Nosotras es un verbo que invento contigo

Melo Moreno

Fragmento

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Mi llegada a la universidad tenía que ser épica.

Para empezar, nunca había pisado Barcelona antes de venir. Bueno, mentira, sí que había ido una vez, pero fue en una excursión del colegio y, como no me acuerdo, nunca la cuento entre mis viajes. Sé que tampoco se puede decir que esta universidad esté en la capital exactamente (la ubicación concreta, según Google Maps, es Bellaterra, un poco al norte), pero igualmente me emocionaba la cercanía y, sobre todo, las posibilidades que me daba tener la ciudad a un viaje en tren. Mis amigas Laia, Paula y yo habíamos fantaseado muchísimo con este momento: cuando éramos pequeñas, Laia se ponía de pie en la silla del escritorio de su padre, esa que giraba un poco torcida, y hablaba del apartamento que pensaba tener algún día, un ático en el Paseo de Gracia, el cual era capaz de describirnos como si ya existiera, como si fuera un sitio que visitaba sin falta cada semana. Recuerdo que Paula y yo escuchábamos sus planes y descripciones embelesadas, como si fueran cuentos. Recuerdo también que Laia ya hablaba así por aquel entonces, como si todo lo que saliera por su boca solo fueran verdades.

Ahora, al pensarlo, me pregunto en qué momento ese sueño se desvaneció. Supongo que cuando el padre de Laia le dijo que le haría una casa en ese terreno que tienen a las afueras del pueblo, una casa por la que no tendría que pagar nada. A mediados del instituto, después de aquella conversación, mi mejor amiga cambió de planes y empezó a asegurar que realmente esa era la mejor vida, que lo demás eran sueños estúpidos e innecesarios y que lo que haría cualquier persona inteligente era quedarse en el lugar en donde estaba y echar raíces allí.

Laia siempre ha sido la líder de nuestro grupito de tres, cinco si contamos a Joan, su novio, y a Bernat, el mío. Tiene una forma de hablar muy convincente y el resto siempre ha asentido a lo que dice, pero lo cierto es que yo no pude evitar, en su día, conservar dentro del pecho la sensación que me daba soñar con la ciudad, con una vida allí, con una independencia nueva.

Ahora he venido yo sola, pero supongo que si los demás se han quedado ha sido por su propia decisión.

Mis amigas no se tomaron muy bien que me aceptaran en la Universidad Autónoma de Barcelona, pero tuvieron que conformarse cuando lloriqueé un poco sobre las ganas que tenía y sobre que las valoraciones de mi carrera eran mejores aquí que en la universidad de Tarragona, a donde van ellas. Por otro lado, cuando se lo intenté justificar a mi novio, él apenas me dio cinco minutos para intentar explicarle lo guay que sería todo y para buscar apresuradamente fotos del campus antes cortarme. Bernat tiene poca paciencia, eso siempre lo he sabido, así que, cuando se cansó, levantó una mano de esa forma que da a entender que ya ha tenido suficiente y dio la conversación por finalizada:

—Tú ten cuidado con los «barcelonians», Alexandra —dijo. No me llamo Alexandra, solo Alex, pero Bernat tiene la manía de alargarme el nombre de forma innecesaria y creo que le gusta porque, extrañamente, le hace sentir mayor, superior, de algún modo—. Haz lo que quieras, pero seguro que esos estirados no te dan ni los buenos días, te lo aseguro.

Lo dijo con la vocecilla que pone cuando se está burlando de algo como si solo él lo entendiera, como si fuera más listo que los demás. Yo me conozco de sobra ese tono, ya que llevamos saliendo cuatro años y he tenido que escuchárselo muchísimas veces. No me hizo sentir demasiado bien en ese momento, seamos honestos, pero en realidad…

Bueno, tengo que reconocer que tenía razón.

Porque yo pude haber estado fantaseando todo el verano con lo que supondría venir, con el viaje en coche para la mudanza, con mi nueva habitación individual en la residencia de estudiantes y con hacer de un sitio extraño algo mío, pero lo cierto es que después de todo puede que la uni sí que sea un poco… hostil.

Y me explico:

Para empezar, el campus no es tan agradable como me pareció en las fotos de Instagram que le vi a mucha gente y, aparte de no ser tan agradable, no es para nada intuitivo. En mi primera clase me metí en el aula que no era y tardé aproximadamente quince minutos en darme cuenta de que no solo estaba en un curso distinto, sino en una asignatura de otro grado, así que tuve que salir rápidamente interrumpiendo a un profesor con pinta de tener más años que la puerta. Casi me da un soponcio de la vergüenza.

Por otro lado, mi habitación tiene una luz horrorosa y más arañas de las que una persona que viene de un pueblo se espera, así que se lo comenté a mis padres, no por nada, solo porque salió cuando llamamos. Al hombre que me dio la vida no se le ocurrió otra cosa que llamar a la recepción y montar un pollo para que su hija (yo) tuviera la mejor habitación posible. «Y con vistas», dijo. No, no lo dijo: lo exigió. No sé qué vistas se piensa mi padre que hay en este sitio, pero ahora supongo que, en vez de tener enfrente otra ventana, solo veo los pinos que rodean la resi, lo cual es… ni mejor ni peor, distinto.

De nuevo, el bochorno que pasé cuando tuve que formalizar mi cambio fue de otro mundo, así que creo poder decir con seguridad que la emoción más común de ir a la uni es, según mi corta experiencia, la vergüenza absoluta.

Lo último que pasó fue también durante la primera semana, cuando, durante una de las clases que compartimos con gente de otras carreras, una chica respondió a una de mis preguntas diciendo si estaba haciéndome la tonta a propósito o si realmente no sabía ni contar. Había sido una duda inocente sobre historia, algo que sin problemas me habrían respondido en bachillerato, pero aquí el profesor me ignoró, ella me dijo eso y la gente se rio antes de cambiar rápidamente de tema. Por su parte, ella se quedó mirándome fijamente, sin sonreír, solo mirándome. Yo me hundí en la silla y decidí no volver a preguntar nada en los siguientes cuatro años. Así que sí, no ha sido la mejor de las semanas y no he dejado de pensar en lo que dijo Bernat sobre que la gente de Barcelona iba a ser diferente a la del pueblo.

—No sé qué hacer —me quejé un día por videollamada con mis amigas. Paula y Laia estaban en casa de esta última y se sacaban selfis al fondo del cuarto, un poco alejadas del ordenador, mientras yo hablaba de lo mío—. Todo el mundo parece estar a la defensiva y ni siquiera he conseguido que nadie me dé ni la hora. De verdad que no lo entiendo.

—Pero eso es porque tú estás empanada —soltó Laia, sin mirarme. Me fijé en que Paula le dedicó una mirada breve, como si supiera que se había pasado un poco, pero no se lo dijo y la otra siguió—: Estás acostumbrada a que la gente vaya a ti para hacerse tu amiga, como hicimos nosotras. Si no te hubiéramos recogido, a saber con quién te llevarías ahora… Oh, dios, tal vez con Claudia, la bollera. Pfff. —Su risa, que sonó casi a pedorreta, aumentó cuando la de Paula le hizo un eco débil—. Lo que te quiero decir, Alex, es que tendrás que hacer tú algún esfuerzo, ¿no? Salir al mundo, ser por una vez la que hable con la gente. Lánzate, no sé. Haz algo.

Eso tenía sentido y sabía que tenía razón. Laia siempre la tiene, esa es la clave. Agotada, dejé caer la cabeza sobre mis brazos cruzados y solté un gemido dramático como capricho.

—¿Y cóm

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