Laberinto (Mapa de las lenguas)

Eduardo Antonio Parra

Fragmento

Laberinto

Campanadas, dijo y sus manos golpearon dos veces la superficie de la mesa, lentas, con intención de acentuar dentro de sí el recuerdo sonoro. Es lo primero que se me viene de aquella noche, siguió con voz de cansancio, como si lo que empezaba a decir acabara de sucederle. Un rosario de campanadas. Una tras otra. Redondas, expansivas, duras; anticipo de la metralla. ¿Ha oído cómo retumba el golpe de una campana en un cielo silencioso, profe?

La pregunta me agarró desprevenido, con la vista más allá de la ventana entreabierta. Me hizo recordar de súbito el cielo casi siempre limpio de El Edén, su plaza llena de bullicio, chiquillos, parejas, familias, vendedores, antes y después de la última misa. Contemplé el pueblo del modo en que uno ve los escenarios y las cosas en sueños, borrosos, irreales, tras haber hecho esfuerzos por intentar olvidarlos.

Pero enseguida se proyectaron en mi mente las fotografías aparecidas en los periódicos los días que siguieron al cerco, las tomas de los noticieros televisivos donde se veían las ruinas del pueblo, los edificios carbonizados, las viviendas hechas polvo y los cuerpos sin vida de muchos de sus habitantes regados por las calles.

Traté de armar una frase que se quedó en tartamudeo, aunque Darío ni prestó atención: sus pupilas opacas miraban adentro, al fondo de la memoria donde, ahora que contaba por vez primera lo de aquella noche, volvía a sentir, a ver, eso que estuvo detrás de las vibraciones del sonido.

Una tras otra, repitió. Marro aplastando fierro contra el yunque. Llenando de estremecimientos el aire, el suelo, las hojas de los árboles. Colándose hasta los rincones más quietos con terquedad endemoniada. Así las recuerdo, dijo y respiró fuerte antes de continuar: Las oí en la cancha, junto al arroyo. Terminaba de vestirme para regresar a casa luego del partido.

Miró alrededor con desconfianza, comprobó por los murmullos en las otras mesas que nadie lo escuchaba y volvió a fijar en mí sus ojos sin expresión.

Eso fue lo primero, dijo, las campanadas que diario llamaban a misa de siete. Como si el cura o el sacristán o el campanero ignoraran lo que ocurría fuera de los muros de la parroquia. Como si creyeran que los fieles todavía eran multitud. Como si no supieran que el pueblo se estaba quedando desierto y la mayor parte de las casas no eran sino cascarones vacíos. Que los pocos que no se habían largado apenas si tenían valor de salir a deambular sin rumbo por calles solitarias, terrosas, plagadas de casquillos y pequeños charcos de sangre, igual que fantasmas atrapados entre este mundo y el otro.

Carraspeó. Dio una chupada al cigarro sin filtro y sus ojos recuperaron algo de vida, aunque yo sabía que continuaban mirando al interior.

Pasaron ocho o nueve años de aquello, me dije con un hueco en el vientre en tanto lo veía dibujar con los labios una mueca que me recordó su cara de preocupación, cuando niño, antes de un examen. Ocho o nueve años, me repetí, y no ha logrado recuperarse, salir de su maraña de emociones, de la desesperación, de la incredulidad sobre lo ocurrido.

Lo miré. En el transcurso de ese tiempo Darío se había hecho hombre; uno muy distinto al que yo y cualquiera que lo haya tratado de chico hubiera imaginado.

Me resultaba difícil empatar su estampa vencida con la del adolescente atlético, prometedor, impetuoso, seguro de sí, que fue a despedirme a la terminal de autobuses la tarde de mi partida. Tampoco podía reconocer en él al joven tozudo, al héroe de aquella noche, del que me habían hablado llamadas y correos electrónicos de parientes o amigos, algunas notas periodísticas y los paisanos con quienes me llegué a topar en las calles de Monterrey.

Al beber directo del pico de la botella su rostro componía un rictus angustioso, como si fuera un suplicio para él pasar el trago, y sólo se le desvanecía al jalar el humo del cigarro y después expulsarlo en una bocanada recta, rápida, que pretendía llegar al techo.

Lo estudié bien bajo la sucia luz del lugar: más que hombre, se había hecho viejo. Tres o cuatro arrugas profundas le cruzaban el rostro, sus párpados bajos se abultaban en bolsas verde pálido y algunas canas desteñían su cabello ya ralo.

Hice una suma mental; si el día del cerco Darío no había cumplido aún los dieciséis, ahora rondaría los veinticinco.

Pinches campanadas, su voz se adelgazó hasta la agudeza al brotar de nuevo. No se me olvidan. Vuelvo a oírlas noche a noche, esté donde esté. De repente las sueño, sin imágenes, puro sonido, y hago esfuerzos para despertar porque sé que no son sino el anuncio de pesadillas más cabronas… Y en aquella ocasión fueron la señal que desató el infierno.

Darío dio ahora una chupada profunda y aplastó la colilla en el cenicero. Sólo entonces reparé en lo extraño que se veía fumando. Como si el cigarro fuera un añadido erróneo a su personalidad. Un atributo de su vejez prematura. Dijo:

Aún no se desvanecían en el aire los ecos de la última campanada cuando iniciaron los graznidos del altavoz.

Un gesto de incertidumbre quedó congelado en su rostro mientras a mi memoria venían los chasquidos, truenos y ronroneos que salían de esas bocinas ambulantes. Algo semejante al gemir de una barra de fierro arrastrada entre piedras. En el pueblo solía haber una o dos trocas viejas con esos conos metálicos instalados en el techo de la cabina que repasaban las calles anunciando el arribo de un circo, funciones de cine, tocadas, bailes, kermeses, ofertas de almacenes y disposiciones del municipio.

Hasta que estalló la guerra.

Entonces las bocinas cambiaron de giro y comenzaron a advertir a la gente de enfrentamientos entre bandos rivales, de ejecuciones próximas, de viviendas que arderían; o para decretar toques de queda, órdenes incuestionables de permanecer en casa sin abrir la puerta ni acercarse a las ventanas, que en caso de no cumplirse harían peligrar la vida del desobediente.

Me había tocado escuchar un par de veces esas amenazas gangosas antes de abordar el autobús que me sacó para siempre de allí. Nunca supe de quién era la voz detrás del micrófono en la cabina.

Gracias, Renata, dije al ver que la mesera, cuya cercanía advertí hasta que su aroma un tanto rancio tocó mi nariz, dejaba una cubeta con cervezas nuevas del lado de Darío y un ron con hielo frente a mí.

Hubo un intento de sonrisa en la cara fatigada de la mesera, recogió los envases vacíos y echó las ruinas del cenicero en una bolsa de plástico antes de dar media vuelta. La vi caminar de regreso a la barra con pachorra, hinchando sus nalgas desparramadas a cada paso, moviéndose con la pesadez de un tambo lleno de aceite, y sonreí con un deseo añejo.

Darío esperó a que la mujer estuviera lejos para agarrar una de las botellas. No bebió de inmediato. Primero se puso a contemplar los grumos de escarcha que escurrían por el vidrio. Cuando se convenció de que estaba bien fría, la llevó a los labios y be

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