Vengador

Frederick Forsyth

Fragmento

1. EL OBRERO DE LA CONSTRUCCIÓN

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EL OBRERO DE LA CONSTRUCCIÓN

El corredor solitario se apoyó en el declive y volvió a hacer frente al enemigo de su propio dolor. Aquello era una tortura y una terapia; esa era la razón por la cual lo hacía.

Quienes entienden de estas cosas suelen decir que, de todas las disciplinas que existen, la más brutal e implacable es el triatlón. El decatleta tiene que llegar a dominar un número mayor de habilidades, y los ejercicios basados en el lanzamiento hacen que necesite una mayor fuerza bruta; pero, en lo que respecta al tremendo aguante físico y la capacidad para llegar a hacer frente al dolor y conseguir vencerlo, hay muy pocas pruebas equiparables al triatlón.

Tal como hacía siempre durante los días en que se entrenaba, el hombre que en aquellos momentos estaba corriendo bajo el amanecer de New Jersey se había levantado bastante antes del alba. Primero fue en su camioneta hasta el lago más alejado, donde dejó su bicicleta de carreras junto al camino y la sujetó a un árbol con una cadena para que estuviera segura. Cuando pasaban dos minutos de las cinco, se puso el cronómetro en la muñeca, bajó la manga del traje de natación de neopreno para cubrir el cronómetro con ella y entró en las aguas heladas.

Lo que él practicaba era el triatlón olímpico, en el que las distancias se miden en longitudes métricas. Primero había que nadar mil quinientos metros, lo que para un estadounidense casi equivalía a una maldita milla; salir del agua, quedarse rápidamente en camiseta y pantalones cortos, y subir a la bicicleta de carreras. Luego, con el cuerpo inclinado sobre el manillar de la bicicleta de carreras, venían cuarenta kilómetros, cada uno de ellos recorrido al ritmo de un sprint. Desde hacía mucho tiempo el hombre tenía medido de un extremo a otro el recorrido a lo largo del lago, y sabía exactamente qué árbol de la otra orilla indicaba el lugar donde había dejado la bicicleta de carreras. El hombre había ido marcando sus cuarenta kilómetros por los caminos rurales, que siempre recorría durante esa hora vacía de tráfico y de gente, y sabía qué árbol era el punto más apropiado para abandonar la bicicleta e iniciar la carrera. La carrera consistía en diez kilómetros; un portalón de granja le indicaba el punto a partir del cual ya solo quedaban dos kilómetros por recorrer. Aquella mañana el hombre acababa de dejar atrás ese portalón. Los últimos dos kilómetros eran cuesta arriba, el terrible y postrer obstáculo, el tramo donde ya no había piedad.

La razón de que el dolor fuera tan intenso es que los músculos que se aplican a cada prueba son distintos. Los robustos hombros, el pecho y los brazos de un nadador normalmente no son necesarios para un ciclista especializado en pruebas de velocidad o para un corredor de maratón. En esos casos solo constituyen un peso adicional con el que se debe cargar.

El movimiento, borroso por la velocidad, de las piernas y las caderas de un ciclista no tiene nada que ver con la acción de los tendones y las fibras que proporcionan al corredor el ritmo y la cadencia necesarios para devorar los kilómetros que desfilan velozmente bajo sus pies. La repetitividad de los ritmos de un ejercicio no se corresponde con la de los del otro. El triatleta los necesita todos, y además debe igualar los rendimientos de tres atletas especializados uno detrás del otro.

A los veinticinco años de edad es una actividad cruel. A los cincuenta y uno debería poder ser denunciada acogiéndose a la Convención de Ginebra. El corredor había cumplido cincuenta y un años el mes de enero anterior. Se atrevió a echarle un vistazo a su cronómetro y torció el gesto. La cosa no estaba yendo muy bien, ya que llevaba varios minutos de más sobre su mejor marca. El corredor redobló sus esfuerzos contra el enemigo.

Los olímpicos intentan acabar en dos horas con veinte minutos, y el corredor de New Jersey había ido recortando su marca hasta dejarla en dos horas y media. Ahora ya casi había llegado a ese límite y todavía le quedaban casi dos kilómetros por recorrer.

Las primeras casas de su pueblo natal se hicieron visibles detrás de una curva en la carretera 30. La vieja aldea prerrevolucionaria de Pennington se extiende a ambos lados de la 30, justo al lado de la interestatal 95, que baja desde Nueva York y atraviesa el estado para luego seguir hacia Delaware, Pensilvania y Washington. Dentro de la pequeña población, la carretera pasa a llamarse calle Mayor.

No es que hubiera gran cosa que decir acerca de Pennington, uno más entre el millón de los pulcros, ordenados y acogedores pueblecitos que forman el subestimado y siempre pasado por alto corazón de Estados Unidos de América. Pennington cuenta con un solo cruce colocado justo en el centro, allí donde la West Delaware Avenue se encuentra con la calle Mayor; varias iglesias muy frecuentadas de las tres congregaciones, un First National Bank y un puñado de comercios y residencias un poco alejadas de la calle, desperdigadas a lo largo de los caminos jalonados por árboles.

El corredor fue hacia el cruce, medio kilómetro más adelante. Todavía era demasiado temprano para tomarse un café en la Taza de Joe, o para desayunar en Vito’s Pizza, pero el corredor no habría hecho un alto en aquellos establecimientos ni aun suponiendo que hubiesen estado abiertos.

Al sur del cruce, el corredor pasó ante la casa de blancas tablas de chilla perteneciente a la cosecha de la guerra de Secesión con su letrero de señor Calvin Dexter, abogado, colgado junto a la puerta. Eran su despacho, su letrero y su bufete legal, salvo en aquellas ocasiones en las que se tomaba unos cuantos días libres y se iba de Pennington para ir a atender su otra actividad. Tanto su clientela como sus vecinos aceptaban sin hacerse preguntas el hecho de que el abogado se tomase unas vacaciones de vez en cuando para ir a pescar, sin saber nada del pequeño apartamento alquilado bajo otro nombre que tenía en la ciudad de Nueva York.

El corredor obligó a sus piernas doloridas a que recorrieran aquellos últimos quinientos metros para llegar al recodo que conducía hasta Chesapeake Drive, en el extremo sur del pueblo. Era allí donde vivía, y la esquina marcaba el final del calvario que Dexter se imponía a sí mismo. Aflojó el paso hasta detenerse, bajó la cabeza y se apoyó en un árbol mientras, jadeante, introducía un poco de oxígeno en sus pulmones. Dos horas, treinta y seis minutos. Muy alejado de su mejor tiempo. El hecho de que probablemente no hubiera nadie en ciento cincuenta kilómetros a la redonda que, con cincuenta y un años de edad, pudiera aproximarse a dicha marca no era lo que importaba. Lo que realmente importaba, algo que Dexter nunca podría atreverse a explicar a los vecinos que sonreían y lo vitoreaban al verlo pasar, era utilizar el dolor para combatir otro dolor que siempre se hallaba presente, el dolor que no se iba nunca, el dolor de la hija perdida, el amor perdido, el todo perdido.

El corredor entró en su calle y recorrió los últimos doscientos metros andando. Vio delant

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