Una revelación brutal (Inspector Armand Gamache 5)

Louise Penny

Fragmento

9788415630883-3

UNO

—¿Todos? ¿Los niños también? —Los restallidos del fuego que crepitaba en el hogar acallaron su exclamación entrecortada—. ¿Masacrados?

—Peor.

Entonces se hizo el silencio. Y en aquella pausa cobraron vida todas las cosas que podían ser peores que una masacre.

—¿Y están cerca?

Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar que algún ser horrendo reptaba por el bosque. Que se acercaba a ellos. Miró alrededor, casi convencido de que descubriría unos ojos rojos al acecho tras las oscuras ventanas. O por los rincones, o debajo de la cama.

—Por todas partes. ¿No has visto la luz que brilla en el cielo por la noche?

—Creía que era la aurora boreal.

Los tonos fluctuantes de rosa, verde y blanco que flotaban ante las estrellas parecían un ser vivo, creciente, lleno de resplandor. Y cada vez más cercano.

Olivier Brulé bajó la vista, incapaz de seguir sosteniendo la mirada, lunática y atormentada, del hombre que tenía enfrente. Llevaba mucho tiempo oyendo aquella historia y diciéndose que no era real. Era sólo un mito, una leyenda que se contaba y se repetía e iba adornándose cada vez más. Junto al fuego de un hogar como aquél.

Sólo era un cuento. No hacía daño a nadie.

Sin embargo, en aquella cabaña de troncos escondida en lo más agreste de Quebec, parecía algo más. Hasta Olivier empezaba a creérsela. Quizá porque era evidente que el ermitaño lo hacía.

El viejo estaba sentado en su butaca a un lado del hogar de piedra, y Olivier al otro. Este último contempló aquel fuego que llevaba más de un decenio encendido. Una vieja llama a la que no se permitía morir, que susurraba y crepitaba en la chimenea y alumbraba con su luz tenue la cabaña de troncos. Removió un poco las ascuas con el sencillo atizador de hierro y las chispas ascendieron por la chimenea. En la oscuridad, al reflejar la llama, los objetos brillantes titilaban como la luz de las velas.

—Ya falta poco.

Los ojos del ermitaño destellaban como un metal a punto de alcanzar su punto de fusión. Estaba inclinado hacia delante, como solía hacer cuando se relataba aquella historia.

Olivier examinó la habitación. Punteaban la oscuridad unas velas vacilantes que arrojaban sombras fantásticas, tenebrosas. La noche parecía haberse colado por las rendijas que quedaban entre los troncos para aposentarse en la cabaña, acurrucada en los rincones y escondida bajo la cama. Muchas tribus nativas creían que el mal vivía en las esquinas y por eso sus viviendas tradicionales eran redondas. A diferencia de aquellas casas cuadradas que les había dado el gobierno.

Olivier no creía que el mal viviese en las esquinas. Claro que no. Al menos, no a plena luz del día. En cambio, sí creía que en los rincones oscuros de la cabaña se agazapaban cosas que sólo conocía el ermitaño. Cosas que aceleraban los latidos del corazón de Olivier.

—Sigue —dijo intentando que su voz sonara firme.

Era tarde y Olivier todavía tenía veinte minutos de camino por el bosque para volver a Three Pines. Hacía aquel mismo recorrido cada quince días y lo conocía muy bien, incluso a oscuras.

Sólo a oscuras. La relación entre ellos dos sólo existía después del anochecer.

Se estaban tomando un té negro. Olivier sabía que se trataba de la variedad Orange Pekoe, una exquisitez reservada para el huésped más apreciado del ermitaño. Su único huésped.

En cualquier caso, era la hora de los cuentos. Se acercaron más al fuego. Estaban a principios de septiembre y un hálito de aire frío se había extendido con la noche.

—¿Por dónde iba? Ah, sí. Ya me acuerdo.

Olivier apretó las manos con más fuerza todavía en torno a la taza humeante.

—La fuerza terrible lo ha destruido todo a su paso. El Viejo Mundo y el Nuevo. Todo arrasado. Excepto...

—¿Excepto qué?

—Un pueblecito diminuto sigue intacto. Está escondido en un valle, por eso el ejército macabro no lo ha visto aún. Pero lo verá. Y cuando eso ocurra, su gran líder se pondrá a la cabeza del ejército. Es enorme, más alto que cualquier árbol, y va vestido con una armadura hecha de piedras, conchas puntiagudas y huesos.

—El Caos...

La palabra susurrada desapareció en la oscuridad y buscó un rincón donde acurrucarse. Y esperó.

—El Caos. Y las Furias. Enfermedad, Hambruna, Desesperación. Como un enjambre. Buscando. Y no van a detenerse. Jamás. Hasta que lo encuentren.

—Lo que les robaron.

El ermitaño asintió con una expresión sombría, como si estuviera presenciando la matanza, la destrucción. Como si viese a hombres, mujeres y niños huir de aquella fuerza cruel y desalmada.

—Pero ¿qué era? ¿Qué podría ser tan importante para justificar la destrucción absoluta con tal de recuperarlo?

Olivier tuvo que esforzarse para no apartar los ojos de aquel rostro surcado por las arrugas y dirigirlos a la oscuridad. Al rincón, a aquel objeto metido en un humilde saquito de lona de cuya presencia ambos eran conscientes. Pero el ermitaño pareció leer sus pensamientos y Olivier vio que una sonrisa malévola se instalaba en la cara del viejo. Y luego desaparecía.

—No es el ejército quien quiere recuperarlo.

Ambos vieron entonces la cosa que se cernía tras el terrible ejército. Aquello a lo que hasta el Caos temía. Lo que llegaba precedido por la Desesperación, la Enfermedad, la Hambruna. Con un único objetivo: encontrar lo que se le había arrebatado a su amo.

—Es peor que una masacre.

Hablaban en voz baja, apenas entre susurros. Como conspiradores de una causa ya perdida.

—Cuando el ejército finalmente encuentre lo que anda buscando, se detendrá. Y se hará a un lado. Y entonces llegará lo peor que pueda imaginarse.

Se hizo de nuevo el silencio. Y en aquel silencio cobró vida lo peor que podía imaginarse.

Fuera, una manada de coyotes se puso a aullar. Tenían acorralado a algún animal.

No es más que un mito, se tranquilizó Olivier. Sólo un cuento. Miró de nuevo hacia las brasas para no ver el terror reflejado en el rostro del ermitaño. Luego consultó su reloj inclinando el cristal hacia el hogar hasta que la esfera brilló, anaranjada, y le mostró la hora. Las dos y media de la madrugada.

—Se acerca el Caos, hijo, y nadie puede detenerlo. Ha tardado mucho, pero ya está aquí.

El ermitaño asintió con los ojos empañados y llorosos, a saber si por el humo del hogar o por alguna otra razón. Olivier se echó hacia atrás, sorprendido al notar que le dolía todo el cuerpo pese a tener tan sólo treinta y ocho años, y se dio cuenta de que se había mantenido en tensión mientras escuchaba aquel relato espantoso.

—Lo siento mucho. Se ha hecho tarde y Gabri estará preocupado. Tengo que irme.

—¿Ya?

Olivier se levantó, accionó la bomba para echar agua fría en el fregadero de esmalte y enjuagó la taza en él. Luego se volvió hacia la sala.

—Volveré pronto. —Sonrió.

—Voy a darte una cosa... —dijo el ermitaño mirando a su alrededor.

La mirada de Olivier se dirigió hacia el rincón donde se encontraba el saquito de lona. Sin abrir. Cerrado con un trozo de cordel.

El ermitaño soltó una risita.

—Quizá a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos