Un príncipe en apuros

Lizbeth López

Fragmento

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1

—En lugar de acostarte con todas las mujeres que se te cruzan en el camino, debiste pensar en que este momento tarde o temprano llegaría.

Charles observó fijamente a su padre. Tenía el ceño fruncido y la mirada de alguien cansado de repetir las mismas palabras. Parecía tener un par de años más que la noche anterior, afectado por la discusión que no paraba de retomar cada vez que podía. Pero él también estaba cansado. Cansado de que su padre insistiera siempre en decirle lo que debía hacer. ¿Qué ganaba con eso? Discusiones, porque, testarudos como eran, ninguno de los dos daba su brazo a torcer, un rasgo que compartían.

—Hasta hace una semana eso no te importaba —le dijo Charles, pasándose los dedos por el cabello negro azabache.

Edward hizo girar con los dedos la pipa de madera que sostenía.

—Hasta hace una semana no habías despertado desnudo en un hotel.

—Un hotel que es de un amigo de la familia.

—¡Piensa un poco y deja de comportarte como un estúpido! —gritó su padre—. Te despertaste desnudo en la fuente del jardín de un hotel de una persona que ha sido amiga de la familia durante años. Saliste en todos los periódicos y en medio internet.

Charles sonrió con sorna.

—He hecho un buen trabajo entonces. Ya sabes, estoy seguro de que habrá muchas mujeres solteras a las que les gustarán esas imágenes, y, además, de paso, he promocionado el hotel.

Los ojos de Edward se oscurecieron, sin rastro alguno de humor.

—Al diablo, Charles. No es una broma. No solo te afecta a ti, cabeza hueca.

—Bueno, ¿qué es lo que te molesta? —Se levantó bruscamente del asiento—. Me he comportado de la misma manera durante años.

—Ya eres una persona adulta. Tienes casi veinticinco años y yo ya estoy cansado de regañarte como si fueras un niño.

Edward se llevó las manos a la espalda y se acercó al gran ventanal de su despacho mientras continuaba girando la pipa, vacía, con los dedos. Había pasado los últimos dos años luchando incansablemente contra una grave neumonía, por lo que abandonó el mal hábito de fumar. La enfermedad atacó sin previo aviso, o quizá fue que el ritmo de vida acelerado que llevaba no le permitió darse cuenta de los síntomas a tiempo. Se encontraba una mañana de mayo desayunando con su familia cuando sufrió el primer acceso de tos insoportable. Sin embargo, pese a la enfermedad, continuó con sus obligaciones como monarca del Reino Unido. No era una labor tan difícil después de todo. El sistema político actual era mucho más flexible que antes, y su poder de decisión como monarca en relación con las cuestiones que afectaban a sus ciudadanos era más bien poco. Era, principalmente, una cara para representar a su país. Eso era todo. A pesar de ello, ser rey no era un simple juego de niños.

Esperaba que su hijo pudiera entenderlo algún día. Una parte de ese problema era culpa suya. Tras el fallecimiento de Olive, cuando Charles apenas tenía cuatro años, una sombra de tristeza se situó sobre su pequeña y rota familia. Él iba a echar de menos a su esposa; Charles, a su madre. No tenía cómo llenar ese vacío, por lo que creyó que, si le daba a su hijo todo lo que le pidiera, podría mitigar un poco su dolor. No tenía ni la más mínima sospecha de que en realidad estaba haciéndole un daño mayor. Lo cegó su propia arrogancia, y la pena irreparable de una pérdida que quebró su vida en pedazos. Ahora lo veía, veinte años más tarde, y su mayor temor era que, tal vez, fuera demasiado tarde.

—Yo también sufrí la pérdida de tu madre —le dijo, la voz rasposa por el cansancio.

Se volvió hacia su hijo. Deseaba estar bebiendo una magnífica taza de té negro. Su hijo resultaba más ameno y comunicativo cuando bebía té en su taza favorita, la que su madre y él habían hecho cuando tenía tres años.

—Bueno —repuso Charles, rascándose la nuca—. Te volviste a casar, padre.

—Lo hice, pero tenías casi diez años. Antes de casarme, hablé contigo.

Caminó lentamente hasta su asiento, con las manos aún cogidas tras la espalda.

—Padre, no... —Charles se aclaró la garganta—. Ya hemos hablado de esto. Tessie ha sido una excelente madre y una perfecta compañera para ti. Te lo he dicho demasiadas veces. Lo único que detesto de esa unión es a las gemelas, y no porque provengan de un padre distinto. No logro congeniar con ellas de ninguna manera. Son un verdadero dolor de cabeza que he soportado porque aprecio a Tessie. Sin embargo, quiero saber por qué me lo vuelves a mencionar.

—Porque ya es hora de que asumas responsabilidades —le espetó—. Yo perdí a tu madre, pero no descuidé mis obligaciones. Te lo di todo para sanar una herida que ahora es... es...

Charles le dedicó una sonrisa, levantando a su vez las manos por encima de su cabeza.

—El dinero, las mujeres y mucho sexo lo curan todo.

—No —acotó el monarca, cansado, esforzándose por mantener la calma—. El amor lo cura todo. El dinero y esos placeres paganos solo abren más la herida. Yo te he permitido que tengas siempre todo lo que deseas, es cierto, y he aprendido la lección muy tarde, porque no solucionó el problema ni curó la herida. La empeoró.

Charles soltó un bufido.

—Lo del amor está bien para un libro, pero no para la vida real. ¿A quién le importa el amor en realidad? No siempre es la fuerza más poderosa del universo. Uno debe cuestionarse el mundo en el que vive, con asesinatos diarios y agresiones violentas. Dime, ¿consideras eso amor?

—Charles, tu misión como rey...

—Es sentarme y firmar papeles. —Se levantó de golpe—. Ya no es como antes. Los reyes no son más que la cara del país. No tenemos tanto poder como en el pasado. Por más que lo intentemos, no podemos cambiar el mundo.

—No estoy pidiéndote que cambies el mundo, solo que asumas la responsabilidad que, como mi único hijo y heredero directo al trono, tienes.

—Eso implica demasiada responsabilidad para mí, limitaría mucho las excelentes libertades que poseo. —Cruzó los brazos contra su pecho—. Temo que no puedo aceptar...

Edward, furioso, golpeó la mesa con los puños.

—¿Crees que voy a seguir manteniéndote después de esto? No, Charles. Si quieres dinero tendrás que trabajar para ganártelo y la única plaza libre a la que puedes optar es la de príncipe de Gales.

—¿Qué vas a hacer? ¿Me quitarás el dinero? —preguntó y se quedó en silencio mirando a su padre, que tenía el semblante sombrío y malhumorado, algo que, generalmente, no solía pasar. Era un hombre amable, comprensivo y alegre. ¿Por qué insistía en mostrarse con él como un exigente moralista que siempre le pedía más allá de lo aceptable? ¿Ser rey y dejar su magnífica vida? No. ¿Perder el dinero si no aceptaba? Inadmisible. Ese tipo de chantaje no parecía el más justo de los tratos. No estaba dispuesto a renunciar al estilo de vida que tanto le entretenía.

—Eres el príncipe de Gales. Quiero que lo recuerdes —dijo el rey con paciencia, mirándolo con atención, estudiándolo—. El dinero que tienes lo obtuviste por tus pocos años de servicio, así que pronto se te acabará. —Suspiró—. No le dejes el camino abierto a tu primo por el cap

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