Alma negra (Inspectora Ane Cestero 4)

Ibon Martín

Fragmento

cap-1

1

Jueves, 17 de febrero de 2022

—Hola, Begoña. Soy Julia, tu hija. He tardado mucho en conocerte, pero yo tampoco imagino un futuro sin ti.

Julia repite las palabras en voz baja. Necesita escucharlas una vez más. La sensación de irrealidad es tan intensa que las pronuncia cada poco tiempo, casi como un conjuro que le dé fuerzas para enfrentarse al miedo que siente en este momento.

No es fácil llamar a la puerta de una madre a la que no conoces, de cuyos brazos te arrancaron a los pocos días de nacer.

Hace tres años, tres meses y dieciocho días que lo supo.

En plena investigación tras las huellas de uno de los asesinos más escurridizos a los que se ha enfrentado nunca, se dio de bruces con sus apellidos en el listado de la infamia. Aquel en el que las monjas que decidían sobre las vidas de bebés recién nacidos y las de sus jóvenes madres registraban sus transacciones.

Así lo descubrió.

Niña robada. Niña vendida.

El caso más complicado de su carrera, el día más difícil de su vida.

Hasta hoy.

Después de tirar de hilos tan enmarañados que ha llegado a temer que jamás lograría desenredar, aquí está por fin. Apenas unos centímetros la separan del abrazo que se congeló cuando le arrebataron a su madre: la distancia que tiene que recorrer su mano temblorosa hasta el timbre de esa puerta que, una vez abierta, reconstruirá el hilo de su vida.

Se trata de una casa humilde, varada a orillas de una ría que un desarrollo urbano precipitado condenó a discurrir entre anodinas paredes de hormigón. El olor a salitre que Julia esperaba encontrar se diluye entre los lodos frescos de la bajamar. Las olas no rompen lejos, apenas tres kilómetros más allá, en la playa de La Arena, pero el mar ni se intuye. Los depósitos de combustible y las chimeneas de la refinería cercana lo ocultan por completo.

Julia respira hondo. No recuerda haber estado jamás tan nerviosa, y no es para menos.

Ha escenificado el reencuentro tantas veces en su mente que no sabe cuál de las versiones prefiere: ¿la que le muestra a su madre quedándose con la boca abierta antes de acariciar su rostro con tierna incredulidad? Sí, esa le encantaría. En realidad, le sirve cualquiera que no termine en rechazo o negación. Julia no quiere ni plantearse que Begoña pueda haberla olvidado.

Por supuesto que no. Qué tontería. Sabe que la mujer que la espera tras esa puerta intentó recuperarla. Sabe que interpuso una denuncia ante estamentos eclesiásticos para que le devolvieran a su recién nacida… Sí, sabe todo eso. Como también sabe que han pasado más de cuarenta años y puede que la dureza de la vida haya oscurecido a la joven luminosa que un día fue.

Basta. Una madre jamás olvidaría a su bebé.

La mano se detiene antes de pulsar el timbre. La puerta se encuentra abierta, entornada.

—¿Hola? ¿Begoña? —saluda asomándose al interior—. Soy Julia, tu…

La ertzaina se muerde la lengua para no continuar. Mejor decírselo cuando ambas estén por fin cara a cara.

La única respuesta que recibe es el canto de un pájaro desde algún lugar de la casa.

—¿Hay alguien? —insiste mientras avanza tímidamente por el pasillo. Quizá debiera esperar en la entrada. Su madre habrá salido un momento y estará a punto de regresar. No habrá ido muy lejos si ha dejado la puerta abierta.

Un sonido llama su atención hacia una de las estancias que se abren al corredor.

Es solo el canario, de un color amarillo chillón. Se mece en el columpio que cuelga en el centro de su jaula. Clic-clac, clic-clac, clic…

Nada más. El resto es solo silencio.

—¿Hola? —prueba de nuevo alzando la voz—. ¿Begoña? ¿Estás ahí?

Julia duda si regresar a la puerta o continuar hacia el interior.

Son sus piernas quienes deciden por ella. No están dispuestas a seguir dilatando la espera, se mueren por salir a celebrar ese reencuentro con el que lleva tanto tiempo soñando.

Clic-clac, clic-clac…

Las palabras tantas veces ensayadas adquieren velocidad en su cabeza, martillean en su interior al ritmo que marca el columpio del pájaro, mientras sus pasos atraviesan el pasillo que conduce hasta el salón.

El sofá, una librería, un televisor apagado…

El jarrón que preside la mesa del comedor muestra un ramo de tulipanes. Son rojos, de una intensidad tal que tira como un imán de la atención de Julia.

Clic-clac, clic…

El pájaro cada vez se balancea más deprisa. Y, de pronto, rompe a cantar de nuevo.

Su melodía optimista lo envuelve todo y brinda un extraño contrapunto a la imagen que toma forma en una esquina.

Julia observa esos pies, esas piernas… Le cuesta comprender.

La escena que se despliega ante sus ojos se halla muy lejos de todos los posibles reencuentros que su mente había imaginado.

2

Jueves, 17 de febrero de 2022

Tan pronto como Julia parpadea para desterrar las lágrimas que nublan su mirada, brotan otras nuevas que desfiguran la escena. El abrazo con el que ha soñado durante tanto tiempo acaba de convertirse en la mayor de las pesadillas.

Porque el cabo marinero del que pende el cuerpo y el tono amoratado de su rostro no dejan ni un resquicio a las dudas: su madre está muerta.

Sobre la mesa, una sencilla nota de despedida, sin apenas espacio para los sentimientos, no aclara los motivos de su decisión.

Julia se traga una por una las palabras que traía preparadas. Escuecen al bajar por su garganta.

Hace tres años, tres meses y quince días que su vida sufrió un cataclismo que hoy se replica con toda su intensidad.

En cuanto supo que era una niña robada comenzó una búsqueda que tardó en arribar a puerto. Toda huella de su madre se perdía tras dar a luz. Begoña jamás regresó a casa y nunca más volvió a saberse de ella. Había tirado prácticamente la toalla cuando el caso de los crímenes del Apóstol, en Oñati, le regaló una pista que seguir. Los intentos de su madre biológica por recuperarla dejaron un rastro que le permitió dar con su nuevo domicilio. También con su nueva identidad.

El canario continúa cantando, ajeno a su dolor. Se trata de una melodía hermosa, un canto a la vida que realza la soledad de la muerte y desgarra por completo el alma de Julia.

La imagen se vuelve borrosa una vez más. Las lágrimas corren por las mejillas de la ertzaina. No entiende nada. Todo esto no puede estar sucediendo. En cualquier momento se despertará y comprenderá aliviada que no ha sido más que la última trampa de su imaginación antes del feliz reencuentro.

Hace apenas unos minutos observaba esa casa de porte sencillo con tantos nervios como esperanza. La vida, sin embargo, se ha derrumbado. El leve olor a salitre que la ha recibido se ha diluido por completo. Los lodos del cauce del Barbadún y sus aromas ásperos son ya los únicos protagonistas del día. Se cuelan por alguna ventana abierta para acrecentar la congoja que oprime el pecho de Julia.

Sus manos marcan en el móvil el número de Emergencias. Sin embargo, el dedo que debe pulsar la tecla de llamada remolonea sin decidirse a hacerlo.

Sabe que lo que sucedería a continuación no sería agradable.

Varios agentes comenzarían a danzar a su alrededor. Le harían preguntas que difícilmente podría responder. ¿Qué hacía ella en una vivienda que no es la suya y a cincuenta kilómetros de su domicilio? ¿Por qué accedió a ese piso si ni siquiera conocía a la víctima?

Tendría que explicar que esa mujer que cuelga de una soga es su madre biológica. A su confesión seguirían pruebas, tomas de declaración y preguntas, muchas preguntas.

Siente que no es más que una extraña y que no podría responderlas.

Odia ser consciente de ello, pero ha regresado tarde a la vida de su madre.

Julia parpadea de nuevo para asegurarse por última vez de que esas piernas que cuelgan junto a ella no son un mal sueño.

No. No lo son. La imagen que conservará para siempre de su madre es tan dura como real.

Cuando se pone en pie y se dirige a la puerta el pájaro ha cesado su canto. Parece haber comprendido que no es su momento. Julia sabe que tampoco es el suyo. Solo le queda abandonar ese hogar y la esperanza que dirigió sus pasos hasta allí.

3

Jueves, 17 de febrero de 2022

Madrazo prueba con el timbre por tercera vez.

Nada.

La única que dice algo es la campana de la iglesia de Santa María. Tres toques. Tres cuartos. El oficial ni siquiera se detiene a pensar de qué hora. Qué más da que sean las seis o las siete. Lo importante es que lleva toda la tarde tratando de localizar a Julia y no hay manera de dar con ella.

Creía que la encontraría en casa, y más cuando ha comprobado que no hay olas rompiendo contra los arenales de Laida. En tardes así, de mar en calma como un plato de sopa, los surfistas habituales, como su compañera o como él mismo, no pierden el tiempo aguardando olas que no llegarán. Los pocos que se meten al Cantábrico son aquellos venidos de fuera, a quienes su plan de viaje no permite posponer su cita con el mar.

Julia tiene suerte de vivir en Mundaka. Solo necesita salir de casa con la tabla bajo el brazo para lanzarse a coger la mejor ola izquierda de Europa.

Madrazo tampoco es de los que pueden quejarse. Él también se mudó a Hendaia, uno de los mejores spots de la costa vasca, y en cuanto cruza la calle puede subirse a la tabla de surf.

El oficial está a punto de irse cuando una tos llama su atención y le invita a rodear la casa. El edificio de dos alturas carece de encanto. Solo la vecindad de la iglesia, colgada sobre un pequeño puerto que algún día fue más pesquero que deportivo, le otorga cierta gracia. Sin embargo, la parte trasera alberga un tesoro: la joya de la corona es una escalera desnuda de ornamento que desciende directamente al mar desde el salón del piso inferior.

Y es allí donde acaba de oír a alguien.

—¡Julia! —llama desde el acantilado.

Ella no contesta. Está sentada en el último escalón, con la mirada clavada en el mar.

Madrazo agita los brazos para hacerse notar.

Tras varios intentos, la agente alza la mirada y esboza una fugaz sonrisa al reconocerlo. Después se retira los auriculares.

—¿Qué haces ahí arriba? —saluda mientras se pone en pie para subir al salón.

Apenas unos segundos después la puerta está abierta y la ertzaina, que viste una sudadera verde de la Federación Vasca de Surf y unas mallas deportivas, se hace a un lado para invitar a su superior a entrar.

—Está todo un poco revuelto, no esperaba visita.

Cuando Madrazo se adelanta a darle dos besos repara en los ojos enrojecidos de su compañera.

—Perdona… No pretendía interrumpir nada —se disculpa incómodo.

Sus palabras solo logran que Julia aparte la mirada. Sus hombros, habitualmente rectos, fruto de tantas horas de surf y de nadar en mar abierto, se ven encorvados.

—No te preocupes. Estaba pensando en mis cosas. Pasa, vamos. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias… Solo será un minuto… Puedes imaginar por qué estoy aquí —dice el oficial apoyándose en la mesa.

Ella se detiene en seco. Lo observa con gesto preocupado.

—Puedo intuirlo, sí…

—Exacto, Julia, la Unidad de Homicidios de Impacto vuelve a la acción —anuncia Madrazo.

Los ojos de Julia no son capaces de mantenerle la mirada. Buscan en el suelo algo parecido a una vía de escape. Sus labios tiemblan sin acertar a responder.

—¿Estás bien? —pregunta el oficial cogiéndola suavemente por el brazo.

Su compañera tarda todavía en reaccionar y cuando lo hace su voz llega con poca fuerza.

—¿Qué ha pasado? —balbucea la ertzaina.

—Se ha producido una muerte violenta. Y me temo que va a dar que hablar…

4

Jueves, 17 de febrero de 2022

Los dedos de Aitor pulsan los pistones para robar a la trompeta unas notas que se funden con el cielo pesado de la tarde. Las nubes son grises, bajas y están cargadas de una lluvia que no tiene intención de caer. Abajo, en un mar que se extiende hasta el infinito, cabecean inquietas algunas chipironeras que ponen una nota de color a ese día moribundo. El faro todavía tardará en encenderse, a pesar de que la luz comienza a escasear.

—Vamos, otra vez —se anima Aitor antes de llenar de nuevo los pulmones.

Do-fa-sol-la-fa.

Su profesora dice que Bella ciao es una buena canción para practicar, aunque el ertzaina comienza a desesperarse. El estribillo lo tiene casi controlado. El resto es harina de otro costal.

Do-fa-sol-la-fa… Do-fa-sol-la-fa…

Aitor no se ve vestido de rojo, asaltando la Casa de la Moneda. Le gustaría estar de ese lado, porque le caen mejor, pero su equipo es el otro, el de los policías que intentan abortar el robo del siglo.

Do-fa…

—¡Lo haces genial! —le interrumpe una vocecita que llega desde las escaleras.

Apenas ha terminado de decirlo cuando Sara asoma por el quicio de la puerta. Ya no es ningún bebé.

—¿Me acompañas? —le propone Aitor.

La niña salta a la terraza y se lleva la armónica a los labios. Las notas que dispara casan difícilmente con el solo de trompeta.

Do-fa-sol-la…

Aitor reduce el ritmo para darle tiempo a imitar sus notas.

La bocina de un carguero se suma al intento de melodía. Un toque largo, grave, una despedida, que hace temblar toda la bocana.

—A ver cómo sale… —Sara corre a la barandilla que se asoma al acantilado—. Guau… Es enorme. ¿Qué llevará en su tripa?

—Ten cuidado —le dice Aitor cogiéndola por los hombros. No le gusta la caída que se abre ante ellos. El faro de la Plata, guardián del puerto de Pasaia, está colgado de un abismo de casi doscientos metros de altura. Una atalaya perfecta para otear el horizonte, y al mismo tiempo un precipicio tan limpio de obstáculos como mortal—. Lleva coches, miles de coches.

—¿Miles? Eso son muchos. ¿Y para quién son?

Aitor piensa una respuesta que cierre el círculo. Sabe que esas preguntas acaban formando a menudo un bucle interminable.

—¿Ya habéis terminado el atraco? —bromea una voz que se acerca por las escaleras.

—¡Ama! —exclama Sara corriendo a abrazar a Leire—. ¿Has oído qué bien lo hacemos?

Su madre pone cara de circunstancias y cruza los dedos.

—Sí, lo hacéis de maravilla… A este paso podréis montar una banda de música. Aunque también podría pasar que los barcos se enfadasen porque parece que hemos activado la sirena de niebla.

Aitor sonríe y se encoge de hombros.

Sara tarda unos instantes en decidir si su madre habla en serio.

—¡Qué mala! —protesta cuando comprende que no.

Leire se ríe.

—Venga, continuad ensayando. Yo voy a salir a correr. Es imposible escribir una novela con vosotros aquí —anuncia volviendo a perderse escaleras abajo—. Me llevo a Antonius.

El perro ladra desde algún lugar del faro. Ha oído que toca paseo y no hay mejor noticia en su mundo.

Antonius es el perro de Aitor, un labrador que tuvo la suerte de que Leire entrara en su vida y prohibiera a su dueño seguir llevándolo a esos concursos de belleza canina a los que era tan aficionado. A sus trece años comienza a tener algunos achaques y ya no es el animal juguetón que un día fue, aunque todavía es capaz de aguantar caminatas y carreras.

Aitor llegó a la relación con el perro y Leire lo hizo con Sara. La pequeña apenas tenía unos meses cuando el ertzaina se mudó al faro. Hoy, seis años después, tienen la sensación de haber vivido juntos toda la vida.

—¿Lo intentamos de nuevo? —propone Aitor tamborileando en la trompeta.

—Sí, pero está sonando tu móvil —le advierte Sara.

El ertzaina fuerza el oído. Las olas, que rompen abajo con una cadencia marcial, lo silencian casi todo. Solo los graznidos lejanos de una bandada de gaviotas que persigue a un pesquero en su aproximación a puerto rivalizan con la fuerza del océano. Su primera reacción es negar con la cabeza. Él no oye ningún teléfono. Sin embargo, la niña insiste y corre al interior del faro en busca del aparato.

—Ma-dra-zo —lee Sara antes de entregárselo.

Aitor respira hondo al oír ese nombre.

Cuando el oficial al cargo de la Unidad de Homicidios de Impacto marca su número es porque vienen curvas. Y esta vez no será diferente.

—Hola, Madrazo —saluda Aitor llevándose el móvil a la oreja.

—¡Hombre, Aitor! Por fin. Comenzaba a pensar que también tú me lo pondrías difícil.

—Lo siento. No oía el teléfono. Estaba ensayando.

—¿Sigues con esa trompeta que pescaste en el puerto? ¿Cómo vas? ¿Listo para la sinfónica de Viena?

—Me conformo con la charanga de mi pueblo, pero todo se andará. No me llamas para interesarte por mis avances musicales… ¿Me equivoco?

Madrazo no parece muy dispuesto a responder directamente.

—Nos ponemos en marcha, compañero. Mañana a las ocho en punto paso a recogerte. Tenemos un posible homicidio que va a traer cola. En cuanto la noticia llegue a los medios no nos los quitaremos de encima.

—¿Quién? ¿Dónde? ¿No me adelantas nada? —pregunta el ertzaina dejando la trompeta en el suelo. Si un crimen es siempre una mala noticia, uno de los que investiga la UHI es un verdadero dolor de cabeza. Y un reto, por supuesto, pero eso de tener a los periodistas volando alrededor como mosquitos sedientos de sangre acostumbra a complicar demasiado la investigación.

—Mañana os cuento. Tenemos más de una hora de viaje por delante. Vamos más allá de Bilbao. —Mientras el oficial comienza a despedirse, Sara se adueña de la trompeta y prueba a soplar con todas sus fuerzas—. ¿Qué es eso? ¿Estáis matando un cerdo?

Aitor no sabe si reírse o arrojar el instrumento al mar, del que quizá jamás debió sacarlo.

—Es solo mi trompeta.

—Pues es horrible…

—Exagerado… —reprocha Aitor haciéndole un gesto a Sara para que no toque tan fuerte—. Oye, ¿lo de Cestero pinta tan mal como dice ella o solo pretende seguir de retiro espiritual en Arantzazu?

El suspiro de Madrazo satura el auricular.

—Ha recurrido la suspensión de empleo y sueldo impuesta por Asuntos Internos, pero no creo que volvamos a verla de uniforme.

—¿Y cómo pretenden que la UHI funcione? Es una buena policía —objeta Aitor.

—No es buena, es la mejor. Y eso es precisamente lo que lleva a algunos a mirar con lupa su trabajo. —Madrazo toma aire—. El Departamento de Interior quiere ertzainas que sigan las reglas, no almas libres. Argumentan que su actuación fue muy grave, que nos entrenan para no emplear el arma, no para disparar a un sospechoso.

—A un asesino —matiza Aitor—. Y ahora nos enviarán a alguien de Izaguirre para llenar su hueco, como si con eso nos hicieran un favor.

—No. Me he negado. Nada de paracaidistas en el equipo. Prefiero fracasar y que cierren la UHI. Quizá sea lo mejor. Ane no tiene reemplazo y sin ella esta unidad no tiene sentido.

Aitor comprende que no es momento de echar leña al fuego.

—Lo haremos bien. Por ella. Pero nunca entenderé que nos traten así. Hemos resuelto todos los casos…

—Política, compañero, política. Los de arriba preferirían que los crímenes mediáticos los llevara gente más dócil y permeable a sus intereses. Nosotros no encajamos ahí. Y esta vez tampoco nos lo pondrán fácil. Si fallamos, mejor para ellos. Llevan esperándolo mucho tiempo.

5

Viernes, 18 de febrero de 2022

—¡Es una persona! Por favor, dense prisa…

—Disculpe. No le comprendo. ¿Puede repetir?

—Es una persona. ¡Una mujer! ¿Me oye? ¡Una mujer!

—Mantenga la calma, por favor. Así no puedo entenderle. Comience por el principio. ¿De dónde me llama? ¿Se trata de un accidente?

—La cueva. La Magdalena, en los Montes de Hierro. He llamado ahora mismo para avisar de un animal caído a una sima.

—Un momento… —El sonido de un teclado se cuela de fondo—. Sí, aquí tengo el atestado. Un animal despeñado… Le ha atendido uno de mis compañeros. ¿Qué sucede?

—¡No es una oveja! Se trata de una persona. Está pidiendo ayuda. Tienen que venir cuanto antes.

—Teresa Echegaray, cuarenta y siete años. El apellido os sonará. Su familia posee la mayor naviera del puerto de Bilbao y gestionó las minas de hierro de la Margen Izquierda —aclara Madrazo cuando los altavoces del coche dejan de escupir la llamada a Emergencias—. La grabación es de ayer a mediodía. Los de rescate llegaron tarde. Estaba muerta.

—¿Quién dio el aviso? —pregunta Julia, que ocupa el asiento trasero, cuando consigue reponerse. La grabación la ha llevado de vuelta a casa de su madre. Ella misma podría haber realizado una llamada similar para dar alerta del hallazgo del cadáver, pero no tuvo fuerzas para enfrentarse a la situación. Se limitó a dejar la puerta abierta de par en par antes de marcharse de allí. Si Begoña ya no pende de una soga es porque una vecina llamó al 112.

—Fueron unos ciclistas —indica el oficial mientras los baches de la pista forestal juegan con su flequillo ajado por el sol y el salitre. Tal vez tenga cuarenta y cuatro años, uno más que Julia y uno menos que Aitor, pero su pasión por el surf lo mantiene en forma como a un muchacho de veintitantos—. En una primera llamada hablaron de un animal caído a una sima, alguna oveja desorientada y despeñada. De hecho, en un primer momento la alerta que se activa en la central de Emergencias es por rescate de ganado.

—¿Ralentizó eso la puesta en marcha de la unidad de salvamento? —pregunta Aitor.

—No. Acudieron de inmediato. Y más cuando la segunda llamada aclaró que se trataba de una persona malherida.

—¿Quién realizó la segunda?

—Los propios ciclistas, solo seis minutos después. Es la grabación que acabáis de escuchar. Al acercarse a la sima comprobaron que lo que oían era una persona agonizando —explica el oficial.

—Y habrá indicios que apunten al homicidio —aventura Aitor—. De lo contrario no estaríamos aquí.

Julia comprende a lo que se refiere. La Unidad de Homicidios de Impacto fue creada para investigar casos con una repercusión social o mediática importante. Como tal, solo se activa cuando se produce un crimen que cumple ciertas características. El resto del tiempo sus integrantes permanecen en sus puestos de las respectivas comisarías a las que pertenecen. Ella, a Gernika. Aitor y Madrazo, a Oiartzun.

—Exacto. Alguien arrojó a Teresa a esa sima —explica el oficial sin soltar el volante—. ¿Seguro que es por aquí?

Aitor consulta el mapa antes de contestar afirmativamente.

—Solo un par de kilómetros más y veremos los restos del barrio minero de El Saúco.

Julia abre su ventanilla y la humedad que flota en el ambiente no tarda en colarse en el interior del vehículo. Huele a los pinos que se han adueñado del paisaje desde que han dejado atrás las casas de La Arboleda, y de eso hace ya unos cuantos kilómetros.

—No sé si alcanzaremos a ver las ruinas —comenta Madrazo disminuyendo la velocidad cuando la niebla, hasta entonces unos finos jirones que flotaban entre las coníferas, se vuelve más espesa—. A este paso vamos a tener que avanzar a tientas.

—¡Cuidado! —Aitor señala algo a través del parabrisas. El oficial pisa a fondo el freno—. Uf, casi te la llevas por delante.

Se trata de una valla para que no se escape el ganado. Es solo la primera. Más adelante tendrán que abrir otras dos barreras. También les toca esquivar algunos caballos que pastan a orillas de la pista de gravilla.

—Ganadería y explotación maderera… Está claro hacia qué reorientaron su vida los mineros cuando dejaron de sacar hierro —comenta Aitor mientras regresa a su mapa. Han llegado a un punto donde los árboles se abren para formar un gran claro—. Las construcciones mineras no pueden estar lejos.

—Ahí. A la derecha. —Esta vez es Julia quien habla.

No hay mucho a la vista. Al menos en pie. Pero el esqueleto de una construcción de gran porte es más que evidente. Los dedos inquietos de la niebla se cuelan por las ventanas del viejo edificio, acarician cada rincón de las ruinas y abrazan el cielo lechoso a través de un tejado inexistente. Dos pisos de ladrillo y piedra, dos pisos de recuerdos condenados a disiparse cuando la última generación de mineros se extinga para siempre.

—Eran las oficinas desde las que se gobernaban las minas. También el economato —apunta Aitor mientras salen del coche.

—¿Y esa de ahí es la cueva donde murió Teresa? —Julia se refiere a una bocamina que se abre tras las ruinas.

—No. Tenemos que andar un poco. A partir de aquí el camino no es transitable —indica su compañero.

Julia recorre el espacio con la mirada. No se le ocurre un lugar más inhóspito. Viejas infraestructuras mineras venidas a menos se suceden entre desmontes, galerías subterráneas y grietas abiertas a pico para extraer el hierro que alimentó durante siglos la industria de la zona. Más allá solo están los pinos, una mancha oscura que lo rodea todo, igual que un monstruoso ejército dispuesto a colonizar al menor despiste la vaguada donde duermen los restos industriales.

—A mí tampoco me gusta este lugar —reconoce Madrazo adivinando sus pensamientos—. Pero no vamos a quedarnos a vivir. A lo sumo serán un par de horas.

—Es un sitio fascinante —discrepa Aitor mientras les indica el sendero que deben seguir—. Si cerráis los ojos podréis escuchar los picos de los mineros.

—¿Qué picos? —se burla el oficial—. Yo no oigo nada. Y menos mal, porque aquí iban a dinamita pura. No seas tan romántico. Dinamita y bulldozers.

La boca de la caverna aparece tras unos minutos, un enorme espacio vacío en el que busca cobijo una pequeña ermita encomendada a la santa que le brinda su nombre.

—Treinta metros de ancho por quince de alto —comenta Aitor. Él es el experto en documentación de la UHI y durante el trayecto en coche ha hecho los deberes—. Dentro es un laberinto. Los mineros aprovecharon la abertura natural a modo de bocamina. Si entramos nos encontraremos kilómetros de galerías que recorren el monte en busca de hierro.

—¿Y es necesario que lo hagamos? —pregunta Julia. No tiene ninguna gana de adentrarse en un incierto mundo subterráneo.

—No, la sima está en el exterior. Según el mapa es allí arriba —señala Aitor con el móvil en la mano—. Hay que subir por esa senda.

—¿Qué hacía aquí la víctima? —plantea Julia.

—Había convocado una rueda de prensa.

La ertzaina mira alrededor con gesto incrédulo.

—¿Aquí?

—Le pareció buena idea atender a los periodistas en el lugar donde su empresa pretende reabrir una mina cerrada años atrás. Los Echegaray explotaron el hierro de la zona desde los años ochenta del siglo pasado hasta que la escasa rentabilidad los empujó a cerrar la mina doce años después. Y ahora quieren retomar la actividad —resume Madrazo avanzando a través de un mundo de roca caliza que contagia frío—. Mirad, ahí está la sima.

Un viejo espino negro, al que los años han condenado a vivir solo y encorvado, se asoma a la grieta. Desde la distancia se diría un vigía del abismo que se abre bajo sus raíces y que se dibuja con fuerza en cuanto los miembros de la UHI alcanzan la zona.

—Impresionante… —comenta Aitor acercándose a mirar. A pesar de que ha cumplido ya los cuarenta y cuatro años, su rostro continúa teniendo un aire juvenil, casi infantil. Su cabello no ofrece nota discordante alguna. Es de un color castaño claro, corto pero sin entradas, y enmarca sus facciones con suavidad.

La sencilla valla de alambre que pretende proteger de la caída a excursionistas y ganado se ve rota por varios lugares. La cinta de plástico con la que los ertzainas de rescate trataron de blindar su perímetro también está pisoteada. Un clásico en las escenas del crimen en cuanto la policía se repliega. Los curiosos y los cazadores del morbo no perdonan. ¿Cuántos se habrán acercado ya a fotografiarse en el lugar donde fue asesinada la heredera de una de las familias más poderosas de la zona? Porque alguien se ha ocupado ya de filtrar a la prensa que no se trató de un accidente.

Julia observa la sima y traga saliva. Sabe que un solo paso la conduciría a una muerte segura. Un simple salto, una patada a la banqueta, como la que dio su madre cuando decidió colgarse de la soga, y estaría muerta.

Solo un salto y todo acabaría también para ella.

—¿Por qué descartamos que Teresa sufriera un accidente? —plantea Aitor mientras da un paso atrás. Ya no se ruboriza cada vez que da su opinión, como durante los primeros casos de la UHI—. Al llegar he notado que la niebla era muy densa, ¿y si ayer lo era más aún?

Madrazo niega con la cabeza.

—Tal vez no fuera un día soleado, pero no hubo fenómenos atmosféricos que complicaran la visibilidad. Estaba nublado y punto, vaya. Un día ideal para andar por el monte. Hasta la tarde no llovió. No fue una caída fortuita causada por un despiste… Eso no descartaría otras opciones, como el suicidio. —Las palabras del oficial hacen recular a Julia. La imagen de su madre ahorcada cobra tanta fuerza que le cuesta respirar. Necesita alejarse de ese lugar. Ajeno a su reacción, Madrazo les muestra su móvil—. Sin embargo, como ya sabéis, contamos con indicios que sugieren que estamos ante un homicidio.

Julia se asoma a la foto que les enseña. El brillo dorado de una pulsera muy fina destaca sobre el color oscuro de la tierra.

—Apareció aquí mismo —explica el oficial observando el suelo—. Rota en el tercer eslabón y pisoteada.

—¿Hemos comprobado si realmente pertenece a Teresa?

Madrazo asiente.

—Herencia de su abuela materna. Por eso las iniciales grabadas no se corresponden con las de la víctima. Una a y una e—. El oficial consulta sus apuntes—. Anabel Etxebarria. La familia de la víctima ha reconocido la joya.

—Aquí arriba se produjo un forcejeo —comprende Julia.

—Y eso no es todo… La lluvia que cayó ayer se ha ocupado de borrar las huellas, pero los de la Científica hicieron un buen trabajo antes de que eso sucediera. —Madrazo pasa a la siguiente instantánea, que muestra el borde de la sima con una serie de trazos sobreimpresionados—. Teresa no estaba sola en el momento de la caída. Si os fijáis, tenemos dos patrones de huellas. En blanco han marcado las de ella. Son desordenadas, como si bailara. La fuerza que imprime a sus pisadas es irregular.

—Porque se defendía de un agresor —deduce Aitor.

—Y en rojo, las huellas de quien la empujó a la sima —señala el oficial sin detenerse a confirmar la observación de su compañero—. Sabemos que estuvieron juntos porque en algunos puntos las pisadas del agresor se superponen a las de la víctima y viceversa.

—Fue un asesinato —sentencia Julia—. La arrojaron a la sima a sangre fría, probablemente con la intención de que nunca se hallara el cadáver.

—Exacto. De no haber sido porque no murió en el acto hoy solo estaríamos buscando a una mujer desaparecida. Habrían podido pasar años antes de que a alguien se le hubiera ocurrido buscar en esta sima apartada.

—¿Qué nos cuentan las pisadas? —pregunta Aitor agachándose a observar el suelo de cerca.

Madrazo les muestra un primer plano del terreno con una serie de anotaciones.

—Las huellas del atacante se corresponden con una talla entre la treinta y nueve y la cuarenta y dos. Lamento la falta de exactitud, pero el propio forcejeo dificulta que podamos ser más concretos. Calzado estándar, de calle. Lo que sí parecen contar las pisadas es que el agresor pesaba más que la víctima.

—¿De qué peso estamos hablando?

—Por desgracia no es un dato que permita acotar realmente nuestra búsqueda —reconoce el oficial, consultando una vez más sus notas—. Teresa pesaba cincuenta y dos kilos en el momento de su muerte. Cualquiera pesaría más que ella. Me temo que ni la talla del pie ni el peso nos van a resultar de gran ayuda.

Julia se gira hacia el tramo rocoso que han tenido que salvar para llegar hasta la sima.

—¿Y qué hacía aquí arriba? No es precisamente el lugar más accesible de la zona. Supongo que la rueda de prensa la daría abajo, junto a la ermita… ¿Qué horarios manejamos?

—El acto con los periodistas terminó poco después de las doce y media del mediodía y la llamada a Emergencias se produjo a la una y veintitrés minutos —resume el oficial.

—En esos cincuenta minutos sucedió todo —resume Aitor.

—Habrá que interrogar a los periodistas que acudieron esa mañana a la cueva de la Magdalena —plantea Julia—. Ellos son los últimos que la vieron con vida.

Madrazo se muestra de acuerdo.

—Lo haremos. Pero antes hablaremos con la familia. Si no sabemos quién era Teresa será difícil que podamos averiguar quién y por qué la empujó a la muerte. Tenemos que conocerla mejor. Aitor, tú vendrás conmigo a Neguri. Veremos qué cuentan los Echegaray. Julia, a ti te dejamos al marido. Os veréis en el puerto de Santurtzi. Agradecerás la presencia del mar. —El oficial consulta su reloj de pulsera—. Vamos, no tenemos mucho tiempo. Después tendremos que regresar al escenario. El cura de La Arboleda ha convocado una novena de misas de desagravio.

—¿Aquí? —pregunta Aitor.

—Eso parece. Puede ser una buena oportunidad para tomarle el pulso a la zona —apunta Madrazo—. ¿Cómo lo veis? ¿Vamos allá? ¿Estáis listos para comenzar?

6

Viernes, 18 de febrero de 2022

Al principio es apenas una mancha de color en un mar que esa mañana ha decidido vestirse de gris. No llueve, pero las nubes están tan bajas que obligan a humillar la cabeza a los pocos que se encuentran en los muelles del puerto de Santurtzi. Conforme va acercándose, el barco va tomando forma. Es menor de lo que Julia esperaba, un pesquero solo apto para faenar a escasa distancia del litoral, aunque cuenta con una cabina para guarecerse en caso de mal tiempo.

Cuando el runrún del motor se cuela entre los diques que protegen la dársena, la ertzaina distingue por fin las siluetas de sus tripulantes. Son tres: dos niños y un adulto.

Julia aprieta los labios. Esperaba ver solo al marido de la víctima. No contaba con enfrentarse a la tristeza de unos pequeños que no volverán a ver a su madre. Por mucho que la UHI lleve a prisión a quien se la arrebató, jamás podrá devolvérsela. Es la parte que odia de la labor policial, que de algún modo nunca está completa porque el daño infligido no puede restituirse. No hay pena de prisión ni indemnización que pueda retornar a una familia rota a su ser querido.

Alejandro Usategui, el viudo de Teresa, amarra el Mistral al muelle mientras se deja ayudar por los niños.

—Seréis grandes marineros —les felicita el pescador saltando a tierra.

—¡Yo no quiero ser marinero! —protesta el chico.

—Oh, pues yo sí. La mejor marinera. ¡Como él! —exclama su hermana abrazándose con fuerza a la cintura de su padre.

Julia no se siente cómoda rompiendo el momento, pero tiene que hacerlo.

—Hola. Alejandro, ¿verdad? —pregunta acercándose. Los cincuenta y seis años del pescador, nueve más que Teresa, no parecen mal llevados. Su aspecto es atlético y las horas de mar se traducen en un tono de piel que muchos quisieran para sí. Sin embargo, los signos de la edad se manifiestan en algunas leves arrugas que comienzan a adueñarse de un rostro que, pese a lo sucedido, transmite cierta serenidad. También en esa barba corta donde gobiernan las canas.

El hombre asiente mientras le estrecha la mano. Imprime la intensidad justa en el saludo, sin alardes de firmeza ni pretender marcar territorio. Después se gira hacia los niños y los presenta. Son Itsasne y Aitzol.

Julia observa que apenas son capaces de mantenerle la mirada. Su tristeza es evidente.

—¿Quién es, aita? —pregunta Itsasne tirando de la camiseta de su padre.

La policía apoya una mano en el hombro de la pequeña y se agacha para ponerse a su altura.

—Soy Julia, ertzaina y voy a encontrar a quien le hizo daño a tu madre.

—¿Ya sabes quién ha sido? —pregunta su hermano.

—Todavía no, pero os prometo que lo detendremos.

—¿Y qué le vais a hacer cuando lo cojáis? ¿Lo mataréis también? —pregunta Itsasne.

Alejandro revuelve el pelo de su hija con cariño.

—No hay que matar a nadie. Lo que harán es meterlo en la cárcel y dejarlo allí mucho tiempo para que no haga daño a nadie más.

—Pues yo creo que tendrían que matarlo. Es lo que hizo él, ¿no? —apunta Aitzol cogiendo un salabre y dirigiéndose a unas escaleras que descienden hacia el agua.

Julia abre la boca para corregirle, pero no logra ordenar las palabras. ¿Qué puede decirle a un niño que vio salir a su madre para ir a trabajar y nunca más la verá regresar?

Su hermana se coge de la mano de la ertzaina y tira de ella para llamar su atención.

—¿Por qué le hizo daño? Ella era buena. ¡La mejor ama del mundo!

Alejandro abraza a su hija. La niña rompe a llorar, empapa el hombro de su padre y se ahoga en un mar de hipidos y sollozos. Julia da un paso atrás, se gira hacia otro lado para brindarles intimidad y para ocultar su propia mirada nublada por las lágrimas. Ella también necesitaría un hombro protector donde ahogar su pena. En su caso nunca podrá saber si su madre era también la mejor del mundo.

—¡Tengo una quisquilla! —Es Aitzol. Llega a la carrera con su presa entre las manos.

Su padre observa el crustáceo.

—Guau… Es enorme. ¡Parece una langosta! Libérala antes de que muera, anda.

—¿Me dejas soltarla? —le pide su hermana secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Vale, pero ten cuidado, hace cosquillas.

Mientras los dos niños dejan marchar al animal y tratan de cazar algún otro, Alejandro se vuelve hacia Julia.

—Es tan difícil —masculla acercándose a ella—. Los he sacado a pescar para que no estén en casa llorando, pero ya ves. Están rotos. Y Aitzol se hace el fuerte, pero es el que peor lo va a pasar. Estaba muy unido a Teresa.

Julia le ofrece unas palabras de consuelo. Comprende que es un momento difícil también para él. Sin embargo, no puede bajar la guardia. Alejandro es una pieza más en una investigación donde no pueden descartar ninguna hipótesis. En demasiadas ocasiones el entorno familiar de las víctimas acostumbra a esconder a sus verdugos.

—Teresa era una madre maravillosa. Me va a resultar difícil estar a la altura, pero no voy a tirar la toalla. Itsasne y Aitzol merecen crecer como lo hubieran hecho si no nos la hubieran robado. Me toca ser Alejandro y Teresa al mismo tiempo.

—Te agradecería que me hablaras de ella. ¿Cómo era tu mujer? —plantea Julia decidiendo ir directamente al grano. Los pequeños cazadores no parecen dispuestos a darles una tregua larga. Además, Madrazo le ha pedido que en cuanto termine con el pescador regrese a los Montes de Hierro. Quiere a toda la UHI en la zona antes de que comience la misa.

Alejandro permanece en silencio unos instantes, la vista fija en el agua que los diques amansan, la mente rebuscando en sus recuerdos.

—Teresa era la persona más bonita del mundo. Tenía un corazón inmenso. Itsasne acaba de decir que era la mejor madre. Y no exagera. Era la mejor madre, la mejor pareja, la mejor amiga… Era alguien especial. Siempre con una sonrisa en los labios. Siempre. Su vida habría sido muy fácil si se hubiera limitado a obedecer los dictados de su familia y de su clase social. Ella, en cambio, no renunció a pensar por sí misma y elegir su propio camino. ¿A cuánta gente conoces dispuesta a sacrificarlo todo por hacer aquello en lo que cree?

El pescador aguarda una respuesta de Julia, pero ella permanece en silencio. Ahora que la información comienza por fin a fluir no quiere interrumpirla.

—Teresa era la hija perfecta. Estudió Derecho y Economía en la Universidad de Deusto. Pero, cuando terminó el máster, no quiso entrar a trabajar en el negocio familiar, como hizo su hermano. Deseaba acumular experiencias, aprender lo que era la vida fuera de su burbuja. Menudas ampollas debió de levantar aquello en el clan Echegaray… —Alejandro abre las manos para escenificar una explosión—. Viajó por medio mundo hasta que recaló en la India. Pasó seis años en Anantapur, lejos de cualquier confort, entre enfermedades y miseria… Hace unos meses viajamos allí. Tendrías que haber visto cómo la recibieron. La adoraban, porque a pesar del tiempo transcurrido, nadie la había olvidado. Las niñas de aquel entonces eran ya mujeres y lloraban de emoción al presentarle a sus propios hijos. Se me pone la piel de gallina al recordarlo…

—¡Aita! ¡Tenemos un cangrejo! —exclaman de repente unas voces infantiles. Itsasne y Aitzol corren hacia su padre, que le hace un gesto a Julia para que le disculpe.

—A ver… Ay, pobre. Es muy pequeño. Llevadlo a su casa, venga. Su familia estará preocupada. —Los niños regresan a la escalera que han convertido en su coto de caza—. Y ahora a ver si cazáis otro. Con cuidado, claro, no os vaya a enganchar el dedo. —Después baja la voz para dirigirse a Julia—. Perdona, no hay manera de hablar con estos dos terremotos por aquí.

—¿Por qué no se quedó en la India si allí fue tan feliz?

El pescador se encoge de hombros.

—Sé lo que estás pensando. La niña rica se cansó de vivir sin red y dejó de jugar a los voluntarios… Pero no es verdad. —Alejandro observa a sus hijos con una mueca triste—. Teresa nunca rompió su vínculo con aquel lugar y, al regresar aquí, siguió apostando por ayudar a los demás. Nunca he conocido a nadie con tanta empatía como ella. Ni un solo día de su vida dejó de trabajar porque este mundo fuera mejor, menos injusto. —El viudo se cubre la cara con las manos y deja escapar un sollozo—. ¿Quién puede haberle hecho algo así?

—Lo averiguaremos, te lo aseguro. ¿Cómo era la relación de Teresa con su familia? —pregunta Julia. Quiere profundizar en ese desencuentro con sus padres tras despreciar el negocio familiar.

—Durante años fue inexistente o mala. Ahora era diferente —aclara Alejandro—. Nunca les gustó que ella decidiera por sí misma. Conmigo no fue distinto. Teresa no merecía un simple pescador como pareja. Ellos esperaban casarla con algún banquero o un directivo de una gran eléctrica. Las familias como la suya acostumbran a mezclarse entre sí. Ella, sin embargo, siguió a su corazón y les dio otro buen disgusto. No podían aceptarlo. Justificaban su oposición en nuestra diferencia de edad. Ya ves, ni que fuera un drama que yo fuera algunos años mayor que ella, pero resultaba evidente que lo que les molestaba en realidad era que yo perteneciera a un escalón inferior en su mundo marcado por las clases.

—Pero seguisteis juntos —señala Julia. Necesita que continúe.

—Porque fue valiente. Pero créeme, se lo pusieron difícil. —Por primera vez hay un atisbo de rabia en su voz. También en unos ojos que han perdido su serenidad—. Le declararon la guerra con ese estilo propio de su clase: puño de hierro en guante de seda… La relegaron a un puesto de segundona en la naviera que dirigía su hermano para dejar patente quién era el buen hijo. Habían estudiado lo mismo y, aunque ella era brillante, la colocaron bajo su mando para someterla. No estoy llamando machistas a mis suegros, no. Si la apartaron fue por no obedecer. Iñaki, en cambio, se ciñó al guion y lo premiaron por ello. —Los pequeños cazadores estallan en vítores. Han logrado alguna presa—. A la boda de Itziar e Iñaki en San Juan de Gaztelugatxe acudió toda la burguesía de Euskadi. Y todos los compañeros de ese máster tan elitista en el que se conocieron. Mi suegra todavía tiene enmarcado el recorte de las cuatro líneas que publicó el ¡Hola!. Nosotros nos casamos por lo civil, con dos amigos como testigos cuando firmamos ante el juez… Teresa nunca dijo nada y supongo que no lo habría reconocido, pero siempre sospeché que se empeñó en celebrar una ceremonia íntima por miedo a que sus padres no acudieran.

—¡La madre de todos los cangrejos! —exclama Itsasne mientras Aitzol muestra la pieza a su padre—. ¡Lo he cogido yo!

—Yo te he ayudado. Si no lo llego a empujar no entra en tu trampa —añade el niño.

—Guau… Es enorme —comenta su padre guiñándole el ojo a Julia—. Podríamos hacer una paella con él.

Los niños ponen el grito en el cielo. Cómo van a hacerle eso. Tiene que cuidar a sus hijitos.

—Pues soltadlo, venga. —El pescador deja escapar un suspiro—. No es que me importe, pero nunca fui bienvenido en la familia. Mi cuñada, sin embargo, encaja a la perfección en las pretensiones de mi suegra. Es alta, guapa, deportista y, sobre todo, mujer de éxito y portadora de buenos apellidos. A ver cuánto tardan ahora en ponerla al frente de la reapertura de la mina. Por lo que sé, tiene los días contados en el banco.

—Entonces, el hecho de que entregaran a Teresa la dirección de la empresa minera, ¿era una trampa? ¿Un regalo envenenado? —comenta Julia.

—No, en absoluto. —Alejandro se gira hacia sus hijos, que siguen luchando contra monstruos reales e imaginarios—. Los nietos ablandaron su corazón… Los hijos de Itziar e Iñaki llegaron pronto, así que mis suegros apenas pudieron disfrutarlos. Los nuestros, sin embargo, vinieron al mundo cuando los padres de Teresa ya se habían jubilado. Mi suegro los adoraba. Los llevaba siempre aquí y allá. Y mi suegra también. —El pescador asiente convencido—. Sí, fueron sin duda ellos quienes lograron que esos viejos estirados valoraran de otra manera a su propia hija. Y a mí también. Incluso creo que comenzaban a apreciarme. Mi suegro, sobre todo. Le gustaba salir a pescar conmigo de vez en cuando. Ignacio Echegaray no era un mal tipo. Siempre tuve la impresión de que sufría por estar tan lejos de su propia hija. Teresa era la niña de sus ojos y le hubiera gustado estar más presente en su vida. Si no lo hizo fue porque Mari Carmen lo impidió. Ella es rencorosa. Nunca le perdonó que no siguiera la senda que le había dibujado.

—¿Cómo se sintió Teresa cuando le comunicaron la noticia?

—Para ella fue como enterrar al fin el hacha de guerra, como si le entregaran las llaves de la ciudad tras rendir el fuerte. Entendió que era un símbolo de reconciliación y lo aceptó con gratitud. Aunque Teresa tenía las ideas muy claras y nunca se doblegó a los deseos e imposiciones de la familia, sufrió mucho con su rechazo. Así que ahora estaba contenta al ver que los había recuperado. Además, era su oportunidad de demostrar su valía, porque hace falta inteligencia y coraje para dirigir una empresa tan controvertida...

—¿Controvertida? —plantea Julia.

El pescador asiente sin dudarlo.

—Reabrir una mina no es una decisión muy popular. Si te das una vuelta por la zona y preguntas, verás que existe una importante oposición vecinal. Y no solo en los Montes de Hierro, también entre las gentes de mar. —Alejandro señala con el mentón los barcos amarrados a los muelles. A bordo de algunos hay movimiento. Otros simplemente duermen a la espera de volver a zarpar—. Las galerías que los Echegaray pretenden explotar están inundadas. La primera fase del proyecto consiste en bombear el agua al Cantábrico. La van a depurar de tóxicos y metales pesados, pero existe inquietud, no te lo voy a negar. Yo estoy convencido de que ella era la persona idónea para llevarlo a cabo. Por una vez tengo que admitir que mi suegra acertó con la decisión. La integridad y el perfeccionismo de Teresa suponían la mejor garantía.

Julia comprende que ese punto de conflicto ofrece un posible móvil para el crimen. Habrá que indagar en esa oposición a la reapertura.

—¿La viste preocupada los últimos meses? ¿Notaste algo diferente en su comportamiento?

—No, solo nerviosa. No hablábamos mucho del asunto, pero sé que sentía vértigo. No quería fallar.

Julia se da cuenta de lo mucho que le cuesta referirse a esos últimos días y decide que tiene suficiente información. Ha logrado un buen retrato de Teresa Echegaray. Todavía faltan, sin embargo, algunas preguntas. Y no son las más sencillas.

—¿Cómo era vuestra relación?

—Tan fuerte como para superar todos los obstáculos de los que hemos hablado.

—¿Cuándo la viste por última vez?

—Esa mañana yo me levanté a las cinco y media para hacerme a la mar y ella se quedó en la cama. Apenas había logrado dormir por el encuentro con la prensa… Nos dimos un beso, le deseé suerte y me marché. —Alejandro busca en su móvil una conversación de WhatsApp y se la muestra—. Cuando regresé a puerto le pregunté qué tal estaba y ya no me contestó.

Julia consulta la hora del mensaje. Eran las doce y cuatro minutos del mediodía. El color azul indica que fue leído, aunque no contestado. Los siguientes mensajes, siempre de Alejandro hacia ella, ya no los leyó.

—¿Y no volviste a escribir hasta las dos de la tarde? —pregunta sin poder ocultar su extrañeza—. ¿Tampoco llamaste para interesarte por la rueda de prensa?

—No, claro que no. Al no responderme supus

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