Chica Uno

Abigail Dean

Fragmento

1. Lex (Chica Uno)
1 Lex (Chica Uno)

No me conocéis, aunque habréis visto mi cara. En los primeros retratos machacaron con píxeles nuestra imagen hasta la cintura; incluso nuestro pelo era demasiado característico para mostrarlo. Sin embargo, cuando la noticia y sus guardianes perdieron interés, resultó fácil localizarnos en los recovecos más sombríos de internet. La fotografía preferida era una tomada delante de la casa de Moor Woods Road un día de septiembre a última hora de la tarde. Salimos en fila los seis y, mientras nuestro padre preparaba la composición, nos colocamos por orden de estatura, con Noah en brazos de Ethan. Pequeños fantasmas blancos que se removían con el impacto del sol. La casa reposaba detrás de nosotros bajo la última luz del día, con sombras que se extendían desde las ventanas y la puerta. Miramos inmóviles a la cámara. Tendría que haber sido perfecto, pero, un instante antes de que nuestro padre pulsara el botón, Evie me apretó la mano y volvió la cara hacia mí; en la fotografía está a punto de hablarme y en mis labios empieza a dibujarse una sonrisa. No recuerdo qué dijo, aunque no me cabe ninguna duda de que más tarde lo pagamos.

Llegué a la cárcel por la tarde. Durante el trayecto había estado escuchando una lista de reproducción confeccionada hacía tiempo por JP, «Que tengas un gran día», y, sin la música ni el motor, el coche quedó en silencio de golpe. Abrí la portezuela. En la autopista iba aumentando el tráfico, que sonaba como un océano.

El centro penitenciario había emitido un breve comunicado para confirmar el fallecimiento de mi madre. La noche anterior había leído en internet los artículos. Eran superficiales y terminaban todos con una variante del mismo final feliz: se cree que los hijos de los Gracie, algunos de los cuales han renunciado al anonimato, están bien. Envuelta en una toalla sobre la cama del hotel, rodeada de lo que había pedido al servicio de habitaciones, me eché a reír. En el desayuno encontré una pila de periódicos locales junto al café; mi madre aparecía en primera plana, bajo un artículo sobre un apuñalamiento en una hamburguesería Wimpy. Un día tranquilo.

La reserva incluía un bufet caliente y comí a dos carrillos hasta el final, cuando la camarera me informó de que la cocina tenía que comenzar a preparar el almuerzo.

—¿La gente se detiene a almorzar? —le pregunté.

—Se llevaría usted una sorpresa —respondió. Puso cara de disculpa—. Pero no está incluido en la reserva.

—No importa. Gracias. Ha sido fantástico.

Cuando comencé a trabajar, Julia Devlin, mi mentora, me dijo que llegaría un momento en que me hartaría de la comida y el alcohol gratis; en que mi fascinación por las bandejas de impecables canapés menguaría; en que ya no pondría el despertador para tomar el desayuno del hotel. Devlin acertaba en muchas cosas, pero no en esa.

Nunca había estado en la cárcel, que, sin embargo, no era muy distinta de como la había imaginado. Al otro lado del aparcamiento se alzaban unos muros blancos coronados por alambre de espino, como un desafío sacado de un cuento de hadas. Más allá, cuatro torres presidían un foso de hormigón con una fortaleza gris en el centro: la limitada vida de mi madre. Había aparcado demasiado lejos, por lo que tuve que cruzar un mar de plazas libres siguiendo las gruesas líneas blancas donde me era posible. En el aparcamiento solo había otro vehículo, en cuyo interior una mujer mayor se aferraba al volante. Al verme levantó la mano como si nos conociéramos; le devolví el saludo.

El asfalto empezaba a volverse pegajoso. Cuando llegué a la entrada ya notaba el sudor en el sujetador y en el pelo de la nuca. Había dejado la ropa estival en un armario de Nueva York. En mi recuerdo, los veranos ingleses eran tímidos, por lo que cada vez que salía a la calle me sorprendía el azul descarado del cielo. Por la mañana había pasado un rato pensando en qué ponerme, clavada a medio vestir ante el espejo del ropero; a fin de cuentas, en realidad no había un traje para cada ocasión. Me había decantado por una camisa blanca, unos tejanos anchos, zapatillas de deporte recién compradas y unas antipáticas gafas de sol. «¿Demasiado alegre?», le pregunté a Olivia en un mensaje acompañado de una fotografía, pero se encontraba en Italia para asistir a una boda en las murallas de Volterra y no respondió.

Había una recepcionista, como en cualquier oficina.

—¿Tiene cita? —me preguntó.

—Sí. Con la alcaide.

—¿Con la directora?

—Eso es. Con la directora.

—¿Es usted Alexandra?

—Sí.

La directora había aceptado recibirme en el vestíbulo. «Los sábados por la tarde se reduce el personal —había dicho—. Y no se admiten visitas pasadas las tres. Así será más discreto para usted.»

—Me parece bien —repuse—. Gracias.

—No debería decirlo —añadió—, pero sería el momento ideal para la gran evasión.

En ese instante apareció en el pasillo, que ocupó por completo. Yo había leído sobre ella en internet. Era la primera mujer que llegaba a directora de un centro de máxima seguridad del país y después de su nombramiento había concedido unas cuantas entrevistas. Había querido ser policía, pero en aquella época aún se exigía una estatura mínima y a ella le faltaban unos cinco centímetros para alcanzarla. Se había enterado de que tenía la altura necesaria para ser funcionaria de prisiones, lo que carecía de lógica, pero a ella le fue de perlas. Vestía un traje azul eléctrico —lo reconocí: era el que llevaba en los retratos que acompañaban a las entrevistas— y unos zapatos incongruentes, delicados, como si alguien le hubiera indicado que suavizarían la impresión que causaba. Creía a pies juntillas en la capacidad de rehabilitación. Se la veía más cansada que en las fotografías.

—Alexandra —dijo, y me estrechó la mano—. Mi más sentido pésame. Lo siento.

—Pues yo no, así que no se preocupe.

Señaló en la dirección por la que había llegado.

—Mi despacho está al lado del centro de recepción de visitas. Si tiene la bondad...

El pasillo, de un frío amarillo y decorado con carteles marchitos sobre el embarazo y la meditación, tenía los rodapiés rayados. Al final había un escáner y una cinta transportadora para dejar los artículos personales. Taquillas de acero hasta el techo.

—Meras formalidades —dijo la directora—. Al menos no hay gente.

—Igual que en un aeropuerto —comenté.

Me acordé del control de hacía dos días en Nueva York: el portátil y los móviles en una bandeja gris; la ordenada bolsa transparente con los artículos de maquillaje que deposité al lado. Había pasillos especiales para los viajeros frecuentes, de modo que nunca tenía que guardar cola.

—Igual —repuso—. Sí.

Vació los bolsillos y dejó su cont

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