El estudiante

John Katzenbach

Fragmento

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Contenido

PRIMERA PARTE. CONVERSACIONES ENTRE DIFUNTOS

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SEGUNDA PARTE. ¿QUIÉN ES EL GATO? ¿QUIÉN ES EL RATÓN?

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Epílogo: El día siguiente y los posteriores

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Y si nos ofenden, ¿no nos vengamos? Si somos como vosotros en lo demás, también nos pareceremos a vosotros en esto.

WILLIAM SHAKESPEARE,
El mercader de Venecia

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PRIMERA PARTE

CONVERSACIONES ENTRE DIFUNTOS

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Esto es lo que Moth llegó a entender:

La adicción y el asesinato tienen cosas en común.

En ambos, alguien quiere que confieses:

«Soy un asesino.»

O:

«Soy un adicto.»

En ambos se supone que llega un momento en que tienes que someterte a un poder superior:

«Para el típico asesino es la ley. Policías, jueces, quizá la celda de una cárcel. Para los adictos corrientes es Dios, o Jesús, o Buda, o cualquier cosa concebible más fuerte que las drogas o el alcohol. Sométete a ella. Es la única forma de dejarlo. Suponiendo que quieras hacerlo.»

Jamás pensó que ninguna de ambas confesiones o concesiones formaría parte de su estructura emocional. Sabía lo que era la adicción. No estaba seguro sobre lo del asesinato, pero estaba decidido a averiguarlo en poco tiempo.

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Timothy Warner encontró el cadáver de su tío porque aquella mañana se despertó con unas ansias intensas y terriblemente familiares, un vacío en su interior que zumbaba grave y repetidamente como la potente cuerda desafinada de una guitarra eléctrica. Al principio, creyó que era por haber soñado que bebía alegremente vodka helado con absoluta impunidad. Pero entonces se recordó que llevaba noventa y nueve días sin beber, y se dio cuenta de que si quería alcanzar los cien tendría que esforzarse para llegar sobrio al final del día. De modo que en cuanto su pie tocó el frío suelo al salir de la cama, antes de mirar por la ventana para ver qué día hacía, o de estirar los brazos para insuflar algo de vida a sus cansados músculos, cogió el iPhone y abrió la aplicación que contabilizaba los días que llevaba sin probar el alcohol. El noventa y ocho del día anterior saltó a noventa y nueve.

Se quedó mirando el número un momento. Ya no sentía una satisfacción estimulante, ni siquiera una ligera sensación de éxito. Aquel entusiasmo había desaparecido. Ahora sabía que el indicador diario era simplemente otro recordatorio de que siempre estaba en peligro. De recaer. De sucumbir. De dejarse llevar. De tener un pequeño resbalón.

Y entonces estaría acabado.

Puede que no enseguida, pero tarde o temprano. A veces pensaba que mantenerse sobrio era como hacer equilibrios en el borde de un hondo precipicio, contemplando vertiginosamente un inmenso Gran Cañón a sus pies mientras lo zarandeaba el vendaval. Una ráfaga lo tumbaría y se despeñaría al vacío.

Lo sabía del mismo modo que se sabe cualquier cosa.

Al otro lado de la habitación había un espejo de cuerpo entero con marco negro, apoyado en la pared de su reducido piso, junto a la bicicleta cara con la que solía ir a sus clases; le habían retirado el coche y el carnet de conducir durante su última recaída. Vestido solo con ropa interior holgada, se levantó y se miró el cuerpo.

La verdad es que no le gustó lo que vio.

Él, que había sido atractivamente fuerte y enjuto, estaba ahora cadavérico, hecho un saco de costillas y músculos con un tatuaje penoso y solitario, resultado de una noche de borrachera: la cara de un payaso triste en su hombro izquierdo. Llevaba su pelo azabache largo y despeinado. Tenía cejas oscuras y una encantadora sonrisa ligeramente torcida que le hacía parecer más simpático de lo que se consideraba en realidad. No sabía si era guapo, aunque en cierta ocasión una chica muy bonita le había dicho que sí lo era. Tenía las piernas y los brazos largos y delgados de un corredor. Había sido ala abierta de reserva en el equipo de fútbol americano de su instituto y, dado que sacaba sobresalientes en todo, el chico al que pedir ayuda para unas prácticas en el laboratorio de Química o para un trabajo de Literatura cuya fecha de entrega había vencido. Uno de los mejores jugadores del equipo, un fornido defensa, tomó cuatro letras de su segundo nombre, alegando que Tim o Timmy no iba con su aspecto habitualmente resuelto, y empezó a llamarlo Moth, «mariposa nocturna». Cuajó, y a Timothy Warner no le importaba demasiado, porque creía que aquellos insectos tenían curiosas virtudes y se arriesgaban a volar peligrosamente cerca de las llamas, obsesionados por la luz. Así que se le quedó Moth, y rara vez usaba su nombre de pila entero, salvo en las ocasiones formales, las reuniones familiares o las reuniones de AA, cuando se presentaba diciendo: «Hola, me llamo Timothy y soy alcohólico.»

No creía que sus distantes padres ni su hermano y su hermana mayores, con los que apenas mantenía ya contacto, recordaran aún su apodo de instituto. El único que lo usaba con regularidad, y con cariño, era su tío, cuyo número se apresuró a marcar mientras se miraba en el espejo. Moth sabía que tenía que protegerse de sí mismo, y llamar a su tío seguramente era el primer paso para su supervivencia.

Como esperaba, le salió el contestador automático: «Ha llamado al doctor Warner. En este momento estoy con un paciente. Por favor, deje un mensaje y le devolveré la llamada cuanto antes.»

—Tí

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