El hombre desconocido (Huérfano X 2)

Gregg Hurwitz

Fragmento

1. Lo que necesita saber

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Lo que necesita saber

Un selfie desnuda.

Así empieza la cosa.

Hector Contrell envía a un chaval de diecisiete años a merodear por institutos de secundaria del este de Los Ángeles. El chico, que se llama nada menos que Addison, es un buen cebo. De una belleza desastrada, bigote novicio, pómulos de estrella pop, pelo de un rubio sucio peinado de cualquier manera. Lleva una sudadera con capucha y va en monopatín para hacerse pasar por uno de quince. Dice que es skater profesional y que tiene un contrato. Dice que es rapero y que va a grabar con una discográfica de las grandes. En realidad dejó los estudios, fuma hierba a todas horas, vive en un garaje alquilado junto con su hermano mayor y unos amigos, se pasa las noches jugando a Call of Duty y dándole a una cachimba de cristal verde que llaman La Gorda.

Ronda cerca del campus a eso del mediodía, después de las clases; su monopatín traquetea al rodar sobre la acera agrietada, a un paso del límite del recinto escolar. Las chicas se juntan y sueltan risitas y él elige una para sacarla del rebaño. Le dice que se haga fotos. Le dice que abra una cuenta secreta en Facebook, pero que sus padres no deben saberlo, y que suba las fotos a esa cuenta. Le dice que en los cursos superiores todo el mundo lo hace, y es verdad hasta cierto punto, pero no todos están enganchados a ese rollo. Su objetivo son los centros para gente con pocos recursos, las chicas sin pasta fácilmente impresionables, las que persiguen un sueño, un amorío, una salida. Chicas cuyos padres carecen de medios para iniciar una búsqueda si ellas desaparecen de pronto.

Los enlaces de la página de Facebook secreta van a parar a Hector Contrell.

El truco está en que son las propias chicas las que crean el catálogo de venta.

De Contrell, los enlaces van a todo tipo de hombres con gustos poco ortodoxos: industriales australianos, jeques, tres hermanos de Detroit con un cobertizo metálico cerrado a cal y canto. Todos ellos pueden ver discretamente la mercancía online, y, en caso necesario, pedir más información del producto (fotos desde diferentes ángulos, poses concretas). Entonces escogen.

Debido a la inmigración ilegal, a la influencia de las bandas y a los árboles genealógicos partidos, son muchas las chicas extranjeras sin recursos que desaparecen. Son una fuente constantemente renovable.

Hector Contrell aparece en lo más negro de la noche y otra chica se esfuma de las calles para despertar medio drogada en Islamabad o Birmingham o São Paulo. A algunas chicas se las quedan; otras engrosan la lista de usar y tirar.

La próxima víctima se llama Anna Rezian. Su padre es fontanero, trabaja duro, llega a casa tarde y agotado. Su madre, camarera en un club, llega a casa tarde y aún más agotada. Anna, de solo quince años, se ocupa de sus hermanos pequeños e intenta acordarse de mirar sus libros de texto en cuanto ha acostado a los críos. Una rutina muy dura para una chica de su edad.

Un día, cuando terminan las clases, los ojos azules de Addison observan bajo su flequillo y se fijan en ella. Esa misma noche, la chica se maquilla, se quita los chinos de rodilleras gastadas, comprueba la iluminación. Esta decisión, este momento, serán el portal hacia su nuevo yo.

Pero, tras colgar el selfie, no ocurre nada mágico. Mientras contempla la imagen que acaba de publicar, de pronto se siente inquieta.

Decide dejarlo después de la primera y única foto. Oh, pero Addison necesita más, porque un comprador de Serbia se las ha pedido. Entre una bruma de marihuana, divisa a la chica en el callejón, junto al piso de una sola habitación en el que vive con su familia. Al ver que sus encantos de hipster barato no dan resultado, la amenaza diciéndole que le conviene hacerlo. Adoptando la actitud de un matón en la noche de Crenshaw, le suelta que, si no colabora, el tipo para el que trabaja les hará daño, a su familia y a ella.

La chica se pasa la noche en vela, temblando en el resplandor de su anticuado portátil, tecleando sin parar en la inmensidad de Facebook, buscando hilos. Amigas de otras amigas han oído hablar de chicas que desaparecieron. Mira por encima del portátil a sus hermanos que duermen y piensa en cómo se sentiría si, por culpa de su estupidez, ellos sufrieran algún daño. Mira luego a sus padres, que duermen también, extenuados tras sus respectivas jornadas laborales. El sentimiento de culpa es cada vez mayor, un abismo sin fondo, que va alejándola de allí hasta que cree estar en una isla que ella misma ha creado; los miembros de su familia se han convertido en simples motas de polvo en el horizonte. Algo muy malo va a pasarles, a ellos o a ella. La chica toma una decisión.

Envía más fotos.

No consigue dormir. Empieza a arrancarse mechones de pelo. En el colegio se hace un corte en la piel, confiando tal vez en que el dolor la saque de esta pesadilla. O quizá es una manera de pedir auxilio a gritos, cada reguero de sangre en el antebrazo una suerte de señal de humo con la esperanza de que alguien acuda en su rescate.

Y, sí, alguien ve las señales. El padre de una compañera de clase, un hombre mayor que usa bastón debido a una cojera reciente, la encuentra sollozando en el aseo de un 7-Eleven cuando se supone que debería estar en tutoría. El hombre le pasa un número de teléfono: 1-855-2-NOWHERE. Una línea de teléfono mágica que todo lo arregla.

Ella marca.

Contesta Evan Smoak.

—¿Necesitas ayuda? —pregunta él.

Así es como funciona.

Catorce horas más tarde, Evan está frente al garaje alquilado donde vive Addison. El aire huele a tubo de escape. Las farolas de la calle están rotas; las estrellas, borrosas por la contaminación; la noche, oscura como la brea. Evan es un espectro.

Carl, el hermano de Addison, y su pandilla están pillando jaco en un parque de Boyle Heights. Evan lo sabe. Addison está solo. Eso también lo sabe.

Ha investigado previamente.

Así lo exige el primer mandamiento: «No des nada por supuesto».

El espectro golpea con el nudillo la puerta del garaje.

Un momento después, la puerta se eleva rechinando.

Addison emerge de un efluvio de humo de cachimba. Mira detenidamente a Evan, balanceándose sobre los talones.

Cuesta calar a Evan, es algo intencionado por su parte. Treinta y tantos años. En forma pero no musculoso. Metro ochenta, más o menos. Un tipo corriente, no demasiado apuesto.

Addison lo subestima.

Sucede a menudo; también es intencionado.

El chaval tuerce el gesto. Ladea la cabeza, se aparta el flequillo de esos ojos azules por los que muchas chicas han acabado en un carguero rumbo a tierras desconocidas.

—¿Qué cojones quieres? —dice.

—La dirección de Hector Contrell —dice Evan.

Al guaperas de Addison se le disparan las pestañas, pero sabe reaccionar rápido.

—No tengo ni idea de quién es. Y,

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