La historia secreta del Señor White

Juan Gómez-Jurado

Fragmento

cap-1

Marzo, 1985. Nueva York

1

La limusina se detuvo frente al 1075 de Park Avenue. El portero abandonó la protección del toldo verde para abrir la puerta del pasajero con una sonrisa.

—Buenas tardes. ¿Lo ha pasado bien en el parque?

El niño descendió del vehículo sin responder y se encaminó hacia el interior. Sus zapatos italianos de suela de madera seguían perfectamente lustrados y brillantes. Por más que su niñera, mademoiselle Bencourt, le rogase que se pusiese un calzado más cómodo para salir a jugar, el niño se negaba. Insistía en que mientras los zapatos no se estropeasen, él podía vestir como se le antojara.

No es que la familia del niño tuviese problemas económicos. Su padre, que había sido criado para convertirse en un tiburón de las finanzas, era el consejero delegado de uno de los bancos de inversión más importantes de Wall Street. Su madre, una mujer despiadada que vivía por y para el negocio familiar, poseía más del treinta por ciento de las acciones de ese banco. El matrimonio había sido decretado antes de que ambos abandonasen el jardín de infancia, durante una cena de quince platos en la que se había discutido hasta el último detalle de la fusión de aquellos apellidos importantes. La realeza de Long Island, los amos del universo, no entendía de sutilezas ni dejaba nada al azar. El niño fue la consecuencia lógica de aquella unión, un heredero concebido para dirigir un imperio que no paraba de crecer. La fortuna de sus padres se había multiplicado por tres desde su nacimiento y llegaría a diez veces dicha cifra antes de que él alcanzase la mayoría de edad.

Tan pronto como el niño desapareció de su vista, la sonrisa del portero se desvaneció. Aquel muchacho le ponía los pelos de punta. Mantuvo la puerta abierta para que la niñera descendiese del coche y se tocó ligeramente la gorra de plato en un gesto mecánico. Las normas del edificio no exigían que se saludase al servicio, tan solo a los inquilinos, pero la niñera le inspiraba mucha lástima. Todo el día detrás de aquel monstruo inexpresivo. El portero llevaba casi dos décadas en su puesto y había abierto las puertas de pomos dorados a alcaldes, senadores, magnates e incluso a un presidente de los Estados Unidos. Conocía bien a los ricos y poderosos. En su mayor parte, eran maleducados, vanidosos y egoístas. Incluso los que fingían ser amables lo hacían únicamente por ellos mismos. Pero nunca, en toda su vida, se había encontrado con alguien como aquel niño, alguien con aquella frialdad innata. Jamás sonreía, pero detrás de sus ojos tampoco había tristeza, como en los de muchos de los hijos de los millonarios que estaban condenados a crecer solos. Detrás de aquellos dos círculos azules no había absolutamente nada. De nuevo, se preguntó qué demonios buscaba el puñetero crío en el sótano. En más de una ocasión lo había visto escabullirse por las escaleras de mantenimiento. Una vez había esperado a que subiera y le había afeado su conducta. El crío lo había escuchado atentamente y al terminar lo había mirado sin pestañear.

—No sé de qué me habla, Jerry. Yo jamás he bajado al sótano.

—Acabo de verle. No lo niegue.

—No, Jerry. Eso no ha pasado. Y si usted dice lo contrario, les contaré a mis padres que me obligó a bajar con usted y que me tocó por dentro de los pantalones —dijo dándose la vuelta y caminando tranquilo hacia el ascensor.

El portero se había quedado boquiabierto y lo había dejado marchar sin más. Valoraba demasiado su empleo como para hablarles a sus padres o a la niñera de aquella conversación. No dudaba que el niño cumpliría su amenaza. Y aunque no lo hiciese, no sería el primer empleado del 1075 de Park Avenue que perdía su puesto por meterse donde nadie le llamaba. Que se las arreglasen sus padres como pudiesen con el monstruito.

2

El niño llegó al cuarto de juegos, se descalzó y se quitó los calcetines, como siempre. Le gustaba sentir el tacto de la madera en los pies, aunque la niñera insistiese en lo contrario. No comprendía en absoluto por qué aquella mujer, cuya inteligencia era limitada, intentaba llenar su vida de normas que no tenían ningún sentido para él. Había aprendido a comportarse, cuando lo observaban, como los demás esperaban que lo hiciera. El resto del tiempo se regía por sus propias normas. Por suerte, pasaba mucho tiempo solo. La niñera debía darle obligatoriamente una clase de francés todas las tardes, pero él le había pedido que le entregase por anticipado la lista de palabras y giros que pretendía enseñarle. Cuando comenzaba la clase, el niño recitaba a la perfección la lección de ese día en pocos minutos y luego pedía educadamente permiso para ir a jugar a su cuarto. Mademoiselle Bencourt no podía negarse.

Se acercó a uno de los arcones, donde guardaba todos sus muñecos G. I. Joe. Normalmente no jugaba demasiado con ellos, sólo eran regalos que sus padres le traían regularmente. Cada diez o doce días, su padre o su madre —nunca ambos a la vez, estaban demasiado ocupados para estar juntos y mucho más para estar con él— le entregaban uno de aquellos soldados envueltos en el papel rojo de FAO Schwarz. Él lo extraía del blíster, lo colocaba en el arcón y se olvidaba de él. Prefería leer sentado a lo indio en una esquina bajo la ventana o armar los puzles que le compraba mademoiselle Bencourt. Tan pronto el rompecabezas estaba terminado, lo deshacía y lo arrojaba a la basura, para desesperación de su niñera.

—¡No hagas eso! ¿No prefieres conservarlo?

—No entiendo qué sentido tiene un puzle que ya está resuelto —respondía él.

Pero aquel día no le apetecía leer ni hacer un puzle. Lo que había ocurrido en el parque lo había cambiado todo. Sacó los muñecos uno a uno y los alineó en suelo siguiendo el dibujo de la alfombra. Había cincuenta y cuatro, todos ellos con sus vehículos y sus accesorios. No sacó ni una sola de las diminutas armas de plástico del arcón, se limitó a hacerlos formar en fila ante él, desarmados, indefensos. Después, tomó el primero de ellos, un ninja vestido completamente de blanco. Aquella figura le intrigaba muchísimo. No era en absoluto lógico que un ninja llevase un uniforme de aquel color tan visible. Sólo si el ninja actuase en la nieve podría entenderlo. En los dibujos había visto que el ninja siempre atacaba a los protagonistas en entornos en los que aquel traje sería una desventaja. Después de aquello no volvió a ver la serie nunca. No soportaba que le tomasen por idiota.

—Hola, Sombra —le dijo—. Vas a ayudarme a comprobar una cosa.

Levantó el muñeco, giró su brazo izquierdo —«¡Veintiún puntos de articulación!»— para colocarlo recto y luego lo presionó con todas sus fuerzas hasta partirlo a la altura del codo. Lo miró fijamente. El rostro del ninja permanecía inalterado. Sus ojos, la única parte de su cuerpo que el embozo blanco permitía distinguir, no habían cambiado de posición. El niño miró dentro de sí mismo. Su reacción era idéntica. Cogió la siguiente figura y repitió la operación. Nada. Lo hizo una y otra vez hasta que los cincuenta y cuatro soldados estuvieron formando de nuevo f

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