sido letal yendo un pasito por delante. En el sueño, se convertía en una víctima yendo un pasito por detrás. Y, a pesar de ser psicoanalista, se le escapaba su verdadero significado. Próximo, pero esquivo.

Cinco años después

Detestaba las turbulencias.

Era algo relativamente nuevo en su vida, un miedo que le había surgido de forma inesperada los últimos meses. A diez mil seiscientos metros de altura, cada vez que el avión daba alguna sacudida, Ricky Starks sentía aumentar su angustia. El estómago cerrado. Las palmas sudorosas. Era la perfecta contradicción entre lo que sabía con certeza (que los bandazos y las oscilaciones eran perfectamente normales, nada por lo que hubiera que preocuparse demasiado) y lo que imaginaba en lo más profundo de su ser (que cada vez que el avión parecía patinar por el aire, los pilotos estaban perdiendo frenéticamente el control). Encajado en su asiento de primera clase, era totalmente incapaz de hacer nada al respecto. Sabía que había muchos medicamentos que servían para combatir esos repentinos ataques de ansiedad. A menudo se los recetaba a sus pacientes, pero nunca a sí mismo. Jamás había intentado cuestionarse esa absurda bravuconada suya de «puedo aguantarlo», aparte de pensar de vez en cuando a qué obedecería y, acto seguido, rechazar la pregunta antes de encontrar una respuesta.

Volaba a Washington para dar un discurso en un seminario del Instituto Nacional de la Salud sobre los trastornos de estrés postraumático que afectaban a los jóvenes supervivientes del huracán Katrina y la posterior inundación que había golpeado Nueva Orleans. Las fotografías de la catástrofe, con personas subidas a los tejados de sus casas, calles inundadas y escenas de desesperación en el interior del estadio Superdome, lo había atraído poderosamente a la ciudad. La tormenta se había desatado poco tiempo después de que hubiera recuperado su nombre: se había deshecho por fin de la falsa identidad de Richard Lively, adoptada tras su encuentro con la familia que quería matarlo, y, prudentemente, había vuelto a ser un poco quien era: el doctor Frederick Starks; viudo, solitario, antiguo psicoanalista adinerado de Nueva York y figura emergente en la jerarquía de psicoterapeutas de esa ciudad.

Pero el mundo de la psiquiatría para la clase alta de Manhattan estaba ahora fuera de su vida. Su consulta, su reputación, sus finanzas, hasta su casa, todo había sido arruinado por las personas que querían verle muerto. Había dedicado los últimos seis meses a tratar a niños de Nueva Orleans con problemas graves. La tormenta se había cobrado un severo peaje: incontinencia y terrores nocturnos, temblores incontrolables, tartamudeo, incapacidad para concentrarse en tareas sencillas, ataques repentinos de depresión incapacitante. Y, además, agresividad: desobediencia, resentimiento, un resurgimiento de las conexiones con las bandas incluso en preadolescentes que poco antes estaban viendo los dibujos animados de los sábados por la mañana, mayor consumo de drogas, más violencia sin sentido.

Había oído una y otra vez lo siguiente:

«Quiero una pistola».

No puedes disparar a un viento de ciento noventa kilómetros por hora.

«Quiero luchar.»

No puedes hacer retroceder el agua que desborda un dique.

«Quiero matar.»

No puedes matar a la naturaleza.

Aquella situación parecía irle como anillo al dedo: personas que habían sido abandonadas y olvidadas. Su paciente favorito había sido un chaval atormentado de trece años llamado Tarik, que había pasado veinticuatro horas atrapado en un desván junto al cadáver de su tío ahogado. El chico se mostraba reacio a hablar porque pronunciaba cada una de sus palabras con un tartamudeo incesante. Así que Ricky había ideado un plan: jugaban a las damas. Cada vez que Tarik capturaba una de las piezas de Ricky o coronaba, paraban el juego y el chico tenía que contarle algo que recordara sobre el tiempo que había pasado en aquel desván. Cuanto más jugaban, mayor parte de la historia del chaval afloraba.

Martes y jueves de cuatro a cinco. Al principio fue lento, porque Tarik evitaba capturar ninguna pieza de Ricky y perdía aposta, o a veces, frustrado, tiraba el tablero al suelo, pero al final empezó a abrirse más y comenzó a ganar partidas. Y Ricky observaba que, con cada victoria en el tablero, el tartamudeo disminuía muy ligeramente. A medida que este iba desapareciendo, el niño empezaba también a perdonarse por haber logrado sobrevivir mientras su querido tío fallecía.

Pero un martes no fue a la consulta a la hora de su cita. Ni tampoco llamó su madre para dar explicación alguna.

Esa misma noche, a las diez, Ricky puso las noticias en su pisito de alquiler junto a Magazine Street en Garden District. El locutor anunció entrecortadamente

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