Fabricante de lágrimas

Fragmento

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Prólogo

En el Grave teníamos un sinfín de historias.

Relatos susurrados, cuentos para dormir… Leyendas a flor de labios, iluminadas por la claridad de una vela. La más conocida era la del fabricante de lágrimas.

Hablaba de un lugar lejano, remoto…

Un mundo donde nadie era capaz de llorar y las personas vivían con el alma vacía, desnudas de emociones. Pero, oculto a todo el mundo, en su inmensa soledad, había un hombrecillo vestido de sombras. Un artesano solitario, pálido y encorvado que, con sus ojos claros como el vidrio, era capaz de fabricar lágrimas de cristal.

La gente acudía a su casa y le pedía poder llorar, poder experimentar una pizca de sentimiento, porque en las lágrimas se esconde el amor y la más compasiva de las despedidas. Son la extensión más íntima del alma, aquello que, más que la alegría o la felicidad, hace que uno se sienta verdaderamente humano.

Y el artesano los contentaba…

Engarzaba en los ojos de las personas sus lágrimas con lo que contenían y eso era lo que la gente lloraba: rabia, desesperación, dolor y angustia.

Eran pasiones lacerantes, desilusiones y lágrimas, lágrimas, lágrimas. El artesano infectaba un mundo puro, lo teñía de los sentimientos más íntimos y extenuantes.

«Recuerda: al fabricante de lágrimas no puedes mentirle», nos decían al final del cuento.

Nos lo contaban para enseñarnos que todos los niños pueden ser buenos, que deben ser buenos, porque nadie nace malo. No está en nuestra naturaleza.

Pero en mi caso…

En mi caso no era así.

Para mí aquello no era una simple leyenda.

Él no se vestía de sombras. No era un hombrecillo pálido y encorvado con los ojos claros como el vidrio.

No.

Yo conocía al fabricante de lágrimas.

1

Una nueva casa

Vestida de dolor, ella seguía siendo

lo más bello y resplandeciente del mundo.

—Quieren adoptarte.

Jamás pensé que oiría aquellas palabras en toda mi vida. Cuando era una niña, lo había deseado tanto que por un momento dudé de si me había quedado dormida y estaba soñando. De nuevo.

Sin embargo, aquella no era la voz de mis sueños.

Era el áspero tono de voz de la señora Fridge, aderezado con aquel matiz de contrariedad del que nunca nos privaba.

—¿A mí? —respondí con un hilo de voz, incrédula.

Me miró con el labio superior fruncido.

—A ti.

—¿Está segura?

Apretó la pluma con sus dedos grasientos y la mirada que me lanzó me hizo encogerme de hombros al instante.

—¿Ahora te has vuelto sorda? —ladró con fastidio—. ¿O acaso insinúas que la sorda soy yo? ¿Es que el aire libre te ha taponado los oídos?

Me apresuré a sacudir la cabeza, negando con los ojos desorbitados por la estupefacción.

No era posible. No podía serlo.

Nadie quería adolescentes. Nadie quería a los mayores, nunca, por algún motivo. Era un dato contrastado. Pasaba un poco como con los perros: todos querían cachorritos, porque eran muy monos, inocentes, fáciles de adiestrar, pero nadie quería a los perros que llevaban allí toda la vida.

No había resultado una verdad fácil de aceptar para mí, que me había hecho mayor bajo aquel techo.

Cuando eras pequeña, al menos te miraban. Pero a medida que ibas creciendo, las miradas cada vez se volvían más circunstanciales y su compasión te esculpía para siempre entre aquellas cuatro paredes.

Sin embargo, ahora… ahora…

—La señora Milligan quiere hablar un momento contigo. Te espera abajo; enséñale la institución mientras dais un paseo y procura no estropearlo todo. Contente, no empieces con tus rarezas y, a lo mejor, con un poco de suerte, lograrás salir de aquí.

Yo estaba hecha un flan.

Mientras bajaba, sintiendo el roce del vestido bueno en las rodillas, volví a preguntarme si aquello no sería otra de mis innumerables fantasías.

Era un sueño. Al pie de la escalera me recibió un rostro amable; pertenecía a una mujer de edad más bien avanzada que estrechaba un abrigo entre sus brazos.

—Hola —saludó sonriente, y me percaté de que sin duda me estaba mirando a mí, directamente a los ojos, lo cual era algo que no me sucedía desde hacía muchísimo tiempo.

—Buenos días… —exhalé con un hilo de voz.

Me dijo que me había visto antes, en el jardín, cuando franqueó la verja de hierro forjado: me distinguió entre la hierba sin cortar y las franjas de luz que se filtraban a través de los árboles.

—Yo soy Anna —se presentó cuando comenzamos a pasear.

Su voz era aterciopelada, como templada por los años, y yo me quedé mirándola fascinada; me preguntaba si era posible quedarse prendada de un sonido o encariñarse de algo que apenas se acababa de oír por primera vez.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Nica —respondí, tratando de contener la emoción—. Me llamo Nica.

Ella me observó con curiosidad, y yo ni siquiera me fijaba en dónde ponía los pies, de tanto como deseaba corresponder a su mirada.

—Es un nombre realmente peculiar. No lo había oído nunca, ¿sabes?

—Sí… —Noté que la timidez hacía que mi rostro pareciera evasivo e inquieto—. Me lo pusieron mis padres. Ellos… hum… eran biólogos, los dos. Nica es el nombre de una mariposa.

Recordaba muy poco de mi padre y de mi madre. Y muy vagamente, como si los percibiera a través de un cristal muy empañado. Si cerraba los ojos y permanecía en silencio, podía ver sus rostros desenfocados mirándome desde lo alto.

Tenía cinco años cuando murieron.

Su afecto era una de las pocas cosas que recordaba, y lo que echaba de menos más desesperadamente.

—Es un nombre muy bonito. Nica… —pronunció mi nombre redondeando los labios, casi como si quisiera saborear su sonido—. Nica —repitió con decisión, y después asintió con delicadeza.

Me miró directamente al rostro y yo sentí que me iluminaba. Tenía la sensación de que mi piel se volvía dorada, como si pudiera brillar solo por una mirada correspondida. Y eso no era poco. No para mí.

Estuvimos un rato paseando por la institución. Me preguntó si llevaba mucho tiempo allí y le respondí que prácticamente había crecido en aquel lugar. Hacía un día muy bueno y dimos una vuelta por el jardín, pasando junto a la hiedra trepadora.

—¿Qué estabas haciendo antes… cuando te vi? —me preguntó entre un comentario intrascendente y otro, mientras me señalaba un rincón algo alejado, junto a unos retoños de brezo silvestre.

Mis ojos volaron hasta aquel punto y, sin saber por qué, sentí el impulso de ocultar las manos. «No empieces con tus rarezas», me había advertido la señora Fridge, y aquella frase ahora parpadeaba en mi cabeza.

—Me gusta estar al aire libre —dije despacio—. Me gustan… las criaturas que viven a mi alrededor.

—¿Hay animales aquí? —preguntó ella, con cierta ingenuidad, pero había sido yo quien no se había explicado bien, y lo sabía.

—De los más pequeños, sí… —respondí con vaguedad, con cuidado de no pisar un grillo—. De esos que a menudo ni siquiera vemos…

Me puse un poco colorada cuando mi mirada se cruzó con la suya. Pero ella no volvió sobre el tema. Compartimos un leve silencio, entre los chirridos de los arrendajos y los susurros de los niños que nos espiaban desde la ventana.

Me dijo que su marido llegaría de un momento a otro. «Para conocerme», dio a entender, y sentí que el corazón me volvía ligera, como si pudiera volar. Mientras regresábamos, me pregunté si podría embotellar aquella sensación y guardarla para siempre. Esconderla en la funda de la almohada y verla relucir como una perla en la penumbra de la noche.

Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz.

—Jin, Ross, no corráis —dije divertida cuando los dos niños pasaron entre ambas, agitando la falda de mi vestido. Se rieron con ganas y siguieron escaleras arriba, haciendo crujir las viejas tablas.

Cuando mis ojos volvieron a encontrarse con los de la señora Milligan, me percaté de que me estaba observando. Miraba alternativamente mis iris con un atisbo de lo que casi podría calificarse como… admiración.

—Tienes unos ojos muy hermosos, Nica —me dijo al cabo de un instante, sin previo aviso—, ¿lo sabías?

Me mordí los carrillos de la vergüenza y no hallé palabras con que responder.

—Te lo deben de haber dicho muchas veces —insistió, discreta, animándome a responderle, pero lo cierto era que no, en el Grave nadie me había dicho jamás nada por el estilo.

Los niños más pequeños me preguntaban ingenuamente si veía en colores como las demás personas. Decían que tenía los ojos del color del cielo cuando llora, porque eran de un gris sorprendentemente claro, moteado, fuera de lo común. Sabía que a muchos les parecían extraños, pero nadie me había dicho jamás que los encontrara bonitos.

Aquel cumplido hizo que me temblaran los dedos imperceptiblemente.

—Yo… No…, pero gracias —balbuceé azorada, lo cual la hizo sonreír. Me pellizqué el dorso de la mano con disimulo y acogí aquel sutil dolor con una alegría infinita.

Era real. Todo era real.

Aquella mujer estaba allí de verdad.

Una familia, para mí… Una vida con la que poder comenzar de nuevo fuera de allí, fuera del Grave…

Siempre había creído que me quedaría encerrada entre aquellas paredes por mucho tiempo. Dos años más, hasta que cumpliera diecinueve; mientras no se demostrara lo contrario, en el estado de Alabama uno se convertía en adulto a esa la edad.

Pero ahora ya no, ahora no tendría que esperar a ser mayor de edad. No, se había acabado lo de rezar para que alguien viniera a buscarme…

—¿Qué es eso? —inquirió de pronto la señora Milligan.

Había alzado la cabeza y escrutaba atentamente el aire que la rodeaba.

Al instante, yo también la escuché. Una melodía bellísima. Allí, entre las grietas y el revoque desconchado, resonaron las vibraciones de unas notas armoniosas y profundas.

Una música angelical se propagó por las paredes del Grave, cautivadora como el canto de una sirena, y sentí que los nervios se me encrespaban en la carne.

La señora Milligan se alejó fascinada, siguiendo el sonido, y yo no pude hacer otra cosa que ir tras ella, rígida. Llegó frente al arco de una sala, nuestro salón, y allí se detuvo.

Se quedó quieta, como hechizada, mirando la fuente de aquella maravilla invisible: el viejo piano de pared, obsoleto y algo desafinado, que sin embargo seguía cantando.

Y, sobre todo, aquellas manos… Aquellas manos blancas, con las muñecas bien definidas, que se deslizaban fluidas y sinuosas por la dentadura de las teclas.

—¿Quién es…? —exhaló la señora Milligan al cabo de un instante—. ¿Quién es ese chico?

Apreté los dedos entre los pliegues de mi vestido; titubeé, y él, al fondo de la sala, dejó de tocar.

Apartó los brazos, poco a poco, con los hombros erguidos, relajados, recortados contra la pared.

Y entonces, sin prisa, como si lo hubiera previsto, como si ya lo supiera, se volvió.

Al girarse, vimos una aureola de cabello espeso y negro como ala de cuervo. Un rostro pálido, de mandíbula pronunciada, en el que destacaban dos ojos almendrados más oscuros que el carbón.

Y allí estaba, con su encanto letal. La belleza perversa de sus rasgos, con aquellos labios blancos y las facciones finamente cinceladas, hizo enmudecer a la señora Milligan, que permanecía a mi lado.

Nos miró por encima del hombro, con unos mechones de pelo rozándole los altos pómulos y la mirada baja, brillante. Sentí un escalofrío y tuve la certeza de que estaba sonriendo.

—Es Rigel.

Siempre había deseado tener una familia más que ninguna otra cosa. Rezaba por que hubiera alguien para mí allí fuera dispuesto a llevarme consigo, a brindarme la oportunidad que jamás había tenido.

Era demasiado bonito para ser verdad.

Si me paraba a pensarlo, aún no se había cumplido. O quizá… no quería que se cumpliera.

—¿Todo bien? —me preguntó la señora Milligan.

Estaba sentada a mi lado, en el asiento de atrás.

—Sí… —Me esforcé en responder, esbozando una sonrisa—. Todo… muy bien.

Apreté los dedos contra el regazo, pero ella no se dio cuenta. Se volvió de nuevo, de vez en cuando me señalaba algo fuera de la ventanilla mientras el paisaje discurría a nuestro alrededor.

Sin embargo, apenas la escuchaba.

Poco a poco, fui dirigiendo la mirada hacia el reflejo del cristal delantero. Junto al asiento del conductor, que ocupaba el señor Milligan, una mata de pelo negro asomaba por el reposacabezas.

Él miraba hacia fuera, sin mostrar interés, con el codo en la ventanilla y la sien apoyada en los nudillos.

—Allí al fondo está el río —dijo la señora Milligan, pero aquellos ojos negros no siguieron lo que ella señalaba. Bajo sus oscuras pestañas, sus iris observaban despreocupadamente el paisaje. Y, entonces, de pronto, como si me hubiera presentido, sus pupilas se encontraron con las mías.

Me interceptó en el reflejo del cristal, con sus ojos penetrantes, y yo me apresuré a bajar el rostro.

Volví a centrar mi atención en Anna, parpadeando y asintiendo con una sonrisa, pero seguía sintiendo aquella mirada que taladraba el aire a través del habitáculo, reteniéndome.

La casa de los Milligan era una pequeña villa de ladrillo igual a muchas otras. Tenía un cercado blanco, con un buzón para el correo y una veleta encajada entre las gardenias.

Distinguí un albaricoquero en el pequeño jardín, en la parte de atrás, y estiré el cuello para poder echarle un vistazo, observando aquel rincón de verdor con genuino interés.

—¿Pesa? —preguntó el señor Milligan cuando cogí la caja de cartón que contenía mis escasas pertenencias—. ¿Necesitas que te eche una mano?

Negué con la cabeza, encantada por su gentileza, y él nos fue abriendo camino.

—Venid, es por aquí. Oh, el camino, está un poco dejado… Cuidado con esa baldosa, está salida. ¿Tenéis hambre? ¿Queréis comer algo?

—Espera a que antes dejen sus cosas —dijo Anna con voz serena, y él se ajustó las gafas en la nariz.

—Oh, claro, claro… Debéis de estar cansados, ¿no? Entrad…

Abrió la puerta de la casa. Me fijé en la alfombrilla del umbral con la palabra «Home» y, por un momento, se me aceleraron los latidos del corazón.

Anna inclinó su afable rostro.

—Vamos, pasa, Nica.

Di un paso al frente y accedí al estrecho vestíbulo.

Lo primero que me llamó la atención fue el olor.

No era el olor a moho de las estancias del Grave ni el de las infiltraciones de humedad que manchaban el enlucido de nuestros techos.

Era un olor peculiar, pleno, casi… íntimo. Tenía algo especial, y me di cuenta de que era el mismo olor de Anna.

Observé el interior con ojos luminosos. El papel pintado un poco desgastado, los marcos que cubrían aquí y allá las paredes, el tapete de la mesa situada a un lado, cerca del cuenco para las llaves… Todo acumulaba tanta vida y era tan personal que me quedé un momento en el umbral, incapaz de dar un paso.

—Es algo pequeña —dijo un poco apurado el señor Milligan, rascándose la cabeza, pero a mí no me lo pareció en absoluto.

Dios, era… perfecta.

—Las habitaciones están arriba.

Anna subió el estrecho tramo de escaleras, y yo aproveché para mirar de soslayo a Rigel.

Llevaba la caja bajo el brazo y miraba a su alrededor sin apenas levantar la vista; sus ojos se desplazaban sinuosos de aquí para allá, sin dejar traslucir nada.

—¿Klaus? —dijo el señor Milligan, llamando a alguien—. ¿Dónde se habrá metido?

Lo oí alejarse mientras subíamos al piso de arriba.

Nos instalamos en las dos habitaciones que habían dispuesto para nosotros.

—Aquí había un segundo saloncito —me dijo Anna abriendo la puerta de la que habría de ser mi habitación—. Después se convirtió en la habitación de invitados. Por si venía algún amigo de… —vaciló y se interrumpió un instante. Parpadeó, al tiempo que esbozaba una sonrisa—. No importa… Además, ahora es tuya. ¿Te gusta? Si hay algo que preferirías cambiar o mover de sitio, no sé…

—No… —susurré desde el umbral de la puerta de una habitación que por fin podía definir como solo mía.

No más dormitorios compartidos, ni persianas que segaban la luz del alba, ni más suelos helados y polvorientos, ni más grisura en las paredes color ratón.

Era una habitacioncita discreta, con un bonito parquet y un largo espejo de hierro forjado en la esquina del fondo. El viento que entraba por la ventana abierta inflaba suavemente las cortinas de lino, y las sábanas limpias resaltaban, con su blanco radiante, sobre una cálida colcha de color bermellón; me sorprendí a mí misma acariciando una de sus inmaculadas esquinas aún con la caja bajo el brazo. Esperé a que la señora Milligan saliera y entonces me agaché inmediatamente para olerla: aquel fresco aroma a colada me embriagó la nariz; cerré los ojos e inspiré hondo.

Qué agradable era…

Miré a mi alrededor, incapaz de asimilar que tuviera todo aquel espacio solo para mí. Puse la caja sobre la mesilla y escarbé en el fondo. Cogí el muñeco en forma de oruga, un poco descolorido y estropeado —el único recuerdo que me quedaba de mis padres—, y lo acomodé en el centro del cojín.

Miré la almohada con ojos brillantes.

Mía…

Pasé el rato disponiendo las pocas cosas que tenía. Colgué una por una las camisetas en las perchas, mi jersey, los pantalones; revisé los calcetines y empujé al fondo del cajón los que estaban más agujereados, esperando que así pasasen desapercibidos.

Mientras bajaba, tras echarle un último vistazo a la puerta de mi habitación, me pregunté esperanzada si aquel olor que flotaba en el aire también me impregnaría a mí dentro de poco.

—¿Estáis seguros de que no queréis comer más? —preguntó Anna más tarde. Nos miraba con cierta preocupación—. Aunque sea algo ligero…

Dije que no y le di las gracias. Por el camino, habíamos parado en un restaurante de comida rápida y aún me sentía saciada.

Pero ella no parecía muy convencida; me miró un instante y después alzó la vista por encima de mi hombro.

—¿Y tú, Rigel? —preguntó titubeante—. ¿Lo he pronunciado bien? Rigel, es así, ¿no? —repitió con prudencia, recitando su nombre tal como se escribía.

Él asintió, antes de rechazar su ofrecimiento igual que había hecho yo.

—Vale… —convino—. En cualquier caso, hay galletas y leche en la nevera. Y ahora, si queréis ir a descansar… Ah, nuestra habitación es la última, al fondo, en la otra parte del pasillo. Por si necesitáis algo…

Se preocupaba por nosotros.

Se preocupaba, me repetí, mientras sentía una ligera vibración en el pecho, se preocupaba por mí, si comía, si no comía, si me faltaba alguna cosa…

Yo le interesaba de verdad, no solo para pasar los controles sanitarios de los servicios sociales, como hacía la señora Fridge cuando teníamos que presentarnos limpios y con la barriga llena ante los inspectores.

No, a ella le importaba en serio…

Mientras volvía arriba, deslizando los dedos a lo largo de todo el pasamanos, se me ocurrió la idea de bajar en plena noche a comer galletas en la encimera de la cocina, como había visto que hacían en la tele, en las películas que espiábamos por la rendija de la puerta cuando la señora Fridge se quedaba dormida en el sillón.

Unos pasos hicieron que me diera la vuelta.

Rigel apareció en la escalera. Giró a su vez, dándome la espalda, pero por algún motivo estaba segura de que me había visto.

Por un momento recordé que él también estaba presente en aquel cuadro tan primorosamente bordado.

Que aquella nueva realidad, por muy buena y deseable que fuera, no era solo dulzura, calor y encanto. No, al fondo se distinguía un contorno muy negro, una especie de quemadura, la marca de un cigarrillo.

—Rigel.

Susurré su nombre sin pretenderlo, como si se me hubiera precipitado de los labios antes de que pudiera detenerlo. Se detuvo en medio del pasillo desierto, y yo balbuceé, indecisa.

—Ahora… ahora que nosotros…

—Ahora que nosotros… ¿qué? —inquirió con su voz, tortuosa y sutil, haciéndome vacilar de nuevo por un instante.

—Ahora que estamos aquí, juntos —proseguí, mirando su espalda—, yo… quisiera que funcionase.

Que todo aquello funcionase, aunque él estuviera dentro y yo no pudiera hacer nada. Aunque él fuera esa marca carbonizada y, por un momento, recé para que no devorase aquel finísimo bordado… En un arrebato de desesperación, deseé que aquel sueño de encaje no se deshilachara.

Él permaneció inmóvil un instante y, sin decir ni una palabra, se puso a caminar de nuevo. Se dirigió hacia la puerta de su habitación, y sentí que mis hombros se volvían más pesados.

—Rigel…

—No entres en mi habitación —me advirtió—. Ni ahora ni en el futuro.

Lo miré inquieta, sentí que se hacía añicos mi llamada a las buenas intenciones.

—¿Es una amenaza? —le pregunté despacio, mientras él giraba el tirador.

Vi que abría la puerta, pero en el último momento, se detuvo; me apuntó con el mentón y me miró fijamente por encima del hombro. Y, entonces, la vi. Antes de que cerrase la puerta, distinguí aquella sonrisa peligrosamente afilada dibujándose en la arista de su mandíbula.

Aquella mueca era mi condena.

—Es un consejo, falena.[1]

2

Cuento perdido

A veces, el destino

es un sendero irreconocible.

El nombre de mi institución era Sunnycreek Home.

Se alzaba al final de una calle en ruinas y sin salida, en la periferia olvidada de una pequeña ciudad al sur del estado. Acogía a niños desafortunados como yo, pero nunca oí a los otros chicos llamarlo por su verdadero nombre.

Todos lo llamaban vulgarmente «el Grave», la tumba, y no hacía falta ser muy listo para adivinar por qué: cualquiera que acabase allí parecía condenado a convertirse en una ruina y a no hallar jamás una salida, justamente como la calle donde se encontraba.

En el Grave me había sentido como entre los barrotes de una prisión.

Durante los años que pasé en aquel lugar, todos los días deseé que alguien me sacara de allí. Que me mirase a los ojos y me escogiera a mí, precisamente a mí, de entre todos los niños que se encontraban en la institución. Que me quisiera tal como era, aunque no fuera gran cosa. Pero nadie me escogía nunca. Nadie me había querido o se había fijado en mí… Siempre había sido invisible.

No como Rigel.

Él no había perdido a sus padres, como muchos de nosotros. Ninguna desgracia se había abatido sobre su familia cuando era pequeño.

Lo encontraron frente a la verja de la institución, en un cesto de mimbre, sin una nota y sin nombre, abandonado en la noche, con solo las estrellas, grandes gigantes durmientes, para velar su sueño. No tenía más que una semana de vida.

Lo llamaron Rigel, como la estrella más luminosa de la constelación de Orión, que aquella noche brillaba como una telaraña de diamantes sobre un lecho de terciopelo negro. Acabaron de completar el vacío de su filiación con el apellido Wilde. Para todos nosotros había nacido allí. Incluso su aspecto lo delataba: desde aquella noche, tenía la piel pálida como la luna y los ojos sombríos, oscuros, propios de alguien que jamás ha temido a la oscuridad.

Desde pequeño, Rigel había sido la joya de la corona del Grave. «Hijo de las estrellas» lo llamaba la directora que precedió a la señora Fridge; lo adoraba hasta tal punto que le enseñó a tocar el piano. Pasaba horas y horas con él, dando muestras de una paciencia que jamás tuvo con nosotros, y, nota tras nota, lo fue transformando en el impecable joven que brillaba entre las grises paredes de la institución.

Rigel era bueno en todo, con sus dientes perfectos, sus notas siempre altas y los caramelos que la directora le pasaba bajo mano antes de cenar.

El chico que todos hubieran deseado.

Pero yo sabía que no era así. Había aprendido a ver lo que había debajo de todo, debajo de las sonrisas, de la boca inmaculada, de esa máscara de perfección que exhibía ante todo el mundo.

Él, que llevaba la noche dentro, ocultaba en los pliegues de su alma la oscuridad de la que había sido arrancado.

Rigel siempre se había comportado de un modo extraño conmigo.

De un modo que yo nunca había sido capaz de entender.

Como si hubiera hecho algo para merecerme aquel trato o aquellos silencios, cuando de niño lo sorprendía observándome a distancia. Todo empezó un día como cualquier otro, ni siquiera recuerdo el momento preciso. Pasó por mi lado, me hizo caer y me lastimé las rodillas. Me llevé las piernas al pecho y me sacudí la hierba, pero cuando alcé la vista, no vi en su rostro la menor señal de que fuera a disculparse. Se quedó allí, de pie, clavándome la mirada, a la sombra de un muro agrietado.

Rigel me tironeaba de la ropa que llevaba puesta, me tiraba del pelo, me deshacía las trenzas; las cintas caían a sus pies como mariposas muertas y, a través de mis pestañas húmedas, veía su sonrisa cruel tensándole los labios antes de huir.

Pero jamás me tocaba.

En todos aquellos años, jamás llegó a rozarme con la mano. Los dobladillos, la tela, el pelo… Me empujaba y me daba tirones, y yo acababa con las mangas dadas de sí, pero jamás con una señal sobre mi piel, como si no quisiera dejar en mí las marcas de su culpa. O quizá eran mis pecas, que le causaban repulsión. Tal vez me despreciaba hasta el punto de no querer tocarme.

Rigel pasaba mucho tiempo solo y rara vez buscaba la compañía de los otros niños.

Pero recuerdo una vez, cuando tendríamos unos quince años… Había llegado un niño nuevo al Grave, un chico que sería transferido a una casa de acogida al cabo de unas semanas. Casi al momento, hizo buenas migas con Rigel; ese chico era peor que él si cabe. Estaban apoyados en uno de los deteriorados muros, Rigel tenía los brazos cruzados, los labios y los ojos centelleantes de sombría diversión. Nunca los había visto discutir por nada. Un día como cualquier otro, sin embargo, a la hora de cenar, el chico se presentó con un moretón bajo el párpado y un pómulo hinchado. La señora Fridge le lanzó una mirada hostil y le preguntó con voz atronadora qué diablos había sucedido.

—Nada —respondió él, sin alzar la vista del plato—. Me he caído en la escuela.

Pero no era cierto que no hubiera sido nada, yo lo presentí. Cuando alcé la mirada, vi que Rigel bajaba la suya para ocultarla a los demás. Había sonreído y aquella mueca sutil se había materializado como una grieta en su máscara perfecta.

Y a medida que iba creciendo, más destacaba su belleza, de un modo que yo nunca querría admitir.

No había en ella nada dulce, suave o amable.

No…

Rigel quemaba las miradas, captaba tu atención como el esqueleto de una casa en llamas o el chasis de un automóvil destruido en un arcén. Era cruelmente hermoso y, cuanto más te esforzabas en no mirarlo, más se incrustaba detrás de tus ojos aquella tortuosa atracción. Se infiltraba bajo la piel, se extendía como una mancha hasta llegar a la carne.

Así era él: malvado, solitario, insidioso.

Una pesadilla vestida de tus sueños más ocultos.

Aquella mañana, me desperté como en un cuento de hadas.

Las sábanas limpias, el olor a bueno y un colchón al que no se le notaban los muelles. No sabría desear nada mejor.

Me incorporé y me senté, con los ojos endulzados por el sueño; por un momento, todas las comodidades que me brindaba aquella habitación me hicieron sentir afortunada como nunca lo había sido.

Pero al cabo de un instante, como una nube sombría, caí en la cuenta de que yo solo ocupaba la mitad del cuento. Allí también estaba aquella esquina negra, la quemadura, y no había modo de librarme de ella…

Sacudí levemente la cabeza. Me froté los párpados con las muñecas, tratando de suprimir aquellos pensamientos. No quería pensar en ello. No quería permitir que nadie lo estropeara. Ni siquiera él.

Conocía el procedimiento demasiado bien como para hacerme ilusiones en cuanto a haber hallado un hogar definitivo.

Todos parecían pensar que la adopción funcionaba como un encuentro con final feliz, en el que apenas transcurridas unas horas te llevaban a la casa de una familia de la que habrías de formar parte automáticamente.

Pero la cosa no funcionaba así en absoluto; eso solo pasaba con los cachorritos.

La adopción propiamente dicha requería un proceso mucho más largo. Primero, había un periodo de permanencia con la familia, para ver si la convivencia era viable y las relaciones con sus miembros eran satisfactorias. Lo llamaban «acogida preadoptiva». Durante esta fase, no era raro que surgieran incompatibilidades y problemas que obstaculizaran la armonía familiar, y en función de cómo hubiera transcurrido ese periodo, la familia decidía si seguía adelante. Era muy importante… Solo en caso de que todo hubiera ido como la seda y de que no hubieran surgido contratiempos, finalmente los padres concluían la adopción.

Por eso aún no podía considerarme miembro de aquella familia a todos los efectos. Por primera vez, estaba viviendo un cuento precioso, pero frágil, capaz de hacerse añicos como el cristal entre mis manos.

«Seré buena —me prometí a mí misma una vez más—. Seré buena y todo irá lo mejor posible». Haría todo cuanto estuviera en mi mano para que funcionase. «Todo…».

Bajé al piso inferior, decidida a que nadie me arruinase aquella oportunidad.

La casa era pequeña, por lo que no me costó demasiado dar con la cocina; oí unas voces y me dirigí titubeante hacia allí.

Cuando llegué ante la puerta, me quedé sin habla.

Los Milligan estaban sentados a la mesa del desayuno, con los pijamas aún puestos y las zapatillas a medio calzar.

Anna reía mientras acariciaba con los dedos la taza humeante y el señor Milligan vertía cereales en un pequeño bol de cerámica, con una sonrisa somnolienta en los labios.

Y, justo en el centro, entre ambos, estaba Rigel.

Su pelo negro me impactó como un puñetazo; un moretón en plena pupila. Tuve que parpadear para darme cuenta de que no eran imaginaciones mías. Estaba explicando algo, con sus delicados hombros en una postura relajada, y unos mechones despeinados le enmarcaban el rostro.

Los señores Milligan lo miraban con los ojos relucientes y, en un momento dado, ambos se rieron al unísono cuando él pronunció una frase. Sus carcajadas ligeras zumbaron en mis oídos como si yo me hubiera desdoblado de pronto y me hallara a varios mundos de distancia.

—¡Oh, Nica! —exclamó Anna—. ¡Buenos días!

Encogí levemente los hombros. Se me quedaron mirando y de algún modo sentí que allí estaba de más. Aunque acabase de llegar y apenas los conociera. Aunque allí tuviera que estar yo, no él.

Los iris negros de Rigel se alzaron hacia mí. Dieron conmigo sin necesidad de buscarme, como si ya lo supiera. Por un momento, me pareció ver que fruncía la comisura de la boca describiendo un movimiento fugaz y brusco. Inclinó el rostro hacia un lado y sonrió seráfico.

—Buenos días, Nica.

Unos bucles de hielo me rozaron la piel. No me moví: no fui capaz de responder y cada vez me sentí más sumida en una especie de fría confusión.

—¿Has dormido bien? —El señor Milligan me acercó la silla—. ¡Ven a desayunar!

—Nos estábamos conociendo un poco —me dijeron, y yo desvié la mirada hacia Rigel, que ahora me observaba a su vez como si fuera una pintura perfecta ubicada entre los Milligan.

Me acomodé con cierta prevención, mientras el señor Milligan volvía a llenar el vaso de Rigel y él le sonreía, totalmente a sus anchas, haciéndome sentir como si estuviera sentada en un lecho de espinas.

«Seré buena». Estaba observando al matrimonio Milligan intercambiar algunas frases delante de mí, cuando de pronto las palabras «seré buena» cruzaron mi mente como un fulgor escarlata, «seré buena, lo juro…».

—¿Qué tal te sientes en tu primer día aquí, Nica? —me preguntó Anna, igual de encantadora a primera hora de la mañana—. ¿Estás inquieta?

Traté de arrinconar mis temores bien lejos, aunque notaba que se resistían a abandonarme.

—Oh… No —dije, esforzándome en mostrarme relajada—. No tengo miedo… Siempre me ha gustado ir a la escuela.

Era cierto.

El colegio era uno de los poquísimos pretextos que nos permitían abandonar el Grave. Mientras recorríamos el camino hasta la escuela pública, yo caminaba con la nariz levantada. Durante el trayecto miraba las nubes y me imaginaba que era como los demás, soñaba despierta que ascendía en un aeroplano y volaba hacia mundos remotos y libres.

Aquel… era uno de los raros momentos en que casi lograba sentirme normal.

—Ya he llamado a la secretaría —nos informó Anna—. La directora os recibirá enseguida. La escuela ha confirmado vuestra inscripción y me han asegurado que podréis empezar a asistir a las clases de inmediato. Sé que todo es muy precipitado, pero… espero que vaya bien. Os permitirán que solicitéis estar en la misma clase, si queréis —añadió.

Me pareció que lo decía de buena fe y me esforcé en ocultar mi aprensión.

—Ah. Sí…, gracias.

Pero percibí que alguien me estaba escrutando. Rigel me observaba. Sus iris destellaban profundos y marcados bajo sus arqueadas pestañas. Me estaba mirando directamente a los ojos.

Aparté la mirada como si la suya me quemara. Sentí un deseo visceral de alejarme y, con la excusa de que iba a vestirme, me levanté de la mesa y abandoné la cocina.

Mientras ponía muros y paredes de por medio entre nosotros, noté que algo se retorcía en mi estómago y que aquella mirada estaba infestando mis pensamientos.

«Seré buena —susurré para mis adentros, convulsivamente—, seré buena…, lo juro…».

De todas las personas que había en el mundo, él era la última que hubiera querido allí.

¿Sería capaz de ignorarlo?

La nueva escuela era un edificio gris y cuadriculado.

El señor Milligan detuvo el coche y unos niños pasaron junto al capó, apresurándose para llegar a clase. Se ajustó las compactas gafas sobre la nariz y apoyó desmañadamente las manos en el volante, como si no supiera dónde ponerlas. Descubrí que me gustaba estudiar sus expresiones: tenía una personalidad dócil y torpona, y posiblemente por eso me suscitaba tanta empatía.

—Luego os pasará a buscar Anna.

Pese a todo, sentí un pálpito mucho más agradable que los anteriores ante la idea de que allí fuera habría alguien esperándome, dispuesto a llevarme a casa. Asentí desde el asiento trasero, con la mochila desgastada en el regazo.

—Gracias, señor Milligan.

—Oh, puedes… podéis llamarme Norman —empezó a decir con las orejas un poco coloradas mientras bajábamos. Me quedé mirando cómo el coche desaparecía al fondo de la calle, hasta que oí unos pasos a mi espalda.

Me volví y vi que Rigel se dirigía solo hacia la entrada. Seguí con la mirada su figura esbelta, el movimiento ágil y seguro de sus anchos hombros. Había algo hipnótico en el modo que tenía de moverse y de caminar, con aquellas zancadas precisas, como si el suelo se amoldase a sus zapatos.

Crucé la entrada tras él, pero sin darme cuenta se me enganchó la correa de la mochila en el tirador. Abrí mucho los ojos y el tirón hizo que me abalanzara sobre alguien que estaba entrando justo en ese momento.

—Qué cojones… —Oí al volverme. Un chico apartó el brazo irritado, llevaba un par de libros en la mano.

—Perdona —susurré con un hilo de voz, y su amigo, que iba detrás, le dio un golpecito.

Me recogí el pelo tras la oreja y, cuando nuestras miradas se cruzaron, me pareció que estaba evaluándome de nuevo. El enfado se esfumó de su rostro y se quedó inmóvil, como si mis ojos lo hubieran fulminado.

Al cabo de un instante, inesperadamente, soltó los libros que llevaba en la mano.

Me quedé mirando los libros caídos a sus pies y, como vi que no se agachaba a recogerlos, lo hice yo.

Se los pasé, me sentía culpable por haberme echado encima de él y reparé en que no me había quitado los ojos de encima en ningún momento.

—Gracias —me dijo sonriendo lentamente, mientras paseaba su mirada por mí de un modo que me hizo sonrojar, aunque parecía que a él le resultaba divertido, o tal vez intrigante.

—¿Eres nueva? — preguntó.

—Vamos, Rob —lo apremió su amigo—, llegamos tarde de narices.

Pero daba la impresión de que él no quería marcharse. Y entonces sentí que algo me pellizcaba la nuca: una sensación punzante, como una aguja traspasando el aire que había a mi espalda.

Traté de sacarme de encima aquel presentimiento. Di un paso atrás, bajé la mirada y balbuceé:

—Yo… tengo que irme.

Llegué a la secretaría, que estaba un poco más adelante. Me fijé en que la puerta estaba abierta y mientras entraba pensé que ojalá no hubiera hecho esperar a la secretaria. En cuanto crucé la puerta, vi su silueta recortada a un lado.

Por poco no di un brinco.

Rigel estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados. Tenía una pierna flexionada, con la suela tocando el tabique, y el rostro ligeramente inclinado, con la mirada fija en el suelo.

Siempre había sido mucho más alto que los otros chicos y bastante más intimidante, pero no necesitaba aferrarme a esas justificaciones para alejarme un paso de inmediato. Todo en él me atemorizaba, tanto su aspecto como lo que había debajo.

¿Qué estaba haciendo allí, al lado de la puerta, cuando había una fila de sillas justo al otro lado de la sala de espera?

—La directora os recibirá ahora.

La secretaria se asomó por el despacho de la dirección y me devolvió a la realidad.

—Venid.

Rigel se apartó de la pared y pasó a mi lado sin tan siquiera mirarme. Entramos en el despacho mientras la puerta se cerraba a nuestra espalda. La directora, una mujer joven, austera y con buen aspecto, nos invitó a acomodarnos en las sillas que había delante del escritorio. Examinó nuestros expedientes, nos hizo algunas preguntas sobre el método didáctico de nuestra antigua escuela y, cuando llegó al expediente de Rigel, pareció interesarse mucho por lo que allí había escrito.

—He llamado a vuestra institución —anunció—. He solicitado alguna información sobre vuestro rendimiento escolar… Y usted me ha sorprendido gratamente, señor Wilde —dijo sonriente mientras pasaba la página—. Notas altas, una conducta impecable, nada fuera de lugar. Un auténtico estudiante modelo. Por lo general, los profesores solo dan buenas referencias de usted. —Alzó los ojos, complacida—. Será un auténtico placer tenerlo con nosotros en Burnaby.

Me pregunté si habría alguna posibilidad de que comprendiera que se estaba equivocando, que aquellas referencias no reflejaban la realidad de las cosas, porque los profesores no habían sabido ver lo que había «debajo», al igual que todos los demás.

Hubiera querido reunir las fuerzas suficientes para empujarlo fuera de mis labios.

Rigel sonrió de aquel modo que le sentaba tan bien, y yo me pregunté cómo era posible que la gente no se percatara de que aquella calidez nunca llegaba a sus ojos. Que permanecían así, oscuros e impenetrables, aunque brillasen como cuchillos.

—Las dos representantes que hay aquí fuera os acompañarán a vuestras clases —dijo la directora—. En cualquier caso, si así lo queréis, podéis solicitar que os pongan en la misma clase a partir de mañana.

Esperaba haber podido evitar aquella cuestión. Apreté el borde de la silla y me impulsé hacia delante, pero él fue más rápido.

—No.

Parpadeé y me volví hacia él. Rigel exhibió una sonrisa y un mechón de pelo rozó una de sus oscuras cejas.

—No es necesario.

—¿Estáis seguros? Después ya no podréis cambiarlo.

—Oh, sí. Tendremos tiempo de sobra para estar juntos.

—Muy bien, pues —convino la directora, en vista de que yo guardaba silencio—. Ya podéis ir a clase. Acompañadme.

Aparté la vista de Rigel. Me puse en pie, cogí la mochila y la seguí afuera.

—Dos estudiantes de último curso os están esperando aquí delante. Que tengáis un buen día.

Volvió a entrar en el despacho y yo crucé la sala sin mirar atrás. Debía alejarme de él y lo habría hecho si en el último momento no me hubiera asaltado un impulso distinto. No pude refrenarme cuando mi cuerpo dio media vuelta por su cuenta y lo tuve enfrente.

—¿Qué significa esto?

Me mordí los labios. Acababa de formular una pregunta inútil, no hacía falta verlo enarcando una ceja para saber que lo estaba haciendo. Pero desconfiaba de sus intenciones, no podía creerme que no quisiera hallar el modo de atormentarme.

—¿Por qué?

Rigel inclinó el rostro y su presencia estatuaria me hizo sentir más insignificante todavía.

—¿No habrás creído ni por un momento… que quería estar contigo?

Apreté los labios y al instante me arrepentí de haberle hecho aquella pregunta. La intensidad de sus ojos me produjo un calambre en el estómago y aquella ironía tan punzante me quemó la piel.

No respondí. Aferré el tirador de la puerta para salir. Pero algo me lo impidió.

Una mano asomó por encima de mi hombro y sujetó la puerta; me quedé paralizada. Vi sus dedos ahusados presionando el batiente y, de pronto, cada una de mis vértebras sintió su presencia

—Apártate de mi camino, falena —me advirtió. Su aliento cálido me hizo cosquillas en el pelo y me puse rígida—. ¿Lo has entendido?

La tensión que generaba su cuerpo tan cerca del mío bastó para que me quedara helada. «Aléjate de mí» me estaba diciendo, pero era él quien me tenía aprisionada contra aquella puerta, respirándome encima, cerrándome el paso.

Por fin me adelantó y lo vi pasar de largo, con los ojos apenas abiertos, sin moverme.

Si estuviera en mi mano…

Si estuviera en mi mano, lo habría borrado para siempre. Junto con el Grave, la señora Fridge y el dolor que constelaba mi infancia. Yo no hubiera querido acabar en la misma familia con él. Para mí era una desgracia. Era como si estuviera condenada a cargar con el peso de mi pasado sin poder llegar a ser verdaderamente libre jamás.

¿Cómo podría hacérselo entender a los demás?

—¡Hola!

No me había dado cuenta de que había salido caminando mecánicamente de la secretaría. Alcé la mirada y mis ojos se toparon con una sonrisa radiante.

—Estoy en la misma clase que tú. ¡Bienvenida al Burnaby!

Vi a Rigel en el pasillo, su pelo negro se movía al compás de sus firmes pasos. La chica que lo acompañaba apenas parecía consciente de dónde se estaba metiendo de cabeza: lo miraba hechizada, como si la recién llegada fuera ella, y ambos se desvanecieron al doblar la esquina.

—Yo soy Billie —me dijo mi compañera a modo de presentación. Me tendió la mano con una sonrisa deslumbrante y yo se la estreché—. ¿Y tú cómo te llamas?

—Nica Dover.

—¿Micah?

—No, «Nica» —repetí, recalcando la «N», y ella se llevó el índice a la barbilla.

—¡Ah, el diminutivo de Nikita!

Me sorprendí a mí misma sonriendo.

—No —negué sacudiendo la cabeza—, solo Nica.

La curiosidad con que me miraba Billie no me incomodó, como había sucedido con el otro chico un poco antes. Tenía una cara auténtica, enmarcada por unos rizos color miel, y dos ojos brillantes que conferían un aire apasionado a su mirada.

Mientras caminábamos, noté que me observaba con mucho interés, pero hasta que nuestras miradas volvieron a cruzarse no comprendí la razón: ella también se había quedado prendada de mis peculiares iris.

«Son tus ojos, Nica», decían los niños más pequeños cuando les preguntaba por qué me miraban tan intrigados. «Nica tiene los ojos del color del cielo cuando llora: grandes, resplandecientes, como diamantes grises».

—¿Qué te ha pasado en los dedos? —me preguntó.

Me miré las yemas de los dedos envueltas con tiritas.

—Oh —balbuceé y los oculté torpemente tras la espalda—, nada…

Sonreí, tratando de desviar la conversación, y las palabras de la señora Fridge volvieron a irrumpir en mi cabeza: «No hagas rarezas».

—Así no me como las uñas —le solté. Pareció creérselo, hasta el punto de que levantó las manos, orgullosa, mostrándome los extremos mordisqueados.

—¿Y qué problema hay? ¡Yo ya he llegado al hueso! —Entonces giró la mano y se puso a examinarla—. Mi abuela dice que debo sumergirlas en mostaza: «Así verás como se te pasan las ganas de llevártelas a la boca». Pero nunca lo he probado. La idea de pasarme toda una tarde con los dedos metidos en salsa me deja un poco… ¿Cómo te diría…? Perpleja. ¿Te imaginas si llama a la puerta un mensajero?

3

Formas de pensar distintas

A los gestos, como a los planetas,

los mueven unas leyes invisibles.

Billie me ayudó a adaptarme.

La escuela era grande y había muchísimas actividades entre las que escoger. Me mostró las aulas de los distintos cursos, me acompañó a todas las clases y me presentó a los profesores. Procuré no estar demasiado encima de ella, porque no quería ser una carga, pero me dijo que, al contrario, que le encantaba hacerme compañía. Cuando escuché esas palabras, me pareció que el corazón se me apretujaba de felicidad; aquella era una sensación que nunca hasta entonces había conocido. Billie era amable y servicial, dos cualidades que no abundaban en el lugar del que yo procedía.

En cuanto la campana señaló el final de las clases, salimos juntas del aula, ella se pasó por la cabeza un largo cordón de cuero y a continuación liberó de la correa algunos mechones de pelo rizado.

—¿Una cámara fotográfica?

Estudié con interés aquel objeto que ahora colgaba de su cuello y ella se iluminó de alegría.

—¡Es una Polaroid! ¿Nunca habías visto una? Esta me la regalaron mis padres hace muchísimo tiempo. ¡Me encantan las fotos, tengo la habitación tapizada de imágenes! Mi abuela dice que tengo que dejar de llenar las paredes, pero siempre la encuentro quitándoles el polvo mientras silba… y, al final, se olvida de lo que me había dicho.

Traté de seguir su parloteo con atención y al mismo tiempo no acabar echándome encima de la gente; no estaba acostumbrada a aquel trajín tan intenso. Pero a Billie no parecía importarle demasiado: siguió hablándome como una cotorra mientras se chocaba con unos y con otros.

—… Me gusta fotografiar a la gente, es interesante ver los movimientos del rostro inmortalizados en una película. Miki siempre esconde la cara cuando lo intento con ella. Es tan mona que es una lástima, pero no le gusta… ¡Oh, mira, ahí está! —Alzó un brazo, eufórica—. ¡Miki!

Traté de distinguir a esa fantasmal amiga de la que me había estado hablando toda la mañana, pero aún no me había dado tiempo a localizarla cuando Billie ya estaba tirando de la correa de mi mochila, arrastrándome entre la gente.

—¡Ven, Nica! ¡Ven a conocerla!

Traté de seguirle el paso a duras penas, pero solo logré llevarme unos cuantos pisotones.

—¡Oh, ya verás como te gusta! —me comentó emocionada—. Miki sí que sabe ser un encanto. ¡Es tan sensible…! ¿Ya te he dicho que es mi mejor amiga?

Traté de asentir, pero Billie me dio otro tirón, apremiándome para que siguiera avanzando. Cuando, después de muchos empujones, llegamos junto a su amiga, tomó impulso y se plantó detrás de ella dando un saltito.

—¡Hola! —gorjeó, pletórica— ¿Qué tal ha ido la clase? ¿Has tenido Educación Física con los de la sección D? ¡Esta es Nica!

Me empujó hacia delante y por poco no me golpeo la nariz con la puerta abierta de una taquilla.

Una mano surgió del metal y la apartó.

«Un encanto», había dicho Billie, y me preparé para sonreírle.

Ante mí aparecieron unos ojos densamente maquillados. Pertenecían a un rostro atractivo y más bien anguloso, con una espesa mata de pelo negro que desaparecía bajo la capucha de una amplia sudadera. Un piercing aprisionaba su ceja izquierda y sus labios estaban ocupados en mascar ruidosamente un chicle.

Miki me miró sin mostrar interés y se limitó a observarme un instante. Después se acomodó la correa de la mochila en el hombro y cerró la puerta con un golpe que me sobresaltó. Nos dio la espalda y se alejó por el pasillo.

—Oh, tranquila, siempre hace lo mismo —canturreó Billie, mientras yo permanecía fosilizada y con los ojos como platos—. Entablar amistad con los nuevos no es su fuerte. ¡Pero muy en el fondo es un amor!

«Muy en el fondo… ¿a cuánta profundidad?».

La miré con cara de susto, pero ella dio por zanjado el asunto y me convenció de que siguiéramos adelante. Nos dirigimos hacia la puerta de entrada, rodeadas por una vorágine de estudiantes y, cuando llegamos, Miki estaba allí. Observaba atentamente la sombra de las nubes que se desplazaba por el cemento del patio mientras se fumaba un cigarrillo, con la mirada absorta.

—¡Qué día tan estupendo! —suspiró alegremente Billie tamborileando con los dedos sobre la cámara fotográfica. —Nica, ¿tú dónde vives? Si quieres, mi abuela puede llevarte después. Hoy hace albóndigas y Miki se queda a comer en mi casa. —Se volvió hacia ella—. Comes en mi casa, ¿verdad?

Vi que Miki asentía sin entusiasmo, echando una bocanada de humo, y Billie sonrió contenta.

—Entonces, ¿vienes con nos…?

Alguien se le echó encima al pasar.

—¡Eh! —protestó Billie, frotándose el hombro—. ¿Qué modales son esos? ¡Ay!

Otros estudiantes pasaron apresuradamente por delante de nosotras y Billie se arrimó a Miki.

—¿Qué está pasando?

Algo no iba bien. Los estudiantes corrían hacia el interior, unos con el móvil encendido, otros con una expresión de terror en el rostro. Parecían emocionados por algo que flotaba en el ambiente, y yo me pegué a la pared, asustada por aquella multitud enloquecida.

—¡Eh! —le gruñó Miki a un chaval de aspecto exaltado—, ¿qué diablos está pasando?

—¡Se están pegando! —gritó con el móvil en la mano—. ¡Hay una pelea donde las taquillas!

—¿Se están pegando? ¿Quiénes?

—¡Phelps y el chico nuevo! ¡Dios, le está dando una buena paliza! ¡A Phelps! —exclamó fuera de sí—. ¡Tengo que grabarlo en vídeo!

Salió corriendo como un galgo y yo me quedé en la pared, con los brazos agarrotados y los ojos abiertos de par en par, mirando al vacío.

«¿El… chico nuevo?».

Billie se abrazó a Miki como si fuera un muñeco antipánico.

—¡Violencia no, por favor! No quiero verlo… ¿Quién puede estar tan loco como para liarse a mamporros con Phelps? Solo un inconsciente… ¡Ay! —exclamó con los ojos desorbitados—. ¡Nica! ¿Adónde vas?

Pero yo ya no la oía: su voz se desvaneció en la masa de estudiantes, avancé hacia la multitud, me fui abriendo paso entre hombros y espaldas, atrapada como una mariposa en un laberinto de tallos. El aire crepitaba hasta resultar casi sofocante. Oí con claridad el ruido de los golpes, el estruendo de un ruido metálico y algo que impactaba contra el suelo.

Logré llegar a la primera fila mientras los gritos me palpitaban en las sienes; metí la cabeza debajo de un brazo y puse unos ojos como platos.

Había dos estudiantes en el suelo, presas de un furor ciego. Resultaba difícil distinguirlos en medio de tanta furia, pero no necesité verles la cara: aquella melena negra e inconfundible resaltaba como una mancha de tinta.

Rigel estaba allí, estrujando la camiseta del otro entre sus dedos, con los nudillos enrojecidos y pelados, mientras machacaba al chico que tenía debajo. Sus ojos brillaban con un insano fulgor que me hizo temblar hasta los huesos y me heló la sangre. Asestaba unos puñetazos brutales, veloces, con una saña espantosa, y el otro trataba de devolvérselos golpeándole furiosamente el pecho, pero no había asomo de piedad en el rostro que tenía encima. Sentí un crujir de cartílagos mientras los gritos saturaban el aire, la gente daba voces incitándoles…

Y entonces todo se cortó de pronto. Los profesores se abrieron paso entre la multitud y lograron separarlos. Uno agarró a Rigel por el cuello y tiró de él con fuerza. Los otros cayeron sobre el que estaba en el suelo, que ahora miraba a su rival con ojos de loco.

Mis pupilas se quedaron congeladas en su rostro. Y entonces pude reconocerlo. Era el chico de la mañana. Aquel con el que había chocado a la entrada, el de los libros.

—¡Phelps, acababas de reintegrarte hoy tras una suspensión! —le gritó un profesor—. ¡Esta es la tercera riña! ¡Has cruzado el límite!

—¡Ha sido él! —gritó el joven, fuera de sí—. ¡Yo no he hecho nada! ¡Me ha dado un puñetazo sin ningún motivo!

El profesor tiró de Rigel y lo hizo retroceder un paso más. Cuando inclinó el rostro, vi aquella mueca sarcástica que le cortaba el labio bajo el cabello desordenado.

—¡Ha sido él! ¡Mírelo!

—¡Basta! —bramó el profesor—. ¡Derechitos al despacho de la directora! ¡Vamos!

Los incorporaron sujetándolos por los hombros y me pareció que había mucha condescendencia en el modo en que Rigel se dejaba llevar: volvió la cara y escupió en la fuente sin que nadie lo retuviera, mientras el otro iba detrás de él, firmemente sujeto por el docente.

—¡Y vosotros, todos fuera de aquí! —gritó—. ¡No quiero ver ningún móvil! ¡O’Connor, como no desaparezcas ahora mismo, haré que te expulsen! ¡Y los demás también, circulad! ¡Aquí no hay nada que ver!

Los estudiantes empezaron a desfilar de mala gana, dispersándose hacia la salida. La turba se desinfló enseguida, y yo me quedé allí, frágil e imperceptible, con la sombra de él aún en los ojos golpeando, golpeando y golpeando, sin detenerse nunca,

Billie llegó corriendo, iba tirando de Miki por la correa de la mochila.

—¡Cielos, me has dado un susto de muerte! ¿Estás bien? —Me miró con los ojos muy abiertos, agitada—. ¡No puedo creérmelo, así que era tu hermano!

Sentí un extraño escalofrío. Me quedé muda y la miré confundida, como si me hubiera dado una bofetada. En mi gran confusión, al fin me percaté de que se estaba refiriendo a Rigel.

Claro… Billie no sabía cuál era la situación. No estaba al corriente de que teníamos apellidos distintos, solo sabía lo que la directora le había explicado. De hecho, para ella proveníamos de la misma familia, pero el modo en que lo dijo me chirrió como si hubiera arañado una pizarra.

—Él… Él no es…

—¡Deberías ir a la secretaría —me interrumpió angustiada— y esperarlo allí! Cielos, se ha peleado con Phelps el primer día… ¡Estará las­timado!

Estaba segura de que él no era quien estaba lastimado. Recordaba el rostro tumefacto del otro chico cuando lograron que le quitase las manos de encima.

Pero Billie me empujó para que avanzase, emocionada.

—¡Vamos!

Y las dos me acompañaron a la entrada. Yo me retorcía las manos. ¿Cómo podía fingir que no estaba afectada y consternada por lo que había presenciado y, en lugar de eso, mostrarme preocupada por él? Recordaba la locura en su mirada, de forma clara e inequívoca. La situación era absurda.

Desde la puerta, se oía que estaban hablando en voz bastante alta.

El chico incriminado gritaba como un loco, tratando de hacer valer sus razones, y el profesor gritaba más fuerte que él. Noté que su voz sonaba histérica, exasperada, probablemente por tratarse de la enésima refriega en la que se había visto implicado. Pero lo que más me llamó la atención fue lo conmocionada que sonaba la directora y las palabras de incredulidad con las que se refería a Rigel: él, que era tan bueno, tan perfecto, no era de los que hacían esa clase de cosas. Él, que nunca sería capaz de iniciar algo de tal gravedad, y el chico protestaba con más vehemencia, juraba que ni siquiera lo había provocado, pero el silencio que mantenía la otra parte, dando a entender que no pensaba defenderse de aquellas acusaciones, clamaba su inocencia.

Cuando la puerta se abrió al cabo de media hora, Phelps salió al pasillo. Tenía el labio partido y varias rojeces en aquellas partes del rostro donde la piel que cubría los huesos era menos densa. Me miró distraído, sin prestarme atención, pero al cabo de un instante volvió a fijarse en mí, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que ya me había visto antes. No me dio tiempo a descifrar su mirada de consternación, porque el profesor se lo llevó…

—Creo que esta vez lo expulsarán —murmuró Billie mientras él desaparecía al fondo del pasillo.

—Ya va siendo hora —replicó Miki—. Después de lo que pasó con las de primero, se merecía que lo hubieran encerrado en una pocilga.

El tirador de la puerta volvió a hacer ruido.

Billie y Miki dejaron de hablar cuando Rigel salió. Las venas que recorrían sus muñecas se asemejaban a un laberinto de marfil y su magnética presencia bastó para que se hiciera el silencio. Todo en su aspecto creaba una sugestión difícil de ignorar.

De pronto reparó en nosotras.

No. En «nosotras» no.

—¿Qué haces tú aquí?

No me pasó desapercibido el matiz de sorpresa al remarcar las palabras. Me lanzó una de sus miradas y me di cuenta de que no sabía qué responder. Ni yo misma sabía qué estaba haciendo allí, esperándolo como si realmente estuviera preocupada por él.

Rigel me había dicho que me mantuviera alejada de él, me lo había mascullado tan cerca del cerebro que aún podía oír su voz reverberando entre un pensamiento y otro.

—Nica quería cerciorarse de que estabas bien —terció Billie, captando su atención. Esbozó una sonrisa tímida al tiempo que alzaba una mano.

—Hola…

Él no respondió y Billie pareció cohibirse ante su mirada. Se le sonrojaron las mejillas, que al instante se tiñeron de vergüenza por causa del visceral encanto de sus ojos negros.

Y Rigel se percató de ello. Ya lo creo que se percató.

Él lo sabía perfectamente. Sabía lo atractiva que resultaba la máscara que llevaba puesta, el modo en que se la ponía, lo que desencadenaba en los demás. La lucía desafiante, con arrogancia, como si el mero hecho de poseer aquel encanto siniestro lo hiciera brillar con una luz maligna, ambigua, exclusivamente suya.

Sonrió con la comisura de la boca, encantador y mezquino, y parecía como si Billie fuera a menguar de tamaño.

—¿Querías… «cerciorarte» —se mofó, recorriéndome con la mirada— de que estuviera… «bien»?

—Nica, ¿no nos presentas a tu hermano? —parloteó Billie y yo desvié la mirada.

—No somos familia —solté, como si otro lo hubiera dicho por mí—. A Rigel y a mí nos van a adoptar.

Las chicas se volvieron y se me quedaron mirando. Yo lo miré a él a los ojos con dureza, valiente, sosteniendo sus pupilas.

—No es mi hermano.

Noté que me miraba, lúgubremente divertido ante mis esfuerzos, con aquella sonrisa afilada en los dientes.

—Oh, no lo digas así, Nica —insinuó sarcástico—, suena como si eso te aliviase.

«Así es», le transmití con la mirada. Y Rigel me observó de refilón y me quemó con sus iris oscuros.

Un timbre sonó de pronto en el aire. Billie sacó su móvil del bolsillo y abrió mucho los ojos.

—Tenemos que irnos, mi abuela está fuera esperándonos. Ya ha tratado de llamarnos…

Me miró y yo asentí.

—Entonces… nos vemos mañana.

Esbozó una sonrisa a la que traté de corresponder, pero aún sentía los ojos de Rigel encima. En ese instante, me fijé en que Miki no le quitaba el ojo de encima: lo estudiaba bajo la sombra de la capucha, lo observaba atenta con las cejas fruncidas.

Al final, ella también se dio la vuelta y ambas se alejaron por el pasillo.

—En una cosa sí que tienes razón.

Su voz se deslizó lenta y afilada como unas uñas sobre la seda en cuanto nos quedamos solos. Bajé la barbilla y me aventuré a mirarlo.

Tenía la vista fija en el punto donde las chicas acababan de desaparecer, pero ya no sonreía. Lentamente, sus iris de desplazaron hacia los míos, precisos como balas.

Juraría que sentí que aquellas palabras se me grababan por la fuerza en la piel.

—No soy tu hermano.

Aquel día decidí borrar de mi mente a Rigel, sus palabras y su mirada violenta. Para distraerme por las noches, leía hasta tarde. La lámpara de la mesilla difundía por toda la habitación una luz suave y tranquilizadora que lograba disipar mis inquietudes.

Anna se sorprendió mucho cuando le pregunté si me podía prestar aquel libro. Era una enciclopedia ilustrada, con unos dibujos maravillosos, pero le extrañó que el tema pudiera interesarme.

Sin embargo, me fascinaba.

Mientras mis ojos se recreaban en las pequeñas antenas y en las alas transparentes como el cristal, me di cuenta de lo mucho que me gustaba perderme en aquel mundo ligero y variopinto al que siempre me había aproximado a través de una infinidad de tintas de colores.

Sabía que a todo el mundo le parecía algo insólito.

Sabía que era distinta.

Cultivaba mis rarezas como quien cultiva un jardín secreto del que solo yo poseía la llave, porque sabía que mucha gente no podría comprenderme.

Recorrí la curva de una mariquita con el dedo índice. Me traía a la memoria todos los deseos que había formulado cuando, de pequeña, las observaba volando entre las palmas abiertas de mis manos. Las veía sobrevolar el cielo y, desde mi impotencia, deseaba poder hacer lo mismo, eclosionar con un aleteo de plata y emprender el vuelo fuera de los muros del Grave…

Un ruido llamó mi atención. Me giré hacia la puerta. Creí que lo había imaginado, pero de pronto, al cabo de un instante, volví a oírlo, como si algo raspara la madera.

Cerré la enciclopedia con cuidado y aparté las mantas. Me acerqué lentamente a la puerta, accioné el tirador y asomé la cabeza. Distinguí algo que se movía en la oscuridad. Una sombra se escurrió a ras de suelo, rápida y afelpada, y me pareció que se detenía, me esperaba, me escrutaba durante un segundo. Finalmente, se desvaneció en las escaleras, un instante antes de que mi curiosidad me empujara a seguirla.

Me pareció distinguir una cola aterciopelada, pero no fui lo bastante rápida para alcanzarla. Ahora me encontraba en el piso de abajo, en silencio y totalmente sola, sin poder localizarla por ninguna parte. Suspiré, dispuesta a volver arriba, pero entonces me percaté de que la luz de la cocina estaba encendida.

¿Estaría Anna despierta? Me acerqué para cerciorarme, aunque más tarde deseé no haberlo hecho. Cuando empujé la puerta, mis ojos de encontraron con los de alguien que me estaba mirando fijamente.

Era Rigel.

Estaba sentado. Tenía los codos apoyados en la mesa y en su rostro, ligeramente abatido, el cabello dibujaba unas pinceladas bien definidas y limpias que ensombrecían su mirada. Sostenía algo en una mano y no tardé en percatarme de que era hielo.

Al encontrármelo allí, me quedé paralizada.

Tenía que acostumbrarme a ello, a la posibilidad de cruzarme continuamente con él. Ya no estábamos en el Grave, aquellos no eran los grandes espacios de la institución, sino los de una casa pequeña, y los dos vivíamos allí.

Pero cuando se trataba de él, la idea de acostumbrarme se me hacía imposible.

—No deberías estar despierta a estas horas.

Su voz, amplificada por el silencio, me provocó un escalofrío que recorrió toda mi espina dorsal.

Solo teníamos diecisiete años, sin embargo, había algo extraño en él, difícil de explicar. Una belleza obsesiva y una mente capaz de fascinar a cualquiera. Resultaba absurdo. Todo el mundo se dejaba moldear por sus maneras e incurría en un error. Rigel parecía haber nacido para ello, para modelar y plegar a las personas como si fueran metales. Me daba miedo, porque no era como los otros chicos de nuestra edad.

Por un momento, traté de imaginármelo ya adulto y mi mente viajó hasta el rostro de un hombre terrible, con un encanto corrosivo y unos ojos oscuros como la noche…

—¿Piensas quedarte ahí mirándome? —me preguntó, sarcástico, mientras presionaba el hielo sobre un moretón que tenía en el cuello.

Ahora se lo veía relajado, con esa actitud arrogante que me inducía a salir corriendo. Siempre.

No obstante, antes de que pudiera recuperar el sentido común y huir de allí, despegué los labios y hablé.

—¿Por qué?

Rigel alzó una ceja.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué has dejado que te escogieran?

Clavó sus ojos en los míos, como si estuviera imbuido de algo que podría pasar por una conciencia.

—¿Acaso crees que eso lo decidí yo? —me preguntó parsimonioso, analizándome detenidamente.

—Sí —respondí con cautela—. Hiciste que sucediera… Tocaste el piano. —Sus ojos ardieron con una intensidad casi irritante—. Tú, que siempre has sido lo que los demás querían, nunca permitiste que nadie se te llevara.

No habían pasado demasiadas familias por el Grave. Miraban a los niños, los estudiaban como a mariposas en una vitrina. Los pequeños eran los más lindos y variopintos y quienes necesitaban atención por encima del resto.

Pero entonces lo veían a él, con su carita tan limpia y sus buenos modales, y parecían olvidarse de todos los demás. Contemplaban la mariposa negra y se sentían fascinados por la extraña forma de sus ojos y sus hermosas alas, como de terciopelo, su gracia al moverse por encima del resto.

Rigel era el ejemplar de colección, el que no tenía igual. No traslucía la insignificancia de los otros huérfanos, pero se vestía con ella, echándose encima aquella grisura como si fuera un velo que a él le sentaba de maravilla.

Sin embargo, cada vez que alguien expresaba el deseo de adoptarlo, él parecía hacer cuanto podía por arruinar las cosas. Organizaba desastres, se escapaba, se portaba mal. Y, al final, los interesados se marchaban sin llegar a saber lo que sus manos eran capaces de hacer con aquella blanca dentadura de teclas.

Pero aquel día, no. Aquel día tocó, hizo que se fijaran en él en lugar de disuadirlos.

¿Por qué?

—Harías bien en irte a dormir, falena —me insinuó con su voz sutil y burlona—. El sueño te puede jugar malas pasadas.

Eso era lo que hacía… me «mordía» con las palabras. Siempre lo hacía. Me acariciaba con sus provocaciones y después me machacaba con una sonrisa, haciéndome dudar hasta el extremo de que ya no estaba segura de nada.

Hubiera tenido que despreciarlo. Por su carácter, por su aspecto, por cómo sabía estropear las cosas. Habría tenido que hacerlo y, en cambio…, una parte de mí no era capaz de ello.

Porque Rigel y yo nos habíamos visto crecer, nos habíamos pasado la vida entre los barrotes de la misma prisión. Lo conocía desde que era un niño y una parte de mi alma lo había visto tantas veces que ya no sentía el severo desapego que habría deseado que me produjera. Me había acostumbrado a él, de una extraña manera, desarrollando esa clase de empatía que provoca una persona con la que has compartido algo durante muchísimo tiempo.

Nunca se me había dado bien odiar. Por muchos motivos que tuviera.

A pesar de todo, puede que aún siguiera esperando que el cuento fuese tal como yo deseaba que fuera…

—¿Qué ha pasado hoy con ese chico? —pregunté—. ¿Por qué habéis llegado a las manos?

Rigel inclinó lentamente el rostro, como si se preguntase cómo era posible que aún siguiera allí. Me dio la impresión de que me estaba evaluando con la mirada.

—Formas de pensar distintas. Nada que te incumba.

Me miró como si me conminara a marcharme, pero no lo hice.

No quería hacerlo.

Por primera vez, quería atreverme a dar un paso hacia delante en lugar de hacia atrás. Hacerle ver que, a pesar de todo, estaba dispuesta a ir más allá. Demostrarle que era así. Cuando presionó el cubito de hielo contra la ceja y contrajo la frente de dolor, me vino el recuerdo de una voz lejana abriéndose camino en mi interior.

«Es la delicadeza, Nica. La delicadeza, siempre… Recuérdalo», decía la voz con dulzura.

Sentí que mis piernas empezaban a avanzar.

Rigel me clavó la mirada cuando entré definitivamente en la cocina. Me acerqué al fregadero, cogí un pedazo de papel de cocina y lo empapé en agua fría: tuve la certeza de que sus pupilas me estaban oprimiendo los hombros.

Me acerqué y lo miré inocente, mientras le acercaba el papel.

—El hielo está demasiado duro. Ponte esto en la herida.

Pareció casi sorprendido de que no hubiera salido corriendo. Observó sin convicción el papel de cocina, receloso como un animal salvaje, y al ver que no lo cogía…, en un gesto de buena voluntad, probé a aplicárselo yo.

No me dio tiempo a acercarme: me fulminó con la mirada y se apartó bruscamente. Un mechón negro azabache se le deslizó hacia la sien, mientras me observaba de arriba abajo, implacable.

—No lo hagas —me advirtió con la mirada torva—, no te atrevas a tocarme.

—No te dolerá…

Sacudí la cabeza y alargué un poco más los dedos, pero esta vez los apartó de un manotazo. Me llevé la mano al pecho y, cuando lo miré a los ojos, me sobresalté: me estaban incinerando, como si sus pupilas fueran estrellas palpitantes destellando una luz que, en lugar de irradiar calor, desprendiera hielo ardiente.

—No se te ocurra tocarme, así, por las buenas. Nunca.

Apreté los puños, le hice frente a aquella mirada con la que pretendía castigarme y le pregunté:

—¿O si no…?

Un ruido violento de la silla.

Rigel se irguió bruscamente y, como me pilló desprevenida, me sobresalté. Me obligó a retroceder y de pronto mil alarmas empezaron a retumbar bajo mi piel cuando tropecé con sus pasos y acabé chocando con la encimera de la cocina. Alcé el mentón y, temblando, me agarré con ambas manos al borde del mármol.

Sus ojos me aprisionaron como una oscura mordaza. Su cuerpo, ahora ya muy cerca del mío, me gritó, como en un escalofrío, y yo apenas podía respirar, totalmente engullida por su sombra.

Entonces… Rigel se inclinó sobre mí.

Al aproximar su rostro a mi oreja, su aliento ardía como un veneno.

—O si no…, no pararé.

Cuando me apartó a un lado sin el menor miramiento, el aire que desplazó me agitó el cabello.

Oí el ruido del hielo al caer sobre la mesa y sus pasos se desvanecieron, mientras me dejaba allí, inmóvil, como una estatua petrificada contra el mármol.

¿Qué acababa de suceder?

4

Tiritas

La sensibilidad es un refinamiento del alma.

El sol tensaba cuerdas de luz entre los árboles. Hacía una tarde primaveral y el aroma de las flores impregnaba el aire.

La mole del Grave se recortaba a mi espalda. Tendida en la hierba, miraba el cielo con los brazos abiertos como si quisiera rodearlo. Tenía la mejilla hinchada y me dolía, pero no quería llorar de nuevo, así que observaba la inmensidad que se extendía sobre mí, dejando que las nubes me acunaran.

¿Lograría ser libre alguna vez?

Un ruido casi imperceptible me llamó la atención. Levanté la cabeza y localicé algo que se movía en la hierba. Me puse en pie y decidí acercarme con cautela, sujetándome el pelo con las manos.

Era un pájaro. Rascaba el polvo con sus garras como alfileres y tenía unos ojillos relucientes como canicas negras, pero una de sus alas estaba como estirada de un modo que no era natural y no podía levantar el vuelo. Cuando me arrodillé, de su pico surgió una piada agudísima e inquieta, e intuí que lo había asustado.

—Perdona —susurré de inmediato, como si pudiera entenderme.

No quería hacerle daño; al contrario, quería ayudarlo. Podía sentir su desesperación cono si fuera mía: yo tampoco era capaz de levantar el vuelo, yo también deseaba marcharme de allí, yo también me sentía frágil e impotente.

Éramos iguales. Pequeños e indefensos contra el mundo.

Le tendí un dedo, pues sentía la necesidad de ayudarlo. Solo era una niña, pero quería restituirle la libertad, como si de algún modo aquel gesto pudiera devolverme la mía.

—No tengas miedo —seguí diciéndole, con la esperanza de que así lo tranquilizaría.

Era lo bastante pequeña como para creer que podría entender mis palabras. ¿Qué podía hacer? ¿Sería capaz de ayudarlo? Mientras el pajarillo retrocedía, muerto de miedo, algo afloró de entre mis recuerdos.

«Es la delicadeza, Nica. La delicadeza, siempre… Recuérdalo». Sus dulces ojos estaban esculpidos en mi memoria.

Tomé el pájaro entre mis manos con ternura, procurando no lastimarlo. No desistí, ni siquiera cuando me picoteó un dedo, ni tampoco cuando sus garras me arañaron las yemas.

Lo estreché contra mi pecho y le prometí que al menos uno de los dos recobraría su libertad.

Regresé a la institución y lo primero que hice fue pedirle ayuda a Ade­line, una niña mayor que yo, mientras rezaba para que la directora no descubriese nuestro hallazgo: temía su crueldad más que cualquier otra cosa. Entre las dos lo entablillamos con el palito de un polo escamoteado de la basura, y durante los siguientes días, jadeante, le llevé sobras de nuestras comidas al lugar donde lo tenía oculto.

Me picó en los dedos muchas veces, pero no me rendí jamás.

—Te curaré, ya lo verás —le juraba con las yemas de los dedos enrojecidas y magulladas, mientras le alborotaba las plumas del pecho—. No te preocupes…

Me pasaba horas mirándolo a cierta distancia, para no asustarlo.

—Volarás —le susurraba con la punta de los labios—, un día volarás y serás libre. Aún falta un poco, espera un poco más…

Me picaba cuando trataba de examinarle el ala. Yo trataba de mantenerme a distancia, pero insistía, con delicadeza. Le arreglaba la cama de hierba y hojas, y le susurraba que tuviera paciencia.

Y el día que estuvo curado, el día que salió volando de entre mis manos, por primera vez en mi vida me sentí menos sucia y apagada. Un poco más viva.

Un poco más libre.

Como si pudiera volver a respirar.

Había vuelto a hallar en mi interior unos colores que no creía poseer: los de la esperanza.

Y con los dedos cubiertos de tiritas multicolores, mi existencia tampoco parecía tan gris.

Tiré cuidadosamente del extremo plastificado.

Liberé el dedo índice, el que tenía cubierto con la tirita azul, y vi que aún estaba un poco hinchado y enrojecido.

Había logrado liberar una avispa que había quedado atrapada en una telaraña unos días atrás. Procuré no romper la finísima tela, pero no fui lo bastante rápida y me picó.

—Nica está con sus bichos —decían los niños cuando éramos más pequeños—. Se pasa todo el tiempo con ellos, allí, entre las flores.

Se habían acostumbrado a mi peculiaridad, quizá porque en nuestra institución la rareza era más común que la normalidad.

Sentía una extraña empatía hacia todo lo que era pequeño e incomprendido. Mi instinto de proteger a toda clase de criaturas nació cuando era una niña y ya no me abandonó. Había plasmado mi pequeño y extraño mundo con unos colores que solo me pertenecían a mí, y que me hacían sentir libre, viva y ligera.

Me vinieron a la mente las palabras de Anna el primer día, cuando me preguntó qué estaba haciendo en el jardín. ¿Qué debió de pensar? ¿Le parecería rara?

Perdida en mis pensamientos, me giré de pronto al percibir una presencia a mi espalda. Abrí los ojos de par en par, di un brinco y me alejé apresuradamente.

Rigel me siguió con la mirada y mi salto hizo que se le agitara el mechón que le acariciaba la frente. Lo observé sin relajar en absoluto la vista, pues aún seguía asustada a causa de nuestro último encuentro.

Mi reacción no le afectó para nada. Al contrario, se limitó a tensar los labios y a esbozar una sonrisa torcida.

Me adelantó y entró en la cocina. Oí que Anna lo saludaba mientras él se encogía de hombros. Cada vez que se acercaba, no podía evitar que me entraran escalofríos, pero esta vez eran justificados. Me había pasado todo el día reviviendo lo sucedido y, cuanto más pensaba en ello, más me atormentaban aquellas palabras indescifrables. ¿Qué quería decir con lo de «no pararé»? ¿«No pararé» de hacer qué?

—Ah, estás aquí, Nica —me dijo Anna a modo de saludo en cuanto entré, extremando las precauciones. Aún seguía sumida en mis cavilaciones cuando una explosión de colores, de un violeta encendido, me saturó la vista.

Un enorme ramo de flores dominaba el centro de la mesa, con una gran cantidad de capullos suaves que colmaban de gracia el jarrón de cristal. Me lo quedé mirando fascinada, boquiabierta ante aquella maravilla.

—Qué bonitas…

—¿Te gustan? —Asentí sonriente—. Las he hecho traer esta tarde. Son de la tienda.

—¿La tienda?

—Mi tienda.

Prendada de aquella sonrisa suya tan auténtica, a la que no acababa de acostumbrarme, seguí preguntando.

—¿Tú… vendes flores? ¿Eres florista?

«¡Vaya pregunta más obvia!». Se me sonrojaron levemente las mejillas, pero ella asintió, directa y sincera.

Me encantaban las flores casi tanto como las criaturas que las habitaban. Acaricié un pétalo y la sensación de terciopelo fresco me besó la punta del índice que llevaba al descubierto.

—Mi tienda está a unas cuantas manzanas de aquí. Es un poco antigua y queda algo alejada, pero no falta clientela. Es bonito ver que a la gente sigue gustándole comprar flores.

Me pregunté si Anna no estaría hecha a medida para mí. Si había habido algo, en el modo en que me vio, el día que nos escogió, aunque nunca hubiéramos cruzado una palabra. Y quise creer… Por un momento, mientras ella me miraba a través de aquella exuberancia engalanada, quise creer que así era.

—¡Buenas!

El señor Milligan entró en la cocina vestido de un modo singular: llevaba un uniforme de un color azul polvoriento y unos guantes de tela gris que asomaban por el bolsillo; del cinturón de cuero colgaban diversos artilugios.

—¡Puntual para la cena! —dijo Anna—. ¿Qué tal ha ido el día?

Norman debía de ser jardinero; todo en su atuendo así parecía sugerirlo, incluidas las tijeras de podar que colgaban de su cinturón. Pensé que no podía existir una pareja más espléndida, al menos hasta que Anna puso las manos sobre sus hombros y en el momento álgido de mis expectativas anunció:

—Norman se dedica a la desinsectación.

Se me atragantó la saliva.

El señor Milligan colgó la gorra y entonces pude ver el logotipo sobre la visera: un gran insecto bajo una barra de prohibición. Me quedé mirándolo con los ojos helados y las fosas nasales anormalmente dilatadas.

—¿Desinsectación? —exclamé con la voz aguda al cabo de un instante.

—¡Oh, sí! —Anna le alisó los hombros—. ¡No tenéis ni idea de la cantidad de bichos que infestan los jardines de esta zona! La semana pasada, nuestra vecina encontró dos ratones en el semisótano. Norman tuvo que desbaratar una invasión…

Ahora aquellos artilugios ya no me gustaban tanto.

Miré aquella cucaracha con las patas dobladas como si se hubiera tragado algo muy desagradable. Cuando me percaté de que ambos me estaban mirando, me esforcé en tensar los labios como pude y logré recuperar el impulso necesario para esconder las manos.

Más allá del jarrón de flores, al otro lado de la estancia, sentí con total certeza la mirada de Rigel.

Al cabo de unos pocos minutos, estábamos

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