Juegos de ingenio

John Katzenbach

Fragmento

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—Quería un animal ideal para cazarlo —explicó el general.

Así que dije:

—¿Qué características tendría una presa ideal?

La respuesta fue, por supuesto:

—Debe ser valiente, astuta y, por encima de todo, capaz de razonar.

—Pero si ningún animal es capaz de razonar —objetó Rainsford.

—Mi querido amigo —dijo el general—, existe uno que sí lo es.

 

Richard Connell,

The Most Dangerous Game

Contenido

Contenido

Prólogo La mujer de los acertijos

1. El Profesor de la Muerte

2. Un problema persistente

3. Preguntas poco razonables

4. Mata Hari

5. Siempre

6. Nueva Washington

7. Virginia con cereal-r

8. Un equipo de dos

9. La chica encontrada

10. Las preocupaciones de Diana Clayton

11. Un lugar de contradicciones

12. Greta Garbo por dos

13. Te pillé

14. Un personaje histórico interesante

15. Lo robado

16. El hombre que encubrió la mentira

17. La primera puerta sin cerrar

18. La excursión matinal

19. Introducción a la arquitectura de la muerte

20. El decimonoveno nombre

21. Desaparecida

22. Temeridad

23. La segunda puerta sin cerrar

24. El último hombre libre

25. La sala de música

Epílogo Examen parcial de Psicología Básica

Notas

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Prólogo

La mujer de los acertijos

Su madre, que estaba agonizante, dormía con un sueño intranquilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un ventilador de techo removía el aire en torno a la hija, al parecer sin otro resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del día.

La anticuada ventana de celosía estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella la observó por un momento, preguntándose si la atraía la luz, como creían los poetas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se había lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.

Notó que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos e intentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún momento la vista de la hoja de papel que tenía en el escritorio, ante sí.

Era de un papel blanco barato. Las palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.

 

la primera persona posee aquello que la segunda persona escondió.

 

Se reclinó en su silla de trabajo, tamborileando en el escritorio con un bolígrafo como un percusionista que busca un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una forma de forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituían un reto para ella, eran mensajes tan complicados, tan crípticos que la dejaban perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, así que no le parecía del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.

Sin embargo, lo más inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habían enviado a su buzón de la revista, ni lo había recibido en el ordenador de la oficina como correo electrónico. Habían metido la carta ese día en el buzón maltratado y cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa, para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además, a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecía de firma y de la dirección del remitente. No había ningún sello pegado al sobre.

No le hacía gracia la idea de que alguien supiera dónde vivía.

La mayoría de la gente que se distraía con los juegos de ingenio que ella inventaba era inofensiva; programadores informáticos, académicos, contables. Entre ellos había algún que otro policía, abogado o médico. Ella había aprendido a reconocer a muchos de ellos por la manera tan característica en que funcionaba su mente cuando resolvían sus pasatiempos y que a menudo resultaba tan única como una huella digital. Incluso había llegado a un punto en que sabía de antemano cuáles de sus asiduos darían con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalían por su habilidad para desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacionar autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas que resolvían los crucigramas del domingo con pluma.

Desde luego, también había algunos de los otros.

Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su paranoia en cada mensaje oculto, o que descubría odio y rabia en todos los rompecabezas que ella creaba.

«Nadie es realmente inofensivo —se dijo—. Ya no.»

Los fines de semana se llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos habitaciones que había compartido durante casi toda su vida con su madre, y practicaba hasta convertirse en una experta.

Bajó la vista hacia la nota que alguien le había llevado hasta allí y notó una presión desagradable en el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum .357 de cañón corto de su funda y lo depositó en el tablero, junto a la pantalla del ordenador. Era una de la media docena de armas que poseía, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático que

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