La sangre manda

Stephen King

Fragmento

Mi pueblo tenía unos seiscientos habitantes (y todavía los tiene, pese a que yo me marché de allí), pero disponíamos de internet como en las grandes ciudades, así que mi padre y yo recibíamos cada vez menos correo postal. Por lo común, el señor Nedeau solo traía el semanario Time, publicidad dirigida al Ocupante o a Nuestros Amables Vecinos, y los recibos mensuales. Sin embargo, a partir de 2004, cuando cumplí nueve años y empecé a trabajar para el señor Harrigan, que vivía calle arriba, contaba con que llegaran anualmente a mi nombre por lo menos cuatro sobres con las señas escritas a mano: una felicitación el día de San Valentín en febrero, una felicitación de cumpleaños en septiembre, una felicitación por Acción de Gracias en noviembre y una felicitación navideña poco antes o poco después de las fiestas. Cada una contenía un billete por valor de un dólar de la lotería del estado de Maine, y la firma era siempre la misma: «Saludos del señor Harrigan». Sencillo y formal.

También la reacción de mi padre era siempre la misma: se reía y alzaba la vista al techo con actitud afable.

—Es un rácano —dijo un día. Puede que por entonces yo ya hubiera cumplido los once, y las felicitaciones llegaban desde hacía un par de años—. Racanea con la paga y racanea con la gratificación… un rasca y gana de la Lucky Devil que compra en Howie’s.

Señalé que, por lo general, uno de los cuatro rascas salía premiado con dos o tres pavos. Cuando eso ocurría, mi padre iba a Howie’s a recoger el dinero, porque en principio los menores no debían jugar a la lotería, por más que los billetes fueran regalados. En una ocasión, cuando, en un golpe de suerte, me tocaron nada menos que cinco dólares, pedí a mi padre que comprara otros cinco rascas de un dólar. Se negó, aduciendo que, si fomentaba mi adicción al juego, mi madre se revolvería en su tumba.

—Bastante mal está ya que lo haga Harrigan —dijo mi padre—. Además, debería pagarte siete dólares la hora. Quizá incluso ocho. Desde luego puede permitírselo. Quizá cinco la hora sea legal, porque eres solo un niño, pero algunos lo considerarían explotación infantil.

—Me gusta trabajar para él —respondí—. Y me cae bien, papá.

—Eso lo entiendo —admitió mi padre—, y tampoco es que por leerle y limpiarle el jardín te conviertas en un Oliver Twist del siglo XXI, pero, aun así, es un rácano. Me sorprende que esté dispuesto a desembolsar el dinero de los sellos para mandar esas felicitaciones cuando entre su buzón y el nuestro no habrá más de quinientos metros.

Nos encontrábamos en el porche delantero de casa, bebiendo Sprite, cuando mantuvimos esa conversación, y mi padre señaló con el pulgar calle arriba (una calle sin asfaltar, como casi todas en Harlow), en dirección a la casa del señor Harrigan. Que de hecho era una mansión, con piscina cubierta, terraza interior, un ascensor de cristal en el que me encantaba subir, y fuera, en la parte de atrás, un invernadero donde antiguamente había una vaquería (antes de mis tiempos, pero mi padre la recordaba bien).

—Ya sabes lo mal que está de la artritis —dije—. Ahora a veces usa dos bastones en lugar de uno. Bajar hasta aquí a pie lo mataría.

—Entonces bien podría darte en mano las malditas felicitaciones —dijo mi padre. En sus palabras no había malevolencia; de hecho, hablaba en broma. El señor Harrigan y él se llevaban bien. Mi padre se llevaba bien con todo el mundo en Harlow. Por eso, supongo, era un buen vendedor—. ¿Qué le cuesta, con todo el tiempo que pasas allí?

—No sería lo mismo —contesté.

—¿No? ¿Por qué no?

Me fue imposible explicarlo. Gracias a tanta lectura, yo poseía un amplio vocabulario, pero tenía poca experiencia de la vida. Solo sabía que me gustaba recibir esas felicitaciones, las esperaba con ilusión, y también los billetes de lotería que siempre rascaba con mi moneda de la suerte, y la firma con aquella anticuada caligrafía: «Saludos del señor Harrigan». Volviendo la vista atrás, me viene a la cabeza la palabra «ceremonial». Era como la costumbre que tenía el señor Harrigan de ponerse una de aquellas raquíticas corbatas negras suyas cuando los dos íbamos en coche al pueblo, aunque él solía quedarse sentado al volante de su sobrio sedán Ford leyendo el Financial Times mientras yo entraba en el supermercado IGA con su lista de la compra. Esa lista contenía siempre picadillo de carne en conserva y una docena de huevos. El señor Harrigan comentaba a veces que un hombre, al llegar a cierta edad, podía vivir perfectamente a base de huevos y picadillo de carne en conserva. Cuando le pregunte qué edad era esa, me respondió: sesenta y ocho.

—Cuando un hombre llega a los sesenta y ocho —dijo—, ya no necesita vitaminas.

—¿De verdad?

—No —contestó—. Lo digo solo para justificar mis malos hábitos alimentarios. ¿Encargaste o no el servicio de radio por satélite para este coche, Craig?

—Sí. —Desde el ordenador de mi padre en casa, porque el señor Harrigan no tenía.

—¿Y dónde está, entonces? Lo único que sintonizo es a ese charlatán de Limbaugh.

Le enseñé cómo acceder a la radio XM. Giró el mando hasta que, después de pasar por algo así como un centenar de emisoras, encontró una especializada en música country. Sonaba «Stand By Your Man».

Esa canción aún me produce escalofríos, y supongo que siempre será así.

Aquel día de mi undécimo año de vida, mientras mi padre y yo bebíamos Sprite y mirábamos hacia la casa grande (que era precisamente como la llamaban los vecinos de Harlow: la Casa Grande, como si fuera la cárcel de Shawshank), dije:

—Recibir cartas es guay.

Mi padre levantó la vista al cielo, gesto habitual en él.

—El correo electrónico es guay. Y los móviles. A mí esas cosas me parecen milagros. Tú eres demasiado joven para entenderlo. Si hubieses crecido sin nada más que una línea compartida con otras cuatro casas, incluida la de la señora Edelson, que nunca callaba, no pensarías lo mismo.

—¿Cuándo podré tener móvil? —Era una pregunta que venía haciendo muy a menudo ese año, y con mayor frecuencia después de que salieran a la venta los primeros iPhone.

—Cuando decida que tienes edad suficiente.

—Como tú digas, papá. —Esa vez fui yo quien alzó la vista al cielo, y él se rio.

A continuación adoptó una expresión seria.

—¿Te haces idea de lo rico que es John Harrigan?

Me encogí de hombros.

—Sé que antes tenía fábricas.

—Tenía mucho más que fábricas. Antes de retirarse, era el mandamás de una empresa que se llamaba Oak Entreprises, propietaria de una compañía naviera, centros comerciales, una cadena de cines, una empresa de telecomunicaciones y no sé cuántas cosas más. En el Parquet, Oak era una de las más grandes.

—¿Qué es el Parquet?

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