Bienaventurados los sedientos (Hanne Wilhelmsen 2)

Anne Holt

Fragmento

cap

Domingo, 9 de mayo

Era tan pronto que ni al propio diablo le habría dado tiempo a ponerse los zapatos. Hacia el oeste, el cielo mostraba ese intenso color con el que solo el firmamento primaveral escandinavo puede ser bendecido: azul real en el horizonte y más claro en el cénit, hasta formar capas rosas al este donde el sol todavía se resistía. De momento, el aire seguía inalterable, sin rastro del amanecer y con ese extraño trasluz que confieren los hermosos días de primavera a casi sesenta grados norte. Aunque la temperatura mostraba un solo dígito, todo hacía presagiar el advenimiento de otro día de mayo caluroso en Oslo.

La subinspectora Hanne Wilhelmsen no pensaba en el tiempo, permanecía inmóvil preguntándose lo que tenía que hacer. Había sangre por todas partes, en el suelo, en las paredes; incluso en el techo rústico aparecían manchas oscuras como imágenes abstractas de algún test psicológico. Ladeó la cabeza y clavó su mirada en una mancha situada justo encima de ella. Tenía la apariencia de un toro de color púrpura con una cornamenta de tres astas y la parte trasera del cuerpo deforme. No se movió ni un milímetro de su sitio, no tanto debido a su indecisión, sino por temor a patinar sobre el suelo resbaladizo.

—No toques nada —advirtió bruscamente, en cuanto un joven colega, cuyo color de pelo se confundía con el singular entorno, hizo ademán de querer tocar una de las paredes.

Una fina brecha en el decrépito techo permitía el paso de un rayo de luz polvoriento hacia la pared trasera, donde la sangre estaba tan copiosamente esparcida que no recordaba a ningún dibujo, sino un pésimo trabajo de brocha gorda.

—Sal de aquí —le ordenó, aguantando un suspiro descorazonador al observar todas las huellas que el policía inexperto había dejado sobre gran parte del suelo—. E intenta volver sobre tus pasos cuando salgas.

Al cabo de un par de minutos, ella hizo lo propio, caminando vacilante hacia atrás. Se quedó quieta en el vano de la puerta tras mandar al oficial de policía por una linterna.

—Salí a mear —dijo con voz chillona el hombre que había dado la alarma.

Había esperado obedientemente en el exterior del cobertizo, pero ahora no paraba quieto, lo que hizo sospechar a Hanne que no había conseguido su objetivo.

—El retrete está ahí —señaló el hombre con el dedo, aunque sobraba el gesto. El fuerte vaho que emanaba de una de las muchas letrinas que aún perviven en Oslo camuflaba el empalagoso y dulce olor a sangre. La garita con el corazoncito en la portezuela estaba puerta con puerta.

—Entre y alíviese —le dijo en un tono amigable, pero él no la oyó.

—Salí a echar un pis, ¿sabe?, pero entonces vi que la puerta de al lado estaba abierta.

Señaló la pequeña leñera, titubeó y dio un paso atrás, como si encerrara un temible animal que estaba a punto de asomar para arrancarle el brazo de un bocado.

—Suele estar cerrado; no con llave, pero cerrado. La puerta es tan pesada que se queda abierta. No queremos que se cuelen perros o gatos sueltos, así que somos bastante estrictos con eso.

Una extraña y leve sonrisa se dibujó en el rudo y áspero rostro. Ella tenía que entender que «también cuidaban de estas cosas en esta barriada». Tenían reglas y mantenían el orden, aunque su lucha contra el deterioro y la ruina estaba perdida.

—He vivido en este inmueble toda mi vida —prosiguió, con un atisbo de orgullo—. Me doy cuenta enseguida cuando algo no cuadra.

Levantó rápidamente la mirada hacia la joven y guapa agente, que no se parecía a ningún otro policía que hubiera visto antes, como si esperara un reconocimiento mínimo por su parte.

—Estupendo —contestó, elogiando al hombre—. Me parece muy bien que nos llamara para advertirnos.

Al sonreír con la boca bien abierta, ella pudo constatar que apenas le quedaban dientes. Era bastante llamativo, porque no parecía mayor; tal vez, unos cincuenta.

—Como comprenderá, me asusté, toda esa sangre… —Balanceaba la cabeza de un lado a otro para hacerle comprender lo terrible que había sido toparse con una visión tan macabra.

Ella lo entendió perfectamente. El colega pelirrojo volvió con una linterna y Hanne la agarró con las dos manos. Dejó que el haz de luz recorriera sistemáticamente las paredes de un lado a otro y de arriba abajo. Luego examinó el techo lo mejor que pudo, teniendo en cuenta lo incómodo de su posición, en el umbral de la puerta, y acabó repasando el suelo con movimientos zigzagueantes.

El cuarto estaba del todo vacío, ni siquiera un pobre leño, tan solo porquería y serrín por el suelo, que confirmaba para qué había servido en su día el tinglado, y de eso hacía mucho tiempo. Cuando hubo peinado con el haz de luz cada metro cuadrado, volvió a entrar con sumo cuidado para no pisar sus propias huellas. Un movimiento de la mano impidió que su compañero la siguiera. Se puso en cuclillas al alcanzar el centro del habitáculo, que medía unos quince metros cuadrados. La ráfaga de luz iluminó la pared que tenía enfrente, aproximadamente a un metro del suelo. Situado cerca de la puerta, pudo discernir algo que parecían letras dibujadas en la sangre que había seguido resbalando por la pared, lo que dificultaba la comprensión de aquellos signos.

No eran letras, eran números: ocho cifras. Estaba bastante segura de poder leer «92042576», aunque el nueve era borroso y podía ser un cuatro. El último número parecía ser un seis, pero no estaba segura, tal vez fuera un ocho. Se incorporó y retrocedió hacia la luz del día, que mostraba ahora todo su esplendor. Desde una ventana abierta del tercer piso, llegaba el llanto de un bebé; se estremeció al pensar que un niño tuviera que vivir en un barrio como aquel. En ese momento, un paquistaní con uniforme de trabajador del tranvía salió del edificio de ladrillo al patio y los miró un instante con cierta curiosidad hasta que recordó que tenía prisa y prosiguió ligero por el zaguán. El sol trepaba por las ventanas superiores de la vivienda y reflejaba ya su fuerza matinal. Los pequeños pájaros grises que todavía conseguían aguantar paupérrimas condiciones en el núcleo del centro urbano piaban cautamente desde un abedul moribundo que intentaba en vano estirarse hacia la luz del día.

—Joder, debe de ser un pedazo de crimen —dijo el joven policía, escupiendo en un intento de deshacerse del sabor a cloaca—. ¡Aquí ha habido movida gorda!

La idea parecía hacerlo feliz.

—Desde luego —contestó Hanne en voz baja—. Aquí pueden haber ocurrido cosas muy serias. Pero, de momento… —Se interrumpió y se giró hacia su colega—. De momento, no es ningún crimen. Para eso necesitamos una víctima, y no hemos encontrado el menor rastro de algo que pueda parecérsele. Como mucho, es vandalismo, pero…

De nuevo volvió a mirar por la puerta.

—Evidentemente, puede que aparezca algo. Llama a la Policía Científica, es mejor estar seguros.

Un escalofrío recorrió su cuerpo, provocado, no tanto por la brisa matinal como por lo que anunciaba el hallazgo. Se arropó con el abrigo y volvió a agradecer al desdentado por haberlos avisado, antes de caminar sola los trescientos metros de vuelta a la comisaría de Policía de Oslo. Cuando alcanzó la acera al otro lado de la calle, notó el calor de la luz del día. Los gritos mañaneros en urdu, panyabí y Ã

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