El asesino indeleble

Marcos Nieto Pallarés

Fragmento

1. Café con whisky

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Café con whisky

«Joder... Hoy es uno de esos días..., la cabeza me va a estallar.»

Las luces de mi Mustang iluminaban la noche y el inicio de esos bosques que parecían abrirse a medida que avanzábamos. Penetraba en la oscuridad guiado por la línea de alquitrán que el hombre había posado allí, entre los troncos. Between Forests no era más que un poblacho de mala muerte, un cúmulo de almas alojadas en las entrañas de una marea de pinos. La mina de carbón más importante del condado se encontraba en aquel enclave dejado de la mano de Dios. Sin el oscuro mineral, Between Forests no era nada.

—No lo entiendo —murmuró mi compañero al tiempo que se encendía un cigarro y se acomodaba en el asiento—. Han encontrado al muchacho allí mismo, empapado en su sangre. ¡Para qué cojones nos quieren!

—No lo sé —admití frotándome las sienes—. La llamada me ha pillado en compañía de diez latas de cerveza vacías... Ni el agua helada ha conseguido centrarme. —Mi voz no tenía fuerza alguna—. Supongo que habrán detectado algo extraño.

—Esto me da mala espina.

—¿Por qué?

—Por nada en especial. Un simple presentimiento. —Dan me hizo uno de sus acostumbrados reconocimientos visuales—. Oye, ¿estás bien? ¿Quieres que conduzca? Te veo un poco... para el arrastre.

—Hay que tener cuidado con ellos... —divagué en voz alta, luchando contra la incesante fuerza que el sueño ejercía sobre mis párpados.

Ignoré sus últimos comentarios. Dan padecía por ambos —y en realidad no le faltaba razón—, pero yo sabía que la jaqueca y el hecho de dormir no iban de la mano, que aquella noche no nos estrellaríamos contra un pino.

«Aún no ha llegado la hora de morir, compañero.»

—¿Tener cuidado con los presentimientos? —preguntó tras darle una calada al cigarro.

—Si se interpretan bien, pueden contener indicios del porvenir. Si miras con recelo al futuro, puede que este te revele alguno de sus misterios.

«El futuro... —pensé centrado en la carretera, acosado por esas punzadas de las que no podía escapar—. Alguien debería inventar un artilugio con el que se pudiera fisgar en él. Así, cada cual decidiría si vivir la vida antes de toparse de bruces con ella. De haber existido ese artilugio en mi adolescencia... —cavilé, abstrayéndome en la línea blanca que dividía la calzada— no estaría aquí en este preciso instante, y me habría ahorrado mucho dolor.»

—Debes dejar de leer libros sobre metafísica y esos rollos, en serio. A veces no sé si estás aquí o en una dimensión paralela. Para lelos, más bien.

—Sí... —suspiré sonriente, sintiéndome muy cansado. Necesitaba un café, y pronto.

—¿Te duele mucho? —preguntó Dan tocándose con el dedo índice la sien izquierda.

—Sabes que sí.

Aparqué en una de las pocas gasolineras que había en el trayecto. El coche no necesitaba repostar, pero yo sí.

Anduve con Dan a mi derecha hacia la tienda que había junto a los surtidores. Fuera el calor seguía ralentizándolo todo incluso tras la puesta de sol. La luna, llena y grande, iluminó nuestros pasos asistida por una luz artificial escasa, a tono con la atmósfera que llevaba acompañándonos desde que abandonamos Pittsburgh. Lejos de las características estridencias de la ciudad, entre los bosques cercanos al pueblo de Between Forests, donde se había encontrado un cadáver, reinaba una lóbrega calma; un sosiego que a mi sesera, debo decirlo, le sentaba de maravilla. Con todo, necesitaba «automedicarme».

Entramos en el pequeño establecimiento, de no más de veinte metros cuadrados. Al oír la puerta, el dependiente, al que pillamos hojeando un diario deportivo, alzó la vista por encima de las hojas.

—Díganme, señores.

—Dos cafés dobles, por favor —le pedí al hombre obeso de barba prominente—. Y, por favor, déjeme echarle un poco de ese licor que guarda usted por ahí...

Le guiñé el ojo.

El calor impregnaba la atmósfera, la condensaba haciéndola densa, pesada, desagradable. Una mosca zumbó posándose en la frente húmeda del dependiente; la ahuyentó con un rápido gesto de la mano.

—¿Me has oído?

«Tengo un puto imán para los lerdos.»

—Aquí no servimos bebidas alcohólicas —apuntó, como si estuviera aquejado de una somnolencia persistente.

—Yo creo que sí...

El gran hombre desplazó levemente el brazo, muy despacio.

—Muévete un solo milímetro más y te vuelo la cabeza. —Desabroché la chaqueta de mi traje negro de Armani, dejando entrever mi placa junto a una Beretta 92—. Colabora, anda.

Se quedó petrificado. Su cuerpo permaneció inclinado unos segundos, aparentando un mimo muy poco profesional.

—¿Vamos a ser buenos o vamos a ser malos? Échale whisky al café y deja de mirar el arma que guardas bajo el mostrador. Te estoy pidiendo licor, no robándote, joder. Somos policías, ¿entiendes?

Mi compañero Dan, de pie, observaba la escena bajo la cámara de seguridad, que había tapado con un pañuelo. Su cara de resignación no tenía precio.

El dependiente señaló una taquilla a su espalda.

—¿Puedo?

—Claro. Pero no hagas tonterías.

Giró el cuerpo de manera pausada y extrajo del armario metálico una botella de Jack Daniel’s.

—Así me gusta... —asentí mientras los dos vasos de papel rebosaban de whisky. Lancé sobre el mostrador un billete de cincuenta—. Quédate con el cambio —dije mirándole fijamente a los ojos, sorbiendo el aderezado café.

Me encaminé hacia la salida y, justo cuando estaba a punto de llegar a ella, di media vuelta y me dirigí de nuevo al gran hombre barbudo. Clavé mis ojos en los suyos, que me devolvieron una mirada de condena y decepción. Estaba cansado de las pupilas que no aprobaban mis métodos, que pensaban que un agente de la ley debía ser justo, un ángel guerrero, un salvador. Y eso era justamente lo que yo era, aunque muchos no quisieran verlo. El arcángel contra el mal, el batallador de demonios de carne y hueso: Jeff Sanders. Tenía derecho a tomarme las licencias que creyera oportunas, las concesiones necesarias para alcanzar mi meta, pues no luchaba contra un enemigo cualquiera. Si batallas limpio contra un tramposo, si peleas ciñéndote a las normas contra alguien que no las sigue... La ley estaba podrida, maniatada por los intereses y el poder. La justicia no debe excluir a nadie, ya que entonces no es justicia, y yo había visto muchas injusticias. No lucharé en desventaja contra el más temido de los contrincantes: el mal.

«Debería estar cobrando una pensión y no aquí, dispuesto a atrapar al asesino de turno. ¿Y qué obtengo a cambio? Siempre la nada. Siempre la desaprobación. Â

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