1. Margarita
—El problema, Jorge, es que vos jamás me comprenderÃas.
Jorge la miraba impávido. ¿Qué diablos habÃa querido decir con eso? ¿Comprender qué? ¿Por qué necesitaba Margarita, además de su atención, su comprensión? Porque las mujeres querÃan atención. Su atención. Estaba seguro de haber entendido mal, pero eso no era lo que más lo desconcertaba. Era imposible que Margarita no quisiera salir con él.
Ansiando desechar la negativa de su interlocutora, se sirvió la enésima copa de vino tinto de la noche e hizo que su contenido desapareciera como por arte de magia: solo los goterones que se deslizaban desde las comisuras de sus ya violáceos labios hasta los pelos del pecho que sobresalÃan de la apertura de su camisa evidenciaban el destino del licor.
Margarita pensó que no querÃa volver a ver a Jorge, aunque lo que en realidad importaba era que Jorge no pudiera volver a verla a ella. Le gustaba reunirse con Clara y sus amigos pero detestaba las miradas de Jorge Cárdenas, que iban pasando de furtivas a fijas a medida que el alcohol le ganaba la partida a la velada. ¿Qué demonios le veÃa? En ese momento entornaba los ojos, como si el rechazo inesperado la hubiera convertido en una distante figura borrosa.
—¿Entonces salimos mañana?
Margarita tosió, espantando el humo del cigarrillo que otro invitado habÃa dejado a medio apagar en el único cenicero que habÃa en el apartamento de Clara, el que sacaban cuando bebÃan. Jorge no habÃa escuchado una sola de sus palabras. Margarita hizo ademán de ponerse de pie pero él la detuvo, asiéndola bruscamente de la muñeca. Ella lo miró enfurecida, volviendo a caer sobre el sofá. ¿Quién diablos se creÃa que era él para obligarla a sentarse?
—¿Pero sigo siendo el rey? —le preguntó a Jorge, intentando apaciguar sus propios ánimos.
—¿Que qué?
—Jorge, ya no quiero hablar más con vos.
—Es que no entiendo por qué tanto problema, solo es una salidita a comer. ¿Y cómo asà que comprenderte?
—OlvÃdalo.
—Ah. Me querés dejar intrigado.
—No. Dejémoslo en que, simplemente, prefiero no perder el tiempo.
Jorge estaba luchando por contener el ligero temblor de sus manos.
—Maldita puta engreÃda.
Margarita pestañeó con rapidez, su boca curvándose en una sonrisa involuntaria. SÃ, se sentÃa insultada, pero no era un insulto que no pudiera saborear. En definitiva, ese habÃa sido el cierre idóneo para la conversación que acababa de sostener con Jorge. ¿Conversación? No, habÃan sido dos monólogos independientes que no volverÃan a entrecruzarse. Jorge bajó la mirada hasta el tapete blanco que la pesada mesa de vidrio mantenÃa en su sitio y jugueteó con las llaves de su auto. De alguna manera sabÃa que esas palabras describÃan tan poco a Margarita Mendoza como el apelativo hombre de Dios al pastor que habÃa comprado la finca de sus vecinos.
Margarita se levantó y caminó hasta el balcón para informarle a Clara que se marchaba. Los abrazó a ella y a su esposo, y salió del apartamento de su mejor amiga sin molestarse en despedirse de los demás concurrentes. Estaba cansada. Cansada de todo, en especial de los hombres de su entorno. En verdad no habÃa sido su intención herir a Jorge Cárdenas en su orgullo, pero ya estaba muy grandecita como para estarles cuidando los sentimientos a los demás. O tal vez estaba demasiado joven para hacer las veces de nodriza del ego masculino.
Echó una rápida ojeada a sus piernas expuestas mientras conducÃa de vuelta a casa y dio un respingo.
—Maldita puta engreÃda —resopló, deteniendo el vehÃculo en el garaje de su pequeña residencia.
No le sorprendÃa que Jorge Cárdenas fuera uno de los adeptos de la doctrina que predicaba que toda mujer alberga una prostituta en su fuero interno. Después de todo, ¿qué otra cosa podÃa creer un hombre que pasaba un promedio de dos horas semanales en el burdel? No que el esposo de Clara se lo hubiera contado, ni mucho menos: Margarita veÃa el persistente sebo amarillento que esa diversión de muchachos le habÃa legado al semblante de Jorge. Pero a ella no le molestaba que Jorge la hubiera enviado al colectivo de las trabajadoras sexuales en un momento de rabia, ni tampoco que no tuviera el valor de llevar a sus concubinas alquiladas a un restaurante concurrido, ansiando exhibirla a ella en su lugar (¿en sus lugares? El asunto se ponÃa confuso cuando habÃa tantas almas de por medio). Lo que la indignaba era que Jorge Cárdenas hubiera creÃdo que ella estarÃa dispuesta a tolerar sus comentarios y bromas sexistas, además de su diatriba insulsa, a cambio de una invitación a cenar. Ella tenÃa trabajo y le gustaba cenar sola. Atrevido.
2. Tocayos
Johana Puertas se llamaba Margarita. Unos años atrás le habrÃa convenido utilizar su verdadero nombre para el negocio. Ahora, Johana habÃa perdido vigencia y Margarita era mucho más lucrativo.
—Ni idea —le respondió a su amiga de turno—. Solo sé que me va mejor las noches en que me presento asÃ.
—¿No será más bien la pinta?
—No, mami, yo que le digo. Yo creo que el nombre los hace pensar en la presentadora de NotiLight.
—¡Ay, Johana, pero usted no se parece a ella! ¡Para nada!
—No se ponga celosa, mami, que yo no estoy diciendo eso.
El chirrido de unas llantas las interrumpió.
—¿Cuál de las dos quiere dar una vueltica conmigo? —preguntó desde el interior del vehÃculo un hombre que habÃa frenado sobre las desvanecidas lÃneas blancas del cruce peatonal.
—Ambas estamos disponibles, papi —contestó la colega de Johana, acercándose al auto.
—¿Cómo te llamas, ricura?
—Como tú quieras —respondió ella.
—No soy tan creativo. ¿Cómo se llama tu amiguita? —inquirió el hombre, clavando la mirada en el ombligo expuesto de Johana, quien también se habÃa aproximado.
—Margarita —respondió Johana.
—Ambas están divinas… Pero me voy a llevar a la del nombre.
Johana sonrió y abrió la puerta del pasajero, arrellanándose en el frÃo interior del vehÃculo. Una vez más, el cambio de nombre le habÃa traÃdo suerte: el hombre que la habÃa recogido era joven y estaba como querÃa: tenÃa cara bonita y, por el diámetro de sus brazos, se notaba que iba al gimnasio.
—ChaÃto, mami. Aquà la espero, ¿oyó? â€