AMANECER

Stephenie Meyer

Fragmento

Comprometida

Comprometida

Nadie te está mirando, me convencí a mí misma. Nadie te está mirando. Nadie te está mirando.

Mientras esperaba a que uno de los tres semáforos de la ciudad se pusiera en verde, eché un vistazo hacia la izquierda y allí estaba la camioneta de la señora Weber, que tenía el torso totalmente torcido en mi dirección. Sus ojos me perforaban, así que me encogí, preguntándome por qué no bajaba la vista o al menos se cortaba un poco. Que yo supiera, todavía se consideraba grosero que alguien te clavara la mirada, ¿no? ¿Acaso eso no se me aplicaba a mí también?

Entonces recordé que mis cristales eran tintados y de un color tan oscuro que probablemente no tenía ni idea de la identidad del conductor, ni siquiera de que la había pillado en pleno cotilleo. Intenté extraer algo de consuelo del hecho de que ella realmente no me estaba mirando a mí, sino al coche.

Mi coche. Suspiré.

Dirigí la vista hacia la izquierda y gemí. Dos peatones se habían quedado pasmados en la acera, perdiendo la oportunidad de cruzar por quedarse a mirar. Detrás de ellos, el señor Marshall parecía observar embobado a través de los vidrios del escaparate de su pequeña tienda de regalos. Aunque no había apretado la nariz contra los cristales. Al menos, todavía no.

Pisé a fondo el acelerador en cuanto la luz se puso en verde, pero lo hice sin pensar, con la fuerza habitual para poner en marcha mi viejo Chevy.

El motor rugió como una pantera en plena caza y el vehículo dio un salto hacia delante tan rápido que mi cuerpo se quedó aplastado contra el asiento de cuero negro y el estómago se me apretujó contra la columna vertebral.

—¡Agg! —di un grito ahogado mientras tanteaba con el pie a la búsqueda del freno. No perdí la calma y me limité a rozar el pedal, pero de todas formas el coche se quedó clavado en el suelo, totalmente inmóvil.

No pude evitar el echar una ojeada alrededor para ver la reacción de la gente. Si antes habían tenido alguna duda de quién conducía este coche, ya se había disipado. Con la punta del zapato presioné cuidadosamente el acelerador, apenas medio milímetro, y el vehículo salió disparado de nuevo.

Me las apañé de mala manera para llegar hasta mi objetivo, la gasolinera. Si no hubiera tenido la cabeza en otra cosa, no se me habría ocurrido aparecer por la ciudad en absoluto. Había pasado todos los días de atrás sin un montón de cosas, como pan de molde o cordones para los zapatos, con el fin de no mostrarme en público.

A la hora de echar gasolina me moví tan deprisa como si estuviera en una carrera de coches: abrí la portilla, desenrosqué el tapón, pasé la tarjeta e introduje la manguera del surtidor en la boca del depósito en cuestión de segundos. Ahora bien, nada podía hacer para que los números del indicador se marcaran con mayor rapidez. Avanzaban con lentitud, como si lo hicieran aposta para fastidiarme.

No había mucha luz al aire libre, porque era uno de esos días típicos en Forks, Washington, pero me sentía como si tuviera un reflector enfocado en mí, centrado sobre todo en el delicado anillo de mi mano izquierda. En momentos así, cuando notaba ojos ajenos clavados en mi espalda, me parecía que el anillo latía como si fuera un anuncio de neón que dijera: «Mírame, mírame».

Era estúpido estar tan pendiente de uno mismo, y yo lo sabía. Aparte de mi madre y mi padre, ¿realmente importaba lo que la gente dijera sobre mi compromiso? ¿O sobre mi coche nuevo? ¿O respecto a que me hubieran aceptado tan misteriosamente en una universidad tan reputada? ¿O incluso sobre la pequeña y brillante tarjeta de crédito negra que sentía arder al rojo vivo en el bolsillo trasero de mis vaqueros?

—Eso es, a nadie le importa lo que piensen —mascullé.

—Eh, señorita… —me interrumpió una voz masculina.

Me volví, y entonces deseé no haberlo hecho.

Dos hombres permanecían de pie al lado de un lujoso todoterreno que portaba dos kayaks de última moda en lo alto del techo. Ninguno de los dos me miraba, sino que tenían los ojos clavados en el vehículo.

Personalmente, lo cierto es que no lo entiendo. Más bien soy de la clase de personas que se enorgullecen con ser capaces de distinguir entre los símbolos de Toyota, Ford y Chevy. El automóvil era de un reluciente color negro, esbelto, y en verdad bonito, pero para mí, no era nada más que un auto.

—Siento molestarla, pero ¿podría decirme qué clase de coche es el que conduce? —me dijo el hombre alto.

—Bueno, es un Mercedes, ¿no?

—Sí —repuso el hombre educadamente, mientras su amigo de menor altura ponía los ojos en blanco como reacción a mi respuesta—. Eso ya lo sé, pero me preguntaba si no estaría usted conduciendo… un Mercedes Guardian —pronunció el nombre con un respeto casi reverencial. Tuve la sensación de que ese tipo se llevaría bien con Edward Cullen, mi… mi novio, ya que no tenía sentido eludir la palabra teniendo en cuenta los pocos días que quedaban para la boda—. Se supone que ni siquiera están aún disponibles en Europa —continuó el hombre—, sino sólo aquí.

Entretanto, el desconocido recorría lentamente los contornos de mi coche con los ojos, unas líneas que a mí, la verdad, no me parecían tan diferentes a las de otros Mercedes tipo Sedan. Pero claro, en realidad, yo tampoco tenía mucha idea, porque mi mente ya tenía bastante con cavilar sobre palabras como «novio», «boda», «marido» y demás.

Simplemente es que no las podía meter todas juntas en mi cabeza.

Por un lado, me habían educado para que me estremeciera ante la mención de vestidos blancos voluminosos y ramos de flores; pero más aún, me costaba mucho trabajo reconciliar un concepto soso, formal y respetable como «marido», con mi idea de Edward. Era como comparar un contable con un arcángel. No podía visualizarle en ningún papel tan normal y cotidiano.

Como siempre, cada vez que empezaba a pensar en Edward me veía atrapada en una espiral vertiginosa de fantasías. El extraño tuvo que aclararse la garganta para captar mi atención, ya que estaba esperando todavía una respuesta en lo referente al modelo y al fabricante del coche.

—No lo sé —le contesté con toda honradez.

—¿Le importa que me haga una foto con él?

Me llevó al menos un segundo procesar eso.

—¿De verdad…? ¿De veras quiere sacarse una foto con el coche?

—Por supuesto, nadie va a creerme, salvo que lleve una prueba.

—Mmm, bueno, vale.

Retiré rápidamente la manguera y me deslicé en el asiento delantero para esconderme mientras aquel fan sacaba de la mochila una enorme cámara de fotos de aspecto profesional. Él y su amigo se turnaron para posar al lado del capó y después tomaron fotos de la parte trasera.

Echo de menos mi coche, me lamenté para mis adentros.

Fue muy, pero que muy inconveniente, que mi viejo trasto exhalara su último aliento unas cuantas semanas después de que Edward y yo acordáramos nuestro extraño compromiso, tan desigual, uno de cuyos detalles consistía en que podría reemplazar mi coche cuando dejara de funcionar de modo definitivo. Edward juraba que simplemente había pasado lo que tenía que pasar, que mi vehículo había gozado una vida larga, plena y que después había muerto por causas naturales. Eso al menos era lo que decía él. Y claro, yo no tenía forma de verificar esa historia ni de resucitar mi coche de entre los muertos contando sólo con mis fuerzas, porque mi mecánico favorito…

Detuve en seco el pensamiento, impidiendo que llegara a su conclusión natural. En vez de eso, escuché las voces de los hombres en el exterior, amortiguadas por las paredes del automóvil.

—… pues en el vídeo de Internet iban hacia él con un lanzallamas y ni siquiera se chamuscaba la pintura.

—Claro que no. Puedes pasarle un tanque por encima a esta preciosidad. Éste no ha pasado por el mercado, porque lo han diseñado sobre todo para diplomáticos de Oriente Medio, traficantes de armas y narcos.

—Oye ¿y tú crees que ésa es alguien? —preguntó el bajito en voz casi inaudible. Yo agaché la cabeza con las mejillas encendidas.

—¿Qué? —replicó el alto—. Quizá. Porque ya me contarás para qué quiere alguien de por aquí cristales a prueba de misiles y dos mil kilos de carrocería acorazada. Parece propio de sitios más peligrosos.

Carrocería acorazada. «Dos mil kilos» de carrocería acorazada. ¿Y cristales «a prueba de misiles»? Estupendo. ¿Qué tenían de malo los viejos cristales antibalas de toda la vida?

Bueno, al menos esto tenía algún sentido… si es que gozas de un sentido del humor lo bastante retorcido.

Y no es que yo no hubiera esperado que Edward sacara ventaja de nuestro trato, para que pudiera dar más, mucho más de lo que iba a recibir. Yo estuve de acuerdo en dejarle reemplazar mi coche cuando fuera necesario, aunque desde luego no esperaba que ese momento llegara tan pronto. Cuando me vi forzada a admitir que el vehículo no se había convertido más que en un tributo a los Chevys clásicos en forma de bodegón automovilístico pegado a mi bordillo, me di cuenta de que el cambio me iba a avergonzar a base de bien, convirtiéndome en el foco de miradas y susurros. Pero ni en mis más oscuras premoniciones hubiera concebido que fuera a buscarme dos coches.

Me puse hecha una fiera cuando me explicó lo del coche «de antes» y el de «después».

Éste no era más que el «de antes». Me contó que sólo lo tenía en préstamo y me prometió que lo devolvería después de la boda, lo cual carecía de todo sentido para mí. Al menos hasta ese momento.

Ja, ja. Aparentemente, necesitaba un coche con la resistencia de un tanque para mantenerme a salvo debido a mi fragilidad, pues era humana y propensa a los accidentes, a la vez que una víctima muy frecuente de mi propia y peligrosa mala suerte. Qué risa. Estaba segura de que tanto él como sus hermanos habían disfrutado bien de la broma a mis espaldas.

O quizás, solo quizás, susurró una voz bajita en mi cabeza, no es ninguna broma, tonta. Tal vez es que realmente está muy preocupado por ti. No es ésta la primera vez que se pasa lo suyo sobreprotegiéndote.

Suspiré.

Aún no había visto el coche de «después». Permanecía escondido bajo una lona en la esquina más lejana del garaje de los Cullen. Sabía que la mayor parte de las personas ya le habrían echado una buena ojeada, pero la verdad es que yo no quería saber nada.

Lo más probable era que no tuviera una carrocería acorazada, puesto que no iba a necesitarla después de la luna de miel. Uno de los extras que me hacían más ilusión de mi transformación era precisamente la casi completa indestructibilidad. La parte más interesante de convertirse en un Cullen no eran los coches caros ni las impresionantes tarjetas de crédito.

—¡Eh! —me llamó la atención el hombre alto, curvando las manos y asomándose por ellas en un intento de ver algo a través de los cristales—. Ya hemos terminado. ¡Muchas gracias!

—De nada —respondí y después me puse en tensión cuando encendí el motor y pisé el pedal con la mayor suavidad posible…

Daba igual cuántas veces condujera hacia mi casa por aquella calle tan familiar; no podía hacer que los carteles deslucidos por la lluvia se fundieran con el fondo. Estaban sujetos con abrazaderas a los postes telefónicos y pegados con celo a las señales de tráfico, y cada uno era como una bofetada. Y una muy merecida, además, en plena cara. Mi mente se centró de nuevo en el pensamiento que acababa de interrumpir poco antes, porque no podía evitarlo cuando pasaba por esta calle. No al menos con las imágenes de mi mecánico favorito pasando a mi lado a intervalos regulares.

Mi mejor amigo. Mi Jacob.

Los carteles rezaban: «¿Han visto a este chico?». La idea no era del padre de Jacob, sino una iniciativa del mío, Charlie, que había hecho imprimir los anuncios y los había desplegado por toda la ciudad; y no sólo por Forks, sino también en Port Angeles, Sequim, Aberdeen y cualquier otra ciudad de la península Olympic. Se había asegurado de que todas las comisarías del estado de Washington tuvieran también uno de esos carteles colgado en la pared. Su propia comisaría contaba con todo un panel de corcho dedicado a la búsqueda de Jacob. Generalmente solía estar casi vacío, para su disgusto y frustración.

Aunque mi padre se sentía disgustado por algo más que la ausencia de noticias. Estaba enfadado con Billy, el padre de Jacob y el mejor amigo de Charlie.

Porque Billy no había querido implicarse en la búsqueda de su «fugitivo» de dieciséis años, ni había colaborado poniendo carteles en La Push, la reserva de la costa donde había vivido Jacob. Y por su aparente resignación ante la desaparición, como si no hubiera nada que pudiera hacer, y su cantinela: «Jacob ya está crecidito. Regresará a casa cuando quiera».

También estaba frustrado conmigo por haberme puesto de parte de Billy.

Yo tampoco era partidaria de los anuncios, ya que tanto Billy como yo conocíamos, por así decirlo, el paradero de Jacob; y también sabíamos que nadie iba a ver a ese «chico».

Me alegraba que Edward se hubiera marchado de caza ese sábado, porque ante la visión de esos carteles se me formaba un nudo enorme en la garganta y los ojos me escocían, llenos de lágrimas punzantes, y también él se sentía fatal al verme reaccionar de ese modo.

Ahora bien, el sábado también tenía ciertos inconvenientes y vi uno de ellos nada más girar lenta y cuidadosamente hacia mi calle. El coche patrulla de mi padre estaba aparcado a la entrada de nuestra casa. Hoy había pasado de ir de pesca. Todavía andaría enfurruñado con lo de la boda.

Así que no podía usar el teléfono allí dentro, pero tenía que llamar…

Aparqué junto al bordillo, detrás de la «escultura» del Chevy, y saqué de la guantera el móvil que me había dado Edward para las emergencias. Marqué, manteniendo el dedo en el botón de «colgar» mientras el teléfono sonaba. Sólo por si acaso.

—¿Hola? —contestó Seth Clearwater y yo suspiré aliviada, porque era demasiado gallina para hablar con su hermana mayor, Leah. La frase «te voy a arrancar la cabeza» no era una simple metáfora cuando la pronunciaba ella.

—Hola, Seth, soy Bella.

—¡Ah, hola, Bella! ¿Cómo estás?

Medio asfixiada. Desesperada por sentirme más segura.

—Bien.

—¿Llamas para saber las últimas noticias?

—Pareces un psíquico…

—Qué va, yo no soy Alice… Es que tú eres bastante predecible —se burló él. Entre los miembros de la manada de los quileute en La Push, sólo Seth se sentía cómodo al mencionar a los Cullen por sus nombres, y era el único también que hacía bromas con cosas como mi futura cuñada, casi omnisciente.

—Sé que lo soy —dudé durante un segundo—. ¿Qué tal está?

Seth suspiró.

—Igual que siempre. Se niega a hablar, aunque sabemos que nos oye. Procura no pensar de forma humana, ya sabes, y se limita a seguir sus instintos.

—¿Conocéis su paradero actual?

—Anda en algún lugar del norte de Canadá, no sabría decirte la provincia. No presta mucha atención a las fronteras entre los estados.

—¿Alguna pista de si…?

—No va a volver a casa, Bella. Lo siento.

Tragué saliva.

—Vale, Seth. Lo sabía antes de preguntar, pero es que no puedo evitar el desearlo.

—Ya, claro. Todos nos sentimos igual.

—Gracias por no perder el contacto conmigo, Seth. Ya sé que los otros se van a poner pesados contigo.

—No es que sean tus mayores fans, no —acordó conmigo entre risas—. Una tontería, creo. Jacob hizo sus elecciones y tú las tuyas; además, a él no le gusta la actitud que tienen al respecto. Ahora, que tampoco es que le emocione mucho que quieras saber de él, claro.

Yo tragué aire precipitadamente.

—Pero ¿no has dicho que no habíais hablado?

—Es que no nos puede esconder todo, por mucho que lo intente.

Así que Jacob era consciente de mi preocupación. Dudaba sobre qué debía sentir al respecto. Bueno, al menos él sabía que yo no había saltado hacia el crepúsculo olvidándole por completo. Probablemente, me habría creído capaz de eso.

—Espero verte el día… de la boda —le comenté, forzando la palabra entre mis dientes.

—Ah, claro, mamá y yo iremos. Ha sido muy guay por tu parte pedírnoslo.

El entusiasmo de su voz me hizo sonreír. Aunque invitar a los Clearwater había sido idea de Edward, me alegraba mucho de que se le hubiera ocurrido. Sería estupendo tener allí a Seth, una conexión, aunque fuera muy tenue, con el hombre ausente que debía haber sido mi padrino. No será lo mismo sin ti, pensé.

—Saluda a Edward de mi parte, ¿vale?

—Seguro.

Sacudí la cabeza. La amistad que había surgido entre Seth y Edward era algo que todavía me dejaba con la boca abierta, sin embargo era la prueba de que las cosas no tenían por qué ser como eran. Los vampiros y los licántropos podrían convivir sin problemas si se lo propusieran de verdad.

Pero esta idea no le gustaba a nadie.

—Ah —dijo Seth, con la voz una octava más alta—, esto, Leah acaba de llegar.

—¡Oh! ¡Adiós!

La línea se cortó. Dejé el teléfono en el asiento y me preparé mentalmente para entrar en la casa, donde Charlie me estaría esperando.

Mi pobre padre tenía mucho con lo que bregar en esos momentos. Jacob «el fugitivo» no era nada más que una de las gotas que casi colmaban su vaso. También estaba preocupado por mí, su hija, apenas mayor de edad y dispuesta a convertirse en una señora casada en apenas unos días.

Caminé con paso lento bajo la llovizna, recordando la noche en que se lo dije…

Cuando el sonido del coche patrulla de Charlie anunció su regreso, el anillo empezó a pesar de repente unos cincuenta kilos en mi dedo. Habría deseado ocultar la mano izquierda en un bolsillo, o quizá sentarme encima de ella, pero la mano fría de Edward mantenía firmemente cogida la mía justo por delante de los dos.

—Deja ya de retorcer los dedos, Bella. Por favor, intenta recordar que no vas a confesar un asesinato.

—Qué fácil es decirlo para ti.

Atendí a los sonidos ominosos de las botas de mi padre pisando con fuerza en la entrada de la casa. La llave repiqueteó en la puerta que ya estaba abierta. El sonido me recordó aquella parte de las películas de miedo en la que la víctima se acuerda de pronto de que ha olvidado echar el cerrojo.

—Tranquilízate, Bella —susurró Edward, escuchando cómo se me aceleraba el corazón.

La puerta golpeó contra el batiente, y me encogí como si me hubieran dado una descarga eléctrica.

—Hola, Charlie —saludó Edward, completamente relajado.

—¡No! —protesté en voz baja.

—¿Qué? —replicó Edward con un hilo de voz.

—¡Espera hasta que cuelgue la pistola!

Edward se echó a reír y se pasó la mano libre entre los alborotados cabellos del color del bronce.

Mi padre dio la vuelta a la esquina, todavía con el uniforme puesto, aún armado, e intentó no poner mala cara cuando nos vio sentados juntos en el sofá. Últimamente estaba haciendo grandes esfuerzos para que Edward le gustara más. Claro, la revelación que estábamos a punto de hacerle seguro que iba a acabar con esos esfuerzos de forma inmediata.

—Hola, chicos. ¿Qué hay?

—Queríamos hablar contigo —comenzó Edward, muy sereno—. Tenemos buenas noticias.

La expresión de Charlie cambió en un segundo desde la amabilidad forzada a la negra sospecha.

—¿Buenas noticias? —gruñó Charlie, mirándome a mí directamente.

—Más vale que te sientes, papá.

Él alzó una ceja y me observó con fijeza durante cinco segundos. Después se sentó haciendo ruido justo al borde del asiento abatible, con la espalda tiesa como una escoba.

—No te agobies, papá —le dije después de un momento de tenso silencio—. Todo va bien.

Edward hizo una mueca, y supe que tenía algunas objeciones a la palabra «bien». Él probablemente habría usado algo más parecido a «maravilloso», «perfecto» o «glorioso».

—Seguro que sí, Bella, seguro que sí. Pero si todo es tan estupendo, entonces, ¿por qué estás sudando la gota gorda?

—No estoy sudando —le mentí.

Me eché hacia atrás ante aquel fiero ceño fruncido, pegándome a Edward, y de forma instintiva me pasé el dorso de la mano derecha por la frente para eliminar la evidencia.

—¡Estás embarazada! —explotó Charlie—. Estás embarazada, ¿a que sí?

Aunque la afirmación iba claramente dirigida a mí, ahora miraba con verdadera hostilidad a Edward, y habría jurado que vi su mano deslizarse hacia la pistola.

—¡No! ¡Claro que no!

Me entraron ganas de darle un codazo a Edward en las costillas, pero sabía que eso tan sólo me serviría para hacerme un cardenal. ¡Ya le había dicho que la gente llegaría de manera inmediata a esa conclusión! ¿Qué otra razón podría tener una persona cuerda para casarse a los dieciocho? Su respuesta de entonces me había hecho poner los ojos en blanco. «Amor». Qué bien.

La cara de pocos amigos de Charlie se relajó un poco. Siempre había quedado bien claro en mi cara cuándo decía la verdad y cuándo no, por lo que en ese momento me creyó.

—Ah, vale.

—Acepto tus disculpas.

Se hizo una pausa larga. Después de un momento, me di cuenta de que todos esperaban que yo dijera algo. Alcé la mirada hacia Edward, paralizada por el pánico, pues no había forma de que me salieran las palabras.

Él me sonrió, después cuadró los hombros y se volvió hacia mi padre.

—Charlie, me doy cuenta de que no he hecho esto de la manera apropiada. Según la tradición, tendría que haber hablado antes contigo. No deseo que esto sea una falta de respeto, pero cuando Bella me dijo que sí, no quise disminuir el valor de su elección; así que en vez de pedirte su mano, te solicito tu bendición. Nos vamos a casar, Charlie. La amo más que a nada en el mundo, más que a mi propia vida, y, por algún extraño milagro, ella también me ama a mí del mismo modo. ¿Nos darás tu bendición?

Sonaba tan seguro, tan tranquilo. Durante sólo un instante, al escuchar la absoluta confianza que destilaba su voz, experimenté una extraña intuición. Pude ver, aunque fuera de forma muy fugaz, el modo en que él comprendía el mundo. Durante el tiempo que dura un latido, todo encajó y adquirió sentido por completo.

Y entonces capté la expresión en el rostro de Charlie, cuyos ojos estaban ahora clavados en el anillo.

Aguanté el aliento mientras su piel cambiaba de color, de su tono pálido natural al rojo, del rojo al púrpura, y del púrpura al azul. Comencé a levantarme, aunque no estaba segura de lo que planeaba hacer, quizá hacer uso de la maniobra de Heimlich para asegurarme de que no se ahogara, pero Edward me apretó la mano y murmuró «dale un minuto», en voz tan baja que sólo yo pude oírle.

El silencio se hizo mucho más largo esta vez. Entonces, de forma gradual, poco a poco, el color del rostro de Charlie volvió a la normalidad. Frunció los labios, y el ceño y reconocí esa expresión que ponía cuando se «hundía en sus pensamientos». Nos estudió a los dos durante un buen rato, y sentí que Edward se relajaba a mi lado.

—Diría que no me he sorprendido en absoluto —gruñó Charlie—. Sabía que me las tendría que ver con algo como esto antes de lo que pensaba.

Exhalé el aire que había contenido.

—¿Y tú estás segura? —me preguntó de forma exigente, mirándome con cara de pocos amigos.

—Estoy segura de Edward al cien por cien —le contesté sin dejar pasar ni un segundo.

—Entonces, ¿queréis casaros? ¿Por qué tanta prisa? —me miró, nuevamente con ojos suspicaces.

La prisa se debía al hecho de que yo me acercaba más a los diecinueve cada asqueroso día que pasaba, mientras que Edward se había quedado congelado en toda la perfección de sus diecisiete primaveras, y había permanecido así durante unos noventa años. Aunque éste no era el motivo por el que yo necesitaba anotar la palabra «matrimonio» en mi diario, porque la boda se debía al delicado y enrevesado compromiso al que Edward y yo habíamos llegado para poder alcanzar el siguiente punto, el salto de mi transformación de mortal a inmortal.

Pero había cosas que no le podía explicar a Charlie.

—Nos vamos a ir juntos a Dartmouth en otoño, Charlie —le recordó Edward—. Me gustaría hacer bien las cosas, bueno, hacerlas como es debido. Así es como me educaron —Edward se encogió de hombros.

No estaba exagerando, ya que había crecido con esa moral, ya pasada de moda, durante la Primera Guerra Mundial.

Charlie torció la boca hacia un lado, buscando un modo de abordar la discusión. Pero ¿qué era lo que podía decir? ¿«Prefiero que vivas en pecado primero»? Era un padre y en ese punto estaba atado de pies y manos.

—Sabía que esto iba a pasar —masculló para sus adentros, frunciendo el ceño. Entonces, de repente, su rostro se transformó en una expresión perfectamente inexpresiva e indiferente.

—¿Papá? —pregunté con ansiedad. Le eché una ojeada a Edward, pero no le pude leer el rostro mientras él miraba a mi progenitor.

—¡Ja! —explotó Charlie y yo pegué un salto en mi asiento—, ¡ja, ja, ja!

Observé con incredulidad cómo mi padre se doblaba de risa, con el cuerpo sacudido por las carcajadas.

Miré a Edward para que me tradujera lo que pasaba, pero él tenía los labios apretados con firmeza, como si también estuviera conteniendo la risa.

—Vale, estupendo —replicó Charlie casi ahogado—, casaos —le dio otro ataque de carcajadas—. Sí, sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Pues que se lo tendrás que contar tú a tu madre, y yo ¡no le pienso decir ni una palabra a Renée! ¡Es toda tuya!

Y volvió a estallar en estruendosas risotadas.

Hice una pausa con la mano en el tirador de la puerta, sonriendo. Seguro que en aquel momento las palabras de Charlie me hicieron poner los pies en el suelo. La última maldición: contárselo a Renée. El matrimonio en la juventud ocupaba una posición muy alta en la lista negra de mi madre, figuraba antes incluso que el hervir cachorros vivos.

¿Quién podría haber previsto su respuesta? Yo no, y desde luego, Charlie tampoco. Quizás Alice, pero no se me había ocurrido preguntárselo.

—Bueno, Bella… —había dicho Renée después de que yo escupiera y tartamudeara las palabras imposibles: «Mamá, me caso con Edward»—. Estoy un poco molesta por lo que has tardado en contármelo. Los billetes de avión van a salirme mucho más caros. Oh —comenzó a preocuparse—. ¿Crees que le habrán quitado ya la escayola a Phil para ese momento? Va a quedar fatal en las fotos si no lleva esmoquin…

—Espera un segundo, mamá —repuse en un jadeo—. ¿Qué quieres decir con «haber tardado tanto»? Pero si nos hemos com… —era incapaz de echar fuera la palabra «comprometido»—, si hemos arreglado las cosas, ya sabes, hoy mismo.

—¿Hoy? ¿De verdad? Qué sorpresa. Yo pensaba…

—¿Qué es lo que habías pensado? ¿Cuándo lo pensaste?

—Bueno, ya parecía que estaba todo muy hecho y asentado cuando vinisteis a visitarme en abril, no sé si sabes a qué me refiero. No es que seas especialmente difícil de leer, corazón. No te había dicho ni una palabra porque sabía que no iba a servir para nada. Eres igualita que Charlie —ella suspiró, resignada—. Una vez que has tomado la decisión, no hay manera de razonar contigo, te apegas a ella.

Y entonces dijo la última cosa que jamás hubiera esperado escuchar de mi madre:

—No estás cometiendo un error, Bella. Da la impresión de que estás asustada tontamente, y adivino que es porque me tienes miedo a mí —soltó unas risitas—. O a lo que yo pueda pensar. Ya sé que te he dicho un montón de cosas sobre el matrimonio y la estupidez, y no es que las vaya a retirar, pero necesitas darte cuenta de que estas cosas se aplican específicamente a mí. Tú eres una persona muy diferente. Tú cometes tus propios errores y estoy segura de que tendrás tu propia ración de cosas que lamentar en la vida, pero la irresponsabilidad nunca ha sido tu problema, corazón. Tienes una gran oportunidad para hacer este trabajo mejor que la mayoría de las cuarentonas que conozco —Renée se echó a reír de nuevo—. Mi niñita de mentalidad tan madura. Afortunadamente, pareces haber encontrado un alma madura como la tuya.

—¿No te has vuelto… loca? ¿No piensas que cometo una equivocación monumental?

—Bueno, vale, habría preferido que esperaras unos años más. Quiero decir, ¿acaso te parezco tan mayor como para comportarme como una suegra? No me contestes a eso. Porque todo este asunto no tiene que ver conmigo, sino contigo. ¿Eres feliz?

—No lo sé. Me siento ahora mismo como si esto fuera una especie de experiencia extracorporal.

Renée volvió a soltar unas risitas.

—¿Él te hace feliz, Bella?

—Sí, pero…

—¿Acaso piensas que podrías querer a algún otro?

—No, pero…

—Pero ¿qué?

—¿Es que no me vas a decir que sueno exactamente como cualquier otro adolescente caprichoso tal como ha sucedido desde el comienzo de los tiempos?

—Tú nunca has sido una adolescente, cielo. Sabes lo que te conviene.

Durante las últimas semanas, Renée se había sumergido de forma totalmente inesperada en los planes de boda. Se pasaba todos los días unas cuantas horas al teléfono con la madre de Edward, Esme, así que no hubo preocupación alguna respecto a cómo se llevarían las consuegras. Renée adoraba a Esme, pero claro, dudaba que alguien pudiera evitar sentirse de otro modo con respecto a mi encantadora futura suegra.

Eso consiguió librarme del asunto. La familia de Edward y la mía se habían hecho cargo de los preparativos nupciales sin que yo tuviera que hacer, saber o pensar en ninguna cosa.

Charlie, claro, se había enfadado, pero lo mejor del tema era que no estaba furioso conmigo. La traidora había sido Renée, ya que había contado con ella como el peor oponente a mis planes. ¿Qué era lo que iba a hacer ahora, cuando la última amenaza, contárselo a mi madre, se había vuelto totalmente en su contra? No tenía nada a que agarrarse y lo sabía. Así que se pasaba todo el día de un lado para otro por la casa, mascullando cosas como que no se podía confiar en nadie de este mundo…

—¿Papá? —llamé mientras abría la puerta principal—. Estoy en casa.

—Espera un momento, Bells, espera ahí un momento.

—¿Eh? —pregunté deteniéndome de forma inmediata.

—Dame un segundo. Au, me has pinchado, Alice.

¿Alice?

—Lo siento, Charlie —respondió la voz vibrante de Alice—. ¿Qué te parece?

—Lo estoy manchando todo de sangre.

—Estás bien. No ha traspasado la piel, confía en mí.

—¿Qué está pasando? —exigí saber, vacilando en la entrada.

—Treinta segundos, por favor, Bella —me pidió Alice—. Tu paciencia te será recompensada.

—¡Ja! —añadió Charlie.

Golpeteé el suelo con un pie, contabilizando cada latido y antes de que llegara a treinta, Alice gritó:

—¡Venga, Bella, entra!

Avanzando con precaución, di la vuelta a la esquina que daba al salón de estar.

—Oh —me enfurruñé—, ¡oh, papá! Pareces…

—¿Estúpido? —me interrumpió Charlie.

—Estaba pensando más bien en «muy elegante».

Él se ruborizó y Alice le cogió del codo y lo empujó con ligereza para que diera una vuelta lenta y luciera un poco el esmoquin de color gris claro.

—Vamos a dejar esto ya, Alice. Parezco un idiota.

—Nadie que yo haya vestido ha parecido jamás un idiota.

—Tiene razón, papá, ¡tienes un aspecto fabuloso! ¿Y para qué es todo esto?

Alice puso los ojos en blanco.

—Es la última prueba para ver cómo queda. Para los dos.

Aparté por primera vez la mirada de un Charlie tan poco acostumbrado a ir elegante y vi el pavoroso traje blanco extendido cuidadosamente sobre el sofá.

—Aaahh.

—Vete a ese sitio feliz tuyo, Bella. No tardaré mucho.

Inhalé una gran bocanada de aire y cerré los ojos. Los mantuve así y subí tropezando las escaleras hasta mi habitación. Me despojé de la ropa hasta quedarme sólo con las prendas interiores y extendí los brazos.

—Parece como si te fuera a clavar palos de bambú debajo de las uñas —masculló Alice en voz baja mientras me seguía.

No le presté atención, porque me había escabullido a mi lugar feliz…

… un sitio en donde todo el rollo de la boda había pasado ya, lo había dejado a mis espaldas. Estaba reprimido entre mis recuerdos y olvidado.

En él, Edward y yo nos encontrábamos solos. El escenario era borroso y las imágenes fluían de modo constante, se transformaban desde un bosque neblinoso a una ciudad cubierta de nubes o a la noche ártica, porque Edward mantenía en secreto el lugar de nuestra luna de miel para darme una sorpresa, aunque la verdad es que no me interesaba especialmente dónde fuera.

Edward y yo estábamos juntos por fin, y yo había cumplido por completo mi parte del compromiso. Me había casado con él, que era lo más importante, pero también había aceptado todos sus extravagantes regalos y me había matriculado, aunque no sirviera de nada, para asistir a la facultad de Dartmouth en el otoño. Ahora era su turno.

Antes de que me transformara en un vampiro, su principal compromiso, tenía otra estipulación que hacer realidad.

Edward tenía una especie de interés obsesivo por las cosas humanas que tendría que abandonar, las experiencias que no quería que me perdiera. La mayoría de ellas, como el baile de promoción, por ejemplo, me parecían estupideces. Sólo había una experiencia humana a la que no quería renunciar. Y era la única que él hubiera deseado que olvidara por completo.

Y aquí estaba la cosa, claro. Sabía muy poco sobre cómo iba a ser cuando ya no fuera humana. Había visto de primera mano cómo era un vampiro recién convertido y había oído toda clase de historias a mi futura familia sobre esos primeros días salvajes. Durante varios años, el principal rasgo de mi personalidad iba a ser la «sed». Me llevaría cierto tiempo poder volver a ser yo misma. E incluso cuando recuperara el control, no volvería a sentirme exactamente igual que antes.

Humana… y apasionadamente enamorada.

Quería tener la experiencia completa antes de que cambiara mi cálido, vulnerable cuerpo dominado por las hormonas, por algo hermoso, fuerte… y desconocido. Deseaba disfrutar de una auténtica luna de miel con Edward, y él había accedido a intentarlo a pesar del peligro que, a su juicio, esto suponía para mí.

Apenas fui consciente de Alice y del modo en que se deslizó el satén sobre mi piel. No me importaba, en ese momento, que toda la ciudad estuviera hablando de mí. No pensaba tampoco en el espectáculo que tendría que protagonizar dentro de tan poco tiempo. No me preocupaba tropezar con la cola del vestido ni echarme a reír en el momento equivocado ni ser demasiado joven ni la audiencia sorprendida ni el asiento vacío donde debería haber estado mi mejor amigo.

Yo estaba con Edward en mi lugar feliz.

La larga noche

La larga noche

—Ya te echo de menos.

—No tengo por qué irme. Puedo quedarme…

—Mmm…

Durante un buen rato se hizo un silencio sólo roto por el golpeteo de mi corazón, rítmico como el de un tambor, la cadencia desacompasada de nuestras respiraciones y el susurro de nuestros labios mientras se movían de forma sincronizada.

Algunas veces era muy fácil olvidar que besaba a un vampiro. No porque pareciera corriente o humano, ya que no podía olvidar ni por un segundo que tenía entre mis brazos a alguien más parecido a un ángel que a un hombre, sino porque Edward hacía que pareciera natural tener sus labios contra los míos, contra mi rostro y mi garganta. Él aseguraba haber superado hacía mucho la tentación que le suponía mi sangre, pues la idea de perderme le había curado del deseo que sentía por ella, pero yo sabía que el olor de mi sangre aún le causaba dolor y que todavía ardía en su garganta como si inhalara llamas.

Abrí los ojos y me encontré los suyos abiertos también, clavados en mi rostro. Nada parecía tener sentido cuando me miraba de esa manera, como si yo fuera el premio, en vez de la afortunada ganadora por pura chiripa.

Nuestras miradas se entrelazaron durante un momento; sus ojos dorados eran tan profundos que imaginé estar mirando en realidad el mismo centro de su alma. Me parecía una sandez de tomo y lomo que alguna vez se hubiera puesto en tela de juicio la existencia misma de su alma, incluso a pesar de que él fuera un vampiro, pues no conocía un ánima más hermosa que la suya, más aún que su mente aguda, su semblante inigualable o su cuerpo glorioso.

Me devolvió la mirada como si él también estuviera viendo mi alma y como si le gustara lo que veía.

Pero Edward no podía ver en el interior de mi cerebro como sí podía hacerlo en el de los demás. Nadie sabía el motivo, pero algún problema extraño en mi cerebro me hacía inmune a todas las cosas extraordinarias y terroríficas que los inmortales pudieran hacer. Ahora bien, a salvo sólo estaba mi cerebro, porque mi cuerpo todavía permanecía expuesto a las habilidades de los vampiros que actuaban de manera distinta a la de Edward. A decir verdad, yo estaba muy agradecida a cualquier disfunción que fuera capaz de mantener mis pensamientos en secreto para él. Desde luego, resultaba bastante embarazoso considerar la alternativa.

Acerqué su rostro al mío otra vez.

—Definitivamente me quedo —murmuró un momento más tarde.

—No, no. Es tu despedida de soltero. Debes ir.

Dije las palabras, pero los dedos de mi mano derecha se trabaron en su cabello broncíneo, mientras presionaba la izquierda con fuerza contra la parte más estrecha de su espalda. Me acarició la cara con esas manos heladas suyas.

—Las despedidas de soltero están diseñadas para quienes se entristecen por el fin de sus días de libertad. Y yo no podría desear más el dejarlos a mi espalda. Así que realmente no tiene mucho sentido.

—Eso es verdad —suspiré contra la piel de su garganta, fría como el invierno.

Esto se acercaba mucho a mi lugar feliz. Charlie dormía ajeno a todo en su habitación, por lo que era casi lo mismo que si estuviéramos solos. Estábamos acurrucados en mi pequeña cama, tan entrelazados como era posible, considerando la chaqueta acolchada en la que estaba envuelta como si fuera un capullo. Odiaba la necesidad de estar enroscada en una manta, pero claro, lógicamente, cualquier escena romántica se arruina cuando los dientes te empiezan a castañetear. Y por supuesto, Charlie se daría cuenta si enchufaba la calefacción en agosto…

Al menos, si quería abrigarme más, tenía la camiseta de Edward en el suelo. Nunca conseguía superar la conmoción que me producía la visión de su cuerpo tan perfecto, blanco, frío, pulido igual que el mármol. Deslicé la mano por su pecho duro como la piedra, recorriendo los lisos músculos de su estómago, maravillándome. Le atravesó un ligero estremecimiento y su boca buscó la mía de nuevo. Con cuidado, dejé que la punta de mi lengua presionara su labio liso como el cristal, y él suspiró. Su dulce aliento sopló, frío y delicioso, sobre mi rostro.

Comenzó a apartarse, ya que ésta era su respuesta automática cuando decidía que las cosas estaban yendo demasiado lejos y su reacción refleja, a pesar de que él era quien más deseaba continuar. Edward había pasado la mayor parte de su vida rechazando cualquier tipo de satisfacción física. Sabía que ahora le aterrorizaba cambiar esos hábitos.

—Espera —le dije, sujetando sus hombros y abrazándome a él con fuerza. Liberé una pierna de una patada y le envolví con ella la cintura—. Sólo se consigue la perfección con la práctica.

Él se echó a reír entre dientes.

—Bueno, pues nosotros debemos de estar bastante cerca de la perfección a estas alturas, ¿a que sí? ¿Acaso has dormido algo en el último mes?

—Pero esto es sólo un ensayo general —le recordé—, y sólo hemos practicado ciertas escenas. Aún no ha llegado el momento de jugar sobre seguro.

Pensé que se iba a echar a reír, pero no contestó, y su cuerpo se quedó inmóvil debido a la tensión repentina. El color dorado de sus ojos pareció endurecerse y pasar de estado líquido a sólido.

Reflexioné sobre mis palabras y me di cuenta de lo que él habría oído en ellas.

—Bella… —susurró él.

—No empieces otra vez con eso —le contesté—. Un trato es un trato.

—No lo sé. Es muy difícil concentrarse cuando estamos así, juntos. Yo… yo no consigo pensar con coherencia. No soy capaz de controlarme y podrías terminar herida.

—Estaré bien.

—Bella…

—¡Calla!

Apreté mis labios contra los suyos para detener su ataque de pánico. Ya había escuchado esto antes. No le iba a consentir que rompiera nuestro acuerdo. No después de haberme exigido que me casara con él primero.

Me devolvió el beso durante un momento, pero quedó claro que ya no estaba tan implicado en él como antes. Siempre preocupado, siempre. Qué diferente sería cuando no tuviera que preocuparse más por mí. ¿Qué es lo que iba a hacer con todo el tiempo que le iba a quedar libre? Tendría que buscarse un nuevo pasatiempo.

—¿Qué tal están tus pies? ¿Fríos?[1]

—Calentitos —contesté de inmediato, sabiendo que no se refería a ellos de modo literal.

—¿De verdad? ¿No te lo has pensado mejor? Todavía puedes cambiar de idea.

—¿Intentas dejarme plantada?

Se echó a reír entre dientes.

—Sólo me cercioro. No quiero que hagas algo de lo que no estés convencida.

—Estoy segura de ti, ya me las apañaré con el resto.

Él vaciló y me pregunté si no habría sido mejor que me metiera el pie en la boca.

—¿Podrás? —me preguntó en voz baja—, y no me refiero a la boda, porque estoy bastante convencido de que sobrevivirás a pesar de tus quejas, pero después de todo… ¿Qué hay de Renée y de Charlie?

Suspiré.

—Pues que les echaré de menos.

Peor aún, porque serían ellos los que me echarían de menos a mí, pero no quería darle ninguna gasolina con la que alimentar su reflexión.

—Y a Angela, Ben, Jessica y Mike.

—Sí, también echaré de menos a mis amigos —sonreí en la oscuridad—. Especialmente a Mike. ¡Oh, Mike! ¿Cómo voy a poder vivir sin él?

Edward gruñó.

Me eché a reír, pero después me puse seria.

—Edward, ya hemos pasado por esto. Sé que será duro, pero es lo que deseo de verdad. Te quiero a ti y que sea para siempre. Una sola vida no es bastante.

—Quedarse congelado para siempre a los dieciocho —susurró él.

—El sueño de cualquier mujer hecho realidad —bromeé.

—No cambiarás nunca… No avanzarás jamás.

—¿Qué quieres decir con eso?

Él respondió pronunciando con lentitud las palabras.

—¿Te acuerdas de cuando le dijimos a Charlie que queríamos casarnos y él creyó que estabas… embarazada?

—Y pensó en pegarte un tiro —adiviné con una risa—. Admítelo… Lo consideró seriamente durante un segundo.

Él no contestó.

—¿Qué pasa, Edward?

—Sólo es que en ese momento deseé… bueno, me habría gustado que fuera cierto.

—Oh, vaya —exclamé, con un jadeo.

—Más aún, que hubiera alguna manera de poder hacerlo realidad. Que tuviéramos esa posibilidad. Odio arrebatarte eso también.

Me llevó un minuto contestarle.

—Sé lo que estoy haciendo.

—¿Y cómo puedes saberlo, Bella? Mira a mi madre, y a mis hermanas. No es tan fácil como crees.

—Pues Esme y Rosalie lo llevan estupendamente. Si luego se convierte en un problema podemos imitar a Esme, adoptaremos.

Él suspiró, y entonces su voz se volvió fiera.

—¡Esto no está bien! No quiero que hagas sacrificios por mí. Deseo darte cosas, no quitártelas. No quiero robarte tu futuro. Si yo fuera humano…

Le puse la mano sobre los labios.

—Tú eres mi futuro. Así que déjalo ya. No te pongas en plan deprimente o llamo a tus hermanos para que vengan y te lleven con ellos. Quizá es verdad que necesitas una despedida de soltero.

—Lo siento. Sueno deprimente, ¿verdad? Deben de ser los nervios.

—¿Tienes los pies fríos?

—No en ese sentido. He estado esperando todo un siglo para casarme contigo, señorita Swan. La ceremonia de la boda es la única cosa a la que no puedo esperar… —se interrumpió en mitad de la idea—. ¡Oh, por el amor de todos los santos!

—¿Pasa algo malo?

Apretó los dientes con fuerza.

—No vas a tener que llamar a mis hermanos. Parece ser que Emmett y Jasper no están por la labor de dejarme en paz esta velada.

Le estreché muy fuerte durante un segundo y luego le dejé ir. No tenía la más mínima posibilidad de ganar a Emmett en un tira y afloja.

—Pásatelo bien.

Hubo un chirrido en la ventana. Alguien arañaba el cristal con unas uñas como el acero hasta provocar un sonido horroroso, de esos que te obligan a taparte los oídos y te ponen el vello de punta. Me estremecí.

—Si no haces que salga Edward —susurró Emmett con voz amenazadora, aún invisible en la oscuridad—, entraremos a por él.

—Vete —rompí a reír—. Vete antes de que echen la casa abajo.

Él puso los ojos en blanco, pero se levantó con sólo un movimiento fluido y se puso la camiseta en otro más. Se inclinó y me besó la frente.

—Duerme algo. Mañana te espera un buen día.

—¡Gracias! Seguro que eso me ayudará a relajarme.

—Te veré en el altar.

—Yo soy la que va de blanco —sonreí por lo displicente que había sonado.

Él se echó a reír y repuso:

—Muy convincente.

Y después se agachó, con los músculos contraídos para saltar, hasta que se desvaneció fuera de mi ventana aterrizando tan rápidamente que mis ojos no pudieron seguirle.

En el exterior se oyó un golpe sordo y apagado; a continuación, escuché maldecir a Emmett.

—Será mejor que no le hagáis llegar tarde —murmuré, sabiendo que podían oírme.

Y entonces Jasper se asomó por mi ventana con su pelo del color de la miel brillando a la débil luz de la luna que se veía entre las nubes.

—No te preocupes, Bella. Le llevaremos a casa con tiempo suficiente.

De pronto, me sentí muy tranquila y todas mis quejas dejaron de tener importancia. Jasper era, a su propia manera, igual de efectivo que Alice con sus increíblemente precisas predicciones. Pero lo suyo no era el futuro. Jasper tenía un don natural para manejar los estados de ánimo. Por mucho que te resistieras, acababas sintiéndote exactamente como él deseaba.

Me senté con torpeza, todavía enredada en la manta.

—¿Jasper? ¿Qué es lo que hacen los vampiros en sus despedidas de soltero? ¿No le iréis a llevar a un club de striptease, verdad?

—¡No le digas nada! —gruñó Emmett desde abajo, pero hubo otro golpe sordo y Edward se echó a reír por lo bajo.

—Tranquilízate —me instó Jasper, y así lo hice—. Nosotros, los Cullen, tenemos nuestra propia versión. Sólo unos cuantos pumas, y un par de osos pardos. Casi una noche como otra cualquiera.

Me pregunté si yo llegaría a sonar igual de caballerosa cuando hablara de la dieta vampírica «vegetariana».

—Gracias, Jasper.

Él me guiñó un ojo y desapareció de la vista.

Afuera no se oía absolutamente nada, sólo zumbaban los ronquidos sofocados de Charlie a través de las paredes.

Me quedé echada sobre las almohadas, sintiéndome algo soñolienta. Miré con fijeza las paredes de mi pequeña habitación, que brillaban con una palidez deslucida bajo la luz de la luna, entre mis párpados pesados.

Era la última noche que pasaría en mi cuarto. Mi última noche como Isabella Swan. Al día siguiente sería Bella Cullen. Aunque toda la ceremonia matrimonial era como una lanza en el costado, debía admitir que me gustaba cómo sonaba.

Dejé que mi mente vagabundeara de manera perezosa durante un momento, a la espera de que el sueño me arrastrara con él, pero al cabo de unos cuantos minutos me encontraba más alerta, mientras sentía cómo la ansiedad inundaba mi estómago, retorciéndolo de la forma más desagradable. La cama me parecía demasiado blanda, demasiado cálida, sin Edward. Jasper estaba lejos y se había llevado con él todas las sensaciones de relajación y de paz.

Mañana iba a ser un día muy pero que muy largo.

Era consciente de que la mayoría de mis miedos resultaban estúpidos, sólo tenía que superarlos; pero preocuparse era una parte inevitable de la vida y no siempre podías fundirte con el ambiente, así como así. Lo cierto era que sí tenía una serie de problemas concretos, del todo legítimos.

El primero era la cola del vestido de boda. Alice había dejado que su sensibilidad artística predominara claramente sobre las cuestiones prácticas. Maniobrar por las escaleras de los Cullen con tacones y una cola me parecía casi imposible. Debería haber practicado antes.

Y luego estaba la lista de invitados.

La familia de Tanya, el clan de Denali, llegaría en algún momento previo a la ceremonia.

Habría sido poco delicado poner a la familia de Tanya en la misma habitación que nuestros invitados de la reserva quileute, el padre de Jacob y los Clearwater. Los de Denali no es que fueran muy amigos de los licántropos que digamos. De hecho, la hermana de Tanya, Irina, ni siquiera iba a venir a la boda. Todavía abrigaba el deseo de emprender una vendetta contra los hombres lobo por haber acabado con su amigo Laurent justo cuando él se disponía a matarme a mí. Debido a esa disputa los de Denali habían abandonado a la familia de Edward en su peor momento. Y había sido la alianza con los lobos quileute, poco deseada por ambas partes, la que habían salvado todas nuestras vidas cuando la horda de vampiros neófitos nos atacó…

Edward me había prometido que no habría ningún peligro en tener a los de Denali cerca de los quileute. Tanya y toda su familia, aparte de Irina, se sentían terriblemente culpables por haberles dejado abandonados a su suerte. Una tregua con los licántropos era un precio pequeño que pagar por aquella deuda.

Y ése era el gran problema, aunque había otro más pequeño, también: mi frágil autoestima.

Nunca había visto antes a Tanya, pero estaba convencida de que el encuentro no sería una experiencia nada agradable para mi ego. Hacía mucho tiempo, antes de que yo naciera probablemente, ella había jugado sus bazas con Edward; y no es que yo la culpara a ella o a nadie por quererle. Aun así, seguro que sería hermosa como poco y magnífica en el peor de los casos. Aunque Edward me prefería claramente —cosa que me costaba creer—, yo no podría evitar las comparaciones.

Le había refunfuñado un poco a Edward, que conocía mis debilidades, y ello me hizo sentir culpable.

—Somos lo más parecido que tienen a una familia —me recordó él—. Todavía se sienten huérfanos, ya sabes, después de todo este tiempo.

Así que cedí, ocultando mi descontento.

El aquelarre de Tanya era ahora casi tan grande como el de los Cullen. Contaba con cinco miembros: Tanya, Kate e Irina a los que se habían unido Carmen y Eleazar, de un modo muy parecido al que se habían unido Alice y Jasper a los Cullen. Todos ellos deseaban vivir de un modo más humano al que solían estar acostumbrados los vampiros.

Pero a pesar de toda la compañía, Tanya y sus hermanas se sentían solas en cierto sentido. Todavía estaban de luto, porque hacía mucho tiempo también habían tenido una madre.

Podía imaginarme el vacío que su pérdida les habría dejado, incluso después de mil años. Intentaba imaginarme a la familia Cullen sin su creador, su centro y su guía: su padre, Carlisle. No podía, ésa era la verdad.

Carlisle me había contado la historia de Tanya durante una de las muchas noches que me había quedado hasta tarde en la casa de los Cullen, aprendiendo todo lo que podía, preparándome para el futuro que había elegido. La historia de la madre de Tanya era una entre otras muchas, un cuento con moraleja que ilustraba una de las reglas que tenía que cumplir cuando me uniera al mundo de los inmortales. Sólo una regla, en realidad, una ley que luego se plasmaba en mil facetas diferentes: «Guarda el secreto».

Mantener el secreto significaba un montón de cosas: vivir sin llamar la atención; como los Cullen, mudándose a otro lugar antes de que los humanos sospecharan que no envejecían. O manteniéndose alejados de cualquier humano, excepto a la hora de la comida, claro, del modo en que habían vivido nómadas como James y Victoria, modo en el cual aún vivían los amigos de Jasper, Peter y Charlotte. Eso significaba mantener el control de los vampiros que hubieras creado, como había hecho Jasper cuando vivía con María, o como no había sido capaz de hacer Victoria con sus neófitos.

Y sobre todo significaba no crear cualquier cosa, porque algunas creaciones terminan siendo imposibles de controlar.

—No sé cuál era el nombre de la madre de Tanya —admitió Carlisle, y sus ojos de color dorado, casi del mismo tono que el de su cabello claro, se entristecieron al recordar el dolor de Tanya—. Nunca hablan de ella si pueden evitarlo, ni piensan en ella por voluntad propia.

»La creadora de Tanya, Kate e Irina (quien también las amó, creo) vivió muchos años antes de que yo naciera, durante el tiempo de una plaga que cayó sobre nuestro mundo, la plaga de los niños inmortales.

»No logro entender ni de lejos en qué estarían pensando aquellos antiguos para convertir en vampiros a humanos que eran poco más que niños.

Me tragué la bilis que me subió por la garganta mientras imaginaba lo que estaba describiendo.

—Eran muy hermosos —me explicó Carlisle con rapidez, viendo mi reacción—, tan simpáticos y encantadores que no te lo puedes ni imaginar. Bastaba su proximidad para quererlos, era algo casi automático.

»Pero no se les podía enseñar nada. Se quedaban paralizados en el nivel de desarrollo en el que estuvieran cuando se les mordía. Algunos eran adorables bebés de habla ceceante y llenos de hoyuelos que podían destruir un pueblo entero en el curso de una de sus rabietas. Si tenían hambre, se alimentaban y no había forma de controlarlos con ningún tipo de advertencias. Los humanos los vieron, comenzaron a circular historias, y el miedo se extendió como el fuego por la maleza seca…

»La madre de Tanya creó a uno de esos niños, y como me ocurre con los demás antiguos, no puedo tener ni una idea lejana de sus razones para hacerlo —inhaló profunda y lentamente—. Y por supuesto, eso implicó a los Vulturis.

Yo siempre me encogía ante la mención de ese nombre, pero claro, la legión de vampiros italianos, algo así como la realeza vampírica según ellos mismos, era una parte central de esta historia. No podía haber leyes si no hubiera castigos, y no habría castigo sin alguien que lo impartiera. Los antiguos Aro, Cayo y Marco controlaban las fuerzas de los Vulturis. Yo sólo me había topado con ellos en una ocasión, pero en aquel fugaz encuentro me había parecido que Aro, con su poderoso don para leer la mente, era su auténtico líder.

—Los Vulturis estudiaron a los niños inmortales, tanto en su hogar de Volterra como en todo alrededor del mundo. Cayo decidió que los más jóvenes eran incapaces de proteger nuestro secreto y que por eso debían ser destruidos.

»Ya te dije que eran adorables, y bueno, los miembros de los aquelarres lucharon con intensidad para protegerlos, por lo que quedaron diezmados. La carnicería no se extendió tanto como las guerras del sur en este continente, pero en cierto modo resultó más devastadora porque afectó a aquelarres que llevaban mucho tiempo funcionando, viejas tradiciones, amigos… Se perdieron muchas cosas. Al final, la práctica quedó completamente eliminada. Los niños inmortales se convirtieron en algo que no se debía mencionar, un tabú.

»Cuando yo vivía con los Vulturis, me encontré con dos de esos niños inmortales, así que conozco de primera mano su encanto. Aro estudió a los pequeños durante muchos años después de que tuviera lugar la catástrofe que habían causado. Ya conoces esa inclinación que siente por las incógnitas, y tenía la esperanza de que pudieran dominarse; pero al final, la decisión fue unánime: no se debía permitir que existieran niños inmortales.

Ya casi se me había olvidado la historia de la madre de las hermanas de Denali cuando él volvió a mencionarlas.

—En realidad no está muy claro lo que ocurrió con la madre de Tanya —siguió contando Carlisle—. Tanya, Kate e Irina vivieron completamente ajenas a todo hasta el día en que los Vulturis vinieron a buscarlas, a ellas y a su madre, por la creación ilegal del niño, y las convirtieron en prisioneras. Lo que salvó la vida de Tanya y sus hermanas fue su ignorancia. Aro las tocó y descubrió su total desconocimiento del asunto, de modo que no fueron castigadas como su madre.

»Ninguna de ellas había visto nunca antes al niño, o ni siquiera soñado con su existencia, hasta el día en que le vieron arder en los brazos de su madre. Sólo puedo suponer que ella mantuvo el secreto para protegerlas precisamente de esa situación. Pero en cualquier caso, ¿por qué lo había creado? ¿Quién era él y qué significaba para ella cuando no le importó el peligro de cruzar aquella línea? Tanya y las otras nunca recibieron contestación a ninguna de estas preguntas, pero jamás dudaron de la culpabilidad de su madre y no creo que la hayan perdonado del todo.

»Cayo quería hacer quemar a las tres hermanas, incluso aunque Aro estaba completamente seguro de su inocencia. Las consideraba culpables por asociación. Tuvieron mucha suerte de que Aro se sintiera aquel día bastante compasivo y fueron perdonadas, aunque les quedó en sus corazones heridos un respeto muy sano por la ley…

No estoy segura de cuándo el recuerdo de aquella conversación dio paso al sueño. Durante un instante me pareció seguir escuchando a Carlisle en mi memoria, mirando su rostro, y luego, en algún momento posterior, me encontraba contemplando un campo desierto, gris, y aspirando el olor denso del incienso quemado en el aire. Y no estaba sola.

Había un grupo de figuras en el centro del campo, todas envueltas en capas del color de la ceniza. Lo normal es que me hubieran aterrorizado, porque evidentemente no podían ser otros que los Vulturis y yo seguía siendo humana, en contra de lo que ellos habían decretado en nuestro último encuentro. Pero sabía, como sólo se sabe en los sueños, que no podían verme.

Dispersas en distintos montones por el suelo se veían piras que desprendían humo. Reconocí su dulzura en el aire y no me acerqué para examinarlas. No tenía ninguna gana de ver los rostros de los vampiros que habían ejecutado, temiendo que pudiera reconocer alguno en aquellas piras ardientes.

Los soldados de los Vulturis permanecían en círculo alrededor de algo o alguien, y escuché sus voces susurrantes que se alzaban muy agitadas. Me acerqué al borde de sus capas, empujada por el mismo sueño, para ver qué cosa o persona estaban examinando con un interés tan intenso. Me deslicé sigilosamente entre dos de aquellos sudarios susurrantes y finalmente pude ver el objeto de tal debate, alzado sobre un pequeño montículo que se cernía sobre ellos.

Era hermoso y adorable, tal y como Carlisle lo había descrito. Todavía era un niño pequeño, con poco más de dos años. Unos rizos de color marrón claro enmarcaban su rostro de querubín de mejillas redondeadas y labios llenos. Estaba temblando con los ojos cerrados, como si estuviera demasiado asustado para ver cómo se le acercaba la muerte a cada segundo que pasaba.

Me abrumó una necesidad tan poderosa de salvar a aquel niño encantador y aterrorizado que dejaron de importarme los Vulturis, a pesar de la devastadora amenaza que suponían. Pasé de largo a su lado, sin preguntarme si ellos se daban cuenta de mi presencia. Salté hacia el niño.

Pero me quedé clavada en el sitio cuando tuve una visión más clara del montículo sobre el que se sentaba. No era de roca y tierra, sino que estaba formado por una pila de cuerpos humanos, vacíos de sangre y sin vida. Era demasiado tarde para no ver sus rostros. Los conocía a todos ellos: Angela, Ben, Jessica, Mike… Y justo al lado de aquel chico tan adorable estaban los cuerpos de mi madre y mi padre.

El niño abrió sus brillantes ojos del color de la sangre.

El gran dia

El gran día

Los párpados se me abrieron solos de sopetón.

Me quedé temblorosa y jadeante en mi cálida cama durante unos minutos, intentando liberarme del sueño. El cielo fuera de mi ventana se volvió gris y después pasó al rosa pálido mientras esperaba a que se calmara mi corazón.

Me sentí un poco enfadada conmigo misma cuando regresé por completo a la realidad de mi desordenada habitación. ¡Vaya sueño para tener la noche antes de mi boda! Eso era lo que había conseguido obsesionándome con historias perturbadoras en mitad de la noche.

Deseosa de sacudirme de encima la pesadilla, me vestí y me dirigí hacia la cocina mucho antes de lo necesario. Primero limpié las habitaciones que ya había ordenado y luego, cuando Charlie se levantó, le hice crepes. Estaba demasiado nerviosa para comer, así que me senté en el borde del asiento mientras él desayunaba.

—Debes recoger al señor Weber a las tres en punto —le recordé.

—Pues no es que tenga muchas más cosas que hacer además de traer al sacerdote, Bells. No es probable que se me olvide esa única tarea —Charlie se había tomado todo el día libre por la boda, y se sentía ocioso. De vez en cuando sus ojos fluctuaban furtivamente hacia el armario que había debajo de las escaleras, donde guardaba el equipo de pesca.

—Ése no es tu único trabajo. También debes estar vestido de manera correcta y presentable.

Él miró con cara de pocos amigos su cuenco de cereales y masculló las palabras «traje de etiqueta».

Se oyeron unos golpes impacientes en la puerta principal.

—Y tú crees que lo llevas mal —repuse yo, haciendo una mueca mientras me levantaba—. Alice no me va a dejar ni respirar en todo el día.

Charlie asintió pensativo, concediéndome que no le había tocado la peor parte en toda esta traumática experiencia. Me incliné para besarle en la parte superior de la cabeza mientras pasaba por su lado, él se ruborizó y refunfuñó, y luego continué hasta llegar a la puerta donde estaba mi mejor amiga y futura cuñada.

El pelo corto de Alice no tenía su habitual aspecto erizado: mostraba una apariencia suave debido a los pulcros tirabuzones alrededor de su rostro de duende, que sin embargo, por contraste, mostraba una expresión de mujer muy atareada. Me arrastró fuera de la casa con apenas un «Qué hay, Charlie» exclamado por encima del hombro.

Alice me evaluó mientras se metía en su Porsche.

—¡Oh, demonios! ¡Mírate los ojos! —chasqueó la lengua en reproche—. ¿Qué es lo que has hecho? ¿Has estado levantada toda la noche?

—Casi toda.

Me miró con cara de pocos amigos.

—No es que tenga mucho tiempo para dejarte asombrosa, Bella, la verdad es que podrías haber cuidado un poco mejor la materia prima.

—Nadie espera que esté asombrosa. Creo que el peor problema de todos será más bien que me quede dormida durante la ceremonia, no sea capaz de decir «sí, quiero» en el momento oportuno, y entonces Edward aproveche para huir de mí.

Ella se echó a reír.

—Te tiraré mi ramo de flores cuando se acerque el momento.

—Gracias.

—Al menos, mañana tendrás un montón de tiempo para dormir en el avión.

Alcé una ceja. «Mañana», musité para mí. Si nos íbamos esa noche después de la recepción, y todavía estaríamos en un avión al día siguiente… bueno, entonces no viajaríamos a Boise, Idaho. A Edward no se le había escapado ni una sola pista. Yo no me sentía demasiado emocionada por el misterio, pero resultaba extraño no saber dónde dormiría la noche siguiente. O era de esperar que no estuviera durmiendo…

Alice se dio cuenta de que me había dado en qué pensar y frunció el ceño.

—Bueno, ya estás lista y tu maleta preparada —me dijo, con intención de distraerme.

Y funcionó.

—¡Alice, me hubiera gustado que me dejaras empaquetar mis propias cosas!

—Eso te hubiera proporcionado demasiada información.

—Y tú hubieras perdido una oportunidad para ir de compras.

—Serás mi hermana oficialmente dentro de diez cortas horas… Va siendo hora de que abandones tu aversión a la ropa nueva.

Fulminé con la mirada el parabrisas, aunque un tanto grogui, hasta que llegamos cerca de la casa.

—¿Ha regresado ya? —le pregunté.

—No te preocupes, estará aquí antes de que empiece la música, pero tú no debes verle, no importa cuándo regrese. Vamos a hacer todo esto a la manera tradicional.

Yo resoplé.

—¡Tradicional!

—Vale, tradicional si dejamos a un lado a los novios.

—Ya sabes que él seguramente habrá echado una ojeada a hurtadillas.

—¡Oh, no! Yo he sido la única que te ha visto con el vestido. He tenido mucho cuidado de no pensar en él cuando Edward andaba cerca.

—Bueno —comenté mientras ella giraba hacia el sendero de la entrada—. Ya veo que has reutilizado la decoración de tu graduación —los cuatro kilómetros y medio que llevaban hasta la casa habían sido decorados con miles de luces titilantes, a las que había añadido esta vez lazos blancos de satén.

—Lo que desperdicias es porque no lo sabes apreciar. Disfruta de esto, porque no te voy a dejar ver nada de la decoración del interior hasta que llegue la hora.

Entró en el cavernoso garaje situado al norte de la casa principal. El enorme Jeep de Emmett aún no estaba allí.

—¿Y desde cuándo no se le permite ver la decoración a la novia? —protesté yo.

—Desde que yo me he quedado a cargo de la boda al completo. Quiero que percibas todo el impacto cuando bajes las escaleras.

Me colocó las manos sobre los ojos antes de dejarme entrar en la cocina e inmediatamente me asaltó el aroma.

—¿Qué es eso? —le pregunté mientras me guiaba por la casa.

—¿Crees que me he pasado? —la voz de Alice sonó repentinamente preocupada—. Eres el primer humano que entra. Espero haberlo hecho bien.

—¡Pero si huele de maravilla! —le aseguré. Era casi embriagador, pero no del todo abrumador, y el equilibrio de las diferentes fragancias resultaba sutil e impecable—. Azahar… lilas… y algo más, ¿estoy en lo cierto?

—Muy bien, Bella. Sólo has olvidado las fresias y las rosas.

No me descubrió los ojos hasta que llegamos a su gigantesco baño. Me quedé mirando la enorme encimera cubierta con toda la parafernalia de un salón de belleza y comencé a sentir los efectos de mi noche sin sueño.

—¿Realmente hace falta todo esto? En cualquier caso voy a parecer insignificante a su lado, no importa lo que hagas.

Ella me empujó hasta que me senté en una silla baja de color rosa.

—Nadie osará considerarte insignificante cuando haya acabado contigo.

—Sí claro, pero eso será sólo porque les dará miedo que les chupes la sangre —mascullé. Me incliné hacia atrás en la silla y cerré los ojos, esperando poder echar un sueñecito mientras tanto.

Me adormilé un poco y me desperté a ratos mientras ella ponía mascarillas, pulía y sacaba brillo a cada una de las superficies de mi cuerpo.

No fue hasta después del almuerzo cuando Rosalie se deslizó a través de la puerta del cuarto de baño con una relumbrante bata plateada y el pelo dorado apilado en una suave corona en la parte superior de la cabeza. Estaba tan hermosa que me dieron ganas de llorar. ¿Qué sentido tenía arreglarse tanto teniendo por allí a Rosalie?

—Ya han regresado —comentó ella, e inmediatamente se me pasó mi pequeño e infantil arranque de desesperación. Edward estaba en casa.

—¡Mantenlo fuera de aquí!

—No creo que se cruce hoy contigo —le aseguró Rosalie—. Le da mucho valor a su vida. Esme les ha puesto a terminar algunas cosas en la parte de atrás. ¿Necesitas ayuda? Puedo arreglarle el pelo.

Se me descolgó la mandíbula y allí se quedó, tambaleándose, mientras yo intentaba recordar cómo se cerraba.

Nunca había sido la persona más querida del mundo para Rosalie. Además, lo que hacía la situación aún más tensa entre nosotras era que ella se sentía personalmente ofendida por la decisión que yo había tomado. A pesar de tener su belleza casi imposible, una familia que la quería, y un compañero del alma en Emmett, ella lo hubiera cambiado todo con tal de ser humana. Y allí estaba yo, arrojando por la borda todo lo que Rosalie deseaba en la vida sin ningún remordimiento, como si fuera basura. Esto no hacía que le cayera demasiado bien.

—Claro —respondió Alice con soltura—. Puedes empezar con las trenzas, quiero que estén muy bien entretejidas. El velo va aquí, justo debajo —sus manos comenzaron a deslizarse por mi cabello, sopesándolo, retorciéndolo e ilustrando con detalles lo que pretendía conseguir. Cuando terminó, las manos de Rosalie la reemplazaron, dándole forma a mi cabello con el tacto ligero de una pluma. Alice volvió a concentrarse en mi rostro.

Una vez que Rosalie recibió los elogios de Alice por mi peinado, la envió a traer mi vestido y después a buscar a Jasper, al que habían encomendado recoger a mi madre y su marido, Phil, en su hotel. En el piso de abajo escuchaba el ruido leve que producía la puerta al abrirse y cerrarse una y otra vez. Las voces comenzaron a elevarse hasta donde estábamos nosotras.

Alice me puso en pie de modo que pudiera colocarme el vestido sobre el peinado y el maquillaje. Me temblaban tanto las rodillas que cuando abrochó la línea de botones de perlas a mi espalda, el satén bailaba haciendo pequeñas ondas hasta llegar al suelo.

—Respira hondo, Bella —me recomendó Alice— e intenta controlar tu pulso. Se te va a correr todo el maquillaje con el sudor.

Le dediqué la expresión más sarcástica que pude improvisar.

—Lo intentaré.

—Yo tengo que vestirme ahora. ¿Puedes apañártelas sola un par de minutos?

—Mmm… ¿a lo mejor sí?

Puso los ojos en blanco y salió disparada por la puerta.

Me concentré en la respiración, contando cada uno de los movimientos de mis pulmones y me quedé mirando fijamente los diseños que la luz del baño dibujaba en la tela brillante de mi falda. Me daba miedo mirarme al espejo, miedo de ver mi imagen vestida de novia porque ello podría provocarme un ataque de pánico a gran escala.

Alice regresó antes de que contara doscientas respiraciones con un vestido que flotaba alrededor de su cuerpo esbelto como una cascada plateada.

—Alice… ¡guau!

—Nada de nada. Nadie se me va a quedar mirando hoy, al menos no mientras tú estés en la habitación.

—Ja, ja.

—Y ahora dime, ¿estás bajo control o tengo que llamar a Jasper?

—¿Ya han vuelto? ¿Ha llegado mi madre?

—Acaba de entrar por la puerta y viene de camino hacia aquí.

Renée había realizado el vuelo hacía dos días y yo había pasado todos y cada uno de los minutos que había podido con ella, claro, cada minuto que pude escatimarle a Esme y la decoración. Creo que se lo estaba pasando tan bien como un chaval que se hubiera quedado encerrado en Disneylandia toda una noche. De algún modo, yo también me sentía igual de decepcionada que Charlie. Había pasado tanto miedo esperando su reacción…

—¡Oh, Bella! —chilló, demasiado efusiva incluso antes de haber entrado en la habitación—, ¡oh, cariño, qué hermosa estás! ¡Creo que me voy a echar a llorar! ¡Alice, eres increíble! Tanto Esme como tú deberíais montar un negocio para organizar bodas. ¿Dónde has encontrado ese vestido? ¡Es divino! Tan gracioso, tan elegante. Bella, parece como si acabaras de salir de una película de Austen —la voz de mi madre sonaba ahora algo lejana y todo en la habitación se volvió ligeramente borroso—. Qué idea tan original, diseñar todo el tema de la decoración a partir del anillo de Bella, ¡es tan romántico! ¡Y pensar que ha pertenecido a la familia de Edward desde el siglo XVIII!

Alice y yo intercambiamos una mirada conspirativa. Mi madre había metido la pata respecto al estilo de mi vestido en más de cien años. La boda realmente no se había centrado en el anillo, sino en el mismo Edward.

Hubo un alto y brusco aclararse de una garganta en la entrada.

—Renée, Esme dice que es hora de que te instales allí abajo —comentó Charlie.

—Bueno, Charlie, ¡pero qué aspecto tan gallardo! —replicó Renée en un tono que sonaba algo sorprendido. Eso quizás explicó el malhumor de la respuesta de Charlie.

—Es cosa de Alice.

—Pero ¿ya es la hora? —dijo Renée como para sí misma, sonando casi tan nerviosa como yo—. Ha ido todo tan rápido. Me siento un poco mareada.

Ya éramos dos.

—Dame un abrazo antes de que baje —insistió Renée—, con mucho cuidado, a ver si voy a estropear algo.

Mi madre me apretó cariñosamente la cintura y después se precipitó hacia la puerta, dándose allí una vuelta para mirarme de nuevo.

—¡Oh, cielos, casi se me olvida! Charlie, ¿dónde está la caja?

Mi padre rebuscó en sus bolsillos un minuto y después sacó de allí una pequeña caja blanca que ofreció a Renée, quien abrió la tapa y me la alargó.

—Algo azul —comentó.

—Y algo viejo también. Pertenecieron a tu abuela Swan —añadió Charlie—, hemos hecho que un joyero reemplazara los esmaltes con zafiros.

Dentro de la caja había dos pesadas peinetas de plata. Sobre los dientes, iban empotrados entre los intrincados diseños florales unos oscuros zafiros azules.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Mamá, papá… No deberíais…

—Alice no nos ha dejado hacer nada más —replicó Renée—, cada vez que lo intentábamos estaba a punto de cortarnos el gaznate.

Se me escapó de entre los dientes una risita histérica.

Alice apareció de pronto e insertó con rapidez las peinetas en el pelo sobre el borde de mis gruesas trenzas.

—Ya tenemos algo viejo y algo azul —reflexionó Alice, dando unos pasos hacia atrás para admirarme—, y tu vestido es nuevo. De modo que aquí…

Me lanzó algo y yo alcé las manos de forma automática para cogerlo; así es como aterrizó en mis palmas una vaporosa liga blanca.

—Es mía y la quiero de vuelta —me comentó Alice.

Yo me ruboricé.

—Ah, qué bien —afirmó Alice satisfecha—. Un poco de color… justo lo que necesitabas. Ya estás oficialmente perfecta —se volvió hacia mis padres con una pequeña sonrisa orgullosa—. Renée, tienes que bajar ya.

—Sí, señora —Renée me envió un beso y se apresuró a salir.

—Charlie, ¿te importaría ir en busca de las flores, por favor?

Mientras Charlie se ausentaba, Alice me quitó la liga de las manos y entonces se inclinó bajo mi falda. Yo jadeé y me estremecí cuando su mano fría me cogió el tobillo para poner la liga en su sitio.

Ya estaba de nuevo en pie antes de que Charlie regresara con dos espumosos ramos de flores blancas. El aroma de las rosas, el azahar y las fresias me envolvió en una suave neblina.

Rosalie, la mejor música de la familia después de Edward, comenzó a tocar el piano en el piso de abajo. El canon de Pachelbel. Empecé a hiperventilar.

—Cálmate, Bells —dijo Charlie. Se volvió a Alice con nerviosismo—. Parece un poco mareada, ¿crees que será capaz de hacerlo?

Su voz me sonó muy lejana y apenas sentía las piernas.

—Se pondrá mejor.

Alice se colocó de pie delante de mí, irguiéndose sobre las puntas de los pies para mirarme mejor a los ojos y me cogió las muñecas con sus manos duras.

—Concéntrate, Bella. Edward te espera allí abajo.

Inhalé un gran trago de aire, deseando recuperar pronto la compostura.

La música se transformó lentamente en una nueva canción. Charlie me dio un codazo.

—Venga, Bells, es nuestro turno para batear.

—¿Bella? —inquirió Alice, aún pendiente de mi mirada.

—Sí —chillé—. Edward, vale —y dejé que me sacara de la habitación con Charlie pegado a mi codo.

La música sonaba muy fuerte y subía flotando por las escaleras junto con la fragancia de un millón de flores. Me concentré en la idea de Edward esperando abajo para conseguir poner los pies en movimiento.

La música me resultaba familiar, la marcha tradicional de Wagner rodeada de un flujo de florituras.

—Es mi turno —replicó Alice—. Cuenta hasta cinco y sígueme.

Ella comenzó una lenta danza llena de gracia mientras bajaba la escalera. Debería haberme dado cuenta de que tener a Alice como mi única dama de honor era un error. Sin duda, iba a parecer mucho más descoordinada andando detrás de ella.

Una repentina fanfarria vibró a través de la música que sobrevolaba el lugar y reconocí mi entrada.

—No dejes que me caiga, papá —susurré y Charlie me colocó la mano sobre su brazo y la sujetó allí con firmeza.

Un paso por vez, me dije a mí misma cuando comencé a descender al ritmo lento de la marcha. No levanté los ojos hasta que vi mis pies a salvo en el piso de abajo, aunque pude escuchar los murmullos y el susurro de la audiencia cuando aparecí a la vista de todos. La sangre se me subió a las mejillas con el sonido; claro que todo el mundo cuenta siempre con la ruborosa novia.

Tan pronto como mis pies pasaron las traicioneras escaleras le busqué con la mirada. Durante un segundo escaso, me distrajo la profusión de flores blancas que colgaban en guirnaldas desde cualquier cosa que hubiera en la habitación que no estuviera viva, pendiendo en largas líneas de vaporosos lazos, pero arranqué los ojos del dosel en forma de enramada y busqué a través de las filas de sillas envueltas en raso, ruborizándome más profundamente mientras caía en la cuenta de aquella multitud de rostros, todos pendientes de mí. Hasta que le encontré al final del todo, de pie, delante de un arco rebosante de más flores y más lazos.

Apenas era consciente de que estuviera Carlisle a su lado y el padre de Angela detrás de los dos. No veía a mi madre donde debía de estar sentada, en la fila delantera, ni a mi nueva familia ni a ninguno de los invitados. Todos ellos tendrían que esperar.

Ahora sólo podía distinguir el rostro de Edward, que llenó mi visión e inundó mi mente. Sus ojos brillaban como la mantequilla derretida, en todo su esplendor dorado, y su rostro perfecto parecía casi severo con la profundidad de la emoción. Y entonces, cuando su mirada se encontró con la mía, turbada, rompió en una sonrisa de júbilo que quitaba el aliento.

De repente, fue sólo la presión de la mano de Charlie en la mía la que me impidió echar a correr hacia delante atravesando todo el pasillo.

La marcha era tan lenta que luché para acompasar los pasos a su ritmo. Menos mal que el pasillo era muy corto. Hasta que por último, al fin, llegué allí. Edward extendió su mano y Charlie tomó la mía y en un símbolo tan antiguo como el mundo, la colocó sobre la de Edward. Yo rocé el frío milagro de su piel y me sentí en casa.

Hicimos los votos sencillos con las palabras tradicionales que se habían dicho millones de veces, aunque jamás por una pareja como nosotros. Sólo le habíamos pedido al señor Weber que hiciera un cambio pequeño y él amablemente sustituyó la frase «hasta que la muerte nos separe» por una más apropiada que rezaba: «tanto como duren nuestras vidas».

En ese momento, cuando el sacerdote recitó esta parte, mi mundo, que había estado boca abajo durante tanto tiempo, pareció estabilizarse en la posición correcta. Comprendí qué tonta había sido temiendo este momento, como si fuera un regalo de cumpleaños que no deseaba o una exhibición embarazosa como la del baile de promoción. Miré a los ojos brillantes, triunfantes de Edward y supe que yo también había ganado, porque nada importaba salvo que me quedaría con él.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que llegó el momento de las palabras que nos unirían para siempre.

—Sí, quiero —me las arreglé para pronunciar con voz ahogada, en un susurro casi ininteligible, pestañeando para aclararme los ojos de modo que pudiera verle el semblante.

Cuando llegó su turno las palabras sonaron claras y victoriosas.

—Sí, quiero —juró.

El señor Weber nos declaró marido y mujer, y entonces las manos de Edward se alzaron para acunar mi rostro cuidadosamente, como si fuera tan delicada como los pétalos blancos que se balanceaban sobre nuestras cabezas. Intenté comprender, a través de la película de lágrimas que me cegaba, el hecho surrealista de que esa persona asombrosa fuera mía. Sus ojos dorados también parecían llenos de lágrimas, a pesar de que eso era imposible. Inclinó su cabeza hacia la mía y yo me alcé sobre las puntas de los pies arrojando mis brazos, con el ramo y todo, alrededor de su cuello.

Me besó con ternura, con adoración y yo olvidé a la gente, el lugar, el momento y la razón… recordando sólo que él me amaba, que me quería y que yo era suya.

Él comenzó el beso y él mismo tuvo que terminarlo, porque yo me colgué de él, ignorando las risitas disimuladas y las gargantas que se aclaraban ruidosamente entre la audiencia. Al final, apartó mi cara con sus manos y se retiró, demasiado pronto, para mirarme. En la superficie su fugaz sonrisa parecía divertida, casi una sonrisita de suficiencia, pero debajo de su momentánea diversión por mi exhibición pública de afecto había una profunda alegría que era un eco de la mía.

El gentío estalló en un aplauso y él movió nuestros cuerpos para ponernos de cara a nuestros amigos y familiares, pero yo no pude apartar el rostro del suyo para mirarlos a ellos.

Los brazos de mi madre fueron los primeros que me encontraron con la cara surcada de lágrimas, cuando al fin retiré con desgana los ojos de Edward. Y entonces me pasaron de mano en mano por toda la multitud, de abrazo en abrazo, y apenas fui consciente de a quién pertenecían los brazos de cada uno de ellos, con la atención prendida de la mano de Edward que aferraba firmemente la mía. Reconocí con claridad la diferencia entre los blandos y cálidos abrazos de mis amigos humanos y los cariñosos y fríos de mi nueva familia.

Pero un abrazo abrasador destacó entre todos los demás, el de Seth Clearwater, que había afrontado una muchedumbre de vampiros para estar allí ocupando el lugar de mi amigo licántropo perdido.

El gesto

El gesto

La ceremonia desembocó suavemente en la fiesta de recepción, correspondiendo con el plan intachable trazado por Alice. En esos momentos se ponía el sol sobre el río: la boda había durado exactamente el tiempo necesario para permitir que el sol se desvaneciera entre los árboles. Las luces del jardín relumbraban mientras Edward me conducía hacia las cristaleras traseras, haciendo brillar las flores blancas. Allí había otras diez mil flores más que ejercían la función de carpa fragante y aireada sobre la plataforma de baile, alzada sobre la hierba entre dos de los cedros más antiguos.

Las cosas se detuvieron, relajadas como la apacible tarde de agosto que nos rodeaba. El pequeño grupo de personas se extendió bajo la suave iluminación que ofrecían las luces titilantes y los amigos que acabábamos de abrazar nos saludaron de nuevo. Ahora era tiempo de hablar, de reír.

—Felicidades, chicos —nos dijo Seth Clearwater, inclinando la cabeza bajo el borde de una guirnalda de flores. Su madre, Sue, se mostraba algo rígida de pie a su lado, vigilando a los invitados con una cautelosa intensidad. Su rostro afilado resultaba fiero, con una expresión que acentuaba su pelo corto de estilo severo; era tan bajita como su hija Leah y me pregunté si se lo había cortado del mismo modo como una forma de mostrar solidaridad. Billy Black, al otro lado de Seth, no estaba tan tenso como Sue.

Cuando miraba al padre de Jacob, siempre me sentía como si estuviera viendo a dos personas en vez de a una. Por un lado, estaba el anciano en silla de ruedas de rostro arrugado y sonrisa blanca que todo el mundo podía ver; y por otro, el descendiente directo de una larga línea de jefes de tribu poderosos y llenos de magia, envuelto en la autoridad con la que había nacido. Aunque la magia había esquivado su generación, debido a la ausencia de un catalizador, Billy todavía formaba parte del poder y la leyenda, que fluían directamente de él hasta su hijo, el heredero de la magia a la que había dado la espalda. Por eso, ahora Sam Uley actuaba como el jefe de las leyendas y de la magia…

Billy parecía extrañamente cómodo considerando la compañía y el suceso al que estaba asistiendo, pero sus ojos negros brillaban como si hubiera recibido buenas noticias. Me sentí impresionada por su compostura. Esta boda debería haberle parecido algo muy malo, lo peor que le podía pasar a la hija de su mejor amigo, al menos a sus ojos.

Sabía que no era fácil para él contener sus sentimientos, considerando el desafío que esta unión iba a proyectar sobre el antiguo tratado entre los Cullen y los quileute, el acuerdo que prohibía a los Cullen crear un nuevo vampiro. Los lobos sabían que se avecinaba una ruptura del tratado, y el aquelarre no tenía idea alguna de cómo reaccionarían. Antes de la alianza habría supuesto un ataque inmediato, una guerra, pero ahora que se conocían mejor unos a otros, ¿podría haber alguna posibilidad de perdón?

Como si fuera una respuesta a esa idea, Seth se inclinó hacia Edward con los brazos extendidos y Edward le devolvió el abrazo con la mano que le quedaba libre.

Vi cómo Sue se estremecía delicadamente.

—Me alegro de que te hayan salido las cosas tan bien, hombre —le dijo Seth—. Me siento feliz por ti.

—Gracias, Seth. Eso significa mucho para mí —Edward se apartó de Seth y miró a Sue y Billy—. Gracias también a vosotros, por dejar que vinie

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