LA NOVIA DE FRANKENSTEIN
I. EL DESCUBRIMIENTO DEL MONSTRUO
Descubrí el monstruo cuando tenía diez años, en 1958, en Buenos Aires. Ese año tuve el privilegio de ponerme pantalón largo y, sobre todo, de que me permitieran asistir a la programación dominical de tarde del cine del barrio, el Cabildo, junto con un par de amigos y sin que nos acompañara un adulto. Aquellas sesiones dominicales estaban pensadas a lo grande. El teatro nos parecía la máxima expresión del lujo. Su interior imitaba a un palacio italiano de inspiración rococó en versión años treinta, con molduras doradas, viejas butacas de felpa roja en platea que olían a orina y, en el anfiteatro, asientos nuevos tapizados de vinilo que olían a lejía, un pesado telón de terciopelo color vino que enmarcaba el escenario y seis cariátides de un orientalismo sospechoso que nos arrancaban risitas lascivas porque, sobre sus corpiños verdes y dorados, aquellas bellezas de piel olivácea enseñaban las tetas. Por unos pesos de los prehistóricos se podía comprar una entrada que daba derecho a presenciar el espectáculo en directo que abría la sesión, varios cortos y tres largometrajes, e incluso te sobraba algo de calderilla para comprar una barrita Aero, que estaba hecha de chocolate y aire a partes iguales, como un queso de Gruyère en miniatura, o un paquete de Sugus, que eran unos caramelos blandos de frutas. Los mejores eran los rojos (los de fresa) y los peores, los verdes (de una menta que sabía a dentífrico). Pateábamos el suelo para exigir que levantaran el telón antiincendios, cubierto de anuncios de las tiendas locales; abucheábamos y silbábamos al desgraciado pianista que había venido a tocar para nosotros la Barcarola de Offenbach; reíamos a mandíbula batiente durante los dibujos animados o las historietas de Chaplin; y luego nos metíamos ya en situación y nos poníamos serios. Vale la pena remarcar que la primera tarde pusieron una trilogía de Frankenstein: Frankenstein, La novia de Frankenstein y Abbot y Costello contra los fantasmas. Nunca habíamos visto una película de Frankenstein, pero, como si fuera un arquetipo platónico, el conocimiento de lo que representaba (en la definitiva personificación de Boris Karloff) parecía haber arraigado en nosotros. Estábamos predispuestos a pasar miedo.
¿Qué preparación teníamos para enfrentarnos al miedo? Ninguna. Los lúgubres paisajes de la pantalla nos resultaban tan remotos como la visión que la lejana Centroeuropa y Hollywood nos daban de ellos, tan distintos eran de nuestra ciudad seudoparisina. Esas noches, el momento en que acecha el monstruo, de ululantes tormentas y postigos que golpean las ventanas, no nos decían nada (al menos si la memoria no me engaña), como si los vientos huracanados no formaran parte de las condiciones climatológicas de nuestra infancia. El terror que sentíamos al ver esas películas nos resultaba ajeno, como debería ser todo terror constructivo, y se nos aceleraba el pulso ante esa presencia que inspiraba temor y, en el sentido romántico del término, era sublime. Fue una pena que en inglés se eligiera la palabra «horror» en lugar de «terror» para definir el género que pretendía explorar la cara oculta de la imaginación. Existe una distinción clásica entre el terror y el horror que postula Ann Radcliffe, autora de Los misterios de Udolpho (1794). Radcliffe sostenía que el terror y el horror son de naturaleza distinta, porque el primero engrandece el alma y agudiza nuestras facultades, mientras que por el contrario el segundo las limita, las paraliza y, en cierto modo, las anula. «Ni en la poesía de Shakespeare o Milton, ni en las disquisiciones del señor Burke, se recurre al horror en estado puro como origen de lo sublime, sino que se admite que el terror es una de las causas primordiales de lo sublime. ¿Dónde podríamos establecer la diferencia fundamental entre el terror y el horror si no es en que este último se presenta acompañado de una sensación de oscura incertidumbre respecto al mal que se teme?»1 Boris Karloff, el monstruo por antonomasia, decía: «El horror posee una connotación de aborrecimiento y repugnancia. Yo prefiero emplear el término “terror”».2
La palabra «monstruo» (que procede de moneo, «aconsejar, advertir» o de monstro, «mostrar») parece implicar que los monstruos llevan un letrero escrito con grandes letras que dice: «Guárdate de adentrarte en estas tierras». Puesto que la sociedad puede definirse a partir de lo que excluye, su definición debería incluir de manera implícita (o explícita) lo que es su reverso. La normalidad precisa de la anormalidad, los lazos comunes delimitan la noción de lo desconocido y la conducta correcta refleja como una imagen invertida lo que no es aceptable. La imagen tradicional de nuestro ser social queda cercada por los parias, los extraños y las criaturas esperpénticas. No es de extrañar que los monstruos hayan estado acechando tras las puertas de la ciudad desde los primeros vestigios que se tienen de la literatura. Un texto babilónico de 2800 a.C. divide a los monstruos en tres clases: los monstruos que lo son por exceso (los gigantes), los que lo son por defecto (como, por ejemplo, los enanos o las criaturas deformes) y los que lo son por partida doble (los gemelos siameses). Si bien la existencia de un monstruo de estas dos últimas categorías podía interpretarse como una buena o una mala señal en función de diversas circunstancias, un monstruo de la primera categoría siempre llevaba consigo la desgracia.3 En el folclore europeo, desde el Polifemo de Ulises hasta el gigante de Grimm, el monstruo es una criatura que actúa por instinto y no reflexiona, un bruto al que fácilmente se engaña y cuyas proporciones no le otorgan las cualidades exquisitas de otras bestias de gran tamaño. El monstruo de Frankenstein es el paradigma de este exceso: no solo sus miembros son enormes y su cuerpo es el de un gigante, sino que él mismo es el resultado de haber magnificado los poderes creativos del ser humano, el producto de una imaginación que se expande más allá de sus fronteras y de los límites sociales y se adentra en los confines de lo que siempre ha estado y estará prohibido.
En un artículo titulado «The Body of Frankenstein’s Monster», Cecil Helman, basándose en el testimonio de diversos antropólogos e historiadores, hizo hincapié en la curiosa reciprocidad que existe entre las diversas imágenes de nuestro cuerpo personal y del cuerpo político. Para Helman, la sociedad que inventó a Frankenstein (tanto la Inglaterra de Shelley de principios del siglo XIX como la América o la Europa de Whale de los años treinta) «es una sociedad masculina en estado puro, violenta e inarticulada, que surge en un contexto dominado por el feudalismo y la vida agraria. En ella se entretejen diversos elementos antiguos, recogidos de distintas épocas pasadas, que se hilvanan en el mismo cuerpo político. La ciencia y la electricidad mueven sus resortes, pero su cerebro es el de un criminal».4 Es cierto, pero la riqueza metafórica de la imagen del monstruo es mucho mayor. Abarca una sociedad tecnócrata de implantes corporales y milagros genéticos, así como a sus precursores, las industrias satánicas y las leyes de Malthus, pero también refleja esa tierra de nadie que existe más allá de los límites de la sociedad, una tierra para la que carecemos de vocabulario y cuya geografía apenas reconocemos vagamente en sueños.
Quizá esto fue lo que de un modo somero sentimos a los diez años cuando íbamos al teatro a ver cine de adultos: que, más allá de los límites que nos imponían los padres y los profesores, al margen de transgredir las conductas aceptables y las normas de la vida diaria, había algo más, tácitamente prohibido y por lo tanto tentador, innombrable y, precisamente por eso, terrorífico, más natural y real que la vida misma.
II. LA CREACIÓN DE LA NOVIA
En 1912 Carl Laemmle senior, un alemán de origen judío que había emigrado a Estados Unidos en 1884, fundó Universal Film Manufacturing Company. Dos años después construyó la Universal City en un rancho de 230 acres situado en el valle de San Fernando. La Universal no tardó en ganarse la reputación de ser la mejor productora de películas de terror, género que inventó casi en solitario. En tan solo una década, la Universal produjo El jorobado de Notre Dame (1923) y El fantasma de la ópera (1925), ambas con el extraordinario Lon Chaney; El gato y el canario (1927), una inquietante y estremecedora película de miedo con Laura La Plante; Drácula (1931), con el tristemente famoso Bela Lugosi; La momia (1932), protagonizada por Karloff; El hombre invisible (1933), con Claude Rains; El gato negro (1934), también con Karloff y, cómo no, la saga de Frankenstein. Gran parte de estos clásicos se filmaron bajo la supervisión del sobrino de Laemmle, Carl Laemmle junior, que fue nombrado jefe de producción en 1929.
En 1935, a pesar de los éxitos de la década anterior, la Universal se vio en graves apuros económicos y Laemmle junior anunció que solo iba a producir siete películas ese año, y que empezaría por la que creía que iba a convertirse en un éxito seguro y apoteósico: El retorno de Frankenstein. Al principio, Laemmle junior quería que el alemán Kurt Neumann dirigiera la película, pero James Whale, quien por aquel entonces estaba dirigiendo El hombre invisible y había hecho ganar cuantiosas sumas a la Universal con Frankenstein, pidió que se le ofreciera a él el proyecto, y Laemmle accedió.
Whale había alcanzado gran notoriedad como director escénico en el West End de Londres, y posteriormente en Broadway, con una obra muy cruenta sobre la guerra de R. C. Sheriff, Journey’s End. Howard Hughes le trajo a Hollywood para trabajar en las secuencias dialogadas de una película épica sobre la aviación en tiempos de guerra, Los ángeles del infierno (1930), que acababa de rodar para el cine mudo y deseaba convertir en una película sonora. Aunque aquella colaboración dejó mucho que desear (las escenas aéreas eran espectaculares, pero los diálogos resultaron atroces), Whale pasó a dirigir para la Universal una versión cinematográfica muy rebuscada de la obra de Sheriff y, a continuación, el gran éxito de Frankenstein de 1931.
A finales de 1935 los Laemmle se vieron obligados a vender su estudio y Whale, a las órdenes del nuevo equipo directivo, filmó Magnolia (1936), una película brillante y de elegante factura con Paul Robeson, Irene Dunne y Helen Morgan. Esta obra iba a ser el último éxito de Whale. La siguiente película, De regreso (1937), pensada como una secuela de Sin novedad en el frente, trataba de unos soldados alemanes que regresaban a su país desesperados y habiendo perdido ya toda ilusión. Los censores se ensañaron con ella, deseosos de no ofender al gobierno de Hitler, y Whale se marchó a MGM y luego a Columbia, donde tuvo que aceptar guiones toscos y aburridos. En 1956 empezó a tener problemas de salud y, por culpa de un diagnóstico equivocado, se sometió a un innecesario tratamiento de electroshocks que le dejó incapacitado. A partir de entonces fue incapaz de leer o pintar (el director de cine también había sido un artista plástico consumado). Ni siquiera podía conducir. El miércoles 29 de mayo de 1957 Whale escribió una nota dirigida «A todos mis seres queridos», caminó hasta el extremo menos profundo de su piscina y se tiró de cabeza al agua. A pesar de los rumores que apuntaban a un posible asesinato, la autopsia confirmó que Whale había muerto ahogado a causa de un accidente.5
Whale era un hombre que defendía su intimidad. En Hollywood, a pesar de llevar una vida abiertamente gay con su amante, el actor David Lewis, solo concedía entrevistas en muy raras ocasiones y nunca aparecía ante las cámaras. En público se comportaba con afectación y esnobismo. Elsa Lanchester lo encontraba «cáustico» y «desagradable». Por otro lado, Whale siempre se mostraba despectivo con Karloff y declinaba hablar de él diciendo: «¡Bah, tan solo era un camionero…!».6 Es probable que esta actitud desdeñosa surgiera de su peculiar sentido del humor. Whale sirvió en su juventud en el ejército británico en Somme, Arras e Yprès, y cuando se reincorporó a la vida civil sentía un fuerte rechazo por cualquier clase de autoridad y había adquirido una aguda noción de lo absurdo, lo extravagante y lo camp. En 1954 Christopher Isherwood fue el primero en destacar la sensibilidad camp que posteriormente Susan Sontag definiría como «amor por lo antinatural: el artificio y la exageración»,7 frase que describe a la perfección las mejores obras de Whale. Según su biógrafo, James Curtis, la producción de Whale puede dividirse entre «trabajos» y «proyectos». Los trabajos eran las películas alimenticias, que aceptaba para cumplir con sus obligaciones contractuales. Sus proyectos, en cambio, eran las películas que él elegía hacer; fueron principalmente las obras que dirigió durante sus años en la Universal y por las cuales sería recordado.
A pesar de que se daba por sentado que Frankenstein contaría con una segunda parte, La novia de Frankenstein nunca fue una secuela para Whale en el sentido genuino de la palabra. Es cierto que retoma la historia en el punto en que Frankenstein la dejó, pero es una obra completamente distinta, tanto en intención como en estilo. La primera es trágica; La novia de Frankenstein es de una comicidad patética y grotesca. La historia de Frankenstein se sitúa en una geografía real (o pretendidamente real). La historia de la novia, en cambio, relata de un modo explícito la historia de Mary Shelley. Es una fantasía o una pesadilla, una versión prohibida de la personalidad de la autora, que se casa con la criatura que ha creado.
Whale escogió a los actores de la segunda película mucho antes de que el guión estuviera terminado. Los personajes principales eran británicos (hecho que el departamento de publicidad explotó con abundantes fotografías del elenco tomando el té). La presencia de Karloff en el papel de monstruo fue indiscutible. Colin Clive (a quien Whale había contratado en 1929 para que encarnara el papel principal en la producción teatral de Journey’s End, cuando Clive era prácticamente un desconocido, y que había personificado al primer doctor Frankenstein) volvería a ser en el cine el creador del monstruo. Valerie Hobson, bajo contrato de la filial de la Universal en Inglaterra, haría el papel de la otra novia, la del doctor Frankenstein. La novia protagonista sería llevada a la pantalla por Elsa Lanchester, que también encarnaría a Mary Shelley. No obstante, para resaltar el trasfondo de humor negro que se buscaba, Whale recurrió a dos actores en especial: Una O’Connor y Ernest Thesiger.
Una O’Connor (cuyo verdadero nombre era Agnes Teresa McGlade) era una actriz irlandesa que se había abierto camino en Hollywood a finales de los años veinte. Había interpretado a una inolvidable señora Gummidge en la película de Cukor David Copperfield, y también a la irritante señora Hall en El hombre invisible, de Whale, donde su figura inquietante y pajaril oscilaba entre el horror y el slapstick.
Whale había conocido a Ernest Thesiger en Inglaterra con motivo de una producción navideña que se hizo en Manchester de Las alegres casadas de Windsor. El novelista canadiense Timothy Findley, que conoció a Thesiger en la época en que él mismo se dedicaba al teatro, escribió: «Su aspecto causaba el mismo efecto que un pie musical. A menudo, lo que ocurría era algo funesto. Por ejemplo, cuando se trataba de una “película de época”, en el momento en que Ernest aparecía sabías que el héroe caería en una trampa diabólica. En cambio, si la escena estaba ambientada en la actualidad, la presencia de Ernest Thesiger implicaba una serie de enredos cómicos. Cuando vestía ropa moderna, perdía su apariencia siniestra… y no sé realmente por qué, solo sé que era algo que tenía que ver con su aspecto físico. Los ropajes y los volantes le permitían ocultarse tras la indumentaria; un traje sastre ni siquiera le bastaba para empezar a esconderse. Oculto lograba parecer inquietante, pero cuando se mostraba provocaba estruendosas carcajadas. Ernest Thesiger fue un provocador, tanto en su vida privada como en la profesional».8 Cuando le preguntaban qué era lo que le había impresionado más de la Primera Guerra Mundial (donde fue herido de gravedad), su respuesta era la siguiente: «El ruido, querida. ¡Y la gente…!».
El guión era lo que entrañaba más problemas. Con anterioridad a Whale, el monstruo de Mary Shelley había aparecido tres veces en la gran pantalla. La primera había sido en 1910, en Frankenstein, una producción de Edison dirigida por J. Searle Dowley y protagonizada por Charles Ogle; cinco años después resurgiría en Life Without Soul, producida por Ocean Studios y dirigida por Joseph W. Smiley, con Percy Darrell Standing en el papel del monstruo. La tercera encarnación se llevó a cabo en Italia y fue interpretada por Umberto Guarracino en Il Mostro di Frankenstein, producción de Albertini dirigida por Eugenio Testa. Ninguna de esas películas era notable, y Whale creyó, con gran acierto, que con su versión había logrado algo excepcional: plasmar un momento genuino de terror. Sabía también que no sería capaz de volver a crear aquello que un público entusiasta había tardado tres años en transformar en una previsible película de suspense.
Los primeros enfoques eran infumables. El guionista L. G. Blechman había cambiado el nombre del doctor Frankenstein y de Elizabeth por el de Heinrich, y los había convertido en unos titiriteros que escapaban con un circo ambulante. El monstruo, que no muere en el incendio final de Frankenstein, les da alcance y les exige que creen una novia para él. El doctor se apresura a dar forma a la compañera del monstruo dentro de una caravana conectada a un cable de alta tensión. La nueva criatura no sobrevive y el monstruo muere atacado por un león del circo. El tratamiento que le dio el novelista Philip MacDonald es incluso más ridículo: propuso una historia, ambientada en la actualidad, en la que el doctor Frankenstein intenta vender una máquina de rayos mortales a la Liga de Naciones, aparato que hace revivir al monstruo y al final lo destruye.
William Hurlbut, dramaturgo de Broadway, y John L. Balderston (que había adaptado Frankenstein para el teatro en 1931) colaboraron en el primer guión completo de La novia de Frankenstein. La adaptación teatral de Balderston, basada en la novela original, incluía el intento de creación de una compañera para el monstruo. Su guión (parece ser que Hurlbut apenas participó en su elaboración) exigía la presencia de un monstruo femenino creado a partir de miembros humanos recogidos tras un accidente ferroviario, a los que el ingenioso Frankenstein ensamblaba la cabeza de «una giganta de circo hidrocéfala que se había suicidado en un arrebato, víctima de un desengaño amoroso».9
Al final, lo único que quedó del guión de Balderston fue el prólogo en el que aparecían Byron, Shelley y Mary Shelley. El mismo Hurlbut, que había sido apartado del guión, fue quien reescribió toda la historia consultando cada uno de los detalles con Whale (incluyendo unas escenas que estaban basadas en un anterior tratamiento del guionista Tom Reed). El rodaje de la película duró cuarenta y seis días y se excedió en más de cien mil dólares del presupuesto, cuyo coste final aproximado fue de cuatrocientos mil dólares.
Según Ted Kent, editor de la película (a quien Whale había contratado para trabajar en la comedia A la luz del candelabro unos meses antes de realizar La novia de Frankenstein), Whale «nunca entraba en la sala de montaje sino que solíamos hacer un pase nocturno una vez a la semana y lo comentábamos. Las escenas empezaban con una gran simplicidad (no le gustaban las cosas embrolladas) y luego las íbamos construyendo a medida que avanzábamos. Decía cosas como: “Esas dos tomas duran demasiado. Creo que será mejor que intercalemos unos primeros planos”, y la cosa se iba complicando. Cuando terminábamos una escena, quedaban muy pocos metros de película en la lata. Whale solía utilizar cada ángulo que había filmado. Presumía de que empleaba todo el metraje; no desperdiciaba nada».10 A Whale le gustaba que su guión fuera sencillo y la mayor parte de la edición la realizaba sobre el papel, indicando claramente dónde iban los primeros planos en el mismo diálogo.
Fueran cuales fuesen las intenciones de Whale, el guión tenía que pasar por las amenazadoras manos de los censores. Frankenstein no había sufrido el tijeretazo de la censura cuando se editó en 1931. Aunque fueron varios los estados que sí cortaron escenas sin consultar con la Universal, los censores federales no exigieron recorte alguno, ni siquiera la famosa escena en que la niña perece ahogada, hasta el reestreno de la película en 1937. La novia de Frankenstein no compartiría el mismo destino. En 1934, el poder que ostentaban varias organizaciones de base doctrinal eclesiástica, encabezadas por la Liga Católica para la Decencia, obligó a la MPPDA (Asociación de Distribuidores y Productores de Cine) a instaurar una Administración del Código de Producción dirigida por el periodista católico militante Joseph Breen. Este puso objeciones de inmediato a la blasfemia que vio implícita en el humor negro que destilaba la película: «En el guión se hacen varias referencias a Frankenstein […] en las que se le compara con Dios, y se compara asimismo la creación del monstruo con la creación divina del hombre. Cualquier alusión al tema deberá eliminarse».11
Entre el material censurado había una escena en la que el monstruo observaba a una pareja hablando de amor, que había sido cortada «para evitar la deducción lógica de que el monstruo está contemplando una escena de amor entre dos personas», y aparecía varias veces la palabra «hembra», que Breen encontró ofensiva. Unos meses después, Whale envió a Breen un guión con los cambios solicitados, pero este no quedó satisfecho y le envió una nueva lista de «sugerencias» que debían ser eliminadas. Whale se avino. No solo siguió las nuevas recomendaciones de Breen, sino que incluso declaró que el periodista había olvidado algunas de sus primeras objeciones. El 10 de diciembre de 1934, Whale escribió la siguiente carta a la administración:
Distinguido señor Breen:
A continuación le expongo los cambios propuestos según su carta del 5 de diciembre y también del 7 del mismo mes. Dado que mi carta anterior es más extensa, creo que será preferible enviarle la que escribí después de nuestra reunión, puesto que en su carta del 5 de diciembre hay varios puntos sobre Dios, las entrañas, la inmortalidad y las sirenas que usted no ha vuelto a mencionar, y deseo que este guión cuente con su aprobación total antes de empezar a rodar.
Reciba mis más atentos saludos,
James Whale12
Con independencia de cualesquiera cambios que se hubieran hecho, Dios, las entrañas, la inmortalidad y las sirenas pervivieron en la versión censurada y definitiva de La novia de Frankenstein, que, hemos de suponer, contó con la aprobación del señor Breen.
En realidad, Estados Unidos no fue el único país que había planteado objeciones a la película. Trinidad se negó a proyectarla sencillamente «porque es una película de terror», actitud que también adoptaron Palestina y Hungría. China, Singapur y Japón efectuaron recortes considerables, y Suecia suprimió tantas escenas que al final la película parecía un corto.
Después de sortear todo tipo de obstáculos, es extraordinario comprobar hasta qué punto Whale pudo ser fiel a su idea original. En lo fundamental, a pesar de los injertos y los recortes, La novia de Frankenstein es lo más parecido que cabría esperar de la idea original de Whale: una película terrorífica, subversiva, cómica en su irreverencia y, sin embargo, dotada de una dignidad y un pathos poco frecuentes.
III. MARY CUENTA UNA HISTORIA
A pesar de que el departamento de publicidad de la Universal la promocionó como La novia de Frankenstein en carteles, notas de prensa y anuncios luminosos en los cines, el artículo del título no aparece al principio de la película. A continuación, destacando sobre la siniestra música de Franz Waxman13 y de unas vaporosas volutas de humo, leemos lo siguiente: «Inspirada en la historia original que escribió Mary Wollstoncraft Shelley en 1816». Una vez que Hollywood ha depositado su confianza en el referente clásico para cubrirse decorosamente las espaldas, aparece el año de la acción que nos introduce en la época.
Una furiosa tormenta («extraños aullidos, retumbar de truenos y sonido de violines», dice el guión) se cierne sobre el lago Ginebra. En lo alto de un acantilado, una casa y, en la ventana, un joven con atuendo romántico que contempla la oscuridad. Es un ambiente aristocrático, descrito en un estilo que resume de manera ecléctica los clichés de los ricos (lo que el guión califica de «lujo con sensibilidad»): grandes espejos dorados, un ostentoso mobiliario y una chimenea enorme. Una doncella de uniforme atraviesa la estancia precedida por tres perros afganos atados de una correa.
En la habitación hay tres personas: dos hombres (el de la ventana y otro escribiendo) y una joven que está bordando. Graham Greene dijo en una ocasión que detestaba esas películas históricas en que uno de los personajes, hablando para el público, conversa con otro y señala a un tercero: «¿Ve a ese de allí? El mundo oirá hablar de él en el futuro. ¡Haga caso de mis palabras! ¡Se llama Wolfgang Amadeus Mozart!». Whale evita estas torpes introducciones y da a conocer los nombres de los tres personajes en los dos primeros minutos de diálogo, intervenciones que fueron censuradas en ciertas frases. (Breen había exigido que se anulara la mayor parte del diálogo «en que los tres personajes presumen de ser infieles, inmorales y adúlteros»). Fumando un puro recortado y marcando las erres, el hombre de la ventana se pregunta si «un airado Jehová» apunta con sus flechas directamente a la erguida cabeza del mayor pecador de Inglaterra, «George Gordon, lord Byron», o bien están destinadas al más insigne poeta inglés, «nuestro querido Shelley». «¿Y qué me dices de mi Mary?», pregunta el visionario Shelley. «Es un ángel», responde Byron. Mary, con un vestido bordado con lentejuelas iridiscentes y una cola de más de dos metros de largo (un vestido que confeccionaron diecisiete mexicanas durante doce semanas de trabajo), levanta los ojos y abandona su femenina tarea. Siguiendo las exigencias del censor, se cortó una toma «en la que los pechos del personaje de la señora Shelley» se «muestran y acentúan»14 en virtud del fabuloso traje. Es cierto que Mary Shelley tiene un aspecto angelical.
Este ángel, sin embargo, ha ideado a Frankenstein, «un monstruo creado con cadáveres de tumbas saqueadas», explica Byron, haciendo suya la metonimia habitual que confunde al creador con su creación y dando al monstruo el nombre de su padre. (Más adelante, en el clímax de la película, el doctor Pretorius cometerá el mismo error y llamará a la criatura femenina «la novia de Frankenstein», cuando de hecho es la novia del monstruo. A menos, claro está, que Pretorius hubiera querido decir «la novia creada por Frankenstein»…)
Byron se encarga de recapitular. Quien más, quien menos, los que formamos parte del público que fue a ver La novia de Frankenstein ya habíamos visto Frankenstein. Conocíamos la historia y reconocimos al monstruo. Acudimos al cine como el público de la antigua Grecia, a presenciar un nuevo episodio de una trama que conocíamos muy bien. Asistimos a una parte del ritual en que solo el tono y los pormenores de ese capítulo en concreto, el sesgo de lo que se contaba, iban a ser una novedad para nosotros. La rememoración de Byron nos sirve para comprender que estamos en terreno conocido, viviendo una pesadilla común que creíamos que ya había terminado. «Pero así no termina la historia», dice Mary. Y entonces empieza la película propiamente dicha.
Cuando Frankenstein se estrenó en 1931, la junta de censores de Quebec (una de las más influyentes de Norteamérica) puso objeciones al matiz faustiano de la película. T. B. Fithian, de la Universal, hizo un pase previo de la cinta para un par de sacerdotes católicos de Los Ángeles y, a fin de calmar sus temores, sugirió que la acción podría desarrollarse en un marco narrativo que atajara cualquier indicio de blasfemia «por la intermediación de un prólogo adecuado o de una introducción que indicara que la película era un sueño. Quizá podríamos iniciarla basándonos en el libro y hacer que se oyeran las voces en off de Shelley, Byron y la señora Shelley hablando sobre un cuento fantástico para pasar luego a la película». La junta finalmente transigió, y Frankenstein se proyectó como Whale la había concebido. Ahora bien, este no olvidó la sugerencia de Fithian y, unos años después, recurrió a ella para contar la historia de la novia del monstruo.Frankenstein no contaba con un contexto narrativo que situara la historia: los créditos iniciales aparecen sobre un rostro desdibujado y maligno cuyos ojos no paran de moverse y, a partir de ahí, se desencadena la secuencia de sucesos de pesadilla. La segunda película, en cambio, se presenta de un modo explícito como una ficción, como una historia que se cuenta en la voz de Mary Shelley.
Los recuerdos de Byron nos hacen retroceder hasta el final de la primera película de Frankenstein y ante nosotros aparecen las ruinas de un molino incendiado. La cámara se recrea haciendo un travelling de los curiosos que allí se han congregado mientras la sirvienta Minnie (Una O’Connor), con un traje de inspiración centroeuropea, lanza su primer grito desgarrado. El burgomaestre (E. E. Clive) ordena con gran pompa a la gente que se vaya a casa. El monstruo ha desaparecido en el incendio; Henry Frankenstein yace aparentemente sin vida entre los escombros, y los lugareños se dirigen a entregar su cuerpo a la que fue su prometida.
Los padres de Maria (la niña a quien el monstruo ahogó sin ser consciente de lo que hacía) se quedan entre las ruinas que todavía se consumen esperando hallar alguna prueba que les demuestre que el asesino de su hija está muerto. «Si veo sus huesos ennegrecidos, podré conciliar el sueño esta noche», dice el hombre a su esposa. En ese momento, el suelo se hunde bajo sus pies y cae en la represa del molino. Su esposa se desmaya.
La música de Waxman aumenta de intensidad y anuncia la aparición del monstruo. La cámara, que realiza un meticuloso travelling sobre las aguas tempestuosas, enfoca la cara del monstruo, que aparece tras unos maderos que han caído al agua. Su rostro, como el de Garbo, es uno de los iconos de nuestro tiempo. El semblante de Garbo, con sus perturbadores rasgos clásicos,es el rostro de la Beatriz de Dante, el «radiante semblante depositario de nuestros más enternecedores anhelos», el reflejo de esa parte de nosotros mismos que asociamos a la belleza espiritual y a la sabiduría trascendental. («No pienses en nada», dicen que fueron las palabras que Rouben Mamoulian dirigió a Garbo cuando ella le pidió consejo para que la orientara en la inolvidable toma final de La reina Cristina de Suecia. Esa vacuidad fue ideada para que nos perdiéramos en ella.) La cara del monstruo es su opuesto, su sombra, la cara de nuestro yo infrahumano que adopta los rasgos que tememos que un día emerjan en la distraída contemplación de un espejo: el rostro del retrato de Dorian Gray, el rostro del malvado Mr. Hyde. Si el semblante de Garbo es divinamente vacuo, el rostro del monstruo es demoníacamente pleno y pugna por extraer de sus visibles costurones todo aquello que deseamos ocultar. No es «malvado» (del mismo modo que la cara de Garbo no es «bondadosa»), sino execrable (así como la de Garbo es inmaculada). Es un rostro que, más que el de cualquier otro monstruo humanoide, fue soñado por alguien que sabía los rasgos que debería tener pero que no consiguió recrearlo, una cara equívoca, un rostro tan colosal que hace que nos asalte el temor de que si nos cruzáramos en su camino «ese rostro —en palabras de Chesterton— sería demasiado imponente para ser verdad». Es una cara fallida, una mala versión de la descripción del rostro creado «a Su propia imagen» que da la Biblia.
Según la versión más célebre, Whale eligió a Karloff, a quien había visto en la película de gángsters Graft (1941), un día en que el actor estaba almorzando en la cafetería de la Universal.15 (Otra versión de los hechos sostiene que David Lewis propuso a Karloff para el papel. Según Lewis, la respuesta de Whale fue: «¿Boris qué?».) Karloff, nacido en Inglaterra, llegó a Hollywood vía Canadá, y obtuvo el reconocimiento como actor gracias al papel de asesino convicto que había interpretado en The Criminal Code (1931), producida por los estudios Columbia. Al verlo allí, Whale pensó que el rostro de Karloff al natural presentaba unos rasgos faciales de una terrorífica perfección que servirían para recrear al monstruo. Gracias a sus dotes de artista, Whale hizo unos esbozos de la cabeza de Karloff y le añadió «unos perfiles afilados y huesudos donde imaginé que le debían de haber colocado el cráneo».16 Según Karloff, «nos imaginamos que, dentro de ese pobre cráneo, se había probado a introducir un cerebro tras otro, metiendo uno y sacándolo de nuevo. Por eso levantamos tanto la frente, para dar la sensación de que aquello era el producto de una cirugía demoníaca. Luego vimos que los ojos eran demasiado expresivos, demasiado inteligentes, cuando lo esencial era lograr unos ojos que reflejaran una perplejidad estúpida. Por eso decidí ponerme cera en los párpados, para conseguir una mirada más pesada y como entornada.»
Siguiendo la pauta de los dibujos de Whale (aunque él nunca se atribuyó la inspiración), el artista del maquillaje Jack P. Pierce fue el último responsable del aspecto final del monstruo. Pierce se había ganado la reputación de genio lleno de inventiva tras haber creado la horrible máscara de Conrad Veidt en El hombre que ríe (1929). Otros maquilladores de la Universal habían realizado diversos dibujos preliminares de monstruos que parecían alienígenas, dementes o robots. Whale y Pierce coincidieron en que el monstruo debía ofrecer un aspecto de humanidad lastimera. «Lo creé siguiendo las indicaciones de los tratados médicos de cómo debía ser —dijo Pierce en 1939—.17 No recurrí a la imaginación. En 1931, antes de dedicarme en concreto a su diseño, pasé tres meses estudiando anatomía, cirugía, medicina, historia criminal, criminología, costumbres funerarias antiguas y modernas y electrodinámica. Mis estudios anatómicos me enseñaron que hay seis maneras en que un cirujano puede trepanar un cráneo para extraer o colocar un cerebro. Deduje que Frankenstein, que era un científico pero no un cirujano con experiencia, adoptaría la técnica quirúrgica más sencilla. Habría cortado la cabeza por la parte de la coronilla como si fuera la tapa de una lata, la habría abierto, habría introducido en ella el cerebro y, finalmente, la habría cerrado con fuertes sujeciones. Esa fue la razón de que decidiera hacer la cabeza del monstruo plana y cuadrada como una caja de zapatos y marcarle una enorme cicatriz a lo largo de la frente con esas sujeciones metálicas que la mantenían cerrada.» La idea de una coronilla en forma de tapa no debe atribuirse a Pierce. En el guión ya aparece escrita la expresión «como la tapa de una caja». En cuanto a los dos sorprendentes bornes de metal que le sobresalían del cuello tampoco fueron idea de Pierce: los diseñó el ilustrador de carteles de la Universal Karoly Grosz en el esbozo que hizo en 1931 de un monstruo de aspecto robótico. Pierce se atribuyó el invento; luego contó que su intención había sido crear esos bornes para que actuaran de «tomas de entrada para la electricidad, unos enchufes como los que usamos en las lámparas o las planchas de hierro. No debemos olvidar que el monstruo es un instrumento eléctrico. La fuerza del relámpago es la energía que le da la vida». Para terminar, Pierce recubrió el rostro de Karloff con un maquillaje teatral verdiazul que se veía gris ante las cámaras. La sesión de maquillaje duraba seis horas diarias.18
El monstruo ahoga al viejo. No es una muerte accidental: es un asesinato deliberado que se alimenta de ansias vengativas. Al principio el monstruo no es una víctima, sino una criatura con sed de venganza que arremete contra todo aquel que lo acosa, instigado por la violencia y devolviendo con creces el horror que sufre. Encarna el sino del ser marginado y refleja la imagen que la sociedad proyecta en él.
A continuación, el monstruo ahoga a la mujer tirándola al pozo. El búho, criatura de las brujas y de la noche, lo mira todo. (El búho reemplazó a la rata cuando los censores exigieron el cambio «porque hace tiempo ya que se demostró que su imagen es ofensiva»; la sustitución proporcionaba a la escena un toque menos repulsivo, más sutil y tenebroso.)
Whale dijo que deseaba que su película fuera «desternillante». Cuando el monstruo ha perpetrado su primer doble crimen, se encuentra con Minnie. La pareja de ancianos había proferido unos gritos terribles, de una gran intensidad dramática; los de Minnie, en cambio, son demasiado agudos para causar pavor; son un artificio, una exageración. Una O’Connor hizo de este chillido estridente y penetrante su rasgo más característico, un toque camp avant la lettre. El grito cómico de Minnie tiene un efecto similar al que resulta en Macbeth cuando llaman a las puertas. Según Thomas de Quincey, que comentó la escena del portero en un ensayo muy conocido, la nota grotesca que lo trastoca todo y exagera la nota dramática hasta convertirla en algo gracioso que nos retrotrae «al ámbito de lo que es humano», provoca que durante unos instantes nos apiademos del asesino y sintamos «una compasión que nace del entendimiento, una clemencia que nos permite adentrarnos tanto en sus sentimientos que nos vemos obligados a comprenderlos».19 El grito de Minnie nos permite desplazarnos, abandonar el punto de vista de las víctimas y adoptar la perspectiva del monstruo.
El cuerpo de Henry Frankenstein es llevado en una gris y melancólica procesión hasta las puertas del castillo para ser entregado a su novia. Elizabeth (Valerie Hobson) sale corriendo a su encuentro y quiere saber qué le ha sucedido a su prometido. «¿Cómo podríamos explicárselo, señora?», dice uno de los lugareños mientras un primer plano nos muestra a una aldeana (interpretada por la hermana de David Lewis, a quien Whale intentó ayudar en los difíciles tiempos de la Depresión) que intenta contener las lágrimas. Una vez más, la comedia grotesca viene a trastocar el sesgo dramático: Minnie llega corriendo y anuncia a gritos la terrible noticia de que el monstruo sigue vivo. Pero nadie presta atención a lo que parece ser un nuevo ataque de histeria de la muchacha. «Nadie me cree —dice ella indignada—. Muy bien, yo me lavo las manos. ¡Que mueran asesinados en sus camas!» Minnie es una Casandra cómica.
En el interior del inmenso vestíbulo del castillo, el cuerpo de Henry yace sin vida sobre una mesa. La escena nos recuerda el momento en que nace el monstruo en Frankenstein, solo que en es