Lo que tarda en morir un idiota

J.M. Aguilar

Fragmento

Capítulo I

Capítulo
I

El edificio de oficinas del número tres de la plaza de San Miguel se compone de tres plantas. Como vértebras que lo articulan, en cada una hay un largo pasillo blanco, iluminado por fluorescentes dispuestos cada dos metros. Pasillos largos de más de veinte metros sin ventanas, apenas quebrados por las escaleras que los comunican con el mundo exterior, que cruzan de parte a parte el edificio. Pasillos estrechos cuyo albor únicamente es roto por las puertas de una clínica dental, dos escuelas de idiomas, una gestoría y seis despachos de abogados.

Durante todo el año la escalera huele a cloro. El olor asciende desde la piscina del sótano e inunda los pulmones de los vecinos, con los que rara vez te cruzas. Sólo tus pasos y su eco. Únicamente la luz blanca que rebota en la blanca pared y el suelo blanco, devolviendo la claridad sin merma al aire que lo llena todo. Luz que ausenta sombras, que se derrama por igual, inerte en un mundo en continuo cambio.

En esta soledad, un fuerte golpe es algo que hace que todo el edificio se gire sobre sí mismo, como un atleta inquieto por un chasquido en una de sus articulaciones. Un fuerte golpe que abre una de aquellas puertas, al fondo del pasillo, por la que un hombre sale corriendo, con las manos agarrándose el vientre. El hombre sangra por una herida que no deja ver, en un esfuerzo vano para que no estalle contra la pared y rompa la pátina inmaculada de aquel lugar.

Sin ruido, el herido vuelve la cabeza, nadie a sus espaldas, y prosigue de inmediato su huida. Al llegar al recodo, ya jadeante, las fuerzas le abandonan y dobla una rodilla. Por un segundo queda quieto, con la mirada en el suelo. Busca aire, mientras su rostro se contrae por el dolor. Su ojo izquierdo comienza a cerrarse y de una pequeña brecha en la sien fluye un hilillo rojo que ya ha comenzado a coagularse. Unos segundos de tranquilidad tras el infierno que acaba de soportar. Unos metros de distancia. Mira hacia atrás. Nadie le sigue. Las escaleras frente a él le llevarán a la calle. Allí podrá pedir ayuda.

Empieza a levantarse con dificultad, pero un sonido al fondo le espolea, aportándole energías renovadas para proseguir la marcha. En tres pasos dobla la esquina, mira las escaleras por un instante, y comienza a bajar a trompicones. Al apartarse deja ver la silueta grande y silenciosa de un desconocido que ha surgido del final del corredor. El hombre observa con parsimonia el reguero de sangre que deja su víctima. Es de color rojo oscuro, por lo que sabe que no cuenta con más de diez minutos si quiere volver a preguntarle. Levanta la mirada y deja ver las salpicaduras de sangre en su rostro. De las escaleras le llega el ruido que delata que su presa ha trastabillado. Con paso ágil y silencioso inicia la persecución, cuidando de no pisar ningún resto. En diez zancadas llega al arranque de la escalera. Su zigzag le permite ver los dos pisos que cubre hasta el vestíbulo. Un piso más abajo su víctima comienza a incorporarse de nuevo. En ese momento sus miradas se cruzan. Cada uno de ellos sabe qué piensa el otro.

El hombre herido reinicia su huida. Al llegar al vestíbulo el olor del cloro es agobiante, pero en esta ocasión sus sentidos no reparan en ello. Huye hacia la calle, buscando una figura que le pueda prestar ayuda. Al apoyarse en el quicio de la puerta la madera gruñe bajo su peso. Toma aire con dificultad una vez más y murmura una blasfemia. Sus manos se escurren sobre la camisa, como si estrujaran una bayeta empapada y jabonosa, haciendo inútil su intento de retener la vida que se le escapa en cada latido.

Al alcanzar la plaza siente el calor del mediodía. Un coche pasa oculto por un edificio a su derecha. Frente a él, la iglesia de San Miguel le devuelve el ocre remozado de su mirada. En cinco pasos más llega al centro del pequeño espacio, junto a una fuente cubierta de pintadas. Únicamente el sonido del agua rompe el silencio somnoliento de la siesta. Todas las puertas están cerradas. Con terror escucha de nuevo el gruñido de la puerta que acaba de superar. Con terror siente que sus rodillas ya no pueden más. Con terror mira, una vez más, en derredor, y comprueba que hace ya muchos años que le abandonó la suerte.

El cazador se detiene en el umbral del edificio y apoya su cuerpo sobre el portón de madera. En la mano izquierda, semioculto por la manga del traje una talla mayor, asoma un cuchillo de caza. Con calma, repasa las ventanas de los edificios que forman aquel lugar. Todo está en silencio. A su derecha, el rumor de coches ocasionales, más allá del edificio que oculta la vista de la calle contigua. El resto, postigos cerrados y persianas bajadas, barreras frente a la luz del mediodía del sur. Su quehacer acaba de derrumbarse junto a la pequeña fuente de la que bebió antes de subir. Un rayo de inquietud y prisa le atraviesa sin oposición. Aún no ha logrado lo que deseaba, aquello por lo que ha viajado tan lejos, lo que tantas noches adelantó y ahora está tan cerca.

La sacristía de la iglesia de San Miguel es una estancia oscura, de techos altos, cuya única decoración es la inmensa cómoda, donde se guarda la vestidura talar del sacerdote, y un lienzo oscurecido. Construida a finales del siglo XVI sobre los restos de una mezquita, el edificio aún conserva un arco de herradura en su cara suroeste. Aunque toda la construcción guarda el frescor gracias a los muros de más de un metro de ancho, aquella estancia es el lugar más agradable cuando el calor hace incómodo cualquier otro asiento. Doña Encarnación Jiménez Arjona lo sabía, por eso cada mediodía, desde un tiempo inmemorial, se sienta allí, sobre su cómoda silla de enea, cerca del ventanuco estrecho y oscuro que se abre a la plaza. Allí gasta las horas, incapaz de echar la siesta, golpeándose el pecho con su abanico de madera calada.

Encarnita, como era conocida por todos, había pasado toda su vida en la nada. Casada joven, como era costumbre en su juventud, pronto entendió cuál era su papel al lado de aquel buen hombre que tanto la quiso pero al que fue incapaz de dar un hijo. Entendió, sin que nadie se lo tuviera que decir, cuáles eran sus obligaciones, cuándo tenía que guardar silencio y en qué momento podía pedir sin que las otras mujeres la criticaran y su marido le repitiera que había que guardar la apariencias, que ya era bastante lo que él tenía que soportar con sus amigos y vecinos como para que ella echara más leña al fuego. Encarnita había pasado de puntillas, con los pies envueltos en una gamuza, por los salones de las conveniencias, los pasillos del placer y los tálamos del deseo. Sería por eso, pensó aquella tarde, que le gustaba tanto aquel lugar donde podía mirar sin ser vista.

Durante toda su vida había ocupado la sobremesa mirando. Ni cuando era niña, allá por los años cuarenta, había logrado pegar ojo a poco que el sol se encontrar

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