Tabú

Ferdinand von Schirach

Fragmento

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En cuanto la luz de los colores

verde, rojo y azul

se mezcla de igual modo,

nos aparece como si fuera blanca.

Teoría del color
según HELMHOLTZ

Una espléndida mañana de primavera del año 1838 se creó en París, en el Boulevard du Temple, una nueva realidad. Ésta transformó la visión, el conocimiento y la memoria de los seres humanos. Y, por último, transformó la verdad.

Daguerre era un escenógrafo francés. Quería hacer unos decorados que fuesen como la misma realidad. A través de un agujero practicado en una caja de madera proyectaba la luz sobre unas placas de plata yoduradas. Gracias a los vapores de mercurio se hacía visible lo que se encontraba delante de la caja. Sin embargo, las sales de plata tardaban mucho en reaccionar: los caballos y los paseantes eran demasiado veloces, el movimiento todavía era invisible, la luz únicamente grababa en las placas casas, árboles y calles. Daguerre había inventado la fotografía.

En la foto que realizó en 1838 se distingue con notable claridad, entre las sombras difusas de carros y personas, a un hombre. Mientras todo bulle a su alrededor, él permanece inmóvil, con las manos cruzadas a la espalda. Sólo la cabeza está borrosa. Nada sabía de Daguerre y su invento; era un transeúnte a quien estaban lustrando los zapatos. La cámara lo captó a él y al limpiabotas; fueron las primeras personas que aparecieron en una foto.

Sebastian von Eschburg había pensado con frecuencia en ese individuo inmóvil y su cabeza imprecisa. Pero fue en ese momento, después de que todo hubiese sucedido y ya nadie pudiese echar marcha atrás, cuando lo entendió: ese hombre era él mismo.

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Verde

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A mitad de camino entre Múnich y Salzburgo, algo apartado de las carreteras principales, se encuentra el pueblo de Eschburg. Del castillo que había dado nombre al pueblo tan sólo quedaban en lo alto, sobre la colina, unas cuantas piedras. En el siglo XVIII, uno de los Eschburg, tras pasar una temporada en Berlín en calidad de enviado del Gobierno bávaro, construyó a su regreso la casa nueva junto al lago.

A principios del siglo XX, los Eschburg tuvieron dinero por última vez. Por aquel entonces eran propietarios de un molino de papel y una hilandería. En 1912, el primogénito y heredero se ahogó en el hundimiento del Titanic, suceso que más adelante fue motivo de orgullo para la familia. Había reservado un camarote en primera clase y había emprendido la travesía con su perro como única compañía. Se negó a subir a un bote salvavidas, probablemente porque estaba demasiado ebrio.

Su hermano pequeño vendió las empresas familiares, especuló y perdió la mayor parte de la fortuna durante la inflación de la década de los años veinte. A partir de entonces, nunca se dispuso de suficiente dinero para renovar la casa como era conveniente. Las paredes estaban desconchadas, las dos alas laterales no se calentaban en invierno y en las cubiertas crecía musgo. En primavera y otoño, unos cubos de metal recogían la lluvia en los desvanes.

Casi todos los Eschburg habían sido cazadores y viajeros, y a lo largo de doscientos cincuenta años habían llenado las habitaciones de la casa con objetos de su agrado. En el vestíbulo había tres paragüeros con forma de pie de elefante y a su lado, en la pared, había colgadas varias jabalinas medievales, unas lanzas largas que se empleaban para la caza del jabalí. En el pasillo de arriba yacían dos cocodrilos enzarzados entre sí en un eterno combate; uno había perdido un ojo de vidrio, y el otro, parte de la cola. En las dependencias del servicio había un oso pardo enorme, al que se le habían caído casi todos los pelos de la barriga. En las paredes de la biblioteca había expuestos los cráneos de antílopes kudú y órix, y en una estantería, entre Goethe y Herder, sobresalía la cabeza de un gibón bizco. Alrededor de la chimenea descansaban tambores, trompas naturales y pianos de pulgares del Congo. Dos dioses de la fertilidad africanos, de ébano, negros y graves, reposaban en la entrada de la sala de billar.

En los pasillos había colgadas imágenes de santos de Polonia y Rusia junto a sellos ampliados de la India y dibujos a tinta de Japón. Había caballitos de madera chinos, puntas de lanza de Sudamérica, los colmillos amarillentos de un oso polar, la cabeza de un pez espada, un taburete con las cuatro pezuñas de un hipótrago, huevos de avestruz y baúles de madera procedentes de Indonesia cuyas llaves hacía tiempo que se habían perdido. Había una habitación de invitados llena de muebles barrocos florentinos falsificados y otra con una mesa expositor rebosante de broches, estuches de puros y una Biblia de gran formato con cierre de plata.

En la parte de atrás, al final del gran jardín con bosque, había una cuadra pequeña con cinco boxes para caballos. La hiedra crecía en las paredes, y la hierba, entre los adoquines del patio. La pintura se había desprendido de los postigos de las ventanas, y el óxido, teñido el agua de marrón. En dos de los boxes se secaba la leña y en otro se guardaban macetas, sal para el hielo y pienso para venado.

En esa casa nació Sebastian. En realidad, su madre quería dar a luz en el hospital de Múnich, pero el coche había estado demasiado tiempo expuesto al frío y no arrancó. Mientras su padre intentaba poner en marcha el vehículo, empezaron las contracciones. Cuando el farmacéutico y su esposa llegaron del pueblo, el padre de Sebastian esperaba en el pasillo delante de la habitación de su mujer. Dos horas más tarde, el farmacéutico le preguntó si quería cortar el cordón umbilical y él le contestó gritando que el motor se había roto. Aunque luego se disculpó, mucho tiempo después la gente del pueblo todavía se preguntaba qué significado había tenido aquello.

Los niños nunca habían sido el centro de atención en la familia de Sebastian. Se les enseñaba a utilizar los cubiertos en las comidas, a hacer un besamanos y que un niño debía hablar lo menos posible. Pero la mayor parte del tiempo no se ocupaban de ellos. Cuando Sebastian cumplió ocho años, se le permitió por primera vez sentarse a comer a la mesa con sus padres.

Por aquel entonces, Sebastian era incapaz de imaginarse viviendo en otro lugar. Cuando se marchaba de vacaciones con su familia, se sentía extraño en los hoteles. Se ponía contento cuando regresaba y todo seguía estando ahí: el entarimado oscuro de los pasillos, las escaleras de piedra con la huella desgastada y la tenue luz de la tarde en la capilla inclinada.

En la vida de Sebastian siempre habían existido dos mundos. La retina de sus ojos percibía ondas electromagnéticas de entre trescientos ochenta y setecientos ochenta nan

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