Mi pueblo tenía unos seiscientos habitantes (y todavía los tiene, pese a que yo me marché de allí), pero disponíamos de internet como en las grandes ciudades, así que mi padre y yo recibíamos cada vez menos correo postal. Por lo común, el señor Nedeau solo traía el semanario Time, publicidad dirigida al Ocupante o a Nuestros Amables Vecinos, y los recibos mensuales. Sin embargo, a partir de 2004, cuando cumplí nueve años y empecé a trabajar para el señor Harrigan, que vivía calle arriba, contaba con que llegaran anualmente a mi nombre por lo menos cuatro sobres con las señas escritas a mano: una felicitación el día de San Valentín en febrero, una felicitación de cumpleaños en septiembre, una felicitación por Acción de Gracias en noviembre y una felicitación navideña poco antes o poco después de las fiestas. Cada una contenía un billete por valor de un dólar de la lotería del estado de Maine, y la firma era siempre la misma: «Saludos del señor Harrigan». Sencillo y formal.
También la reacción de mi padre era siempre la misma: se reía y alzaba la vista al techo con actitud afable.
—Es un rácano —dijo un día. Puede que por entonces yo ya hubiera cumplido los once, y las felicitaciones llegaban desde hacía un par de años—. Racanea con la paga y racanea con la gratificación… un rasca y gana de la Lucky Devil que compra en Howie’s.
Señalé que, por lo general, uno de los cuatro rascas salía premiado con dos o tres pavos. Cuando eso ocurría, mi padre iba a Howie’s a recoger el dinero, porque en principio los menores no debían jugar a la lotería, por más que los billetes fueran regalados. En una ocasión, cuando, en un golpe de suerte, me tocaron nada menos que cinco dólares, pedí a mi padre que comprara otros cinco rascas de un dólar. Se negó, aduciendo que, si fomentaba mi adicción al juego, mi madre se revolvería en su tumba.
—Bastante mal está ya que lo haga Harrigan —dijo mi padre—. Además, debería pagarte siete dólares la hora. Quizá incluso ocho. Desde luego puede permitírselo. Quizá cinco la hora sea legal, porque eres solo un niño, pero algunos lo considerarían explotación infantil.
—Me gusta trabajar para él —respondí—. Y me cae bien, papá.
—Eso lo entiendo —admitió mi padre—, y tampoco es que por leerle y limpiarle el jardín te conviertas en un Oliver Twist del siglo XXI, pero, aun así, es un rácano. Me sorprende que esté dispuesto a desembolsar el dinero de los sellos para mandar esas felicitaciones cuando entre su buzón y el nuestro no habrá más de quinientos metros.
Nos encontrábamos en el porche delantero de casa, bebiendo Sprite, cuando mantuvimos esa conversación, y mi padre señaló con el pulgar calle arriba (una calle sin asfaltar, como casi todas en Harlow), en dirección a la casa del señor Harrigan. Que de hecho era una mansión, con piscina cubierta, terraza interior, un ascensor de cristal en el que me encantaba subir, y fuera, en la parte de atrás, un invernadero donde antiguamente había una vaquería (antes de mis tiempos, pero mi padre la recordaba bien).
—Ya sabes lo mal que está de la artritis —dije—. Ahora a veces usa dos bastones en lugar de uno. Bajar hasta aquí a pie lo mataría.
—Entonces bien podría darte en mano las malditas felicitaciones —dijo mi padre. En sus palabras no había malevolencia; de hecho, hablaba en broma. El señor Harrigan y él se llevaban bien. Mi padre se llevaba bien con todo el mundo en Harlow. Por eso, supongo, era un buen vendedor—. ¿Qué le cuesta, con todo el tiempo que pasas allí?
—No sería lo mismo —contesté.
—¿No? ¿Por qué no?
Me fue imposible explicarlo. Gracias a tanta lectura, yo poseía un amplio vocabulario, pero tenía poca experiencia de la vida. Solo sabía que me gustaba recibir esas felicitaciones, las esperaba con ilusión, y también los billetes de lotería que siempre rascaba con mi moneda de la suerte, y la firma con aquella anticuada caligrafía: «Saludos del señor Harrigan». Volviendo la vista atrás, me viene a la cabeza la palabra «ceremonial». Era como la costumbre que tenía el señor Harrigan de ponerse una de aquellas raquíticas corbatas negras suyas cuando los dos íbamos en coche al pueblo, aunque él solía quedarse sentado al volante de su sobrio sedán Ford leyendo el Financial Times mientras yo entraba en el supermercado IGA con su lista de la compra. Esa lista contenía siempre picadillo de carne en conserva y una docena de huevos. El señor Harrigan comentaba a veces que un hombre, al llegar a cierta edad, podía vivir perfectamente a base de huevos y picadillo de carne en conserva. Cuando le pregunte qué edad era esa, me respondió: sesenta y ocho.
—Cuando un hombre llega a los sesenta y ocho —dijo—, ya no necesita vitaminas.
—¿De verdad?
—No —contestó—. Lo digo solo para justificar mis malos hábitos alimentarios. ¿Encargaste o no el servicio de radio por satélite para este coche, Craig?
—Sí. —Desde el ordenador de mi padre en casa, porque el señor Harrigan no tenía.
—¿Y dónde está, entonces? Lo único que sintonizo es a ese charlatán de Limbaugh.
Le enseñé cómo acceder a la radio XM. Giró el mando hasta que, después de pasar por algo así como un centenar de emisoras, encontró una especializada en música country. Sonaba «Stand By Your Man».
Esa canción aún me produce escalofríos, y supongo que siempre será así.
Aquel día de mi undécimo año de vida, mientras mi padre y yo bebíamos Sprite y mirábamos hacia la casa grande (que era precisamente como la llamaban los vecinos de Harlow: la Casa Grande, como si fuera la cárcel de Shawshank), dije:
—Recibir cartas es guay.
Mi padre levantó la vista al cielo, gesto habitual en él.
—El correo electrónico es guay. Y los móviles. A mí esas cosas me parecen milagros. Tú eres demasiado joven para entenderlo. Si hubieses crecido sin nada más que una línea compartida con otras cuatro casas, incluida la de la señora Edelson, que nunca callaba, no pensarías lo mismo.
—¿Cuándo podré tener móvil? —Era una pregunta que venía haciendo muy a menudo ese año, y con mayor frecuencia después de que salieran a la venta los primeros iPhone.
—Cuando decida que tienes edad suficiente.
—Como tú digas, papá. —Esa vez fui yo quien alzó la vista al cielo, y él se rio.
A continuación adoptó una expresión seria.
—¿Te haces idea de lo rico que es John Harrigan?
Me encogí de hombros.
—Sé que antes tenía fábricas.
—Tenía mucho más que fábricas. Antes de retirarse, era el mandamás de una empresa que se llamaba Oak Entreprises, propietaria de una compañía naviera, centros comerciales, una cadena de cines, una empresa de telecomunicaciones y no sé cuántas cosas más. En el Parquet, Oak era una de las más grandes.
—¿Qué es el Parquet?
—La Bolsa. El juego de apuestas de los ricos. Cuando Harrigan vendió su parte del negocio, la operación no salió solo en la sección económica del New York Times; salió en primera plana. Ese hombre que va en un Ford de hace seis años, vive al final de una calle sin asfaltar, te paga cinco pavos la hora y te envía un rasca y gana de un dólar cuatro veces al año tiene más de mil millones de dólares. —Mi padre esbozó una sonrisa—. Y mi peor traje, el que tu madre me haría donar a la beneficencia si aún viviera, es mejor que el que se pone él para ir a la iglesia.
Todo eso me resultó interesante, en especial la idea de que el señor Harrigan, que no tenía ordenador portátil, ni siquiera televisor, hubiese sido en otro tiempo dueño de una empresa de telecomunicaciones y de cines. Seguro que nunca iba al cine. Era lo que mi padre llamaba un ludita, término que describía (entre otras cosas) a un hombre a quien le desagradan los aparatos. La radio por satélite era una excepción, porque le gustaba el country y detestaba el sinfín de anuncios de WOXO, que era la única emisora de esa clase de música que sintonizaba la radio de su coche.
—¿Te haces idea de lo que son mil millones, Craig?
—Un número con muchos ceros, ¿no?
—Digamos que nueve ceros.
—¡Hala! —exclamé, pero solo porque me pareció que era lo que procedía.
Entendía cinco pavos, y entendía quinientos, el precio de un escúter de segunda mano a la venta en Deep Cut Road con el que soñaba (vanas ilusiones), y tenía una comprensión teórica de cinco mil, que era más o menos lo que mi padre ganaba al mes como vendedor en Parmeleau Tractors and Heavy Machinery, en Gates Falls. Siempre colgaban la foto de mi padre en la pared como Vendedor del Mes. Él sostenía que eso no era un gran mérito, pero a mí no me engañaba. Cuando conseguía ser el Vendedor del Mes, íbamos a cenar a Marcel’s, el restaurante francés caro de Castle Rock.
—«Hala» es la palabra adecuada —dijo mi padre, y brindó por la casa grande situada en lo alto de la cuesta, con todas aquellas habitaciones que, por lo general, no se utilizaban y el ascensor que el señor Harrigan aborrecía pero tenía que usar a causa de la artritis y la ciática—. «Hala» es la palabra adecuada, vaya si lo es.
Antes de hablarles del gran premio de lotería, y de la muerte del señor Harrigan, y de mis conflictos con Kenny Yanko cuando cursaba primero en el instituto de Gates Falls, debería contarles cómo empecé a trabajar para el señor Harrigan. Fue debido a la iglesia. Mi padre y yo íbamos a la Primera Metodista de Harlow, que era la única Metodista de Harlow. Antes había otra iglesia en el pueblo, a la que iban los baptistas, pero se incendió en 1996.
—Algunos lanzaban cohetes para celebrar la llegada de un bebé —me contó mi padre. Por entonces yo no tendría más de cuatro años, pero me acuerdo, posiblemente porque los cohetes me interesaban—. Qué cohetes ni qué demonios, pensamos tu madre y yo, y cuando naciste, para darte la bienvenida, quemamos una iglesia entera, Craigster, y no veas lo bien que ardió.
—No le digas esas cosas —intervino mi madre—. ¿Y si se lo cree y quema una iglesia cuando tenga su propio hijo?
Bromeaban mucho, y yo me reía incluso cuando no los entendía.
Los tres solíamos ir a pie a la iglesia; la nieve apisonada chirriaba bajo nuestras botas en invierno, y el polvo se levantaba en torno a nuestros zapatos buenos en verano (que mi madre limpiaba con un Kleenex antes de entrar); yo siempre iba cogido de mi padre con la mano izquierda y de mi madre con la derecha.
Era una buena madre. En 2004, cuando empecé a trabajar para el señor Harrigan, aún la echaba mucho de menos, pese a que ya hacía tres años que había muerto. Ahora, dieciséis años más tarde, todavía la echo de menos, aunque su rostro se ha desdibujado en mi memoria y las fotos solo refrescan un poco el recuerdo. Lo que dice la canción sobre los niños huérfanos de madre es cierto: lo pasan mal. Yo quería a mi padre y siempre nos llevamos bien, pero esa misma canción acierta también sobre otro detalle: hay muchas cosas que tu padre no entiende. Como hacer una guirnalda de margaritas y ponértela en la cabeza en el amplio campo de detrás de nuestra casa y decir que hoy no eres solo un niño pequeño, eres el rey Craig. Como sentir satisfacción pero actuar como si no tuviera mayor importancia —sin alardear y tal— cuando empiezas a leer cómics de Superman y Spiderman a los tres años. Como meterse en la cama contigo si te despiertas en plena noche por una pesadilla en la que te persigue el Doctor Octopus. Como abrazarte y decirte que no pasa nada cuando un niño mayor —Kenny Yanko, por ejemplo— te da una paliza de muerte.
Aquel día me habría venido bien uno de esos abrazos. Aquel día un abrazo de madre podría haber cambiado mucho las cosas.
No presumir de ser un lector precoz fue un regalo que me hicieron mis padres, el don de aprender pronto que uno no es mejor que los demás por poseer ciertas aptitudes. Pero se corrió la voz, como siempre ocurre en los pueblos pequeños, y cuando tenía ocho años, el reverendo Mooney me preguntó si me gustaría leer la enseñanza de la Biblia el Domingo de la Familia. Acaso la idea lo atrajo por la novedad misma del hecho; normalmente ese honor correspondía a un alumno del instituto. Ese domingo la lectura era del Evangelio según san Marcos, y después del oficio el reverendo dijo que lo había hecho tan bien que, si quería, podía repetirlo todas las semanas.
—Dice el reverendo que un niño los guiará —expliqué a mi padre—. Lo pone en el Libro de Isaías.
Mi padre dejó escapar un gruñido, como si eso no lo conmoviera demasiado. Luego asintió.
—Bien, siempre y cuando recuerdes que eres el medio, no el mensaje.
—¿Eh?
—La Biblia es la palabra de Dios, no la palabra de Craig; procura que no se te suba a la cabeza.
Le aseguré que eso no ocurriría, y durante los diez años siguientes —hasta que me marché a la universidad, donde aprendí a fumar hierba, beber cerveza y andar detrás de las chicas— leí la enseñanza semanal. Lo hice incluso en los peores momentos. El reverendo me daba la referencia bíblica por adelantado, capítulo y versículo. Después, en la catequesis metodista del jueves por la noche, le llevaba la lista de las palabras que no sabía pronunciar. Como consecuencia, puede que sea la única persona en el estado de Maine capaz no solo de pronunciar Nabucodonosor, sino también de escribirlo correctamente.
Uno de los hombres más ricos de Estados Unidos se instaló en Harlow unos tres años antes de que yo asumiera la tarea dominical de hacer llegar las Sagradas Escrituras a mis mayores. En otras palabras, a principios de siglo, justo después de vender sus empresas y retirarse, e incluso antes de que su gran casa estuviera acabada (la piscina, el ascensor y el camino de acceso pavimentado llegaron más tarde). El señor Harrigan asistía a la iglesia todas las semanas, vestido con su deslustrado traje negro con bolsas en los fondillos, una de esas corbatas negras estrechas pasadas de moda, y el cabello gris y ralo pulcramente peinado. El resto de la semana, ese cabello se erizaba en todas direcciones, como el de Einstein después de pasar un ajetreado día descifrando el cosmos.
Por aquel entonces, utilizaba solo un bastón, en el que se apoyaba cuando nos poníamos en pie para entonar los himnos que supongo que recordaré mientras viva…, y aquel verso de «The Old Rugged Croos» sobre el agua y la sangre que manaban de la herida en el costado de Jesús siempre me pondrá la carne de gallina, igual que el último verso de «Stand By Your Man» cuando Tammy Wynette da el do de pecho. El caso es que el señor Harrigan en realidad no cantaba, y mejor así, porque tenía una voz cascada y chirriante, pero formaba las palabras con la boca. Él y mi padre tenían eso en común.
Un domingo del otoño de 2004 (en nuestra parte del mundo todos los árboles eran una llamarada de color), leí parte del Libro Segundo de Samuel, conforme a mi labor habitual de impartir a los feligreses un mensaje que apenas entendía pero que, como bien sabía, el reverendo Mooney explicaría en la homilía: «Tu gloria, Israel, ha sucumbido en tus montañas. ¡Cómo han caído los héroes! No lo anunciéis en Gat, no lo divulguéis por las calles de Ascalón, que no se regocijen las hijas de los filisteos, no salten de gozo las hijas de los incircuncisos».
Cuando me senté en nuestro banco, mi padre me dio unas palmadas en el hombro y me susurró al oído: «Menudo trabalenguas». Tuve que taparme la boca para ocultar la sonrisa.
Al día siguiente, por la noche, cuando terminábamos de lavar los platos de la cena (mi padre fregaba, yo secaba y guardaba), el Ford del señor Harrigan se detuvo en el camino de acceso. Se oyó el golpeteo de su bastón en los peldaños de nuestro jardín delantero, y mi padre abrió antes de que llamara. El señor Harrigan rehusó pasar a la sala de estar y se sentó a la mesa de la cocina como un vecino cualquiera. Aceptó un Sprite cuando mi padre se lo ofreció, pero rechazó el vaso.
—Lo bebo de la botella, como hacía siempre mi padre —afirmó.
Como hombre de negocios, fue directo al grano. Si mi padre daba su aprobación, dijo el señor Harrigan, desearía contratarme para que le leyera dos o tres horas semanales. Por esa tarea, me pagaría cinco dólares la hora. Podía ofrecer otras tres horas de trabajo, añadió, si me prestaba a cuidar un poco el jardín y ocuparme de algún que otro quehacer, como retirar la nieve de la escalera de entrada en invierno y quitar el polvo donde fuera necesario quitarlo durante todo el año.
Veinticinco, tal vez incluso treinta dólares semanales, la mitad solo por leer, ¡que era algo que yo habría hecho sin cobrar! No me lo creía. De inmediato acudió a mi cabeza la idea de ahorrar para comprar un escúter, por más que no pudiera conducirlo legalmente durante otros siete años.
Era demasiado bueno para ser verdad, y yo temía que mi padre se negara, pero no fue así.
—Aunque nada de lecturas polémicas —advirtió mi padre—. Ni disparates políticos ni violencia excesiva. Lee como un adulto, pero solo tiene nueve años, y apenas.
El señor Harrigan se lo prometió, bebió algo de Sprite y chascó los correosos labios.
—Lee bien, sí, pero no es la principal razón por la que quiero contratarlo. No recita de forma monótona, ni siquiera cuando no entiende el texto. Eso me parece notable. No extraordinario, pero sí notable.
Dejó la botella e, inclinándose hacia delante, clavó en mí su penetrante mirada. A menudo vi una sonrisa en esos ojos, y a veces vi crueldad, pero solo en contadas ocasiones vi calidez, y aquella noche de 2004 no fue una de ellas.
—En cuanto a tu lectura de ayer, Craig. ¿Sabes lo que quiere decir «hijas de los incircuncisos»?
—La verdad es que no —contesté.
—Me lo imaginaba, y aun así utilizaste el tono correcto de ira y lamentación. Por cierto, ¿sabes lo que es «lamentación»?
—Llorar y cosas así.
Él asintió.
—Pero no te pasaste. No lo exageraste. Eso estuvo bien. Un lector es un transmisor, no un creador. ¿Te ayuda el reverendo Mooney con las palabras difíciles?
—Sí, a veces.
El señor Harrigan bebió un poco más de Sprite y, apoyándose en el bastón, se puso en pie.
—Dile que se dice Ascalón, no Asculón. Eso me pareció involuntariamente gracioso, pero yo tengo un sentido del humor muy basto. ¿Hacemos una prueba el miércoles a las tres? ¿A esa hora ya has salido del colegio?
Salía de la escuela primaria de Harlow a las dos y media.
—Sí. A las tres me va bien.
—¿Hasta las cuatro, pongamos? ¿O ya es demasiado tarde?
—Está bien —intervino mi padre. Parecía desconcertado por todo aquello—. No cenamos hasta las seis. Me gusta ver las noticias locales.
—¿Eso no le echa a perder la digestión?
Mi padre se rio, aunque creo que en realidad el señor Harrigan hablaba en serio.
—A veces sí. No soy un gran admirador del señor Bush.
—Es un poco cretino —coincidió el señor Harrigan—, pero al menos se ha rodeado de hombres que entienden de negocios. A las tres el miércoles, Craig, y no llegues tarde. No tengo paciencia con la gente impuntual.
—Tampoco nada subido de tono —añadió mi padre—. Ya tendrá tiempo de eso cuando sea mayor.
El señor Harrigan se lo prometió también, pero supongo que los hombres que saben de negocios también saben que es fácil dejar de lado las promesas, puesto que hacerlas es gratis. Ciertamente no había nada «subido de tono» en El corazón de las tinieblas, que fue el primer libro que le leí. Cuando terminé, el señor Harrigan me preguntó si lo había entendido. Dudo que pretendiera instruirme; solo sentía curiosidad.
—No gran cosa —contesté—, pero ese Kurtz estaba bastante loco. Hasta ahí he llegado.
Tampoco había nada subido de tono en el siguiente libro: Silas Marner, a mi modesto modo de ver, era un tostón. En cambio, el tercero fue El amante de Lady Chatterley, y desde luego ese sí fue una revelación. Corría el año 2006 cuando conocí a Constance Chatterley y a su rijoso guardabosque. Yo tenía diez años. Después de tanto tiempo, todavía recuerdo los versos de «The Old Rugged Cross» y, no de forma menos vívida, la escena en que Mellors acaricia a la dama y susurra «Eres maravillosa». Es bueno que los chicos aprendan cómo la trataba, y es bueno recordarlo.
—¿Entiendes lo que acabas de leer? —me preguntó el señor Harrigan después de un fragmento especialmente tórrido. También esta vez solo por curiosidad.
—No —respondí, aunque no era rigurosamente cierto. Entendí mucho mejor lo que ocurría entre Ollie Mellors y Connie Chatterley en el bosque que lo que ocurría entre Marlow y Kurtz allá en el Congo Belga. Es difícil desentrañar el sexo (cosa que descubrí incluso antes de ir a la universidad), pero más difícil aún es desentrañar la locura.
—Bien —contestó el señor Harrigan—, pero si tu padre te pregunta qué estamos leyendo, te sugiero que digas Dombey e hijo. Que de todos modos leeremos a continuación.
Mi padre no me lo preguntó —al menos en esa ocasión—, y sentí alivio cuando pasamos a Dombey, que fue la primera novela para adultos que, según recuerdo, me gustó de verdad. No quería mentir a mi padre, me habría sentido fatal, aunque estoy seguro de que eso al señor Harrigan le habría dado absolutamente igual.
Al señor Harrigan le gustaba que le leyera porque se le cansaba la vista con facilidad. Probablemente no necesitaba que le quitara las malas hierbas de los macizos de flores; Pete Bostwick, que cortaba el césped en sus cuatro mil metros cuadrados de jardín, lo habría hecho encantado, creo. Y Edna Grogan, su ama de llaves, le habría quitado el polvo encantada a su gran colección de esferas de nieve y pisapapeles de cristal antiguos, pero esa tarea la tenía asignada yo. Más que nada le gustaba tenerme por allí. Hasta poco antes de morir nunca me lo dijo, pero yo lo sabía. Solo que no sabía por qué, y aún ahora no estoy seguro de saberlo.
En una ocasión, cuando volvíamos de cenar en el restaurante Marcel’s de Castle Rock, mi padre preguntó de sopetón:
—¿Alguna vez Harrigan te ha tocado y te has sentido incómodo?
A mí me faltaban todavía años para poder dejarme siquiera un asomo de bigote, pero supe a qué se refería; para algo nos habían inculcado ya en tercero lo de «cuidado con los desconocidos» y los «toqueteos inapropiados».
—¿Si me manosea? ¿Eso quieres decir? ¡No! Jopé, papá, no es gay.
—De acuerdo. No te pongas así, Craigster. Tenía que preguntarlo. Porque pasas allí mucho tiempo.
—Si me manoseara, podría al menos mandarme rascas de dos dólares —dije, y mi padre se rio.
Venía a ganar unos treinta dólares semanales, y mi padre insistía en que ingresara al menos veinte en la cuenta de ahorros para la universidad. Cosa que yo hacía, aunque lo consideraba una soberana estupidez; cuando a uno incluso la adolescencia le parece muy lejana, la universidad bien podría estar en otra vida. Diez pavos a la semana seguían siendo una fortuna. Gastaba algo en hamburguesas y batidos que tomaba sentado a la barra de Howie’s Market, y la mayor parte en libros de bolsillo viejos de Dahlie’s, la librería de segunda mano de Gates Falls. Los que compraba no eran textos densos como los que leía para el señor Harrigan (incluso Lady Chatterley era denso cuando Constance y Mellors no andaban inmersos en alguna escena calenturienta). Me gustaban las novelas negras y las del Oeste como Tiroteo en Gila Bend y Rastro de plomo caliente. Leer para el señor Harrigan era trabajo. No es que me dejara la piel, pero era trabajo. Un libro como Un lunes los matamos a todos, de John D. MacDonald, era puro placer. Me dije que debía ahorrar el dinero que no ingresaba en el fondo universitario para uno de esos nuevos teléfonos de Apple que salieron a la venta en el verano de 2007, pero eran caros, unos seiscientos pavos, y a diez dólares semanales, necesitaría más de un año. Cuando uno tiene once y va para doce, un año es mucho tiempo.
Además, esos libros viejos con sus portadas de colores me atraían.
La mañana de Navidad de 2007, tres años después de empezar a trabajar para el señor Harrigan y dos años antes de su muerte, había solo un paquete para mí al pie del árbol, y mi padre me dijo que lo reservara para el final, cuando él hubiera admirado debidamente el chaleco de cachemira, las zapatillas y la pipa de madera de brezo que yo le había regalado. Resuelto ese asunto, retiré el envoltorio de mi único regalo, y chillé de entusiasmo al ver que me había comprado precisamente lo que yo más deseaba: un iPhone con tantas funciones distintas que a su lado el teléfono que llevaba mi padre instalado en el coche parecía una antigualla.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Ahora la antigualla es el iPhone que me regaló mi padre por Navidad en 2007, como la línea compartida entre cuatro familias de la que me había hablado rememorando su infancia. Ha habido muchísimos cambios, muchísimos adelantos, y se han producido muy deprisa. Mi iPhone de Navidad tenía solo dieciséis aplicaciones, y venían precargadas. Una de ellas era YouTube, porque en aquel entonces Apple y YouTube eran amigos (eso cambió). Una se llamaba SMS, que eran los mensajes de texto primitivos (sin emoticonos, palabra que aún no se había inventado, a menos que los hiciera uno mismo). Incluía una aplicación meteorológica que por lo general se equivocaba. Pero uno podía hacer llamadas telefónicas desde algo tan pequeño que cabía en el bolsillo trasero del pantalón y, mejor aún, disponía de Safari, que permitía conectarse con el mundo exterior. Cuando uno se criaba en un pueblo como Harlow, con calles de tierra y sin semáforos, el mundo exterior era un lugar extraño y tentador, y uno ansiaba tocarlo de un modo en el que la televisión se quedaba corta. O al menos eso me pasaba a mí. Todo quedaba en ese momento al alcance de los dedos, por gentileza de AT&T y Steve Jobs.
Incorporaba también otra aplicación, una que me llevó a pensar en el señor Harrigan incluso aquella primera mañana de júbilo. Molaba mucho más que la radio por satélite de su coche. Al menos para hombres como él.
—Gracias, papá —dije, y lo abracé—. ¡Muchas gracias!
—Pero no lo uses más de la cuenta. Las tarifas están por las nubes, y lo tendré controlado.
—Ya bajarán —contesté.
En eso no me equivoqué, y mi padre nunca me agobió por el gasto. La verdad es que no tenía mucha gente a la que llamar, pero sí me gustaban aquellos vídeos de YouTube (a mi padre también), y me encantaba acceder a lo que entonces llamábamos las tres «w»: la World Wide Web. A veces miraba artículos del Pravda, no porque entendiera el ruso, sino porque podía.
Apenas dos meses más tarde, llegué a casa del colegio, abrí el buzón y encontré un sobre dirigido a mí en la letra anticuada del señor Harrigan. Era mi felicitación del día de San Valentín. Entré en casa, dejé mis libros de texto en la mesa y abrí el sobre. No contenía una postal con dibujos de flores o cursi, ese no era el estilo del señor Harrigan. Mostraba a un hombre con esmoquin que hacía una reverencia a la vez que tendía una chistera en un campo florido. El mensaje impreso en el interior rezaba: «Que tengas un año lleno de amor y amistad». Debajo de eso: «Saludos del señor Harrigan». Un hombre que hacía una reverencia y tendía un sombrero, saludos, sin sentimentalismos. Todo muy propio del señor Harrigan. Volviendo la vista atrás, me sorprende que considerara el día de San Valentín digno de una felicitación.
En 2008 los rasca y gana de un dólar de Lucky Devil habían dado paso a otros llamados Pine Tree Cash, en alusión a los seis pinos que ilustraban el pequeño billete. Si, al rascarlos, aparecía la misma cantidad debajo de tres de ellos, ganabas esa cantidad. Rasqué los árboles y, con incredulidad, fijé la mirada en lo que había quedado a la vista. Al principio pensé que era un error o una broma, pese a que el señor Harrigan no era hombre de bromas. Volví a mirar y recorrí los números destapados con los dedos, apartando los residuos de lo que mi padre llamaba (siempre alzando la vista al cielo) «la mugre de rascar». Los números permanecieron iguales. Puede que me riera, aunque no estoy seguro, pero sí recuerdo que grité, eso sin duda. Grité de alegría.
Me saqué el teléfono nuevo del bolsillo (ese teléfono iba conmigo a todas partes) y llamé a Parmeleau Tractors. Se puso Denise, la recepcionista, y cuando oyó mi respiración entrecortada, me preguntó si me pasaba algo.
—No, no —dije—, pero tengo que hablar con mi padre ahora mismo.
—De acuerdo, no cuelgues. —Y a continuación añadió—: Parece que llames desde la luna, Craig.
—Llamo desde mi teléfono móvil. —Dios, me encantaba decir eso.
Denise soltó un resoplido de desaprobación.
—Con la radiación que sueltan esos trastos. Yo no tendría uno por nada del mundo. No cuelgues.
También mi padre me preguntó qué me pasaba, porque hasta entonces nunca lo había llamado al trabajo, ni siquiera el día que el autobús del colegio se marchó sin mí.
—Papá, me ha llegado el rasca del día de San Valentín del señor Harrigan…
—Si llamas para decirme que has ganado diez dólares, podrías haber esperado a que…
—¡No, papá, es el gordo! —Y lo era, para lo que por entonces daban los rascas de un dólar—. ¡He ganado tres mil dólares!
Silencio al otro lado de la línea. Pensé que quizá se había interrumpido la comunicación. En los móviles de aquellos tiempos, incluso los nuevos, las llamadas se cortaban continuamente. Mamá Bell no era siempre la mejor de las madres.
—¿Papá? ¿Sigues ahí?
—Ajá. ¿Estás seguro?
—¡Sí! ¡Lo tengo delante de los ojos! ¡Tres veces tres mil! ¡Uno en la fila de arriba y dos en la de abajo!
Otra larga pausa, y luego oí a mi padre decir a alguien: «Creo que mi hijo ha ganado un dinero». Al cabo de un momento volvió a hablarme a mí.
—Guárdalo en algún sitio seguro hasta que llegue a casa.
—¿Dónde?
—¿Qué tal el azucarero de la despensa?
—Sí —dije—. Sí, vale.
—Craig, ¿lo tienes claro? No querría que te llevaras una decepción, compruébalo otra vez.
Eso hice, convencido por alguna razón de que la duda de mi padre cambiaría lo que yo había visto; al menos uno de esos tres mil sería ahora otra cosa. Pero las cifras seguían siendo las mismas.
Se lo dije, y se rio.
—Pues enhorabuena. Esta noche cenamos en Marcel’s, e invitas tú.
Esa vez fui yo quien se rio. No recuerdo haber experimentado una alegría tan pura jamás. Sentí la necesidad de llamar a alguien más, así que llamé al señor Harrigan, que contestó desde su teléfono fijo de ludita.
—¡Señor Harrigan, gracias por la felicitación! ¡Y gracias por el billete! Me…
—¿Llamas desde ese artefacto tuyo? —preguntó—. Seguro que sí. Parece que hables desde la luna.
—¡Señor Harrigan, he ganado el gordo! ¡He ganado tres mil dólares! ¡Muchísimas gracias!
Siguió un silencio, pero no tan largo como el de mi padre, y cuando volvió a hablar, no me preguntó si estaba seguro. Tuvo esa gentileza.
—Has tenido suerte —dijo—. Me alegro por ti.
—¡Gracias!
—De nada, pero no tienes por qué dármelas, la verdad. Compro esos billetes a fajos. Se los envío a los amigos y los conocidos de trabajo a modo de… hummm… tarjeta de visita, digamos. Lo hago desde hace años. Tarde o temprano, algún premio importante tenía que caer.
—Mi padre me obligará a ingresar la mayor parte en el banco. Supongo que es lo mejor. Desde luego será un buen empujón para mi fondo universitario.
—Si quieres, dámelo a mí —propuso el señor Harrigan—. Déjame que lo invierta por ti. Me parece que puedo asegurarte unos beneficios mayores que los intereses del banco. —Después, hablando más para sí mismo que para mí, dijo—: En algo sin riesgo. Este no va a ser un buen año para el mercado. Veo nubes en el horizonte.
—¡Claro! —Me lo pensé mejor—. Probablemente. Antes tengo que hablar con mi padre.
—Por supuesto. Es lo normal. Dile que también estoy dispuesto a garantizarte el capital inicial. ¿Vas a venir a leerme esta tarde a pesar de todo? ¿O ahora que eres un hombre con recursos vas a dejarlo?
—Claro que iré, solo que tendré que estar aquí de vuelta cuando mi padre llegue a casa. Vamos a salir a cenar. —Guardé silencio un momento—. ¿Le apetecería venir?
—Esta noche no —contestó sin titubeos—. Oye, puesto que vas a venir de todos modos, podrías haberme contado todo esto en persona. Pero te gusta ese aparato tuyo, ¿no? —No esperó mi respuesta; no hacía falta—. ¿Qué te parecería invertir ese dinero caído del cielo en acciones de Apple? Creo que esa empresa va a tener mucho éxito en el futuro. Por lo que he oído, el iPhone va a enterrar a la Blackberry. En todo caso, no me contestes ahora; primero coméntaselo a tu padre.
—Lo haré —respondí—. Y ahora mismo voy a su casa. Voy corriendo.
—La juventud es una cosa maravillosa —dijo el señor Harrigan—. Es una lástima que se malgaste en los niños.
—¿Eh?
—Lo han dicho muchos, pero fue Shaw quien mejor lo expresó. Da igual. Ven corriendo, claro que sí. Corre como alma que lleva el diablo, porque Dickens nos espera.
Corrí los quinientos metros hasta la casa del señor Harrigan, pero luego volví andando, y en el camino se me ocurrió una idea. Una manera de agradecérselo, pese a que él me había dicho que no tenía por qué darle las gracias. Durante nuestra cena cara de esa noche en el Marcel’s, hablé a mi padre sobre la propuesta del señor Harrigan de invertir mi dinero caído del cielo, y también le planteé mi idea de expresarle mi gratitud con un regalo. Sospechaba que mi padre tendría sus dudas, y no me equivocaba.
—Déjale invertir el dinero, por descontado. En cuanto a tu idea…, ya sabes lo que piensa de esas cosas. No solo es el hombre más rico de Harlow, o de todo el estado de Maine, si a eso vamos, también es el único que no tiene televisión.
—Tiene ascensor —observé—. Y lo utiliza.
—Porque no le queda más remedio. —A continuación mi padre me sonrió—. Pero el dinero es tuyo, y si eso es lo que quieres hacer con el veinte por ciento, no seré yo quien se oponga. Cuando te lo devuelva, puedes dármelo a mí.
—¿De verdad crees que me lo devolverá?
—Sí.
—Papá, ¿por qué vino a vivir aquí? O sea, esto es un pueblo pequeño. Estamos en medio de la nada.
—Buena pregunta. Házsela a él algún día. ¿Qué tal si pedimos postre, derrochador?
Alrededor de un mes más tarde, regalé al señor Harrigan un iPhone nuevo. No lo envolví ni nada, en parte porque no se celebraba ninguna festividad, en parte porque sabía cómo le gustaba que se hicieran las cosas: sin florituras.
Con expresión de perplejidad, dio la vuelta a la caja una o dos veces en sus manos nudosas por efecto de la artritis. Luego me la devolvió.
—Gracias, Craig, te agradezco la atención, pero no. Te sugiero que se lo regales a tu padre.
Cogí la caja.
—Ya me dijo él que reaccionaría usted así. —Sentí desilusión, pero no sorpresa. Y no estaba dispuesto a rendirme.
—Tu padre es un hombre sabio. —Se inclinó hacia delante en su sillón y entrelazó las manos entre las rodillas—. Craig, rara vez doy consejos; casi siempre es malgastar saliva. Pero hoy sí voy a darte uno. Henry Thoreau dijo que nosotros no poseemos las cosas; las cosas nos poseen a nosotros. Cada nuevo objeto, ya sea una casa, un coche, un televisor o un teléfono caro como ese, es algo más que debemos llevar a cuestas. Eso me trae a la memoria a Jacob Marley cuando dice a Scrooge: «Arrastro la cadena que me forjé en vida». No tengo televisión porque, si la tuviera, la vería, pese a que no emite más que tonterías. No tengo radio en casa porque la escucharía, y un poco de country para romper la monotonía en un largo viaje en coche es en realidad lo único que necesito. Si tuviera eso… —señaló la caja que contenía el teléfono—, sin duda lo utilizaría. Recibo por correo doce periódicos distintos, y contienen toda la información que necesito para mantenerme al día sobre el mundo de los negocios y el mundo en sentido más amplio. —Volvió a recostarse y suspiró—. Ya ves tú. No solo te he dado un consejo; he pronunciado un discurso. La vejez es traicionera.
—¿Puedo enseñarle solo una cosa? No, dos.
Posó en mí una de las miradas que le había visto dirigir a su jardinero y su ama de llaves, pero nunca a mí hasta esa tarde: penetrante, escéptica y francamente desagradable. Ahora, muchos años después, comprendo que es la mirada que un hombre perspicaz y cínico adopta cuando se cree capaz de ver en el interior de la mayoría de las personas y da por supuesto que no encontrará nada bueno.
—Esto no hace más que demostrar la validez del viejo dicho: ninguna buena acción queda sin castigo. Empiezo a lamentar que ese billete de rasca y gana haya salido premiado. —Volvió a suspirar—. Bueno, adelante con tu demostración. Pero no conseguirás que cambie de idea.
Tras haber sido objeto de aquella mirada, tan distante y tan fría, pensé que tenía razón. En efecto acabaría regalándole el teléfono a mi padre. Pero, llegados a ese punto, decidí seguir adelante. El teléfono tenía la batería cargada al máximo, me había asegurado de eso, y funcionaba perfectamente. Lo encendí y le señalé un icono de la segunda fila. El dibujo presentaba unos trazos angulosos, semejantes a un electrocardiograma.
—¿Ve este?
—Sí —contestó—, y veo lo que pone. Pero en realidad no necesito información sobre la Bolsa. Como sabes, estoy suscrito al Wall Street Journal.
Pulsé el icono y abrí la aplicación. Apareció el promedio del Dow Jones. Yo ignoraba qué querían decir esos números, pero vi que fluctuaban. 14.720 subió a 14.728, luego disminuyó a 14.704, luego ascendió a 14.716. El señor Harrigan observaba con los ojos como platos. Boquiabierto. Era como si alguien lo hubiera tocado con una varita mágica. Cogió el teléfono y se lo acercó a la cara. Luego me miró.
—¿Estos números aparecen en tiempo real?
—Sí —respondí—. Bueno, a lo mejor con uno o dos minutos de retraso, no estoy seguro. El teléfono los recibe del nuevo repetidor de Motton. Tenemos suerte de que haya uno tan cerca.
Se inclinó hacia delante. Una sonrisa renuente asomó a las comisuras de sus labios.
—Caramba. Es como las cintas de cotizaciones que los magnates tenían antes en sus casas.
—Qué va, es mucho mejor —corregí—. A veces las cintas llevaban horas de retraso. Me lo dijo mi padre anoche. A él lo tiene fascinado esta aplicación de la Bolsa. Siempre me está cogiendo el teléfono para mirar. Me contó que en 1929 la Bolsa se hundió tanto porque, entre otras razones, cuantas más transacciones hacía la gente, más se retrasaban las cintas.
—Es verdad —confirmó el señor Harrigan—. Cuando quisieron echar el freno, las cosas ya habían llegado demasiado lejos. Aunque, desde luego, algo así en realidad podría acelerar una venta en masa de acciones. Es difícil saberlo por lo nueva que es aún esta tecnología.
Esperé. Quería añadir algo más, vendérselo —al fin y al cabo, era solo un niño—, pero por algún motivo intuí que esperar era lo oportuno. Siguió atento a las minúsculas oscilaciones del Dow Jones. Estaba instruyéndose justo ante mis ojos.
—Pero… —dijo sin apartar la vista del móvil.
—Pero ¿qué, señor Harrigan?
—En manos de una persona que conozca realmente el mercado, algo así podría…, seguro que ya está ocurriendo… —Al sumirse en sus reflexiones, su voz se apagó poco a poco. Luego añadió—: Debería haber estado al tanto de esto. Estar retirado no es excusa.
—Y aquí tiene la otra cosa —dije, demasiado impaciente para seguir esperando—. ¿Sabe toda esa prensa que recibe? ¿Newsweek, Financial Times, Fords?
—Forbes —me corrigió, pendiente aún de la pantalla. Me recordaba a mí mismo a los cuatro años, cuando examinaba la Bola 8 Mágica que me regalaron por mi cumpleaños.
—Sí, eso. ¿Me deja un momento el teléfono?
Me lo entregó con cierta renuencia, y casi tuve la total certeza de que lo tenía en el bote. Me alegré, pero también me avergoncé un poco de mí mismo. Como un hombre que golpea en la cabeza a una ardilla amaestrada cuando se acerca a coger una nuez de su mano.
Abrí Safari. Era mucho más primitivo que hoy día, pero funcionaba de maravilla. Introduje Wall Street Journal en la casilla de búsqueda de Google y al cabo de unos segundos se abrió la primera plana. Uno de los titulares rezaba: COFFEE COW ANUNCIA CIERRES. Se lo enseñé.
Miró atentamente y luego cogió el periódico de la mesa contigua al sillón, donde yo había dejado su correo al entrar. Echó un vistazo a la primera plana.
—Eso aquí no sale —dijo.
—Porque es de ayer —repuse. Yo siempre sacaba el correo de su buzón al llegar, e invariablemente el Journal envolvía a todo lo demás, sujeto con una goma elástica—. Lo recibe un día tarde. Como todo el mundo. —Durante las fiestas, llegaba con dos días de retraso, a veces tres. De más estaba decírselo; él despotricaba continuamente al respecto durante noviembre y diciembre.
—¿Esto es de hoy? —preguntó, mirando a la pantalla. Luego, tras verificar la fecha en lo alto, añadió—: ¡Sí, lo es!
—Claro —dije—. Noticias recientes en lugar de pasadas, ¿no?
—Según esto, hay un mapa de los locales que cierran. ¿Puedes enseñarme cómo se llega hasta ahí? —Traslucía una manifiesta avidez. Me asaltó cierto temor. Había mencionado a Scrooge y a Marley; yo me sentí como Micky Mouse en Fantasía, utilizando un conjuro que en realidad no entendía para despertar a las escobas.
—Puede hacerlo usted mismo. Solo tiene que desplazar la pantalla con el dedo, así.
Se lo enseñé. Al principio la desplazaba con demasiada fuerza y demasiado lejos, pero enseguida le cogió el tranquillo. Más deprisa que mi padre, de hecho. Llegó a la página indicada.
—Fíjate —se maravilló—. ¡Seiscientas tiendas! ¿Ves lo que te decía sobre la fragilidad del…? —Con la mirada fija en el pequeño mapa, se le apagó la voz—. El sur. La mayoría de los cierres son en el sur. El sur es un barómetro, Craig, casi siempre… Me parece que he de hacer una llamada a Nueva York. La Bolsa no tardará en cerrar. —Hizo ademán de levantarse. Tenía el teléfono corriente en el otro extremo del salón.
—Puede llamar desde ahí —indiqué—. Básicamente sirve para eso. —O al menos así era por aquel entonces. Pulsé el icono del teléfono, y apareció el teclado—. Solo tiene que marcar el número. Toque las teclas con el dedo.
Me miró, sus ojos azules brillaban bajo las pobladas cejas blancas.
—¿Puedo llamar desde aquí, desde este rincón perdido?
—Sí —contesté—. La cobertura es excelente gracias a la nueva torre. Hay cuatro barras.
—¿Barras?
—Da igual, usted llame. Lo dejaré solo mientras tanto; hágame una seña por la ventana cuando…
—No hace falta. Terminaré enseguida, y no necesito privacidad.
Tocó los números con actitud vacilante, como si temiera activar una bomba. Luego, con actitud igual de vacilante, se llevó el iPhone al oído, mirándome para pedirme confirmación. Yo asentí con la cabeza en un gesto alentador. Él escuchó, habló con alguien (al principio levantando demasiado la voz) y después, tras una breve espera, con otra persona. Así que yo estaba presente cuando el señor Harrigan vendió todas sus acciones de Coffee Cow, transacción que ascendía a quién sabe cuántos miles de dólares.
Al terminar, descubrió la manera de volver a la pantalla inicial. Una vez ahí, volvió a abrir Safari.
—¿Sale aquí Forbes?
Lo comprobé. No salía.
—Pero si busca un artículo de Forbes que ya conoce, es posible que lo encuentre, porque alguien lo habrá colgado.
—¿Colgado?
—Sí, y si quiere información sobre algo, Safari la encontrará. Solo tiene que buscarlo en Google. Miré.
Me acerqué a su sillón e introduje «Coffee Cow» en la casilla de búsqueda. El teléfono se lo pensó y luego mostró unos cuantos resultados, incluido el artículo de Wall Street Journal por el que había llamado a su agente.
—Hay que ver —dijo, maravillado—. Esto es internet.
—Pues sí —respondí, pensando: Claro, qué va a ser.
—La red.
—Sí.
—Que existe… ¿desde hace cuánto?
Usted debería estar enterado de estas cosas, pensé. Es un gran hombre de negocios; debería estar enterado de estas cosas aunque se haya retirado, porque todavía le interesan.
—No sé desde cuándo existe exactamente, pero la gente lo usa a todas horas. Mi padre, mis profesores, la policía…, en realidad todo el mundo. —Con toda intención, añadí—: Incluidas sus empresas, señor Harrigan.
—Ah, pero ya no son mías. Sé un poco, Craig, de la misma manera que sé un poco sobre varios programas de televisión a pesar de que no veo la televisión. Cuando leo mis periódicos y revistas, tiendo a saltarme los artículos sobre tecnología, porque no siento interés. Si quisieras hablar de boleras o de distribuidoras de cine, sería distinto. En eso sigo al tanto, por así decirlo.
—Sí, pero no se da cuenta… de que esas empresas utilizan la tecnología. Y si usted no lo entiende…
No supe cómo terminar, al menos sin rebasar los límites de la cortesía, pero al parecer él sí supo.
—Me quedaré rezagado. Eso quieres decir.
—Supongo que da igual —dije—. Oiga, a fin de cuentas, está retirado.
—Pero no quiero que me tomen por tonto —admitió, y con cierta vehemencia—. ¿Crees que Chick Rafferty se ha sorprendido cuando lo he llamado para decirle que vendiera Coffee Cow? Ni mucho menos, porque con toda seguridad tiene otra media docena de clientes importantes que han cogido el teléfono y le han dicho lo mismo. Algunos son sin duda personas con información privilegiada. Otros, en cambio, sencillamente viven en Nueva York o New Jersey y se enteran porque reciben el Journal el día que se publica. No como yo, aislado aquí en las quimbambas.
De nuevo sentí curiosidad por saber qué lo había traído a Harlow —desde luego no tenía parientes en el pueblo—, pero me pareció que no era buen momento para preguntarlo.
—Puede que haya sido arrogante. —Se detuvo a pensar, y después, de hecho, incluso sonrió. Lo cual fue como ver asomar el sol entre las nubes un día encapotado y frío—. Claro que he sido arrogante. —Sostuvo en alto el iPhone—. Después de todo, sí que voy a quedármelo.
Lo primero que acudió a mis labios fue «gracias», respuesta que habría resultado extraña.
—Bien. Me alegro —me limité a decir.
Echó un vistazo al reloj Seth Thomas de la pared (luego, me divirtió ver, contrastó la hora en el iPhone).
—¿Y si hoy leemos solo un capítulo, ya que hemos estado de charla tanta rato?
—Por mí bien —respondí, pese a que con gusto me habría quedado más tiempo y le habría leído dos o incluso tres capítulos. Estábamos llegando al final de El pulpo, de un tal Frank Norris, y estaba impaciente por saber cómo terminaba. Era una novela anticuada, pero aun así estaba llena de detalles apasionantes.
Cuando concluimos la sesión abreviada, regué las pocas plantas de interior del señor Harrigan. Era siempre mi última tarea del día, y me llevó solo unos minutos. Mientras me ocupaba de eso, lo vi juguetear con el teléfono, apagándolo y encendiéndolo.
—Supongo que, si voy a usarlo, mejor será que me enseñes —dijo—. Cómo evitar que se descargue, para empezar. La batería ya está bajando, por lo que veo.
—Lo descubrirá usted mismo casi todo —aseguré—. Es muy fácil. En cuanto a la carga, hay un cable en la caja. Solo tiene que conectarlo a la corriente. Puedo enseñarle alguna que otra cosa, si…
—Hoy no —me interrumpió—. Quizá mañana.
—Vale.
—Pero… una pregunta más. ¿Por qué he podido leer ese artículo sobre Coffee Cow y mirar el mapa de los locales que está previsto que cierren?
Lo primero que acudió a mi mente fue la respuesta que dio Hillary cuando le preguntaron cuál era el motivo para escalar el monte Everest, tema sobre el que acabábamos de leer en el colegio: «Porque está ahí». Pero tal vez él habría pensado, y con razón, que me las daba de listo. Así que dije:
—No entiendo qué quiere decir.
—¿En serio? ¿Un chico listo como tú? Piensa, Craig, piensa. Acabo de leer gratis algo por lo que la gente paga un buen dinero. Incluso con la cuota de suscripción del Journal, que sale bastante mejor de precio que comprarlo en un quiosco, pago unos noventa céntimos por número. Y, sin embargo, con esto… —Levantó el teléfono tal como harían miles de chicos en los conciertos de rock no muchos años después—. ¿Lo entiendes ahora?
Planteado en esos términos, lo entendí perfectamente, pero no supe qué contestar. Parecía…
—Parece una estupidez, ¿no? —preguntó, interpretando la expresión de mi rostro o leyéndome el pensamiento—. Regalar información útil va contra todo lo que sé acerca de prácticas empresariales de éxito.
—A lo mejor…
—A lo mejor ¿qué? Dame tu opinión. No me burlo de ti. Está claro que sabes más de esto que yo, así que dime qué piensas.
Yo estaba pensando en la feria agrícola de Fryeburg, adonde íbamos mi padre y yo una o dos veces en octubre cada año. Normalmente yo llevaba a mi amiga Margie, que vivía al lado. Margie y yo subíamos en las atracciones, y después los tres comíamos buñuelos y salchichas, y luego mi padre nos arrastraba a ver los tractores nuevos. Para llegar a los cobertizos de la maquinaria había que pasar por delante de la carpa de Beano, que era enorme. Le conté al señor Harrigan que el encargado se plantaba delante con un micrófono y anunciaba a los transeúntes que la primera partida era siempre gratis.
Él se detuvo a pensar.
—¿Un señuelo? Eso tiene cierto sentido, supongo. Estás diciéndome que solo se puede leer un artículo, quizá dos o tres, y luego el aparato… ¿qué? ¿Te bloquea? ¿Te dice que, si quieres jugar, has de pagar?
—No —admití—. Imagino que en realidad no es como lo de la carpa de Beano, porque uno puede leer todos los que quiera. Al menos, que yo sepa.
—Pero es absurdo. Ofrecer una muestra gratuita es una cosa, pero regalar la tienda entera… —Dejó escapar un resoplido—. Ni siquiera había anuncios, ¿te has fijado? Y los anuncios son una importante fuente de ingresos para periódicos y revistas. Muy importante.
Alzó el teléfono, observó su reflejo en la pantalla, entonces a oscuras, lo dejó y me miró con una sonrisa amarga y peculiar en el rostro.
—Puede que estemos ante un gran error, Craig, un error cometido por personas que no entienden mejor que yo los aspectos prácticos de una cosa como esta, las repercusiones. Puede que esté a punto de producirse un cataclismo económico. Diría que ya está aquí. Un cataclismo que cambiará nuestra manera de recibir la información, por qué medios, y a partir de ahí nuestra forma de ver el mundo. —Guardó silencio un momento—. Y de enfrentarnos a él, claro.
—Me he perdido —dije.
—Plantéatelo de este modo: si tienes un cachorro, habrás de enseñarle a hacer sus cosas fuera, ¿no?
—Sí.
—Si tuvieras un cachorro que no ha aprendido a hacer sus cosas fuera de casa, ¿le darías un premio por cagar en el salón?
—Claro que no —contesté.
Él asintió.
—Sería enseñarle justo lo contrario de lo que querías que aprendiese. En lo que se refiere al comercio, Craig, la mayoría de las personas son como cachorros sin educar.
No me acabó de gustar aquel símil, ni me gusta hoy —creo que dice mucho sobre cómo amasó su fortuna el señor Harrigan—, pero mantuve la boca cerrada. Veía al señor Harrigan desde una nueva perspectiva. Era como un viejo explorador en un nuevo viaje de descubrimiento, y escucharlo resultaba fascinante. Tampoco creo que en realidad intentara enseñarme nada. Él mismo estaba aprendiendo y, para ser un hombre de más de ochenta años, aprendía deprisa.
—Una cosa son las muestras gratuitas, pero si ofreces a la gente demasiadas cosas de balde, ya sea ropa, comida o información, al final es eso lo que esperan. Como un cachorro que hace sus cosas en el suelo, luego te mira a los ojos y lo que piensa es: «Tú me has enseñado que esto estaba bien». Si yo fuera el Wall Street Journal… o el Times… o incluso el condenado Readers Digest… este chisme me daría miedo. —Volvió a coger el iPhone; daba la impresión de que no podía dejarlo quieto—. Es como una cañería rota que pierde información en lugar de agua. Yo pensaba que hablábamos de un simple teléfono, pero ahora veo… o empiezo a ver…
Sacudió la cabeza, como para despejársela.
—Craig, ¿y si alguien con información patentada sobre nuevos fármacos en desarrollo decidiera introducir los resultados de los ensayos en este artefacto para que cualquiera los leyese? Podría costar millones de dólares a Upjohn o Unichem. ¿Y si un funcionario desafecto decidiera difundir secretos oficiales?
—¿No los detendría la policía?
—Puede ser. Probablemente. Pero en cuanto se levanta la liebre, como suele decirse…, ay, ay, ay. En fin, dejémoslo. Mejor será que te vayas a casa o llegarás tarde a la cena.
—Sí, me voy ya.
—Otra vez gracias por el regalo. Seguramente no lo usaré mucho, pero me propongo pensar en él. En la medida de mis posibilidades, al menos. Ya no tengo la sesera tan ágil como antes.
—A mí me parece que la tiene aún ágil de sobra —dije, y no era solo por darle coba. ¿Por qué no salían anuncios junto con los artículos o los vídeos de YouTube? La gente los vería, ¿no?—. Además, según mi padre, la intención es lo que cuenta.
—Un aforismo muy citado pero poco respetado —contestó. Al ver mi expresión de perplejidad, añadió—: Da igual. Hasta mañana, Craig.
Mientras bajaba de vuelta a casa, pateando terrones de nieve de la última nevada de ese año, pensé en lo que el señor Harrigan acababa de decir: que internet era como una cañería rota que perdía información en lugar de agua. Eso era válido asimismo para el portátil de mi padre, y los ordenadores del colegio, y los de todo el país. Los de todo el mundo, de hecho. Pese a que para él el iPhone era tan nuevo que apenas sabía encenderlo, ya comprendía la necesidad de arreglar la fuga en esa tubería si se quería que los negocios —al menos como él los conocía— siguieran funcionando como siempre. No estoy seguro, pero creo que vaticinó la aparición de los muros de pago uno o dos años antes de que el término se acuñara siquiera. Yo desde luego por entonces no lo conocía, como tampoco conocía la forma de sortear las operaciones restringidas, lo que acabó conociéndose como jailbreaking. Los muros de pago llegaron, pero para entonces la gente ya se había acostumbrado a recibir contenidos gratis y les molestó verse obligados a aflojar la mosca. La gente que se encontró con el muro de pago del New York Times pasó a otras webs como la CNN o el Huffington Post (generalmente de mala gana), pese a que la información no era de igual calidad. (A menos, claro está, que uno deseara conocer los detalles de una nueva moda conocida como «escote lateral».) El señor Harrigan tenía toda la razón al respecto.
Esa noche, después de la cena, una vez lavados y guardados los platos, mi padre abrió el portátil en la mesa.
—He encontrado una web nueva —dijo—. Se llama previews.com, donde pueden verse los próximos estrenos.
—¿En serio? ¡Veamos alguno!
Así que durante la siguiente media hora vimos tráilers de películas que de lo contrario habríamos tenido que ver en un cine.
El señor Harrigan se habría mesado los cabellos. Los pocos que le quedaban.
Cuando volvía de casa del señor Harrigan aquel día de marzo de 2008, estaba casi seguro de que se equivocaba en una cosa. «Seguramente no lo usaré mucho», había dicho, pero yo había advertido la expresión de su rostro al examinar el mapa que mostraba los cierres de Coffee Cow. Y la prontitud con que había accedido a utilizar su nuevo teléfono para llamar a alguien de Nueva York. (En parte su abogado, en parte su gestor, como averiguaría más tarde, no su agente.)
Y acerté. El señor Harrigan usó bastante ese teléfono. Fue como la vieja tía solterona que, por probar, toma un sorbo de coñac después de sesenta años de abstinencia y se convierte en discreta alcohólica casi de la noche a la mañana. Al poco tiempo, el iPhone estaba siempre en la mesilla junto a su sillón preferido cuando yo llegaba por la tarde. Ignoro a cuánta gente telefoneaba, pero sí sé que a mí me llamaba casi todas las noches para hacerme alguna que otra pregunta sobre las posibilidades de su nueva adquisición. Una vez me dijo que era como un antiguo buró, lleno de cajoncitos y escondrijos y casillas que fácilmente podían pasarse por alto.
Encontró la mayoría de los escondrijos y casillas él mismo (recurriendo a diversas fuentes por internet), pero al principio lo ayudé yo; lo capacité, por así decirlo. Cuando me dijo que detestaba el remilgado toque de xilófono que sonaba al recibir una llamada entrante, se lo cambié por un fragmento de «Stand By Your Man» cantada por Tammy Wynette. Al señor Harrigan le pareció muy gracioso. Le enseñé a poner el teléfono en silencio para que no lo molestara cuando se echaba la siesta por la tarde, a programar la alarma y a grabar un mensaje para cuando no le apeteciera contestar. (El suyo era de una concisión ejemplar: «Ahora no atiendo el teléfono. Le devolveré la llamada si lo considero oportuno».) Empezó a desenchufar el teléfono fijo durante su cabezada diaria, y me fijé en que cada vez lo dejaba más tiempo desenchufado. Me enviaba mensajes de texto, que hace diez años llamábamos IM. En el campo de detrás de su casa, sacaba fotografías de setas con el teléfono y las enviaba por correo electrónico para que las identificaran. Tomaba notas mediante la función correspondiente y descubría vídeos de sus artistas country preferidos.
«Esta mañana he perdido una hora de hermosa luz veraniega viendo vídeos de George Jones», me dijo más adelante ese año con una mezcla de vergüenza y un peculiar orgullo.
En una ocasión le pregunté por qué no se compraba un portátil. Podría hacer todo lo que había aprendido a hacer con el teléfono, y en la pantalla más grande vería a Porter Wagoner en todo su enjoyado esplendor. El señor Harrigan se limitó a menear la cabeza y reírse.
—Apártate de mí, Satanás. Es como si me hubieras enseñado a fumar marihuana y disfrutarlo y ahora dijeras: «Si le gusta la hierba, seguro que le gustará la heroína». Me parece que no, Craig. Con esto me basta. —Y dio unas afectuosas palmadas al teléfono, como si tocara a un pequeño animal dormido. Un cachorro, por decir algo, que por fin ha aprendido a hacer sus necesidades fuera de casa.
En otoño de 2008 leímos ¿Acaso no matan a los caballos?, y una tarde el señor Harrigan me interrumpió antes de tiempo (dijo que todos esos maratones de baile eran agotadores) y entramos en la cocina, donde la señora Grogan había dejado un plato con galletas de avena. El señor Harrigan caminaba despacio, apoyándose en sus bastones. Yo lo seguía, con la esperanza de poder sostenerlo si se caía.
Se sentó con un gruñido y una mueca, y cogió una galleta.
—La buena de Edna —dijo—. Me encantan, y desde luego ayudan a soltar lastre. Sirve un vaso de leche para cada uno, ¿quieres, Craig?
Mientras estaba en ello, acudió a mi mente la pregunta que tantas veces se me había olvidado hacerle.
—¿Por qué se mudó aquí, señor Harrigan? Podría vivir en cualquier sitio.
Cogió su vaso de leche y, como siempre, lo alzó a modo de brindis