Loba negra

Juan Gómez-Jurado

Fragmento

Un abismo
Un abismo

Antonia Scott nunca se ha enfrentado a una decisión tan difícil.

Para otras personas, el dilema ante el que ella se encuentra podría ser algo insignificante.

No para Antonia. Diríamos que su mente es capaz de trabajar a muchos niveles de distancia en el futuro, pero la cabeza de Antonia no es una bola de cristal. Diríamos que es capaz de visualizar frente a ella decenas de unidades de información al mismo tiempo, pero la mente de Antonia no funciona como en esas películas donde ves un montón de letras sobre la cara del protagonista mientras éste piensa.

La mente de Antonia Scott es más bien como una jungla, una jungla llena de monos que saltan a toda velocidad de liana en liana llevando cosas. Muchos monos y muchas cosas, cruzándose en el aire y enseñándose los colmillos.

Hoy, los monos llevan cosas terribles, y Antonia siente miedo.

No es una sensación a la que Antonia esté acostumbrada en absoluto. Al fin y al cabo Antonia se ha visto en situaciones como:

– Una persecución a gran velocidad con lanchas motoras de noche en el Estrecho.

– Un túnel lleno de explosivos en el que una secuestradora apuntaba a un rehén particularmente valioso a la cabeza.

– Lo de Valencia.

Su astucia le salvó el día de las motoras (dejó que los de delante se estrellaran) y su conocimiento (de aves en inglés) en el túnel. Sobre lo de Valencia, se desconoce cómo salió con vida (la única) de aquella carnicería. Se ha negado siempre a contarlo. Pero salió. Y no sintió miedo.

No, Antonia no siente miedo de casi nada, salvo de sí misma. De la vida, quizá. Su pasatiempo es imaginar durante tres minutos al día cómo matarse, al fin y al cabo.

Son sus tres minutos.

Son sagrados.

Son lo que la mantiene cuerda.

Es, de hecho, la hora. Pero en lugar de estar sumida en la paz de su ritual, Antonia está sentada frente a un tablero de ajedrez. Las fichas, blancas y rojas, al estilo inglés. Un alfil de Antonia tiene a su alcance el jaque mate.

Rojas juegan y ganan.

Una decisión sencilla.

No para Antonia.

Porque al otro lado del tablero está Jorge, mirándola muy fijo, con los ojos entornados. A través de esas medias lunas verdes se intuye todo el desafío y mala baba que caben en un metro diez.

—Mueve de una vez, mamá —dice Jorge, dando un ligero puntapié bajo la mesa de mármol—. Me aburro.

Está mintiendo. Puede que Antonia no sepa qué hacer. Pero reconoce la mentira.

Jorge espera, ansioso, para saber si moverá el alfil y le ganará, para poder iniciar una rabieta por haber perdido. O, por el contrario, que Antonia mueva otra pieza, para poder iniciar una rabieta por haberle dejado ganar.

De la parálisis la arranca una interrupción. Sobre la mesa, el teléfono muestra una cara rubicunda. Muy pelirroja y muy vasca. La vibración del aparato agita las piezas, furiosas, en los escaques.

Jon sabe que está con Jorge. Su tercera visita desde que el juez consideró darle una segunda oportunidad, en contra de la opinión del abuelo del niño. Está a prueba. Jon no llamaría si no fuera importante.

Antonia se excusa con un leve encogimiento de hombros, y se pone de pie para contestar la llamada. Dando la espalda a la frustración de su hijo y a la trabajadora social que no deja de tomar notas con cara inexpresiva en una esquina de la habitación.

Por poco que le guste escaparse con un subterfugio, Antonia ya ha decidido que ése era un juego al que no podía ganar.

Y eso le gusta aún menos.

Primera parte. Antonia

PRIMERA PARTE

ANTONIA

Puedes hacerte amigo de un lobo.

Puedes romper al lobo.

Pero nadie puede domesticar a un lobo.

GEORGE R. R. MARTIN

1. Un cuerpo
1 Un cuerpo

A Jon Gutiérrez no le gustan los cadáveres en el río Manzanares.

No es una cuestión de estética. Este cadáver es muy desagradable (parece que lleva un tiempo en el agua), con la piel cerúlea repleta de manchas violáceas, las manos casi separadas de las muñecas. Pero no es cuestión de ponerse exquisitos.

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