Proyecto Princesa

Bianki -

Fragmento

PRÓLOGO

Había una vez en tierras muy, muy lejanas, un reino precioso lleno de luz, color y alegría. Tergim estaba rodeado de enormes montañas nevadas y bosques frondosos en los que se escondían muchísimos animales y criaturas que parecían salidas de un sueño. En el valle que creaban las montañas, descansaba la villa principal del reino, cuyas casas y comercios se caracterizaban por sus coloridas fachadas. Un poco más allá, justo en la ladera de una de las montañas, se alzaba un palacio único con paredes rosadas y acabados de oro. Era allí donde vivía la justa reina Saskia, quien, después de muchos años gobernando con sabiduría, había decidido que era el momento para ceder su corona y preparar a su hija Gwen para el trono. La princesa tenía doce años, así que tendría que esperar a cumplir la mayoría de edad para heredar el reino. A pesar de eso, los terginnianos notaban que amaba su tierra y a todas las criaturas que habitaban en ella, especialmente a los unicornios, así que esperaban ansiosos el momento en el que la pequeña Gwen heredara la corona.

Tergim era un reino pacífico, en la villa siempre se respiraba bondad y calma y, por supuesto, la casa de la familia Place no era la excepción. Emily y Natasha eran unas niñas muy conocidas en el pueblo por su belleza y sus ocurrencias y, a pesar de que eran gemelas, todos coincidían en que eran chicas muy opuestas. Mientras Emily adoraba subirse a los árboles y soñar con todas las aventuras que leía en sus libros, Natasha pasaba sus tardes jugando a confeccionar vestidos y a disfrutar de la hora del té. Emily, que siempre llevaba su pelo en dos trencitas, era la mejor de la clase, pero Natasha, que adornaba su pelo castaño claro con un moño, entregaba sus trabajos a última hora porque prefería soñar con vestidos, bailes reales y príncipes.

Pero si había algo que unía a las gemelas Place era que no les gustaba despertarse temprano. Por eso su padre siempre tenía que sacarlas de las cobijas con la promesa de que las esperaba un delicioso pan tostado del amable señor Scott, el panadero al que todo Tergim adoraba, especialmente Emily y Natasha.

—¡No empiecen a comer sin la mermelada, Bellas Durmientes! —les decía su mamá mientras llevaba a la mesa una deliciosa jalea de frambuesa que preparaba sólo para su familia—. Pero dense prisa o llegarán tarde al colegio, mis niñas.

Cuando su madre las llamaba así, Natasha solía poner los ojos en blanco, pero Emily sonreía de oreja a oreja mientras dibujaba un castillo de mermelada sobre su tostada.

Al terminar de desayunar, las gemelas subían corriendo a su habitación, que siempre quedaba como si hubiera pasado un huracán por allí. Emily se concentraba en buscar sus cuadernos y arreglarlos dentro de su maletita rosada que tanto amaba y Natasha se probaba diferentes moños y adornos en su pelo, pues generalmente intentaba seguir el estilo de las princesas, en especial de Gwen. Cuando estaban a punto de irse, su mamá siempre les daba un beso gigante y su papá las envolvía en un abrazo de oso. Luego, corrían hacia el colegio en medio de risas y grititos para no llegar tarde.

—Nat, ¡no corras tan rápido, me estás dejando atrás!

—¡Pero si esto es hiperasombroso! Soy más veloz que tú, hermanita —decía Natasha sonriente, pero bajando el ritmo para que Emily la alcanzara.

—No es justo, Nat. Yo llevo libros al cole.

—No, lo que pasa es que exageras y te llevas la biblioteca entera, ¡yo sólo llevo los de las clases que tenemos! —bromeaba.

Ambas hermanas disfrutaban las horas que pasaban en el colegio, aunque, claro, cada una a su manera. Emily se sentaba en primera fila, ansiosa por descubrir nuevos libros, mundos y fantasías con las cuales soñar en lo alto de sus árboles favoritos. Y Natasha, mientras tanto, era el centro de atención de sus amigas por sus peinados, accesorios y todas las historias que se sabía sobre las diferentes generaciones de la realeza de Tergim. Muchas veces, Nat no se daba cuenta de que la profesora Tara había llegado y seguía hablando hasta que le llamaban la atención, se ponía roja de la vergüenza y veía cómo su hermana la miraba divertida, pero también con algo de desaprobación.

La verdad era que Emily y Natasha Place tenían una vida que muchos podrían considerar perfecta y, por eso, una compañera de su clase en particular las envidiaba sin reservas. Maya Skinner era una chiquilla un poco mayor que las gemelas, tenía el pelo rojo como el fuego y sus ojos guardaban un rencor especial cada que veía a las Place. Maya sentía que todo el mundo giraba alrededor de esas niñas, pues cuando iban a la panadería del señor Scott, el hombre les daba las mejores galletas y abrazos a ellas; si la maestra Tara organizaba una obra de teatro, ellas se quedaban con los papeles más importantes. Y, mientras tanto, Maya quedaba relegada a un plano secundario. Sin embargo, lo que en realidad molestaba más a la pelirroja era la conexión tan especial que tenían las gemelas entre ellas y cada una con sus amigos.

Emily pasaba la mayoría de su tiempo (cuando no estaba leyendo o haciendo tareas, claro) con Thomas Smith. Eran amigos desde que tenían memoria y Thomas siempre había estado allí para hacer reír a Emily o distraerla con bromas si estaba triste. Y Maya… bueno, Maya odiaba cuando Thomas y Emily se iban camino al bosque a vivir sus aventuras y trepar árboles. Un día, mientras los espiaba desde unos arbustos, escuchó que Thomas se iría en pocos días a estudiar al prestigioso instituto Trembell.

Wow, Thomas, eso es impresionante… —dijo Emily intentando alegrarse por su amigo, pero sin poder ocultar su tristeza ni sus ojos aguados—. Pero volverás a visitarnos, ¿verdad?

—¡Por supuesto, tontita! Siempre estaré donde tú estés y llegaré cuando más me necesites —respondió él con dulzura—. ¡Te lo prometo por todas las historias de tus libros! Best friends forever, ¿te parece?

Mientras Thomas y Emily sellaban la promesa con su saludo especial, Maya huyó del bosque sin que la notaran y llorando de rabia. ¿Cómo era posible que una niñita insoportable como Emily tuviera como mejor amigo a Thomas? Maya no lo entendía y, desde ese momento, fue incluso más desagradable con ella cuando se la encontraba por la villa o en el colegio.

Cuando sonaban las campanas del reloj de la plaza y daban las dos de la tarde, Emily y Natasha salían del colegio y, en vez de irse directamente a su casa, se desviaban un poco para pasear por los jardines que rodeaban el palacio de Tergim. Llenos de flores, árboles de diferentes tamaños y pequeños riachuelos, los jardines eran el lugar perfecto para que Natasha admirara las torres rosadas y los enormes ventanales que daban al salón de baile y soñara con deslizarse al ritmo de la música en los brazos de un apuesto príncipe. Toda su vida había imaginado cómo sería vivir dentro de esas mágicas paredes, ser la princesa de un reino como Tergim, tener vestidos de todos los cortes y colores y que las galas se celebraran en su honor. Sí, el sueño de Natasha era el

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