El buen hijo

You-Jeong Jeong

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El sol ardía plateado. Jirones de nubes se movían veloces por el profundo cielo de mayo. Una curruca japonesa gorjeaba en las ramas de las espíreas que rodeaban el patio interior de la iglesia. Yu Min y yo cruzamos el arco cubierto de rosales sujetando sendas velas grabadas con nuestros nombres bautismales. Caminamos juntos hacia el altar exterior coronado por un crucifijo, acompasados con el canto del coro.

Hermoso, hermoso,

Jesús es hermoso,

y Jesús hace mi vida hermosa.

Tocándome con cuidado,

haciéndome ver,

Jesús hace mi vida hermosa.

Nos seguían varias parejas de niños con túnica blanca y gorro rojo y niñas con vestido blanco y corona de flores. Frente al altar, el deán y el segundo sacerdote aguardaban a que llegara la procesión. Era un día de celebración, el último día laborable del Mes de María, y la misa tenía lugar en el patio interior. Estaban a punto de comenzar los ritos de la Primera Comunión. La ceremonia giraba en torno a Yu Min, de nueve años, yo, de ocho, y otros veintidós niños.

Todos los adultos se volvieron para vernos entrar. Nuestro abuelo materno, que nos apadrinaría, sonreía en primera fila. Desde los asientos reservados para los familiares, mamá y papá contemplaban a Yu Min encabezando la procesión. Mi madre me miraba de vez en cuando, pero no parecía percatarse de que me temblaba la vela de lo mucho que tiritaba. Su mirada ausente resbalaba por encima de mí antes de regresar a Yu Min.

Yo no me encontraba bien desde la víspera. Tenía frío, me dolía la cabeza y las pesadillas me habían acosado toda la noche. Me desperté con la garganta inflamada; me costaba tragar hasta el agua. Empezó a subirme la temperatura en el coche de camino a la iglesia. Quizá tuviera anginas otra vez. Pero no dije nada. Fingí encontrarme bien. No sacaría nada bueno de demostrar lo enfermo que estaba. Mi madre daría media vuelta con el coche y saldría disparada hacia urgencias. Y yo sabía lo que pasaría una vez allí. Análisis de sangre, radiografía pectoral y una inyección. En el peor de los casos, me pasaría varias horas en el hospital enganchado a una intravenosa para que me bajara la fiebre. La ceremonia seguiría adelante sin mí, yo sería el único rezagado, me vería obligado a esperar al año siguiente. Tendría que repetir los últimos seis meses agotadores de estudiar la doctrina, transcribir la Biblia y asistir a misa diaria y volver a examinarme. Y tendría que renunciar al puesto junto a Yu Min que tanto me había costado ganar. Justo cuando se acercaba el final, después de haber superado con él todos los obstáculos. Por algo tan trivial como unas anginas.

Sentí unos escalofríos repentinos al entrar al pasillo central. Antes de medio camino ya estaba temblando. Empezaron a fallarme las piernas a escasos pasos del altar. Trastabillé y me pisé el dobladillo de la túnica. Si Yu Min no me hubiera agarrado del codo, me habría caído de morros.

¿Qué pasa?, preguntó en silencio Yu Min.

Me enderecé y continué avanzando. Miré a los asientos para los familiares. Mi madre me miraba con los ojos como platos, preguntándome lo mismo: ¿Qué pasa?

Bajé la vista y negué con la cabeza porque no podía responder lo que de verdad quería decir. Mamá, si me prometes que no tengo que hacer la Primera Comunión, me derrumbo en el acto. Pero era demasiado tarde. Ya estábamos en el altar. El deán tendió una mano. Yu Min le entregó su vela.

–Han Yu Min Michael –dijo el deán, y depositó la vela bajo el altar.

Le entregué la mía.

–Han Yu Jin Noel.

El deán me sujetó un segundo la mano temblorosa antes de coger la vela. Sus ojos me miraron tratando de tranquilizarme, como quien calma a un cachorro asustado. No tengas miedo, hijo mío.

Me ardían las mejillas y notaba la piel tensa. Me giré para colocarme junto a Yu Min. La siguiente pareja de niños entregó sus velas. Los diez pares restantes tardaron una eternidad. La misa proseguía despacio. Me sentía como un bebé cruzando una autopista de ocho carriles bajo el sol abrasador de la canícula, y cada vez que me giraba a comprobar cuánto había avanzado, descubría que seguía en el mismo sitio. El trino de la curruca iba y venía.

–Grabad estas palabras mías en vuestros corazones, y en vuestras almas, y traedlas atadas a la memoria en vuestras manos, y pendientes en vuestros ojos.

En un momento dado de la ceremonia alcé la mirada y vi a mi padre leyendo en el facistol en representación de la familia. Su voz, de normal grave y gruesa, temblaba y se rompía. Tenía las anchas espaldas tiesas como un robot y las mejillas salpicadas de barba. Miré a los asientos de la familia al otro lado del pasillo. Mi madre no me quitaba ojo. Por lo visto se había dado cuenta de que no me encontraba bien. Quizá tuviera la cara roja como el gorro. O quizá viera los temblores por debajo de la voluminosa túnica.

–Ya veis que hoy os pongo delante la bendición y la maldición: la bendición… que yo os ordeno hoy…

La voz de mi padre seguía entrecortándose. Mis pensamientos vagaban y se perdían. El tiempo se fragmentaba. El canto de la curruca pasaba de largo a toda velocidad.

–¿Qué pasa? ¿Te estás durmiendo? –me despertó la voz de Yu Min.

Abrí los ojos y vi a los sacerdotes en el altar, sosteniendo la hostia y el cáliz de vino. Para cuando pensé que debía adelantarme, ya estaba delante. La mano morena y flaca del deán se doblaba como una rama muerta. La hostia redonda colgaba de su punta como una luna llena.

–El cuerpo de Cristo –dijo el deán.

–Amén –respondió Yu Min.

Sacó la lengua para recibir la hostia.

Yo levanté la cabeza, pero mi boca no quiso abrirse. Me quemaba la garganta. Me ardía la piel; tenía los ojos encendidos. El polvo revoloteaba ante mí y todo se alargaba de formas extrañas. El crucifijo se dio la vuelta; el altar flotaba; los arbustos se transformaron en dedos descarnados. Levitaba. El mundo giraba alrededor. Me derrumbé.

–¡Yu Jin! –gritó mi madre, atravesando la confusión de mi mente–. ¡Despierta, Yu Jin!

Conseguí abrir los ojos.

Vi por encima de mí la cara pálida de mi madre.

–¿Te encuentras bien?

Miré a mi alrededor. Yacía en brazos de mi madre frente al altar. Sus grandes pupilas negras temblaban. Quería decirle que tenía frío, pero no podía mover los labios.

–¿Has cogido una insolación? ¿Aviso a la ambulancia? –preguntó una sombra negra y enorme cerniéndose sobre mí.

Debía de ser mi padre; mi madre chillaba «¡Rápido!» y había otra sombra más delgada al lado: Yu Min. Detrás, las nubes oscuras se expandían como un reguero de pólvora. La curruca trinaba muy lejos. El sol ardía rojo en el centro de un cielo cada vez más negro.

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