El cazador (Inspector Joona Linna 6)

Lars Kepler

Fragmento

cap-1

 

Es de madrugada y la lisa superficie del mar de la ensenada brilla como acero pulido. Las mansiones lujosas disfrutan al unísono del letargo en la noche, si bien el fulgor de piscinas y jardines atraviesa las altas vallas y el follaje.

Un hombre borracho camina por la carretera que bordea la costa con una botella de vino en la mano. Se detiene delante de una casa blanca cuya extensa fachada de cristal está orientada a la bahía. Coloca la botella con gran cuidado en medio de la carretera, cruza la zanja, trepa por la verja de hierro negro y se introduce en la finca.

El hombre camina dando tumbos por el césped, se detiene apenas en equilibrio y mira fijamente las grandes ventanas, el reflejo de la iluminación del porche y las formas imprecisas de los muebles del interior.

Prosigue hacia la casa, saluda con la mano a un enano de jardín de porcelana de medio metro de altura, rodea una valla, tropieza con la madera del porche y se golpea en una rodilla, pero se sobrepone y consigue mantenerse en pie.

El agua de la piscina brilla como un lingote de cristal azul claro.

El hombre se sitúa con piernas inseguras junto al bordillo, se baja la cremallera y comienza a orinar en la piscina, a continuación se vuelve tambaleante hacia los muebles de jardín color azul marino y deja que la orina fluya sobre los cojines, los sillones y la mesa redonda.

La orina humea en el aire fresco.

Se sube la cremallera y observa a un conejo blanco que corretea por la hierba y desaparece bajo un arbusto.

Sonriendo, se encamina de regreso hacia la casa, pasa ante la puerta del porche, se apoya contra la valla, se aleja de nuevo por el césped, se detiene y da media vuelta.

Su brumoso cerebro intenta comprender qué es lo que ha visto.

Un hombre vestido de negro con un rostro de forma extraña que lo miraba fijamente.

O bien la persona estaba en el interior de la casa, a oscuras, o bien se encontraba en el exterior y lo miraba a través del reflejo.

cap-2

1

 

 

Viernes, 26 de agosto

La llovizna cae lenta en la penumbra del cielo. Un halo mate engrandece los edificios hasta treinta metros por encima de sus tejados. No hace viento y la luz de las gotas forma casi una esfera de niebla sobre todo Djursholm.

Junto a las aguas quietas de Germaniaviken se levanta una impresionante mansión.

Y ahora, en su interior, una joven se pasea en tensión, como un animal, por el suelo barnizado y la alfombra iraní.

Se llama Sofia Stefansson.

La inquietud hace que se fije en cada detalle.

Sobre el reposabrazos del sofá descansa un control remoto. Alguien ha liado una cinta autoadhesiva a su alrededor para mantener la tapa de las pilas en su sitio. Sobre la mesa se observan pequeñas huellas circulares de vasos. Una tirita vieja se ha enganchado a los largos flecos de la gran alfombra.

Sofia nota cómo el suelo cruje a su paso, como si alguien la siguiera por la habitación.

Las salpicaduras del húmedo camino de piedra son visibles en los zapatos de tacón y sus musculosas pantorrillas. Sus piernas todavía siguen estando en forma a pesar de que hace dos años que ha dejado de jugar al fútbol.

Sofia oculta en la mano el espray de gas lacrimógeno al hombre que la está esperando. Se repite a sí misma que ha sido ella la que ha elegido la situación, que todo está bajo control y que es ahí donde quiere estar.

El hombre que le ha abierto la puerta está de pie junto a un sillón y la sigue descaradamente con la mirada.

Las facciones de Sofia son simétricas. Muestra una redondez juvenil sobre las mejillas. Lleva puesto un vestido azul con los hombros al descubierto. Una hilera de pequeños botones forrados lo abrochan en cascada desde el cuello hacia abajo, hasta entre los pechos. Un pequeño corazón de oro se balancea en su cuello al ritmo de su pulso acelerado.

Ella sabe que puede excusarse y explicar que no se encuentra bien, que tiene que irse a casa. Tal vez él se irrite, pero lo aceptará.

El hombre del sillón la observa con una voracidad lúgubre que hace que el miedo revolotee en su estómago.

De repente tiene la sensación de haberlo visto antes; quizá se trate de un alto directivo con el que ha coincidido en alguna oficina o del padre de alguna antigua compañera de clase.

Sofia se detiene algo alejada de él, sonríe y siente el acelerado latido de su corazón. Su idea es mantener la distancia mientras decide si le convencen su voz y sus movimientos.

La mano de él, que aferra el respaldo del sillón, no muestra signos de violencia, tiene las uñas bien cuidadas y la sencilla alianza está rayada por un largo matrimonio.

—Bonita casa —dice ella, y aparta del rostro un mechón rebelde de pelo.

—Gracias —responde él, y suelta el respaldo del sillón.

No puede tener mucho más de cincuenta años, pero se mueve con una pesada tristeza, como un viejo en su viejo hogar.

—¿Has venido en taxi? —pregunta él, y traga saliva.

—Sí —responde ella.

Vuelve a hacerse un silencio, con delicado sonido resuenan dos campanadas en el reloj de péndulo de la habitación contigua.

Un polvo rojo azafrán cae silencioso de una azucena en flor en un jarrón.

Desde edad muy temprana, Sofia se dio cuenta de que le excitaban las situaciones con una alta carga sexual. Le gustaba sentirse deseada, la sensación de ser la elegida, pero nunca se había enamorado realmente de nadie.

—¿No nos hemos visto antes? —pregunta.

—No lo habría olvidado —responde él, y sonríe sin alegría.

El cabello rubio canoso del hombre es lacio, está peinado hacia atrás. La cara flácida se ve algo brillante, y una profunda arruga cruza su frente.

—¿Coleccionas obras de arte? —pregunta Sofia, y señala hacia la pared con la cabeza.

—Me interesa el arte.

Sus ojos claros la miran desde detrás de unas gafas con montura de concha. Ella se da media vuelta, oculta el pequeño espray de gas lacrimógeno en el bolso y a continuación se acerca a un gran cuadro de marco dorado.

Él la sigue, se detiene demasiado cerca y respira por la nariz. Sofia da un respingo cuando el hombre levanta la mano derecha para señalar.

—Siglo XIX… Carl Gustaf Hellqvist —instruye él—. Murió joven, tuvo una vida difícil, mucho dolor y electroshocks… pero fue un magnífico artista.

—Fascinante —responde ella en voz baja.

—Me gusta ese cuadro —dice el hombre, y se dirige al comedor.

Sofia lo sigue con la extraña sensación de estar siendo atraída poco a poco hacia una trampa, como si una portezuela se cerrara tras ella con plácida lentitud, el gran engranaje diera vueltas, y el camino de huida se redujese centímetro a centímetro.

La enorme sala con hileras de ventanas con parteluces que dan al mar está amueblada con tresillos caprichosos y armarios relucientes.

Ve que en el bord

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