Cuaderno Alzheimer

Juan Gerardo Sampedro

Fragmento

Cuaderno alzheimer

Ø

1

«¿Y qué vida le espera en la próxima calle?», piensa Nelson y mira el auto que dejó mal aparcado, encima casi de la banqueta. «No tiene ningún seguro, pero quién puede robarse esta chatarra», vuelve a esa fija idea que quizá no importa en lo absoluto. Un día y otro más. «Se olvida de lo inmediato y lo peor es que intuye que algo no anda bien en él», y mira enseguida a Alonso, su padre, a quien lleva, torpe, hacia el consultorio del neurólogo J. Galindo. «Se olvida de lo inmediato», reflexiona.

El piso es irregular. Nelson sujeta a Alonso del brazo y advierte cómo de pronto el cielo se oscurece. En invierno los días son más cortos y a esa hora reaparece siempre, puntual, un ambiguo e impertinente juego de sombras. A Nelson le brincó el tiempo, casi sin presentirlo, como las densas nubes infinitas y los pájaros que se posan en los cables telefónicos. Ronda ahora los cuarenta, le parecen demasiados, vertiginosos. Entran, a semejanza de aquellas figuras de nado sincronizado, y se acomodan en un amplio y desteñido sofá situado al fondo, junto a la pared. Nelson toma una revista de espectáculos que reposa encima de un taburete, trata de leer pero no se concentra: «Se olvida de lo inmediato aunque mantiene aún fugaces momentos de conciencia. Lo intuye, sabe que algo comienza a sucederle —piensa para sí—. ¿Y qué le espera a la vuelta de la próxima esquina?».

—No lo entiendo, desconfío de estos lugares donde no hay una secretaria que responda las llamadas telefónicas —dice Alonso rascándose mecánicamente la cabeza—. ¿Qué es lo que lees? —lo mira confuso y espera una respuesta que no llega de inmediato porque Nelson continúa sumido en su notoria dispersión: «¿Qué va pasar con él? ¿Qué va a pasar? No me lo imagino siquiera».

—Es una revista sin importancia —responde al fin.

—¿Datos policiacos?

—No, sólo rostros estúpidos —dice bajando el tono—. ¿Quieres echarle un ojo?

Nelson observa los diplomas mal colocados en la pared y cree que podrían desprenderse, venirse abajo. No hay nadie más ahí pero Alonso comienza a hablar de una mujer que según él lo observa.

—Mírala, Nelson, ¿es Marcia? Mira cómo revisa el reloj y se queja de una migraña —Alonso, compulsivo, se frota la nuca y la cabeza—. Tiene los ojos de higo.

Pero ahí sólo están ellos.

—Debe ser conocida de J. Galindo —se le ocurre decir a Nelson para no contrariarlo; se percata entonces de que a Alonso le escurre de entre la comisura de los labios un delgadísimo hilo de saliva. Se acerca y le pasa discretamente una servilleta.

Alonso Peralta abandonó, obligatoriamente, el oficio de reportero policiaco. La edad, y luego el principio del olvido, lo alejaron de los rotativos. Sin embargo, continúa escribiendo en su desgastada Remington, como puede, crónicas de la vida en la violencia cotidiana, aunque ya nadie se las publica.

Cuando Alonso Peralta se retiró, su hijo Nelson, su eterno aprendiz, lo suplió sin mucha gracia en el diario: nunca ha tenido los lectores que sí tuvo su padre.

—¿Qué pasa? ¿Vendrá el doctor? —lo interroga Alonso—. ¿Podríamos regresar otro día? Aquí no hay una secretaria que atienda el teléfono, no me está gustando nada esto, deberíamos irnos a tomar un café, en serio… —concluye levantando una mirada confusa, como lo hacen casi siempre los cachorros extraviados.

«¿Café? —se sorprende Nelson—. ¿Café…?». Pero hace tiempo nunca se le hubiera ocurrido mencionar esa palabra al Alonso Peralta lleno y entero de vitalidad. No mencionó siquiera una cerveza ni habló de un trago de ron añejo.

Alonso se dejó crecer el delgado cabello hasta que pudo, luego lo perdió paulatinamente, aunque igual deja que le crezca el resto y se lo ata utilizando una liga.

En realidad eso, el consultorio, ya no lo es por una anticipada decisión del neurólogo J. Galindo. Agotado de presenciar tanto daño humano, lo externó él mismo, decidió dedicarse a la investigación sobre medicina legal. «Un tema apasionante». Él es amigo de la familia y a Alonso lo respeta y admira, no lo abandona: se ha convertido en uno de sus pocos y exclusivos pacientes. Años intercambiando ideas y lecturas, años, muchos.

Nelson le llamó en la mañana: «Alonso amaneció raro, demasiado inquieto, gritaba el nombre de Marcia», le explicó. Entonces J. Galindo le pidió que lo trajera en la tarde. Él es un neurólogo preparado. Sin hacer alarde propio, ha leído una gran cantidad de novelas, le interesan igual los temas policiacos. Y todo el tiempo, incluso antes de conocer a Alonso personalmente, rastreó la nota roja de los diarios. Así se conocieron: a él lo leyó en la columna que mantuvo por mucho tiempo, «El día de los hechos», firmada bajo el pomposo y ficticio nombre de Alonso Peralta.

Manías y retos de amigos. El doctor Jorge Galindo Robles abrevió su nombre en una placa de latón clandestina que conserva en el consultorio: J. Galindo, nombre que, de acuerdo a un juego de apuestas, le quedaba bien. «Es algo así como el nombre de un personaje de novela negra», le habría sugerido Alonso:

DR. J. GALINDO

Neurólogo y criminalista

Aun así luce la placa, ya sin brillo, en el sillón de mimbre que compró en un bazar del centro para que le diera un poco de realce al consultorio. Pero nunca la exhibió: un médico no puede hacer uso de otra afiliación, así como así; en cambio, un periodista de nota roja no tiene problemas de ningún tipo; cambiarse el nombre es como una pequeña licencia. Es por eso, además, que sólo unos cuantos muy allegados lo conocen así, como el doctor J. Galindo.

Juan Gerardo, en cambio, se olvidó definitivamente de su nombre y de su apellido cuando un maestro en la preparatoria le dijo que si se iba a dedicar a redactar para los «exagerados medios policiacos» le aconsejaba adoptar un seudónimo. «Muchos lo hacen…». Fue la época cuando a todo el mundo le dijo que estaba tomando un curso por correspondencia que lo convertiría muy rápido en detective privado y dibujante de retrato hablado. Ésos eran cursos que aparecían como plagas de insectos en las contraportadas de las historietas de amor y de los cómics en los quioscos de revistas.

Pasado el tiempo, entró a trabajar como linotipista y dibujante en la única imprenta de ese tipo en Zacatecas. Era muy joven. Tomó dos cursos: «Sea usted un detective privado» y «Aprenda la técnica del retrato hablado». Se mantuvo ahí, en la imprenta, como parte de un aprendizaje mientras estudiaba los primeros semestres de la frustrada carrera de Leyes, misma que abandonó, sin pensarlo mucho, para trasladarse a Puebla en 1977, ya unido a Lorena, una muchacha dipsómana a la que sin embargo amaba, y con Nelson, su único hijo de pocos meses de nacido. De inmediato se integró a El Portal, un medio nuevo para él. Pronto en esas planas su columna, «El día de los hechos», se popularizó porque tenía la habilidad de recrearlo todo como si echara mano de inimitables recursos cinematográficos. «Escribo todo lo que puedo atestiguar y todo lo que me imagino», confesaba.

Una de esas tardes rojizas en el firmamento, como él las llamaba cuando el sol iba desapareciéndose poco a poc

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