Todo este tiempo

Rachael Lippincott

Fragmento

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1

La pulsera de dijes me pesa en la palma de la mano. La habré mirado mil veces, pero vuelvo a echarle un vistazo porque necesito que sea perfecta, necesito que arregle todo lo que haya que arreglar. Estuve contemplando la posibilidad de comprar una pulsera más elegante y delicada, más al estilo de Kimberly, pero esta tenía algo que me atraía, esos eslabones tan sólidos y fuertes, como nuestra relación… la mayor parte del tiempo.

Hace unos meses, cuando la encargué, la pulsera iba a ser un regalo para celebrar nuestra graduación, no una excusa para pedir disculpas y hacer las paces, pero últimamente Kimberly se ha mostrado muy callada. Distante. Como pasa cada vez que nos peleamos.

Y, sin embargo, que yo sepa, no nos hemos peleado, de modo que no sé de qué tengo que disculparme.

Suspiro con fuerza y miro mi reflejo en el espejo del lavabo del hotel, comprobando que los estantes estén vacíos. Con las cejas fruncidas, me paso los dedos por el pelo despeinado, intentando alisarlo como le gusta a Kim. Tras un par de intentos fallidos, mi pelo y yo nos rendimos y dirijo mi atención por última vez a la pulsera.

Los dijes de plata, relucientes, repiquetean al inspeccionarla, y el tintineo se entremezcla con los sonidos amortiguados de mi fiesta de graduación de secundaria que llegan desde el otro lado de la puerta. Tal vez, cuando vea a Kim, me explicará por fin lo que le pasa.

O tal vez no, quién sabe. Tal vez se limite a darme un beso y me diga que me quiere, y al final resultará que el problema no tenía nada que ver conmigo.

Me inclino un poco más para examinar los seis pequeños dijes, uno por cada año que llevamos juntos. Tuve una suerte increíble al encontrar a una persona en Etsy que me ayudó a diseñarlos, pues no tengo ninguna clase de talento artístico. El resultado final es algo más que una pulsera. Es la vida que Kim y yo hemos pasado juntos.

Recorro suavemente con el pulgar cada fragmento de nuestra historia, y algunos de los dijes me hacen un guiño al reflejarse en ellos los focos del lavabo.

Un conjunto de pompones de animadora de esmalte blanco y verde turquesa, casi idénticos a los que utilizó Kimberly como jefa de animadoras la noche en que le pedí oficialmente que fuera mi novia.

Una pequeña copa de champán dorado, con burbujitas diamantadas resiguiendo el borde, recordatorio de mi elaborada declaración de amor, hace pocos meses. Antes de hacerla había robado con disimulo una botella de champán del armario de mi madre para darle una sorpresa a Kim. Mi madre me castigó para toda la eternidad, pero mereció la pena ver cómo se le iluminaban los ojos a Kimberly cuando la descorché.

Hago una pausa para examinar el dije más importante, el que descansa en el centro exacto de la pulsera. Es una agenda de plata, con un cierre de verdad.

En cierta ocasión, estábamos estudiando en la cocina de su casa después de clase cuando ella corrió al piso de arriba para ir al lavabo. Yo saqué disimuladamente su diario de color rosa de la mochila y escribí «Te quiero» en las tres primeras páginas en blanco.

Ella se echó a llorar de emoción nada más leerlo, pero pronto las lágrimas se convirtieron en acusaciones.

—¿Has leído todos mis secretos? —gritó, señalándome con el dedo de una mano mientras con la otra apretaba con fuerza el diario contra su pecho.

—Claro que no —respondí, girando el taburete hacia ella—. Pero he pensado que sería… No lo sé. Romántico.

Y entonces se abalanzó sobre mí. Yo dejé que me tirara al suelo, porque era electrizante tener aquella cara tan bonita tan cerca de la mía, y su enojo se desvaneció por fin en cuanto nos miramos a los ojos.

—Lo ha sido —dijo, y sus labios indecisos se encontraron con los míos.

Fue nuestro primer beso. Mi primer beso.

Con sumo cuidado, abro el pequeño dije y paso las delicadas páginas de plata, tres en total, donde se lee «Te quiero». Es probable que siempre tengamos pequeñas discusiones, pero siempre nos querremos.

Sonrío al ver los eslabones vacíos de la pulsera, los que esperan a ser llenados con la vida y los recuerdos que vayamos construyendo. Un eslabón por cada año que pasaremos en la Universidad de Los Ángeles. Y después, le regalaré una pulsera nueva para llenarla también de recuerdos.

La puerta del lavabo se abre de par en par y golpea con fuerza contra el tope de la pared. Guardo rápidamente la pulsera en el estuche de terciopelo y los dijes entrechocan justo en el momento en que un grupo de chicos del equipo de baloncesto irrumpe en el espacio. Se oye un coro de «¡Kyle! ¿Qué pasa, colega?» y «¡Somos la promoción del 2020, tío!». Les sonrío y me guardo el estuche en el bolsillo de la americana. Al hacerlo, mis dedos rozan la petaca de Jack Daniel’s que llevo remetida en la cintura, parte importantísima de mi plan para convencer a mis dos mejores amigos de que pasemos del baile de graduación organizado por el instituto y nos larguemos a nuestro sitio preferido, junto al estanque, para celebrarlo a nuestra manera.

Pero antes… tengo que entregarle la pulsera a Kimberly. Salgo del lavabo y recorro el corto pasillo que conduce a la abarrotada sala de baile de este hotel superelegante.

Entro en la gran sala y paso por debajo de un mar de globos con los colores blanco y verde turquesa de Ambrose High, varios de los cuales se han soltado y ruedan por los techos altos y abovedados. En el centro de la sala, centenares de serpentinas cuelgan de un enorme estandarte con las palabras ¡FELIIDADES, GRADUADOS!

El ruido es como una gran ola que todo lo inunda. Por todos los rincones, rezuma la energía de ¡LO HEMOS CONSEGUIDO! Y lo entiendo perfectamente. Después de cómo ha ido este último año, me muero de ganas de salir de aquí.

Me abro paso entre grupitos de gente de lo más heterogéneo. El simple hecho de haber subido al estrado a recoger el título parece haber derrumbado todo lo que esta mañana parecía importar tanto. A qué deporte juegas. Qué notas has sacado. Quién te pidió o no te pidió para ir juntos a la fiesta de graduación. La duda de por qué el señor Louis te ha hecho la murga durante todo el semestre.

Aunque parezca increíble, Lucy Williams, la presidenta de la clase, flirtea con Mike Dillon, el fumeta que tuvo que repetir dos veces décimo curso, mientras los capitanes del decatlón de Matemáticas colaboran con dos delanteros de mi equipo de fútbol americano para pillar cervezas de detrás de la barra.

Esta noche, todos somos iguales.

—Hola, Kyle.

Alguien ha plantado la mano con demasiada fuerza sobre mi hombro lesionado. Intentando disimular una mueca de dolor, me giro y veo a Matt Paulson, que es el chico más simpático de todo el planeta y yo me siento como un capullo porque me cae fatal.

—Vaya, lo siento —dice, al darse cuenta del hombro en el que su mano acaba de aterrizar. La retira rápidamente—: ¿Te han dicho ya que en otoño voy a ir al Boston College a jugar al fútbol?

—Bueno…, sí —digo, tratando de tragarme la oleada de celos que hierve en mi interior. «Él no tuvo la culpa», me recuerdo—. Felicidades, tío.

—Escucha, si no hubieras liderado al equipo tal como lo hiciste al principio de la temporada, yo nunca habría salido en su radar. Fuiste un quarterback increíble. No

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