Los minutos negros

Martín Solares

Fragmento

1

La primera vez que vio al periodista le calculó veinte años, y calculó mal. Éste, por su parte, supuso que el ranchero de camisa a cuadros tendría unos cincuenta, y acertó. Ambos viajaban al sur. El periodista venía de Estados Unidos, luego de renunciar a su empleo; el hombre de la camisa a cuadros volvía de una misión en el norte del estado, pero no dijo cuál. Supieron que estaban llegando porque no se podía respirar.

Cuando iban por río Muerto vieron un convoy de dos jeeps, al llegar a Dos Cruces los rebasó una pickup de judiciales y a la altura de Seis Marías les tocó una inspección de la Octava Zona Militar. Un soldado con una linterna le indicó al chofer que se orillara, éste llevó el camión por un sendero de terracería y se detuvo bajo la luz de un reflector inmenso, entre dos muros de costales. Al otro lado de la carretera había una gran tienda de lona con un juego de radares, y más allá tres docenas de soldados estaban haciendo calistenia. Mientras ocurría la revisión, el periodista encendió la luz individual y trató de leer el único libro que llevaba, los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, mas al minuto se sintió bastante incómodo y miró en dirección de las trincheras. Justo debajo de él, tras los costales de arena y la enramada de palmas, dos soldados le dirigían una mirada llena de resentimiento. No le hubiese importado de no ser porque además le apuntaban con una ametralladora de grueso calibre. El ranchero le dijo que lo mismo haría él si tuviera que pasar la noche a merced de los mosquitos, con un calor de cuarenta grados, agazapado detrás de unos costales.

La inspección pasó sin pena ni gloria. El sargento que los revisó lo hizo por cumplir el trámite y escrutó el equipaje con flojera. Entretanto, el joven aprovechó que el camión se detenía para beber un yogurt, y le ofreció otro al ranchero. En intercambio, el cincuentón le ofreció unas galletas de maíz. El ranchero preguntó si estudiaba, y el muchacho respondió que no, que ya había terminado, que incluso había renunciado a su primer empleo: reportero en El Heraldo de San Antonio. Que pensaba tomarse un año y vivir en el puerto, acaso después volvería a Texas. Le mostró el retrato de una rubia, con el cabello peinado hacia atrás. El ranchero comentó que era muy bella, y que no debió dejar un empleo como ése. El periodista contestó que tenía sus razones.

El muchacho examinó a sus compañeros de viaje: le parecieron tipos rudos y sin letras. Estaban el ranchero de camisa a cuadros, desfajada para disimular la pistola; un fumador sombrío, que viajaba con un machete envuelto en hojas de periódico, y hasta atrás, el que parecía el peor de todos: un gigante bigotudo, que comía naranjas sin pelarlas. Todavía los examinaba cuando llegaron al segundo retén.

Desde que vio las pickups estacionadas sobre la línea intermitente de la carretera se hizo a la idea de que el trato iba a ser descortés y prepotente, pero se quedó corto. Los desvió un oficial con bigotes de aguamielero, que alzó con la misma mano la placa y la pistola. Tras él, todo el escuadrón bebía cerveza, recargado en las camionetas. Usaban lentes oscuros, aunque no había amanecido y vestían de negro, a pesar del agobiante calor. Por alguna razón su desparpajo lo inquietó más que la aparición de los soldados. Él, con sus lecturas piadosas en la punta de la lengua, dijo: Cuán grande es la capacidad y redondez del mundo, en el cual están tantas y tan diversas personas. Ya se daría cuenta de que lo único blanco que había en su alma eran las iniciales de la PGR, impresas sobre las playeras.

El jefe dio instrucciones y un gordo subió al autobús. Lo seguía un chavito con un cuerno de chivo. Ninguno era más viejo que él, al segundo ni siquiera le salía bigote. El periodista tuvo la impresión de que era el primer autobús que examinaban en su vida. El gordo les mostró la placa como si fuera a bendecirlos con ella y pidió que no se moviera nadie: iban a hacer una inspección de rutina, que para nadie lo fue.

Caminó a lo largo del pasillo y les dedicó dos miradas a los otros pasajeros, como si no pudiera creer que reconocía a individuos tan buscados. Era un gordo de poca fe, que ni siquiera pensó en aprehenderlos. Luego subió a un perro pastor alemán que los olfateó uno por uno. En cuanto entró, el periodista percibió movimiento en los asientos de atrás. Seguramente el fumador disimulaba el machete, el ranchero ocultaba su arma, el bigotón arrojaba un paquete por la ventana. Vana precaución: era un perro muy inteligente. Fue hasta el final del camión y pasó junto a los otros sin detenerse ni dudar. Sólo se plantó delante del joven, que estaba leyendo los Ejercicios espirituales. Entonces el gordo ordenó:

–Bájese.

Lo bajaron a punta de pistola, lo catearon como si perteneciera al cártel de Paracuán, lo humillaron con frases soeces y cuando dijo que trabajaba en la prensa lo obligaron a quitarse la chamarra: Ah, conque reportero, y la examinaron en busca de droga. Luego vaciaron su maletín sobre una mesa y el gordo se puso a esculcar. Le llamaron la atención sus ropas y su grabadora, pero lo que más le gustó fueron sus anteojos oscuros. El periodista dijo que estaba enfermo de la vista y debía usarlos por prescripción médica, pero el agente se los quitó de todas maneras. El del cuerno de chivo opinó: Pinche mamón, y escupió en dirección de sus zapatos. Los demás sonreían.

–Ándale –se ufanó el gordinflón–, ya salió el peine.

En la mano ostentaba un cigarro de mariguana. Desde su asiento en el autobús, el ranchero meneó la cabeza.

–El cigarro no es mío –reclamó el muchacho–, ustedes lo pusieron ahí.

–Ni madres, cabrón –respondió el gordo.

Cuando calculó que las vejaciones se pondrían peores, el ranchero se dijo: Es suficiente, y bajó del camión. Caminó en línea recta hacia el jefe de los judiciales, que bebía cerveza recargado en la pickup. Al verlo, éste dio un notable respingo:

–Pinche Macetón, ¿qué se te perdió por aquí?
–No mames, Cruz, es un escuincle.
–Ya tiene edad de votar.
–Viene conmigo.

El judicial soltó un gruñido de desconfianza, y le gritó al periodista:

–¿A qué viaja al puerto?
–¿Eh?
–¿A qué viaja al puerto?
–Ahí voy a vivir.
–Váyase.

Colocaron sus cosas de vuelta en la maleta, excepto la chamarra y los anteojos. Cuando iba a tomarlos se atravesó el del cuerno de chivo:

–Aquí se quedan. Y ándele, que se le va el camión.

Cuando el autobús arrancó vieron que el gordo estrenaba los anteojos y que el otro se había puesto la chamarra. Además, le faltaban mil pesos en la cartera.

–Es su día de suerte –dijo el ranchero–; era el comandante Cruz Treviño, de la policía judicial.

El periodista asintió, y apretó la quijada.

Ya para llegar a la margen del río, dos gigantescos letreros les dieron la bienvenida a nombre de la ciudad: el primero anunciaba «Refrescos de Cola», y el segundo mostraba al presidente con los brazos abiertos. Tanto él como su lema de campaña estaban perforados a balazos. Donde decía: «Bienestar para tu familia», la luz se filtraba por los agujeritos.

Mientras cruzaban el puente, al ranchero le extrañó que el periodista mirara hacia el río con tanta curiosidad: eran las mismas lanchitas de siempre, y, más allá, las inmensas grúas de los alijadores movían sus cuellos de dinosaurio en el puerto de carga y descarga.

Una vez en la estación de autobuses, se dirigieron al sitio de taxis y compraron boletos. Mientras esperaban su turno, el ranchero observó:

–Cuando quieras transpor

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