Pesadillas y alucinaciones I

Stephen King

Fragmento

que uno miraba con atención el rostro flaco y hosco de Patty. Cuando uno veía lo que se ocultaba detrás de aquel rostro, se le pasaban las ganas de reír. Al menos eso era lo que le pasaba a Clive. Y había que ir con pies de plomo con ella, porque parecía estúpida pero no lo era en absoluto.

—No quiero salir con chicos —había anunciado a la hora de la cena no hacía demasiado tiempo, hacia la época en que los chicos solían invitar a la chicas al Baile de Primavera en el club de campo o al baile de graduación del instituto—. Me da igual si no llego a salir nunca con un chico.

Al dictar aquella sentencia, los había mirado a todos con expresión desafiante y los ojos abiertos de par en par desde encima de su plato humeante de carne y verdura.

Clive había observado el rostro rígido y de algún modo escalofriante de su hermana, que asomaba por entre el vapor de la comida, y recordó algo que había sucedido dos meses antes, cuando la tierra todavía estaba cubierta de nieve. Clivey había recorrido descalzo el pasillo del piso superior para que su hermana no lo oyera, y había echado un vistazo al cuarto de baño porque la puerta estaba abierta... No tenía ni la menor idea de que Patty la Vomitiva estaba ahí dentro. Lo que vio lo dejó patidifuso. Si Patty hubiera vuelto la cabeza hacia la izquierda tan solo unos milímetros lo hubiera sorprendido mirándola.

Sin embargo, Patty no había vuelto la cabeza, ya que estaba demasiado concentrada en la labor de examinarse en el espejo. Estaba desnuda como una de las tías buenas de la gastada revista Modelos de Foxy Brannigan, y la toalla yacía olvidada a sus pies. Pero Patty no era una tía buena, eso lo sabía Clive; y a juzgar por la expresión de su hermana, ella también lo sabía. Tenía las mejillas granujientas llenas de lágrimas. Eran lágri mas gruesas y abundantes, pero Patty no emitía sonido alguno. Finalmente, Clive había recobrado una parte suficiente de su instinto de supervivencia como para alejarse de puntillas, y nunca había hablado del incidente con nadie, y mucho menos con su hermana. No sabía si se habría enfadado porque su hermano pequeño le había visto el trasero, pero estaba bastante seguro del modo en que habría reaccionado si hubiera sabido que la había visto llorar, aunque fuera ese llanto tan extraño y silencioso; estaba convencido de que eso habría bastado para que lo asesinara.

—Creo que los chicos son tontos y que la mayoría huele a queso pasado —había afirmado aquella noche de primavera antes de meterse un pedazo de rosbif en la boca—. Si un chico me pidiera para salir me partiría de risa.

—Ya cambiarás de idea, cariño —había augurado papá sin dejar de masticar la carne ni alzar la mirada del libro que tenía junto al plato.

Mamá había renunciado a convencerle de que no leyera en la mesa.

—No, no cambiaré de idea —replicó Patty.

Y Clive sabía que era cierto. Cuando Patty decía algo, casi siempre lo decía en serio. Era algo que Clive comprendía y que a sus padres se les escapaba. No sabía si lo decía en serio... eso de asesinearle si le contaba a alguien lo de los pedropellizcos, pero, desde luego, no iba a correr el riesgo. Aunque no lo matara de verdad, encontraría algún modo espectacular aunque invisible de hacerle daño, de eso estaba seguro. Además, algunas veces los pedropellizcos no eran pellizcos de verdad, sino que se parecían más bien al modo en que Patty acariciaba a veces a su pequeño caniche cruzado, Brandy; Clive sabía que lo hacía porque el perro había sido malo, pero tenía un secreto que no tenía ninguna intención de contarle; la verdad era que esos otros pedrope llizcos, los que recordaban las caricias, le daban una sensación bastante agradable.

Cuando el abuelo abrió la boca, Clive creyó que iba a decir: «Ya es hora de volver a casa, Clivey», pero en lugar de eso dijo:

—Te voy a contar algo, si es que quieres oírlo. No tardaré mucho. ¿Quieres oírlo, Clivey?

—¡Sí, señor!
—Tienes muchas ganas de que te lo cuente, ¿verdad? —inquirió el abuelo con voz abstraída.

—Sí, señor.
—A veces creo que tendría que raptarte para que te quedaras conmigo para siempre. A veces pienso que si te tuviera a mano viviría para siempre, por jorobado que tenga el corazón.

Se sacó el pitillo de la boca, lo arrojó al suelo y lo aplastó hasta la muerte con una de sus botas de trabajo, moviendo el talón y a continuación cubriendo la colilla para asegurarse. Cuando alzó la mirada para volver a mirar a Clive, los ojos le relucían.

—Dejé de dar consejos hace mucho tiempo —empezó—. Treinta años o más, creo. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que solo los estúpidos dan consejos y solo los estúpidos los aceptan. Pero la formación... Eso ya es otra cosa. Un hombre inteligente dará formación de vez en cuando, y un hombre inteligente... o un niño inteligente... recibirá formación de vez en cuando.

Clive no dijo nada, sino que se limitó a mirar a su abuelo con gran concentración.

—Hay tres tipos de tiempo —explicó el abuelo—, y aunque los tres son reales, solo uno de ellos es realmente real. Hay que conocerlos todos y poder distinguirlos en cualquier momento. ¿Lo entiendes?

 —No, señor.

El abuelo asintió con un gesto.
—Si hubieras dicho «Sí, señor» te habría dado unos azotes y te habría llevado de vuelta a la granja.

Clive bajó la mirada hacia los aplastados restos del cigarrillo del abuelo, ruborizado de orgullo.

—Cuando uno es un crío, como tú, el tiempo es largo. Por ejemplo, cuando llega mayo te parece que la escuela no terminará nunca, que mediados de junio no llegará nunca, ¿verdad?

Clive pensó en los últimos días de escuela, soñolientos y con olor a tiza, y asintió con la cabeza.

—Y cuando por fin llega mediados de junio y la maestra te da el boletín de notas y te deja ir, te parece que la escuela nunca volverá a empezar, ¿verdad que sí?

Clive pensó en aquella interminable autopista de días y asintió con tal fuerza que los huesos del cuello chasquearon.

—¡Hombre, pues sí que es verdad! Quiero decir, señor.

Aquellos días. Todos aquellos días que se arrastraban por la planicie de junio y julio, sobre el infinito horizonte de agosto. Tantos días, tantos atardeceres, tantos almuerzos consistentes en bocadillos de mortadela con mostaza y cebolla picada y gigantescos vasos de leche mientras su madre permanecía sentada en silencio en el salón, junto a su vaso de vino sin fondo, mirando los culebrones por la tele. Tantas tardes interminables en las que el sudor manaba de las raíces del cabello cortado al cepillo y luego rodaba por las mejillas, tardes en las que el momento en que te dabas cuenta de que el muñón de tu sombra se había convertido en un niño siempre te pillaba por sorpresa, tantos anocheceres infinitos en los que el sudor se enfriaba hasta quedar reducido a un olor parecido al de loción de afeitado mientras jugabas a pilla pilla o a policías y ladrones; el  sonido de las cadenas de las bicicletas, los dientes bien engrasados encajando en las ranuras, olor a madreselva, el asfalto al enfriarse, hojas verdes y césped recién cortado, el sonido de los cromos de béisbol al chocar contra el sendero delantero de la casa de algún chico, intercambios solemnes y prodigiosos que alteraban los rostros de ambas ligas, conferencias que se arrastraban por las oblicuas sombras de la tarde hasta que el grito de «¡Cliiiiiiive! ¡A cenaaaaar!» ponía fin a las conversaciones; y aquella llamada siempre era tan previsible y al tiempo tan sorprendente como aquel muñón de sombra que hacia las tres se había transformado en la silueta negra d

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