Hasta el fin del mundo

Amy Lab

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Todas las miradas se volvieron hacia Mat a la espera de que pronunciara unas últimas palabras. Pero ella no tenía nada que decir; al menos, no delante de todos aquellos extraños, así que permaneció en silencio sin apartar la vista del féretro.

El día había amanecido triste y gris. La niebla que se elevaba entre las tumbas era tan densa que parecía estar hecha con jirones de algodón y un viento helador se colaba por su fino abrigo y alborotaba su rubia melena. Por primera vez había traspasado las puertas de un cementerio, y la imagen de las cruces y los cipreses, unida al frío invernal de aquella mañana de febrero, no distaba mucho de la idea previa que tenía al respecto y que tantas veces había visto en el cine y la televisión. No sentía miedo ni angustia, sino más bien una enorme serenidad acompañada de un vacío inabarcable.

No conocía a casi ninguna de las personas que habían acudido al entierro de su padre. De hecho, ni siquiera estaba segura de que aquella veintena de caras serias tuviera alguna relación con él. Le sorprendió, entre tanta gente mayor, ver a un chico algo más mayor que sí le resultó familiar. Estaba en un rincón algo apartado, vestido con un traje con el que no parecía sentirse demasiado cómodo. Mat no fue capaz de recordar de qué lo conocía. Se sentía sola y aturdida, solo cobijada por su amigo Manu, que había estado a su lado, agarrándole la mano, desde que la recogió en casa.

Unos albañiles se acercaron y, tras introducir en el hueco de la tierra dos coronas de flores, se hicieron a un lado a la espera de que Mat les indicara que podían concluir. Angustiada por no poder dilatar más el momento, intentó encontrar alivio en el hecho de que ahora su padre, o más bien lo poco que quedaba de él, por fin descansaba en paz. Sin embargo, encerrarlo bajo aquel granito aún sin nombre acentuaba más la sensación de vacío que se había adherido a ella como si fuera su propia sombra.

Se despidió de él en silencio. «Te quiero, papá. No te preocupes, yo cuidaré de mamá», le prometió mentalmente, consciente de que su padre querría que no dedicara ni un solo segundo a pensar en él y que se concentrara en su madre. Con la mirada, trató de reconocer en el bamboleo de los cipreses y en el cielo encapotado desierto de pájaros una señal que sugiriera que su padre, de alguna forma, seguía allí con ella, que no se había ido del todo. Fue en vano. Lo único que quedaba de él era su ausencia.

—Mat —susurró Manu golpeándola cariñosamente en el hombro—, creo que ha llegado el momento…

Mat miró a los operarios a través de la cortina borrosa de sus lágrimas y asintió en silencio. Con gesto solemne, los hombres desplazaron la lápida con ayuda de unas cuerdas y sellaron la tumba con cemento.

Mat respiró hondo para reprimir los sollozos que se agolpaban en su pecho. Sabía que si dejaba salir todo el dolor, ya no podría recomponerse. Tragó saliva y se aproximó a los asistentes, que habían formado una fila para despedirse de ella. «Mucho ánimo, Mat», «Sé fuerte», «Era un gran hombre…». Mat apuró al máximo sus fuerzas para mostrarse entera y cortés. Estaba a punto de perder el aplomo cuando la breve sesión de condolencias se vio interrumpida por un estruendoso trueno, seguido de una lluvia torrencial que les obligó a correr hacia el aparcamiento. Antes de refugiarse en el coche, volvió la cabeza hacia el que desde ahora sería el último hogar de su padre.

—¿Qué tal estás? —preguntó Manu ya en la autopista, sin apartar la vista de la carretera. Avanzaban despacio. Madrid, como ocurría siempre que llovía, se había sumido en un caos de tráfico.

—Rara. —Le costaba articular las palabras, aunque eso era algo habitual en ella—. Por un lado, aliviada por haber cerrado algo… Triste también, y agobiada por lo que se me viene encima.

—Deberías descansar. Han sido demasiados acontecimientos duros en pocos días.

—No puedo. Tengo que volver al hospital, escribir a mis profesores para decirles que tardaré en regresar, arreglar papeles…

—¿Alguna novedad con tu madre?

—No. Aunque las heridas ya casi se han curado, sigue sin despertarse. Creo que ni los médicos lo entienden…

Manu levantó la mano de la palanca de cambios y la puso sobre la de ella.

—Tranquila, las cosas mejorarán.

El resto del trayecto hasta casa no dijeron nada. Mat, con la mirada perdida en algún punto del otro lado del cristal, intentaba en vano abarcar el vacío que había dejado su padre. Era tan profundo, tan descomunal, que la cubría por completo, como si la hubieran tapado con un enorme y pesado manto negro que no dejara traspasar la luz y apenas el aire. Le angustiaba la idea de regresar a casa, aquella casa que ya no sentía como un hogar sino como un abrumador almacén de recuerdos, aquella casa a la que su padre nunca volvería y, con toda probabilidad, tampoco su madre.

El sonido del móvil de su amigo interrumpió sus pensamientos. Él rechazó la llamada en silencio y, aunque no dijo nada, Mat supo que se trataba de su omnipresente novia.

Cuando por fin llegaron, había dejado de llover.

—¿Te quedas un rato? —le preguntó mientras abría la puerta de entrada. Deseaba que Manu quisiera acompañarla para aliviar, al menos momentáneamente, la aterradora soledad que la atenazaba.

—Sí. Me quedo contigo. No tengo clase hasta dentro de dos horas.

El móvil volvió a sonar. Esta vez fue una batería de wasaps.

—¿Es Elena?

Manu asintió.

—Dile que acabo de enterrar a mi padre y que no estoy de humor para acostarme contigo. Que se quede tranquila.

Él la miró condescendiente, como un San Bernardo pidiendo permiso para lamer su hueso favorito.

—Anda, llámala —le animó. En otras circunstancias, habría hecho todo lo posible para dilatar ese momento y disfrutar imaginando los celos de aquella bruja posesiva. La odiaba. O más bien, recordaba que la odiaba. Ahora el vacío lo llenaba todo y no quedaba sitio para el odio.

Se dejó caer sobre el sofá mientras Manu desaparecía por el largo pasillo. Pasó un buen rato hasta que regresó. Tan educado y formal como siempre, pidió disculpas por la ausencia y se sentó a su lado, pasándole un brazo por encima del hombro.

Ninguno de los dos dijo nada. Permanecieron así, en silencio, durante un tiempo indeterminado, mirando al vacío.

—¿Tienes hambre, Mat? Deberías comer algo.

Ella negó con la cabeza. No sentía nada. Estaba como anestesiada. Manu se levantó y se dirigió hacia la cocina. Le oyó abrir la nevera y los armarios y mover cacharros. Cuando por fin decidió acercarse, lo encontró delante de la encimera, mirando la fecha de caducidad de unos huevos.

—No te esfuerces, Manu. Están pasados, fijo. Y la leche, también.

—¿No tienes pan de molde?

Mat asintió. Sacó de un cajón un paquete de rebanadas y lo golpeó con los nudillos.

—Vale, casi tan duro como tu cabeza —le dijo Manu. Al menos, logró arrancarle una media sonrisa—. Mat, no puedes seguir así. No s

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