1
GRANDES ESPERANZAS
Shannon
Era el 10 de enero de 2005.
Un año completamente nuevo y el primer día de instituto después de las vacaciones de Navidad.
Y estaba nerviosa, tan nerviosa, de hecho, que ya había vomitado más de tres veces esa mañana.
Mi pulso llevaba un ritmo preocupante; mi ansiedad era la culpable de los erráticos latidos de mi corazón, además de la causa de mi vomitera.
Alisándome el nuevo uniforme escolar, me miré en el espejo del baño y apenas me reconocí.
Camisa blanca y corbata roja bajo un jersey azul marino con el escudo del Tommen College en el pecho. Una falda gris hasta la rodilla que dejaba a la vista dos piernas flacas y poco desarrolladas. Y todo rematado con medias de color carne, calcetines azul marino y zapatos negros de tacón bajo.
Parecía una farsante.
Y también me sentía como tal.
Mi único consuelo era que con los zapatos que me había comprado mi madre llegaba al metro setenta. Era ridículamente menuda para mi edad en todos los sentidos.
Estaba muy muy delgada y aún no me había desarrollado (tenía dos huevos fritos por pechos), claramente intacta por el estallido de pubertad que sí habían atravesado todas las chicas de mi edad.
Llevaba suelta la mata de pelo castaño, que me llegaba a media espalda y mantenía apartada de la cara con una diadema de color rojo. No iba maquillada, lo que me hacía parecer tan joven y pequeña como me sentía. Tenía los ojos demasiado grandes para mi cara y, para colmo, de un impactante tono azul.
Traté de entrecerrarlos para ver si eso hacía que parecieran más humanos, e intenté con todas mis fuerzas que mis gruesos labios parecieran más finos apretándolos hacia dentro.
Nada.
Entrecerrar los ojos solo me daba un aspecto extraño y como si estuviera estreñida.
Con un suspiro de frustración, me toqué las mejillas con la punta de los dedos y resoplé entrecortadamente.
Me gustaba pensar que lo que me faltaba en los departamentos de altura y pecho lo compensaba con madurez. Era sensata y tenía la mentalidad de una persona mayor.
La tata Murphy siempre decía que yo había nacido con la cabeza de una vieja sobre los hombros.
En parte era cierto.
Nunca había sido de las que se dejaban cautivar por los chicos ni las modas pasajeras.
Simplemente no era así.
Una vez leí en alguna parte que el dolor, y no la edad, es lo que nos hace madurar.
Si eso es cierto, yo era Matusalén en lo que se refiere a las emociones.
Muchas veces me preocupaba ser distinta de las demás chicas. No sentía el mismo deseo o interés por el sexo opuesto. No me interesaba nada; chicos, chicas, actores famosos, modelos atractivos, payasos, cachorros… Bueno, vale, me gustaban los cachorros bonitos y los perros grandes y peludos, pero el resto me traía sin cuidado.
No tenía ningún tipo de interés en besar, tocar o acariciar a nadie. No soportaba ni imaginármelo. Supongo que ver cómo se desarrollaba la tormenta de mierda que fue la relación de mis padres me había apartado de la posibilidad de unirme a otro ser humano de por vida. Si ellos eran una representación del amor, entonces no quería formar parte de él.
Prefería estar sola.
Sacudiendo la cabeza para despejar la avalancha de pensamientos antes de que se oscurecieran hasta el punto de no retorno, miré mi reflejo en el espejo y me obligué a practicar algo que rara vez hacía últimamente: sonreír.
«Respiraciones profundas —me dije—. Es un nuevo comienzo».
Abrí el grifo, me lavé las manos y me eché un poco de agua en la cara, desesperada por calmar la ansiedad que ardía dentro de mí ante la intimidante perspectiva de mi primer día en un nuevo instituto.
«Cualquier centro tiene que ser mejor que el que estás dejando atrás». El pensamiento entró en mi mente y me estremecí de vergüenza. «Centros, —rectifiqué abatida—, en plural».
Había sufrido un acoso constante tanto en la escuela primaria como en la secundaria.
Por alguna cruel y misteriosa razón, había sido el blanco de las frustraciones de todos los niños desde la tierna edad de cuatro años.
La mayoría de las niñas de mi clase decidieron desde el primer día de parvulitos que no les gustaba y que no iban a relacionarse conmigo. Y los niños, aunque no eran tan sádicos en sus ataques, tampoco eran mucho mejores.
Aquello no tenía sentido, porque me llevaba bien con los demás niños de mi calle y nunca había tenido altercados con nadie en la urbanización donde vivíamos.
Pero ¿la escuela?
La escuela fue como el séptimo círculo del infierno para mí: los diez años de primaria, en lugar de los habituales nueve, fueron una tortura.
La etapa preescolar fue tan angustiosa para mí que tanto mi madre como mi maestra decidieron que sería mejor que la dejara y la repitiera con una nueva clase. A pesar de que fui igual de miserable en mi nueva clase, hice un par de amigas íntimas, Claire y Lizzie, quienes me hicieron soportable la escuela.
Cuando, en el último curso de primaria, llegó el momento de elegir instituto, me di cuenta de que era muy diferente a mis amigas.
Claire y Lizzie irían en septiembre al Tommen College, una opulenta y elitista escuela privada con fondos masivos e instalaciones de primer nivel, proveniente todo ello de los sobres que entregaban los acaudalados padres, empeñados en asegurarse de que sus hijos recibieran la mejor educación que el dinero podía comprar.
A mí, en cambio, me habían matriculado en el masificado instituto público del centro de la ciudad.
Todavía recordaba la horrible sensación de separarme de mis amigas.
Estaba tan desesperada por alejarme de los matones que incluso le rogué a mi madre que me enviara a Beara a vivir con su hermana, la tía Alice, y su familia para poder terminar mis estudios.
No hay palabras para describir la devastación que se apoderó de mí cuando mi padre se negó en rotundo a que me mudara con la tía Alice.
Mi madre me quería, pero estaba débil y cansada, por lo que no opuso resistencia cuando mi padre insistió en que asistiera al instituto público de Ballylaggin.
Después de eso, el acoso empeoró.
Fue más brutal.
Más violento.
Más físico.
Durante el primer mes del curso inicial, me acosaron varios grupos de chicos que me exigían cosas que no estaba dispuesta a darles.
Después de eso, me tacharon de frígida por no querer tirarme a los mismos chicos que habían hecho de mi vida un infierno durante años.
Los más malos me ponían nombres crueles que daban a entender que la razón por la que era tan frígida se debía a que tenía genitales masculinos debajo de la falda.
Pero no importaba lo crueles que fueran los chicos, porque las chicas eran mucho más inventivas.
Y mucho peores.
Difundieron rumores maliciosos sobre mí, sugiriendo que tenía anorexia e iba al baño a vomitar después de comer todos los días.
No era anoréxica, ni bulímica, para el caso.
Cuando estaba en el instituto estaba aterrorizada y no lograba comer nada porque vomitaba si lo hacía, lo cual era algo frecuente, como respuesta directa al insoportable estrés al que estaba sometida. También era menuda para mi edad; bajita, sin desarrollar y delgada, lo que no me ayudaba a desmentir los rumores.
Cuando cumplí quince años, todavía no me había bajado mi primera regla, así que mi madre pidió cita con nuestro médico de cabecera. Después de varios análisis de sangre y exámenes, el doctor nos aseguró tanto a mi madre como a mí que yo estaba sana y que era común que algunas niñas se desarrollaran más tarde que otras.
Había pasado casi un año desde entonces y, aparte de un sangrado irregular en verano que había durado menos de medio día, aún no tenía la regla propiamente dicha.
Para ser sincera, había dejado de esperar que mi cuerpo funcionara como el de una chica normal, ya que claramente no lo era.
Mi médico también alentó a mi madre a evaluar mi situación escolar, sugiriendo que el estrés que sufría en el instituto podía ser un factor que contribuyera a mi evidente retraso en el desarrollo físico.
Después de una acalorada discusión entre mis padres en la que mi madre me había defendido, me enviaron de regreso al instituto, donde fui sometida a un tormento implacable.
La crueldad iba desde los insultos y los rumores hasta pegarme compresas en la espalda, pasando por agredirme físicamente.
Una vez, en la clase de Economía doméstica, algunas de las chicas que se sentaban detrás de mí me cortaron un trozo de coleta con unas tijeras de cocina y luego lo agitaron como un trofeo.
Todos se rieron y creo que en ese momento odié más a los que se reían de mi dolor que a quienes lo causaban.
En otra ocasión, durante Educación física, las mismas chicas me hicieron una foto en ropa interior con el móvil y se la enviaron a todos nuestros compañeros de curso. El director tomó medidas drásticas rápidamente y expulsó a la propietaria del móvil, pero no antes de que la mitad del instituto se riera a mi costa.
Recuerdo haber llorado muchísimo aquel día, no frente a ellos, por supuesto, sino en los baños. Me había encerrado en un cubículo y consideré terminar con todo, tomarme un montón de pastillas y acabar con todo aquel maldito asunto.
Para mí, la vida fue una amarga decepción y, en ese momento, no quería participar más en ella.
No lo hice porque era demasiado cobarde.
Tenía demasiado miedo de que no funcionara y me despertara y tuviera que enfrentarme a las consecuencias.
Era un maldito desastre.
Mi hermano, Joey, decía que me acosaban porque soy guapa y llamó «putas envidiosas» a mis torturadoras. Me dijo que yo era maravillosa y me pidió que lo superara.
Era más fácil decirlo que hacerlo, y tampoco estaba tan segura de que yo fuese maravillosa.
Muchas de las chicas que me atacaban eran las mismas que llevaban acosándome desde preescolar.
Dudo que las apariencias tuvieran algo que ver con eso por aquel entonces.
Yo era simplemente desagradable.
Además, por mucho que intentara apoyarme y defender mi honor, Joey no entendía cómo era la vida escolar para mí.
Mi hermano mayor era el polo opuesto a mí en todos los sentidos de la palabra.
Yo era bajita, mientras que él era alto. Yo tenía los ojos azules y él, verdes. Yo era de pelo oscuro y él, rubio. Joey estaba ligeramente bronceado. Yo estaba pálida. Él era franco y abierto, mientras que yo era callada y reservada.
El mayor contraste entre nosotros era que mi hermano era adorado por todos en el instituto público de Ballylaggin, el mismo al que asistíamos ambos.
Por supuesto, conseguir un puesto en el equipo de hurling juvenil de Cork propició la popularidad de Joey, pero incluso sin el deporte, era un gran chico.
Y como el gran chico que era, trataba de protegerme de todo, pero era una tarea imposible para una sola persona.
Joey y yo teníamos un hermano mayor, Darren, y tres hermanos menores: Tadhg, Ollie y Sean, pero ninguno de nosotros había hablado con el primero desde que se fue de casa, cinco años atrás, tras otra pelea infame con nuestro padre. Tadhg y Ollie, que tenían once y nueve años, respectivamente, aún iban a la escuela, y Sean, que tenía tres años, apenas había dejado de usar pañales, por lo que no se puede decir que me sobraran los defensores.
Era en días como ese cuando más echaba de menos a mi hermano mayor.
A los veintitrés, Darren era siete años mayor que yo. Grande e intrépido, era el mejor hermano mayor para cualquier niña.
Toda mi vida había besado el suelo que pisaba; lo seguía a él y a sus amigos, y lo acompañaba adondequiera que fuera. Siempre me protegió, asumiendo la culpa en casa cuando yo hacía algo malo.
No fue fácil para él, y como yo era mucho más joven que Darren, no había entendido el alcance total de su situación. Mi madre y mi padre apenas llevaban viéndose un par de meses cuando ella, a los quince años, se quedó embarazada de Darren.
Etiquetado en la Irlanda católica de 1980 como un bastardo porque nació fuera del matrimonio, la vida nunca se lo puso fácil a mi hermano. Cuando cumplió once años, todo empeoró mucho para él.
Al igual que Joey, Darren era un tirador fenomenal y, al igual que yo, nuestro padre lo despreciaba. Siempre encontraba algo malo en él, ya fuera su pelo o su letra, su desempeño en el campo o su pareja.
Darren era gay y nuestro padre no podía soportarlo.
Él culpó de la orientación sexual de mi hermano a un incidente del pasado, y nada de lo que nadie dijera logró hacerle entender que ser gay no era una opción.
Darren nació gay, de la misma manera que Joey nació heterosexual y yo nací vacía.
Él era así y me rompía el corazón que no fuera aceptado en su propia casa.
Vivir con un padre homófobo fue una tortura para mi hermano.
Odiaba a mi padre por eso, más de lo que lo odiaba por todas las otras cosas terribles que había hecho a lo largo de los años.
Tanto su intolerancia como su evidente discriminación hacia su propio hijo era, de lejos, el más vil de sus rasgos.
Cuando Darren dejó durante un año el hurling para centrarse en los exámenes de acceso a la universidad, nuestro padre se puso furioso. Meses de discusiones acaloradas y altercados físicos dieron como resultado una gran pelea en la que Darren hizo las maletas, salió por la puerta y nunca regresó.
Habían pasado cinco años desde aquella noche y, aparte de la tarjeta de Navidad que enviaba cada año, ninguno de nosotros lo había visto ni sabido nada de él.
Ni siquiera teníamos un número de teléfono o una dirección para poder contactar con él.
Fue como si hubiese desaparecido.
Después de aquello, toda la presión que nuestro padre había ejercido sobre Darren se trasladó a los más pequeños, que eran, a sus ojos, sus hijos «normales».
Cuando no estaba en el pub o en las casas de apuestas, obligaba a los niños a entrenar y asistir a los partidos.
Centró toda su atención en ellos.
Yo no le servía de nada, por ser una chica y todo eso.
No se me daban bien los deportes y no sobresalía en mis estudios ni en ninguna actividad de ningún club. A ojos de mi padre, yo era solo una boca que alimentar hasta los dieciocho años.
Eso tampoco era algo que se me hubiera ocurrido. Mi padre me lo había dicho en innumerables ocasiones.
Después de la quinta o sexta vez, me volví inmune a sus palabras.
Él no tenía ningún interés en mí y yo no tenía ningún interés en tratar de estar a la altura de alguna de sus irracionales expectativas. Nunca sería un niño, y no tenía sentido tratar de complacer a un hombre cuya mentalidad estaba en los años cincuenta.
Hacía tiempo que me había cansado de suplicar amor a alguien que, en sus propias palabras, nunca me quiso.
Sin embargo, la presión que ejercía sobre Joey me preocupaba y era la razón por la que me sentía tan culpable cada vez que mi hermano tenía que acudir en mi ayuda.
Estaba en el último curso de instituto y tenía sus propias cosas: el hurling con la asociación gaélica, su trabajo a media jornada en la gasolinera, los exámenes de acceso a la universidad y su novia, Aoife.
Sabía que cuando yo sufría, Joey también sufría. No quería ser una carga para él, alguien de quien tuviera que cuidar constantemente, pero ha sido así desde que tengo memoria.
Para ser sincera, no habría soportado ni un minuto más en aquel instituto viendo la decepción en los ojos de mi hermano. Al cruzarme con él por los pasillos, sabía que cuando me miraba, su expresión se hundía.
Para ser justos, los profesores del instituto de Ballylaggin habían tratado de protegerme de la turba de linchamiento y la psicopedagoga, la señora Falvy, incluso organizó sesiones de orientación quincenales con un psicólogo escolar durante el segundo año hasta que cortaron los fondos.
Mi madre se las había arreglado para juntar dinero para que me visitara una terapeuta privada, pero a ochenta euros la sesión y teniendo que censurar mis pensamientos a petición suya, solo la había visto cinco veces antes de mentirle a mi madre y decirle que me sentía mejor.
No me sentí mejor.
Nunca me sentí mejor.
Simplemente no soportaba ver a mi madre luchar.
Odiaba ser una carga financiera para ella, así que aguanté, sonreí y seguí caminando hacia el infierno todos los días.
Pero el acoso nunca cesaba.
Nada cesaba.
Hasta que un día lo hizo.
El mes pasado, un día de la semana anterior a las vacaciones de Navidad, solo tres semanas después de un incidente similar con el mismo grupo de chicas, llegué a casa llorando a mares, con el jersey del uniforme desgarrado por delante y la nariz tapada con un pañuelo para detener la hemorragia tras la paliza que me habían dado unas chicas de primero de bachillerato, quienes aseguraban que había tratado de liarme con el novio de alguna de ellas.
Era una mentira descarada, considerando que nunca había visto al chico a quien me acusaron de tratar de seducir, y otra más en una larga lista de patéticas excusas para pegarme.
Ese fue el día que paré.
Dejé de mentir.
Dejé de fingir.
Tan solo paré.
Ese día no fui la única que llegó a su límite, también Joey. Entró a casa tras de mí con una semana de expulsión por darle una paliza de muerte al hermano de Ciara Maloney, mi principal torturadora.
Tras echarme un vistazo, nuestra madre me había sacado de aquel instituto.
En contra de los deseos de mi padre, quien pensaba que necesitaba curtirme, mi madre fue a la cooperativa de crédito local y pidió un préstamo para pagar las cuotas de admisión al Tommen College, el instituto privado ubicado veinticuatro kilómetros al norte de Ballylaggin.
Me preocupaba mi madre, pero sabía que si cruzaba las puertas del BCG una vez más, no volvería a salir.
Había llegado a mi límite.
La perspectiva de una vida mejor, una vida más feliz, pendía frente a mí y la cogí con ambas manos.
Y a pesar de que temía las represalias de los niños de mi urbanización por asistir a una escuela privada, sabía que no podía ser peor que la mierda que había soportado en el instituto que estaba dejando atrás.
Además, Claire Biggs y Lizzie Young, mis dos amigas de primaria, estarían en mi clase en el Tommen College; el director, el señor Twomey, me lo aseguró cuando mi madre y yo nos reunimos con él para matricularme, durante las vacaciones de Navidad.
Tanto mi madre como Joey me ofrecieron su inquebrantable apoyo, y ella hacía turnos adicionales en el hospital donde trabajaba limpiando para pagar mis libros y el uniforme nuevo, que incluía una americana.
Antes de ir al Tommen College, las únicas americanas que había visto eran las que se ponían los hombres para la misa de los domingos, nunca los adolescentes, y ahora serían parte de mi vestimenta diaria.
Dejar el instituto local a mitad de curso, a punto de terminar el primer ciclo de secundaria, había causado una gran ruptura en nuestra familia, pues mi padre estaba furioso por tener que gastar miles de euros en una educación que era gratuita en la escuela pública que había calle abajo.
Cuando traté de explicarle que el instituto no era tan fácil para mí como lo era para su precioso hijo, la estrella del hurling, se negó a escucharme haciéndome callar y me hizo saber en términos inequívocos que no respaldaría el hecho de que asistiera a un pretencioso instituto con un montón de payasos privilegiados y engreídos y donde se juega al rugby.
Todavía recordaba sus palabras: «Bájate de las nubes, niña» y «Te criaron lejos del rugby y las escuelas privadas», por no mencionar mi frase favorita saliendo de la boca de mi padre: «Nunca encajarás con esos cabrones».
Quise gritarle «¡Ni que lo pagaras tú!», pues mi padre no había trabajado un día desde que yo tenía siete años y era mi madre quien mantenía la familia, pero apreciaba demasiado mi capacidad para caminar.
Mi padre no lo entendió, pero tuve la sensación de que no había sido objeto de intimidación ni un solo día en toda su vida. En todo caso, Teddy Lynch era el matón.
Bien que maltrataba a mi madre.
Debido a la indignación de mi padre por mi educación, pasé la mayor parte de las vacaciones de Navidad encerrada en mi habitación, tratando de mantenerme fuera de su camino.
Como era la única chica en una familia con cinco hermanos, tenía mi propia habitación. Joey también tenía una para él, aunque la suya era mucho más grande que la mía, ya que la había compartido con Darren hasta que este se mudó. Tadhg y Ollie compartían otro dormitorio más grande, y Sean dormía con mis padres en el cuarto más grande de todos.
A pesar de que era solo el trastero en la parte delantera de la casa, sin apenas espacio para columpiar a un gato, agradecía la privacidad que me brindaba la puerta, con cerradura, de mi propio dormitorio.
A diferencia de las cuatro habitaciones de arriba, nuestra casa era pequeña: tenía una sala de estar, una cocina y un baño para toda la familia. Era una casa adosada situada en el margen de Elk, la urbanización con viviendas de protección oficial más grande de Ballylaggin.
La zona era dura y tenía mucha delincuencia, que yo evitaba escondiéndome en mi habitación.
Mi diminuto cuarto era mi santuario en una casa, y una calle, llena de bullicio y hostilidad, pero sabía que no duraría para siempre.
Mi privacidad tenía los días contados, porque mi madre estaba embarazada de nuevo. Si tenía una niña, perdería mi santuario.
—¡Shan! —Se oyeron unos golpes al otro lado de la puerta del baño, lo que me sacó de mi inmutabilidad—. ¡Date prisa, ¿quieres?! Me estoy meando.
—Dos minutos, Joey —respondí, luego continué evaluando mi apariencia—. Puedes con esto —me susurré a mí misma—. Ya lo creo que puedes con esto, Shannon.
Los golpes se reanudaron, así que rápidamente me sequé las manos en la toalla que había colgada y abrí la puerta. Allí estaba mi hermano, con nada más que unos bóxeres negros, rascándose el pecho.
Abrió mucho los ojos cuando se fijó en mi aspecto, y la expresión somnolienta en su rostro pasó a ser de atención y sorpresa. Tenía un ojo morado por el partido que había jugado el fin de semana, pero aquello no parecía alterar lo más mínimo su guapura.
—Estás… —La voz de mi hermano se fue apagando mientras me evaluaba con una mirada fraternal. Me preparé para las bromas que inevitablemente haría a mi costa, pero nunca llegaron—. Encantadora —dijo en su lugar, y sus ojos, verde pálido, reflejaban calidez y una preocupación tácita—. El uniforme te queda bien, Shan.
—¿Crees que irá bien? —pregunté, manteniendo la voz baja para no despertar al resto de la familia.
Mi madre había trabajado dos turnos el día anterior, y tanto ella como mi padre estaban durmiendo. Podía oír los fuertes ronquidos de mi padre a través de la puerta de su dormitorio. Los más pequeños tendrían que ser sacados de sus camas más tarde para ir a la escuela.
Como de costumbre, solo estábamos Joey y yo.
Los dos amigos.
—¿Crees que encajaré, Joey? —pregunté, expresando mis preocupaciones en voz alta. Podía hacer eso con Joey. Era el único de nuestra familia con el que sentía que podía hablar y en quien podía confiar. Me miré el uniforme y me encogí de hombros con impotencia.
Sus ojos ardían con una emoción tácita mientras me miraba, y yo sabía que se había levantado tan temprano no porque estuviera desesperado por usar el baño, sino porque quería despedirse de mí en mi primer día.
Eran las seis y cuarto de la mañana.
Al igual que en el instituto de Ballylaggin, en el Tommen College las clases no comenzaban hasta las nueve y cinco, pero tenía que coger un autobús y el único que pasaba por la zona salía a las siete menos cuarto de la mañana.
Era el primer autobús del día que salía de Ballylaggin, pero también era el único que pasaba por el instituto a tiempo. Mi madre trabajaba casi todas las mañanas y mi padre todavía se negaba a llevarme.
La noche anterior, cuando le pregunté si me llevaría a clase, me dijo que si bajaba de las nubes y regresaba al instituto público de Ballylaggin como Joey y todos los demás críos de nuestra calle, no necesitaría que nadie me llevara.
—Joder, estoy tan orgulloso de ti, Shan —exclamó Joey con la voz cargada de emoción—. Ni siquiera te das cuenta de lo valiente que eres. —Se aclaró la garganta un par de veces y agregó—: Espera, tengo algo para ti.
Dicho esto, cruzó el estrecho rellano y entró en su dormitorio. Regresó menos de un minuto después.
—Toma —murmuró, poniéndome un par de billetes de cinco euros en la mano.
—¡Joey, no! —Rechacé inmediatamente la idea de aceptar un dinero que tanto le había costado ganar. Para empezar, no le pagaban mucho en la gasolinera, y el dinero era difícil de conseguir en nuestra familia, por lo que aceptar diez euros de mi hermano era algo impensable—. No puedo…
—Coge el dinero, Shannon, son solo diez pavos —me pidió, con una expresión muy seria—. Sé que la tata Murphy te dio dinero para el autobús, pero lleva algo más. No sé cómo funcionan las cosas en ese sitio, pero no quiero que entres allí sin algo de pasta.
Me tragué el nudo de emociones que luchaba por abrirse paso en mi garganta y logré decir:
—¿Estás seguro?
Joey asintió, luego tiró de mí para abrazarme.
—Te irá genial —me susurró al oído, abrazándome tan fuerte que no estaba segura de a quién estaba tratando de convencer o consolar—. Si alguien te viene con la más mínima gilipollez, me envías un mensaje y yo iré allí y quemaré ese instituto de mierda y a todos esos pijos cabrones del rugby que hay en ella.
Qué solemne.
—Todo irá bien —dije, esa vez con un poco de fuerza en la voz, pues necesitaba creérmelo—. Pero llegaré tarde si no me pongo en marcha, y eso es lo que menos necesito en mi primer día.
Le di a mi hermano un último abrazo, me puse el abrigo y me coloqué a la espalda la mochila antes de dirigirme a las escaleras.
—Me envías un mensaje —gritó Joey cuando ya iba por la mitad de los escalones—. Lo digo en serio, un tufo de mierda de cualquiera e iré a encargarme.
—Puedo hacerlo, Joey —susurré, echando un rápido vistazo hacia donde estaba apoyado, contra la barandilla, mirándome con preocupación—. Puedo hacerlo.
—Sé que puedes. —Su voz era baja y había dolor en ella—. Yo solo… Estoy aquí para lo que sea, ¿vale? —terminó, y dejó escapar un fuerte suspiro—. Siempre, para lo que necesites.
Me di cuenta de que aquello fue difícil para mi hermano cuando lo vi despedirse de mí como un padre ansioso lo haría con su primogénito. Siempre luchaba mis batallas, siempre saltaba en mi defensa y me llevaba a un lugar seguro.
Quería que estuviera orgulloso de mí, que me viera como algo más que una niña que necesitaba su protección constante.
Necesitaba eso para mí.
Con renovada determinación, le dediqué una sonrisa de oreja a oreja y luego salí corriendo de casa para coger el autobús.
2
TODO HA CAMBIADO
Shannon
Cuando me bajé del autobús, me sentí aliviada al descubrir que las puertas del Tommen College estaban abiertas a los estudiantes desde las siete de la mañana, obviamente para acomodar los diferentes horarios de los internos y los alumnos de día.
Me apresuré a entrar en el edificio para resguardarme del tiempo.
Estaba lloviendo a cántaros, y en cualquier otra circunstancia podría haberlo considerado un mal augurio, pero estaba en Irlanda, donde llovía un promedio de entre ciento cincuenta y doscientos veinticinco días al año.
También era principios de enero, la temporada de lluvias.
Descubrí que no era la única madrugadora que llegaba antes de las horas de clase, pues ya había varios estudiantes que deambulaban por los pasillos y descansaban en el comedor y las zonas comunes.
Sí, zonas comunes.
Tommen College tenía lo que solo podría describir como amplias salas de estar para cada curso.
Para mi inmensa sorpresa, descubrí que no era el objetivo inmediato de los matones como lo había sido en todas las demás escuelas a las que había asistido.
Los estudiantes pasaban zumbando a mi lado, sin ningún interés en mi presencia, claramente atareados con su propia vida.
Esperé, con el corazón en la boca, algún comentario o empujón cruel.
Pero no hubo nada de eso.
Al haber sido transferida a mitad de curso desde el vecino instituto público, esperaba una diatriba de nuevas burlas y enemigos.
Pero nada de eso pasó.
Aparte de un par de miradas curiosas, nadie se me acercó.
Los estudiantes del Tommen no sabían quién era yo o no les importaba.
De cualquier modo, estaba claramente fuera del punto de mira en ese centro, y me encantaba.
Consolada por el repentino manto de invisibilidad que me rodeaba, y con una actitud más positiva de la que había tenido en meses, me tomé el tiempo para echar un vistazo a la zona común de los de tercero.
Era una sala grande y luminosa con unos ventanales en un lado que iban del suelo al techo y que daban a un patio de edificios. Placas y fotografías de antiguos alumnos adornaban las paredes, que estaban pintadas de amarillo limón. Sofás de felpa y cómodos sillones llenaban el gran espacio, junto con algunas mesas redondas y sillas de roble a juego. Había una pequeña zona de cocina en un rincón equipada con tetera, tostadora y microondas.
Santo cielo.
Así que así era como se vivía al otro lado.
El Tommen College era un mundo diferente.
Un universo alternativo, distinto al mío.
Guau.
Podría traer algunas rebanadas de pan y tomar té con tostadas en el instituto.
Intimidada, salí de la sala y deambulé por todos los pabellones y pasillos tratando de orientarme.
Estudié mi horario y memoricé dónde estaba cada edificio y ala donde tendría clase.
Me sentía bastante segura cuando, a las nueve menos diez, sonó la campana que indicaba que faltaban quince minutos para el comienzo de la jornada escolar. Y cuando me saludó una voz familiar estuve a punto de llorar de puro alivio.
—¡Ay, madre! ¡Ay, madre mía! —gritó una rubia alta y voluptuosa con una sonrisa del tamaño de un campo de fútbol, lo que llamó mi atención y la de todos los demás, mientras atravesaba varios grupos de estudiantes en un intento de alcanzarme.
No estaba preparada lo más mínimo para el abrazo de oso que me dio cuando llegó hasta mí, aunque no debería haber esperado menos de Claire Biggs.
Ser recibida por rostros amistosos y sonrientes auténticos en lugar de por lo que estaba acostumbrada me resultaba abrumador.
—Shannon Lynch —me saludó Claire medio con una risilla medio atragantándose, y apretándome con fuerza—. ¡Estás aquí de veras!
—Estoy aquí —asentí con una pequeña risa, dándole palmaditas en la espalda mientras intentaba sin éxito liberarme de su fuerte abrazo—. Pero no lo estaré por mucho más tiempo si no me dejas respirar.
—Oh, mierda. Lo siento —se rio Claire, dando un paso atrás inmediatamente y liberándome de su agarre mortal—. Olvidé que no has crecido desde cuarto. —Dio otro paso atrás y me miró—. O desde tercero —rectificó, con una risilla y la picardía danzando en los ojos.
No fue una pulla; era una observación y un hecho.
Yo era excepcionalmente menuda para mi edad, más aún por el metro casi ochenta de mi amiga.
Claire era alta, de complexión atlética y excepcionalmente guapa.
La suya no era una forma recatada de belleza.
No, su cara resplandecía como los rayos del sol.
Claire estaba simplemente deslumbrante: tenía unos grandes ojos marrones de cachorrito y tirabuzones rubios claros. Era de carácter alegre y su sonrisa podía calentar los corazones más fríos.
Incluso a los cuatro años, yo ya sabía que era una chica diferente.
Sentía la amabilidad que irradiaba de ella. La había sentido mientras estuvo en mi rincón durante ocho largos años, defendiéndome en detrimento propio.
Sabía la diferencia entre el bien y el mal, y estaba preparada para intervenir por cualquiera más débil que ella.
Claire era una guardiana.
Nos habíamos distanciado al ir a institutos distintos, pero en cuanto la miré supe que seguía siendo la misma Claire de siempre.
—No todas podemos ser unas larguiruchas —contesté de buenas, sabiendo que sus palabras no tenían la intención de insultarme.
—Madre mía, estoy tan contenta de que estés aquí —exclamó negando con la cabeza, y me sonrió. Toda adorable, bailoteó de felicidad y luego me abrazó una vez más—. No puedo creer que tus padres finalmente hayan hecho lo correcto.
—Ya —respondí, incómoda de nuevo—. Al final sí.
—Shan, no será así aquí —me aseguró Claire en un tono ahora serio y los ojos llenos de emoción—. Toda esa mierda que has sufrido forma parte del pasado. —Suspiró de nuevo y supe que se estaba mordiendo la lengua, absteniéndose de decir todo lo que quería.
Claire lo sabía.
Ella había ido conmigo a la escuela primaria.
Y fue testigo de cómo había sido para mí aquella época.
Por alguna razón que desconocía, me alegré de que no hubiera visto lo mal que se habían puesto las cosas.
Era una humillación que no quería volver a sentir.
—Estoy aquí para ti —continuó—, y Lizzie también, si alguna vez decide sacar el culo de la cama y venir a clase.
Con una sonrisa de oreja a oreja, desterré mis demonios al fondo de mi mente y dije:
—Será un nuevo comienzo.
—¡Sí, tía! —exclamó Claire con gran entusiasmo al tiempo que me golpeaba con el puño—. Un nuevo y alegre comienzo.
La primera mitad del día fue mejor de lo que podría haber esperado. Claire me presentó a sus amigos y, aunque no podía recordar los nombres de la mayoría de las personas que había conocido, estaba increíblemente agradecida de que me acogieran y, me atrevería a decir, aceptaran.
La inclusión no era algo a lo que estuviese acostumbrada, y tuve que esforzarme para mantenerme al día con el flujo constante de conversaciones y preguntas amistosas que me hacían.
Haber pasado tanto tiempo en mi propia compañía me dificultó volver a integrarme en la sociedad adolescente normal. Que en el instituto hubiese otras personas, además de Joey y sus amigos, dispuestas a sentarse conmigo, hablarme y caminar junto a mí fue una experiencia alucinante.
Cuando mi otra amiga de la escuela primaria, Lizzie Young, finalmente apareció, a la mitad de la tercera clase de la mañana y justificando su ausencia con una cita con el dentista, inmediatamente retomamos la amistad que siempre tuvimos.
Lizzie llegó al instituto con los pantalones del uniforme masculino y zapatillas de deporte, sin importarle lo que los demás tuvieran que decir sobre su apariencia. Lo cierto es que parecía traerle sin cuidado lo que pensara la gente. Se vestía según su estado de ánimo y su actitud variaba en función de él. Podría haber aparecido al día siguiente con falda y toda maquillada. Lizzie hacía lo que quería cuando quería, ignorando y sin importarle la opinión de los demás.
Con su larga coleta rubia oscura y sin maquillaje, lo que resaltaba esos ojazos azules suyos, rezumaba una confianza en sí misma más bien perezosa.
A lo largo de nuestras clases, me fijé también en que Lizzie recibía mucha atención masculina a pesar de los pantalones holgados y el pelo despeinado, lo que demuestra que no es necesario desnudarse ni pintarse la cara para atraer al sexo opuesto.
Una sonrisa auténtica y una personalidad agradable son más que suficientes.
Lizzie se parecía un montón a Claire en muchos aspectos, pero eran radicalmente diferentes en otros.
Al igual que Claire, Lizzie era rubia y de piernas largas.
Ambas eran altas para su edad y asquerosamente guapísimas.
Pero donde Claire era extrovertida y, a veces, un poco demasiado intensa, Lizzie era relajada y algo introvertida.
Por lo general, Claire no tenía filtro, mientras que Lizzie se tomaba su tiempo para decidirse sobre algo.
Claire siempre iba impecable, toda maquillada y con un atuendo perfecto para cualquier ocasión, mientras que el estilo de Lizzie era impredecible.
Yo, en cambio, era la morena menuda que se juntaba con las chicas más guapas de la clase.
Ay…
—¿Estás bien, Shan? —preguntó Lizzie rompiendo el largo silencio.
Íbamos de camino hacia nuestra próxima clase, Inglés en el ala sur, cuando me detuve en medio del pasillo, lo que provocó una acumulación de estudiantes.
—Oh, mierda —mascullé al darme cuenta de repente de mi cagada—. Me he dejado el móvil en el baño.
Claire, que estaba a mi izquierda, se volvió y frunció el ceño.
—Ve a buscarlo, te esperaremos.
—En el baño del edificio de Ciencias —respondí con un gemido. Tommen era ridículamente grande y las clases se impartían en los diferentes edificios de la inmensa propiedad—. Tengo que recuperarlo —añadí, ansiosa ante la idea de que alguien encontrara mi móvil e invadiera mi privacidad. El aparato en sí no valía nada, era uno de los prepagos más baratos del mercado y ni siquiera tenía cámara, pero era mío. Estaba lleno de mensajes privados y lo necesitaba—. Joder.
—Que no cunda el pánico —intervino Lizzie—. Te acompañaremos.
—No —dije levantando una mano y negando con la cabeza—. No quiero que también vosotras lleguéis tarde a clase. Iré a buscarlo.
Yo era nueva. Era mi primer día allí. Dudaba que la profesora fuera a ser dura conmigo por llegar tarde a clase. Claire y Lizzie, por otro lado, no eran nuevas y no tenían ninguna excusa para no estar en sus asientos a la hora.
Podía hacerlo.
No necesitaba, o al menos no debería, niñeras que me acompañaran por el instituto.
Claire frunció el ceño con evidente indecisión.
—¿Estás segura?
—Sí —asentí—. Recuerdo el camino.
—No sé, Shan —dudó Lizzie mordiéndose el labio inferior—. Tal vez una de nosotras debería ir contigo. —Encogiéndose de hombros, añadió—: Ya sabes, por si acaso…
La segunda campana sonó con fuerza, señalando el comienzo de la clase.
—Va —las insté, con un gesto de la mano para que se fueran—. Estaré genial.
Girando sobre mis talones, me apresuré por el pasillo hasta la entrada y luego eché a correr cuando alcancé el patio. Tardé unos buenos nueve minutos en llegar al edificio de Ciencias corriendo a toda velocidad bajo la lluvia torrencial por un camino que rodeaba varios campos de entrenamiento deportivo, lo cual no es tarea fácil con tacones.
Cuando llegué al baño de chicas, estaba sin aliento y sudando.
Afortunadamente, mi móvil estaba exactamente donde lo había dejado: en el lavamanos, junto al dispensador de jabón.
Muerta de alivio, lo cogí, revisé rápidamente la pantalla y volví a sentirme aliviada al ver que seguía bloqueada. Luego me guardé el móvil en el bolsillo delantero de la mochila.
Si esto hubiera sucedido en mi antiguo instituto, un teléfono olvidado en el baño no habría durado ni quince segundos, y mucho menos quince minutos.
«Te estás codeando con los ricos ahora, Shannon —pensé para mí—. No quieren tu móvil de mierda».
Me eché un poco de agua en la cara y me colgué la mochila, con ambas correas, como la friki que era. Todavía no había ido a mi taquilla, así que cargaba con lo que parecían cuatro piedras. Ambas correas eran totalmente necesarias en esa situación.
Cuando salí del edificio de Ciencias y miré el largo y poco atractivo camino de regreso al edificio principal, donde tenía mi siguiente clase, contuve un gemido.
No iba a correr de nuevo.
Mi cuerpo no podía.
Se había esfumado toda mi energía.
Desolada, mi mirada vaciló entre la poco atractiva callejuela cuesta arriba y los campos de entrenamiento.
En ese lado del instituto había tres pistas en total.
Había dos campos más pequeños, cuidados con esmero y que estaban vacíos, y otro más grande que en ese momento estaba ocupado por una treintena de chicos y un profesor que les gritaba órdenes.
Indecisa, valoré mis opciones.
Si atajaba por los campos de entrenamiento, me ahorraría varios minutos de caminata.
Ni siquiera me verían.
Yo era pequeña y rápida.
Pero también estaba cansada y nerviosa.
Atravesar los campos era lo lógico.
Había un terraplén empinado y cubierto de hierba al otro lado de la pista que separaba los campos del patio, pero podría subirlo sin ningún problema.
Miré el reloj y me invadió una oleada de angustia cuando vi que ya me había perdido quince minutos de la clase de cuarenta minutos.
Tomada la decisión, salté la pequeña cerca de madera que separaba los campos de entrenamiento del camino y avancé con energía hacia mi destino.
Con la cabeza gacha y el corazón latiendo violentamente contra la caja torácica, corrí por las pistas vacías y solo vacilé cuando llegué al campo de entrenamiento más grande, el que estaba lleno de chicos.
Chicos enormes.
Chicos sucios.
Chicos con cara de enfado.
Chicos que me estaban mirando.
Oh, mierda.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Fuera de la puta cancha!
—¡Hostia ya!
—Crías de mierda.
—¡Que te pires!
Presa del pánico, ignoré los gritos y los abucheos mientras pasaba corriendo junto a ellos, obviamente perturbando su entrenamiento.
Mi cuerpo acusó la humillación al apretar el paso y romper a trotar con torpeza.
El suelo estaba mojado y embarrado por la lluvia, así que no podía moverme tan rápido como a mí, o a esos chicos, nos hubiera gustado.
Cuando llegué al borde del campo, sentí ganas de llorar de alivio mientras subía cojeando el empinado terraplén. Sin embargo, esa fue solo una sensación momentánea y fugaz que rápidamente fue reemplazada por un dolor punzante cuando algo muy duro y muy pesado se estrelló contra mi nuca, lo que me quitó el aire de los pulmones y el suelo desapareció bajo mis pies.
Momentos después, caía de espaldas por el embarrado terraplén y el dolor me rebotaba en la cabeza, de manera que me era imposible pensar con claridad o detener mi propia caída.
Mi último pensamiento coherente antes de golpear el suelo con un ruido sordo y que una espesa nube de oscuridad me cubriera fue: «Nada cambia».
Aunque estaba equivocada.
Todo cambió después de ese día.
Todo.
3
PELOTAS VOLADORAS
EL CHICO MARAVILLA CAUTIVA A LOS ENTRENADORES DE LA ACADEMIA
El joven Johnny Kavanagh, de diecisiete años y nativo de Blackrock (Dublín) aunque actualmente reside en el condado de Ballylaggin (Cork), pasó su evaluación médica para asegurarse un puesto en la prestigiosa academia de rugby de Cork. Tras la lesión crónica que sufrió en la ingle al comienzo de la última temporada, los médicos han dado el visto bueno al regreso del joven. Este estudiante del Tommen College, que ha sido nombrado titular del estimado equipo juvenil, está preparado para ganar su decimoquinto partido internacional con la academia este fin de semana. Un centrocampista nato, ha llamado la atención de entrenadores de todo el mundo, incluidos los de clubes del Reino Unido y el hemisferio sur. Cuando se le pidió que comentara el vertiginoso ascenso del joven, el entrenador titular de la sub-20 de Irlanda, Liam Delaney, dijo: «Estamos emocionados con el nivel de los nuevos jugadores en todo el país. El futuro parece prometedor para el rugby irlandés». Respecto al joven de la escuela de Cork, en concreto, Delaney dijo: «Hemos seguido la pista a Kavanagh desde que jugaba en Dublín y hemos estado negociando con sus entrenadores durante los últimos dieciocho meses. Los técnicos de la sub-18 están impresionados. Seguimos con atención su progresión y estamos asombrados con la inteligencia y madurez innatas que exuda en la cancha. Sin duda, es un jugador que ha de tenerse en cuenta para cuando llegue a la mayoría de edad».
Johnny
Estaba agotado.
En serio, estaba tan cansado que me costaba mantener los ojos abiertos y centrarme en lo que estaba haciendo. Mi día infernal se estaba convirtiendo en una semana infernal, lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que solo era lunes.
Y todo porque había vuelto directamente al instituto, por no mencionar que entrenaba e iba al gimnasio seis tardes a la semana.
Para ser sincero, llevaba agotado desde el verano pasado, cuando regresé de la campaña internacional con los de la sub-18, donde jugué junto a los mejores de Europa, y entré directamente a un duro campamento de preparación de seis semanas de duración en Dublín.
Después de eso, tuve un descanso de diez días antes de regresar a clase y retomar mis compromisos con el club y la Academia.
También tenía hambre, lo que no le sienta nada bien a mi temperamento.
No llevo bien lo de pasarme largas horas sin comer.
Mi estilo de vida y mi intenso régimen de entrenamiento requerían que espaciara las comidas regularmente.
Para mi cuerpo, lo ideal era comer cada dos horas cuando consumía una dieta de cuatro mil quinientas calorías diarias.
Si me quedaba con el estómago vacío más de cuatro horas, me convertía en un cabrón malhumorado y enfadado.
No es que me entusiasmara especialmente la montaña de pescado y verduras al vapor que me esperaba en el táper, pero estaba a dieta, maldita sea.
Trastocármela era una forma segura de despertar a la bestia hambrienta que hay en mí.
Llevábamos menos de media hora en el campo y ya había noqueado a tres de mis compañeros y había recibido un rapapolvo del entrenador en el proceso.
En mi defensa, cada placaje que les hice fue perfectamente legal, solo que un poco bruto.
Pero a eso me refería, maldita sea.
Estaba demasiado irritado para contenerme lo más mínimo con chavales que no se acercaban siquiera a mi nivel de juego.
«Chavales» era la palabra apropiada en ese caso.
Porque eso es lo que eran.
Yo jugaba con hombres.
A menudo me preguntaba qué sentido tenía estar en el equipo escolar.
No me servía de una mierda.
El nivel del club ya era bastante básico, pero el rugby escolar era una maldita pérdida de tiempo.
Especialmente en este instituto.
Ese era el primer día tras las vacaciones de Navidad, pero el equipo llevaba entrenando desde septiembre.
Cuatro meses.
Cuatro putos meses y parecíamos más desorganizados que nunca.
Por millonésima vez en los últimos seis años, me molestó la mudanza de mis padres.
Si nos hubiéramos quedado en Dublín, estaría jugando en un equipo de calidad con jugadores de calidad y progresando de verdad, joder.
Pero no, en lugar de eso, estaba allí, en medio de la puta nada, sustituyendo a un preparador menos que experto y rompiéndome los cojones para mantener al equipo en la clasificatoria.
Ganamos la liga el año pasado porque teníamos un equipo sólido, capaz de jugar al puto rugby decentemente.
Sin varios de los jugadores del equipo del año pasado, que se habían ido a la universidad, mi inquietud y preocupación por nuestras posibilidades esa temporada crecía por minutos.
Y no era el único que se sentía así.
Quedaban seis o siete jugadores excepcionales en este instituto que eran lo suficientemente buenos para la división en la que jugábamos, y ese era el problema.
Necesitábamos una plantilla de veintitrés jugadores decentes para sobresalir en esa liga.
No media docena.
Mi mejor amigo, por ejemplo, Gerard Gibson, o Gibsie para abreviar, era un excelente ejemplo de excepcionalidad.
Era, sin lugar a dudas, el mejor flanker con el que había jugado o contra el que había jugado en esa categoría de rugby y podía ascender fácilmente en la clasificación con un poco de compromiso y esfuerzo.
Sin embargo, a diferencia de mí, el rugby no lo era todo para Gibsie.
Renunciar a fiestas y novias durante algunos años fue un pequeño precio que pagar por una carrera profesional en el deporte. Si dejara de beber y fumar, sería fenomenal.
Sin embargo, Gibs no estaba tan convencido de ello y escogía con gusto pasar el tiempo de entrenamiento de calidad tirándose a la población femenina de Ballylaggin y bebiendo hasta que su hígado y páncreas gritaban en protesta.
A mí me parecía que era un desperdicio terrible.
Otro pase fallido de Patrick Feely, nuestro nuevo número doce y mi compañero en el centro del campo, hizo que se me fuera la pinza allí mismo, en medio de la cancha.
Me saqué el protector bucal, se lo lancé y le di un puñetazo en la mandíbula.
—¿Ves esto? —rugí—. Se llama darle al puto objetivo.
—Lo siento, capi —murmuró el centro, con la cara roja, dirigiéndose a mí por el apodo que me había ganado desde que me convertí en capitán del equipo escolar, en cuarto, y gané mi primer partido internacional—. Puedo hacerlo mejor.
Lamenté mis acciones inmediatamente.
Patrick era un chaval decente y muy buen amigo mío.
Aparte de Gibsie, Hughie Biggs y Patrick eran mis mejores amigos.
Gibs, Feely y Hughie ya eran muy cercanos en el colegio masculino Scoil Eoin cuando me introdujeron en su clase, en el último curso de primaria.
Unidos por nuestro amor por el rugby, todos seguimos siendo buenos amigos durante el instituto, aunque nos habíamos dividido en dos parejas de mejores amigos: Hughie congeniaba más con Patrick y yo, con el gilipollas de antes.
Patrick era un muchacho tranquilo. El pobre no merecía mi ira y mucho menos que le lanzara el protector bucal lleno de saliva a la cara.
Bajé la cabeza, corrí hacia él y le di una palmada en el hombro, murmurando una disculpa.
Esto era exactamente por lo que necesitaba comer.
Y tal vez una bolsa de hielo para el rabo.
Con suficiente carne y verdura, soy una persona diferente.
Una persona tolerante.
Incluso educada.
Pero mi único objetivo en ese preciso instante era no desmayarme por el hambre ni el dolor, así que no tenía tiempo para sutilezas.
Esa semana teníamos un partido clasificatorio para la copa y, a diferencia de mí, estos chavales habían pasado su tiempo libre…, bueno, pues como cualquier adolescente.
Las vacaciones de Navidad fueron un buen ejemplo.
Tras la lesión, yo me las había pasado esforzándome como un loco para volver a la cancha, mientras que ellos se habían pasado las vacaciones comiendo y bebiendo hasta reventar.
No tenía ningún problema en perder un partido si éramos realmente los más malos.
Lo que no podía aceptar era perder por falta de preparación y disciplina.
Liga escolar o no.
Aquello no me servía, joder.
Estaba totalmente fuera de mí cuando una chica atravesó la cancha. Se puso a caminar por los campos de entrenamiento, joder.
Irritado, me la quedé mirando y sentí una rabia dentro de mí que bordeaba la locura.
Así de jodidamente malo era el equipo.
A los demás estudiantes ni siquiera les importaba que estuviéramos entrenando.
Varios de los muchachos le gritaron, pero eso solo pareció cabrearme aún más.
No entendía por qué le gritaban.
Esto era culpa de ellos.
Los tontos que despotricaban y gritaban eran los que necesitaban mejorar sus resultados o abandonar su sueño de jugar al rugby.
En lugar de concentrarse en el partido, se estaban centrando en la chavala.
Idiotas de mierda.
—Gran demostración de capitanía, Kavanagh —se burló Ronan McGarry, otra de nuestras últimas incorporaciones y un medio melé de mierda, mientras pasaba junto a mí corriendo hacia atrás—. ¿Sobrevalorado? —me provocó el chaval, que era más joven que yo.
—Sigue corriendo, hostia —le advertí mientras debatía en cuántos problemas me metería si le rompía las piernas. No me gustaba lo más mínimo ese tipo.
—Tal vez deberías seguir tu propio consejo —insistió Ronan—. Fantasma dublinés.
Decidí que no me importaban las represalias, así que cogí la pelota y se la lancé a la cabeza.
Con precisión, golpeó a McGarry en la zona deseada: la nariz.
—¡Cálmate, pez gordo! —ladró el entrenador, corriendo para ver cómo estaba Ronan, que se tapaba la cara con las manos.
Resoplé al verlo.
Le había pegado con una pelota, no con el puño.
Pichafloja.
—Este es un deporte de equipo —escupió el entrenador, furioso, fulminándome con la mirada—. No el espectáculo de Johnny.
—Ah, ¿sí? —gruñí en respuesta, entrando al trapo sin poder evitarlo. No le caía muy bien al señor Mulcahy, el entrenador titular de rugby del instituto, y el sentimiento era completamente mutuo.
—Sí —bramó él—. Ya lo creo que lo es, joder.
Corriendo hacia donde había aterrizado la pelota, la cogí y me acerqué al entrenador y McGarry con ella en el aire, sin querer soltarla.
—Entonces quizá quiera recordárselo a estos cabrones —gruñí, señalando a mis compañeros de equipo—, ¡porque parece que soy el único imbécil que se ha presentado al entrenamiento hoy!
—Te la estás jugando, muchacho —bufó—. No te pases.
Incapaz de contenerme, siseé:
—Este equipo es una puta broma.
—Ve a las duchas, Kavanagh —ordenó el entrenador, con la cara de un peligroso tono púrpura, mientras me golpeaba con un dedo en el pecho—. ¡Estás expulsado!
—¿Estoy expulsado? —repliqué, provocándolo—. ¿De qué exactamente?
No estaba expulsado de una mierda.
El entrenador no podía expulsarme.
Podía prohibirme entrenar.
Podía suspenderme.
Castigarme.
Y no supondría una mierda porque el día del partido estaría en el campo.
—No hará nada —escupí, dejando que mi temperamento sacara lo mejor de mí.
—No me presiones, Johnny —advirtió el entrenador—. Una llamada a tus superentrenadores de todo el país y estarás con la mierda hasta el cuello.
Ronan, que estaba de pie junto al entrenador, sonrió con malicia, claramente encantado ante la perspectiva de que me metiera en problemas.
Furioso por la amenaza, pero sabiendo que tenía las de perder, reventé la pelota y la pateé de cualquier manera con toda la furia reprimida zumbándome en las venas.
En cuanto el balón salió despedido de mi bota, la ira dentro de mí se disipó rápidamente, en señal de derrota.
Maldita sea.
No se lo estaba poniendo fácil.
Yo era mejor que eso.
El hecho de que el entrenador me amenazara con la Academia fue un golpe bajo, pero sabía que me lo merecía.
Se me estaba yendo la pinza en su campo, con su equipo, pero estaba demasiado susceptible y quemado para serenarme.
Ni en un millón de años sentiría ni una pizca de remordimiento por haberle pegado a McGarry con la pelota, pues ese hijo de puta se merecía algo peor, pero Feely y el resto de los chavales eran un asunto completamente diferente.
Se suponía que yo era el capitán del equipo y estaba actuando como un idiota.
No era lo bastante bueno y estaba decepcionado conmigo mismo por mi arrebato.
Sabía bien qué me pasaba.
Había intentado abarcar demasiado en los últimos meses y había regresado demasiado pronto tras la lesión.
Mis médicos me habían dado el visto bueno para volver a entrenar esa semana, pero hasta un ciego se daría cuenta de que había sido un error y eso me cabreaba muchísimo.
La perspectiva de hacer malabarismos con las clases, los entrenamientos, los compromisos del club y la Academia mientras me recuperaba de una lesión era mucha presión tanto para mi mente como para mi cuerpo, y me estaba costando encontrar la intachable disciplina que solía mostrar.
De todos modos, no era una excusa.
Me disculparía con Patrick después de haber comido, y también con el resto de los muchachos.
Al notar el cambio en mi temperamento, el entrenador asintió con seriedad.
—Bien —dijo, en un tono más tranquilo que antes—. Ahora ve a ducharte y, por el amor de Dios, descansa un maldito día. Solo eres un crío, Kavanagh, y estás hecho una mierda.
No le caía demasiado bien y chocábamos a diario, como un matrimonio de ancianos, pero nunca dudé de sus intenciones.
Se preocupaba por sus jugadores, y no solo por nuestra habilidad para jugar al rugby. Nos animaba a esforzarnos en todos los aspectos de la vida escolar y nos sermoneaba constantemente sobre la importancia de prepararse para los exámenes.
Probablemente también tenía razón acerca de que estaba hecho una mierda; sin duda me sentía como tal.
—Es un año importante para ti —me recordó—. Primero de bachillerato es tan importante para la universidad como segundo, y necesito que sigas sacando buenas notas… ¡Oh, mierda!
—¿Qué? —pregunté, sobresaltado.
Siguiendo la mirada horrorizada del entrenador, me di la vuelta y miré fijamente la pelota arrugada en el borde de la cancha.
—Oh, mierda —murmuré cuando mi mente comprendió lo que estaba viendo.
La chica.
La maldita chavala que había estado correteando alrededor del campo estaba tendida boca arriba sobre el césped.
Una pelota yacía en el suelo a su lado. Pero no cualquier pelota.
¡El balón que yo había chutado, joder!
Horrorizado, mis pies se movieron antes de que mi cerebro hubiese dado la orden. Corrí hacia ella, el corazón golpeando contra la caja torácica a cada paso del trayecto.
—Oye, ¿estás bien? —pregunté a medida que recorría la distancia que nos separaba.
Un suave gemido femenino salió de sus labios cuando intentó ponerse de pie.
Estaba tratando de incorporarse, penosamente y sin éxito por la impresión.
Sin saber qué hacer, me agaché para ayudarla a levantarse, pero me apartó las manos con rapidez.
—¡No me toques! —gritó, arrastrando un poco las palabras, y el sobresalto la hizo caer de rodillas.
—¡Vale! —Automáticamente di un paso atrás y levanté las manos—. Lo siento mucho.
Con una lentitud dolorosa, se puso de pie. Se balanceaba de un lado al otro y la confusión se le reflejaba en el rostro, pues tenía los ojos desenfocados.
Con una mano sujetándose el costado de la falda, toda embarrada, y con la otra balanceando la pelota de rugby, miró a su alrededor con la mirada desorbitada.
Centró la atención en el balón y luego en mi cara.
Una especie de furia velada brilló en sus ojos mientras, tambaleante, se acercaba a mí.
Tenía el pelo hecho un desastre, suelto sobre sus pequeños hombros, con pedazos de barro y hierba adheridos a algunos mechones.
Cuando me alcanzó, me estampó el balón contra el pecho y siseó:
—¿Es esta tu pelota?
Estaba tan impresionado por aquella chica, menuda y cubierta de barro, que me limité a asentir como un jodido imbécil.
Pero ¿quién era esa chica?
Aclarándome la garganta, le cogí la pelota de las manos y dije:
—Eh, sí. Es mía.
Era diminuta. En serio, jodidamente pequeña: apenas me llegaba al pecho.
—Me debes una falda —gruñó, sin soltarse la tela de la cadera—. Y un par de medias —añadió mirando hacia abajo, a la enorme carrera en sus medias.
Se miró de arriba abajo y luego a mí, con los ojos entrecerrados.
—Vale —respondí asintiendo, porque, con toda sinceridad, ¿qué más iba a decir?
—Y una disculpa —agregó la chica antes de desplomarse en el suelo.
Aterrizó pesadamente de culo y soltó un pequeño quejido por el impacto.
—Oh, mierda —murmuré. Lancé la pelota lejos y me acerqué a ayudarla—. No ha sido mi intención…
—¡Para! —Una vez más, me apartó las manos—. Ay —gimió, y se encogió al hablar. Se llevó ambas manos a la cara y empezó a respirar con dificultad—. Mi cabeza.
—¿Estás bien? —le pregunté, sin saber qué leches hacer.
¿Debería cogerla en brazos en contra de su voluntad?
No parecía una buena idea.
Pero no podía dejarla allí.
—¡Johnny! —bramó el entrenador—. ¿Está bien? ¿Le has hecho daño?
—Está genial —contesté, e hice una mueca cuando le dio hipo—. Estás genial, ¿no?
Esa chica iba a meterme en problemas.
Y ya tenía suficientes.
No me llevaba muy bien con el entrenador.
Y casi decapitar a una chica no pintaba bien.
—¿Por qué lo has hecho? —susurró, cogiéndose el pequeño rostro con sus aún más pequeñas manos—. Me has hecho daño.
—Lo siento —repetí. Me sentía extrañamente impotente y era una sensación que no me gustaba—. No ha sido mi intención.
Entonces se puso a sollozar, se le humedecieron los ojos, y algo dentro de mí se rompió.
Mierda.
—Lo siento mucho —solté, horrorizado, levantando las manos. Luego me agaché y la cogí en brazos—. Joder —murmuré, impotente, mientras la ponía de pie—. No llores.
—Es mi primer día —sollozó, balanceándose—. Un nuevo comienzo y estoy llena de mierda.
Sí que estaba llena de mierda.
—Mi padre me va a matar —continuó, atragantándose y agarrándose la falda, que estaba rota—. Mi uniforme está destrozado.
Dejó escapar un chillido de dolor y, como un rayo, se llevó la mano con que se sujetaba la falda a la sien, lo que hizo que el trozo de tela se le cayera.
Sin quererlo, se me abrieron los ojos como platos, una lamentable reacción al ver la ropa interior de una mujer.
Los chicos estallaron en aullidos y vítores.
—Ay, madre —exclamó, tratando torpemente de recuperar la falda.
—¡Vamos, preciosa!
—¡Date una vuelta!
—¡Que os vayáis a la mierda, gilipollas! —rugí a mis compañeros de equipo, poniéndome frente a la chica para taparles la vista.
Oía a los chavales carcajeándose detrás de mí, riendo y diciendo gilipolleces, pero no lograba concentrarme en una sola palabra de lo que decían porque el sonido del corazón retumbándome en el pecho me estaba dejando sordo.
—Toma. —Tirando del dobladillo de mi camiseta, me la quité y le dije—: Ponte esto.
—Está asquerosa —sollozó, pero no me detuvo cuando se la pasé por la cabeza.
Metió las manos en las mangas y sentí un inmenso alivio cuando el dobladillo le llegó hasta las rodillas, cubriéndola.
Joder, es que era menudísima.
¿Tenía la edad suficiente para ir al instituto?
No lo parecía.
En ese momento parecía muy muy joven y… ¿triste?
—Kavanagh, ¿la chica está bien? —preguntó el entrenador.
—¡Está genial! —repetí, y mi voz sonó como un ladrido áspero.
—Llévala a Dirección —me pidió—. Asegúrate de que Majella le haga un chequeo.
Majella era la persona más demandada del instituto. Trabajaba en el comedor y era la mujer a quien todos acudían cuando un estudiante sufría alguna lesión.
—Sí, señor —respondí, nervioso, y me abalancé rápidamente para recoger la falda y la mochila de la chica.
Cuando me acerqué, ella se apartó de mí.
—Solo estoy tratando de ayudarte —dije en el tono más amable que pude, levantando las manos para mostrarle que no tenía intención de hacerle daño—. Te llevaré a Dirección.
Parecía un poco aturdida y me preocupaba haberle provocado una conmoción cerebral.
Conociendo mi suerte, eso era exactamente lo que había hecho.
Joder.
Me eché la mochila al hombro, me metí la falda en la cinturilla de los pantalones cortos, le puse una mano en la espalda y traté de que subiera por el terraplén que separaba la cancha del recinto escolar.
Se tambaleó como si fuese un potro, y tuve que resistir el impulso que me sobrevino de pasarle un brazo por los hombros.
Un par de minutos más tarde, eso fue exactamente lo que tuve que hacer, porque la chica perdía el equilibrio una y otra vez.
El pánico se apoderó de mí.
Me había cargado a la maldita chica.
Le había roto la cabeza.
Me iban a expulsar por perder los estribos y a ponerme una orden de arresto.
Era un imbécil.
—Lo siento —continuaba diciéndole, mientras fulminaba con la mirada a cada chismoso de mierda que se paraba a mirarnos boquiabierto mientras, a paso de tortuga, íbamos avanzando.
Mi camiseta le quedaba como un vestido.
A mí se me estaba congelando el pecho; no llevaba nada más que un par de pantalones cortos de entrenamiento, calcetines y botas de fútbol con tacos.
Ah, y la mochila rosa de los cojones colgada a la espalda.
Podían mirarnos todo lo que quisieran; mi única preocupación era que le revisaran la cabeza a aquella chica.
—Joder, en serio que lo siento.
—Deja de decir que lo sientes —gimió, agarrándose la cabeza.
—Vale, lo siento —murmuré, y noté que apoyaba el peso sobre mí—. Pero es que lo siento. Solo para que quede claro.
—Nada está claro —dijo con voz ronca, poniéndose rígida cuando la toqué—. El suelo da vueltas.
—Ay, la hostia, no digas eso —exclamé con la voz rota, y le sujeté el cuerpo con más fuerza—. Por favor, no digas eso.
—¿Por qué lo has hecho? —gimoteó, tan frágil, menuda y cubierta de mierda.
—Soy un imbécil —respondí, volviendo a ponerme la mochila rosa a la espalda mientras la acercaba más a mí—. La cago a menudo.
—¿Lo has hecho a propósito?
—¿Qué? —Sus palabras me sorprendieron hasta tal punto que me detuve en seco—. No —negué. Retorciéndome para poder mirarla a la cara, fruncí el ceño y dije—: Nunca te haría eso.
—¿Lo prometes?
—Sí —gruñí, levantándola con un brazo, y me cargué su cuerpo a un costado—. Lo prometo.
Era enero.
Hacía humedad.
Hacía frío.
Y por alguna extraña y desconcertante razón, me estaba quemando por dentro.
No sé por qué, mis palabras parecieron aliviar la tensión de aquella chica, porque soltó un gran suspiro, se relajó y me dejó que cargara con todo su peso.
4
CON TODA LA CARA
Johnny
Con mucho esfuerzo y una sorprendente demostración de autocontrol, logré llevarla a Dirección respetando sus deseos, cuando todo lo que quería hacer era cogerla en brazos y correr en busca de ayuda.
Estaba aterrorizado y preocupado, y cada vez que ella gemía o se desplomaba sobre mí aumentaba mi angustia.
Sin embargo, después de pasar los últimos diez minutos fuera del despacho del director escuchando despotricar al señor Twomey, se me había acabado esa preciosa paciencia.
¿Por qué no se encargaba de ella?
¿Por qué cojones seguía yo allí de pie, frente a su despacho, sosteniendo a una chica medio en coma?
Él era el adulto.
—Su madre está en camino —anunció el señor Twomey con un suspiro de exasperación y guardándose el móvil en el bolsillo—. ¿Cómo ha podido pasar esto, Johnny?
—Ya se lo he dicho. Ha sido un accidente —siseé con la chica aún en brazos, manteniendo su pequeño cuerpo pegado al mío—. Necesita que Majella le eche un vistazo —repetí por quincuagésima vez—, creo que tiene una conmoción cerebral.
—Majella está de baja por maternidad hasta el viernes —ladró el señor Twomey—. ¿Qué se supone que debo hacer con ella? No tengo formación en primeros auxilios.
—Entonces será mejor que llame a un médico —repliqué airado, todavía sujetando a la chica—, porque le he roto la puta cabeza.
—Cuide su lenguaje, Kavanagh —espetó el señor Twomey.
Me salté el «sí, señor» de rigor; en realidad me importaba una mierda y tampoco es que me arrepintiera especialmente.
Pertenecer a la academia de rugby hacía que fuesen muy permisivos conmigo en el instituto, un trato privilegiado que otros estudiantes no recibían, pero no iba a ponerlo a prueba el primer día tras las vacaciones.
No cuando había cubierto el cupo mutilando a la chica nueva.
—¿Está bien, señorita Lynch? —preguntó el señor Twomey, empujándola como si fuera un pavo crudo del que no quería pillar salmonella.
—Duele —gimió ella, desplomándose sobre mi costado.
—Lo sé —la tranquilicé, acercándomela más—. Mierda, lo siento mucho.
—Joder, Johnny, esto es justo lo que necesitaba —siseó el señor Twomey, pasándose una mano por las canas—. Es su primer día. Que sus p