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Antonia Adams fue una niña diminuta y delicada desde el mismo día en el que nació. Su padre pensó que parecía un ángel, una pequeña con una melena de pelo rubio platino, rizos de un rubio más suave a medida que crecía y enormes ojos azules. Lo miraba fijamente a la cara, antes incluso de empezar a hablar, como si tuviera algo que decir. Al principio no era tímida, pero poco a poco la timidez la fue embargando al vivir en la batalla permanente que libraban sus padres.
Sabía cuándo debía hablar y cuándo no, y la mayor parte de las veces resultaba más seguro guardar silencio. Aprendió a desaparecer, a ocultarse en las sombras, a hacerse pequeñita y a quedarse callada hasta el punto de que sus padres olvidaban que estaba en la misma habitación. Y cuando llegaba un momento oportuno, cuando las peleas se volvían más acaloradas, podía escabullirse con sigilo. Cegados por la rabia que sentían hacia el otro, sus padres no se acordaban de que Antonia existía y de que incluso se hallaba en la misma estancia que ellos. Había perfeccionado el arte de parecer invisible, casi como un fantasma. Se sentía más segura cuando nadie le prestaba atención. Se quedaba sentada en su cuarto durante horas, leyendo un libro, jugando con sus muñecas o soñando despierta y mirando por la ventana mientras se interesaba por la gente que veía pasar por delante de su casa.
Cuando veía a otros niños, se preguntaba si sus padres también discutían tanto, pero nunca se atrevía a indagar al respecto. Vivía en un mundo de adultos, plagado de hostilidad, y solo en la escuela veía a gente de su edad. Era más bajita que los demás, que a menudo suponían que era más pequeña de lo que era y la consideraban un bebé. No tenía abuelos y sus padres eran hijos únicos, igual que ella, así que en su vida no había más adultos que sus padres.
Hicieron que se sintiera como una intrusa desde el principio. La única forma que conocía para poner remedio a aquella situación era no estar a la vista. Para cuando cumplió siete años, Antonia había perfeccionado el arte de parecer invisible, y así se sentía. Estaba más cómoda cuando nadie la veía. Que alguien reparara en ella, en especial sus padres, parecía ser el preludio de algo peligroso.
Antonia no se parecía en nada a su madre, de origen francés, Fabienne Basquet, una joven de gran carácter con cabello negro, piel pálida de porcelana y labios carnosos, resaltados por un carmín rojo intenso. Tenía los ojos oscuros y brillantes, tan grandes como los de Antonia, y, por lo que ella recordaba, su madre casi siempre estaba enfadada. El padre de Antonia se había enamorado locamente de Fabienne en el primer instante en el que la vio. Más tarde se dio cuenta de que había sido lujuria, no amor. Era una mujer irresistible. Tenía pechos generosos y cintura de avispa, largas piernas delgadas y se recogía el pelo oscuro en una coleta. El cabello le llegaba hasta la cintura en forma de espesa cortina negra cuando se lo soltaba al irse a la cama.
Cuando se conocieron, Fabienne trabajaba como camarera en una cafetería de París. Había entablado una fácil conversación con Brandon Adams mientras le servía y le preguntó de dónde era. Él respondió que de los Estados Unidos, de Nueva York concretamente, y que había ido a París por trabajo. Fabienne vio enseguida que era un hombre adinerado. Llevaba traje a medida y un reloj de oro en la muñeca. Brandon se quedó embelesado por Fabienne. Ella tenía veinticuatro años, él era ocho años mayor. Aquella joven no se parecía a ninguna de las mujeres conservadoras y bien instruidas a las que conocía, y lucía una belleza deslumbrante. Le dijo que quería ser actriz, algo que él creyó sin problemas.
Fabienne procedía de un entorno humilde. Nació durante la época de carencias de la Francia de posguerra. Su madre, Marceline, había sobrevivido a la ocupación nazi y se había enamorado de uno de los soldados norteamericanos que habían llenado la ciudad tras la liberación y tras el fin de la guerra. Le había llamado la atención un buen día por la calle, y él la invitó a comer en una cafetería cercana. Marceline tenía hambre a todas horas. Todo el dinero que ganaba lo invertía en medicamentos para su madre inválida. A su padre lo había matado una explosión de los primeros días de resistencia, y ella llegaba a final de mes aceptando cualquier trabajo que le ofrecieran: fregaba los suelos de restaurantes, servía mesas y hacía de camarera de un hotel modesto.
El apuesto soldado norteamericano fue una respuesta a sus plegarias. La alimentaba, le regalaba bombones y medias. Era un hombre joven de voz suave que la trataba con amabilidad. La madre de Fabienne no sabía que estaba embarazada cuando lo mandaron de nuevo a los Estados Unidos, y él no le dejó ninguna información para que pudieran ponerse en contacto. Para él, Marceline fue una breve experiencia durante la guerra, un recuerdo exótico que lo acompañaría siempre, pero sabía que no volvería a verla jamás. En su país lo esperaba una muchacha con la que pretendía casarse, aunque eso nunca se lo contó a la madre de Fabienne. Ella no tenía por qué enterarse. Él no le hizo ninguna promesa que más tarde incumpliera. Se marchó de París, como hacían otros tantos soldados, con recuerdos indelebles de su estancia en Francia, dejando tras de sí a un bebé cuya existencia ignoraba y que nunca llegó a conocer.
La madre de Fabienne se dio cuenta de que estaba embarazada dos meses después de la partida de él e intentó descubrir su paradero mediante la base militar de París. Se llamaba Jimmy Smith; ella no sabía nada más sobre él, ni siquiera su fecha de nacimiento. En el ejército fueron incapaces de localizarlo. Era uno de los cientos o quizá miles de jóvenes soldados norteamericanos que habían dejado a mujeres y a bebés en París y por toda Europa. El caso de Marceline no era atípico, y su madre murió al poco de que él se fuera. Intentó vivir sola en París, pero no podía permitirse quedarse en la ciudad con una criatura en camino y nadie que la ayudara; poco antes de que Fabienne naciera, se marchó a vivir con su abuela en la Bretaña, donde creció Fabienne. Marceline murió cuando su hija tan solo tenía tres años. Un camión la arrolló cuando volvía a casa en bicicleta de trabajar en una pastelería local. Fabienne era demasiado joven para comprender lo que le había ocurrido a su madre. Cuando cumplió doce años, su bisabuela murió de una apoplejía. Como no tenía otros parientes, la mandaron a un orfanato de Quimper, donde permaneció hasta los dieciocho años. Y entonces, como una paloma que regresa a casa, se fue a París, una ciudad que no conocía pero que había visto en sus sueños desde que era pequeña. Ya por aquella época soñaba con ser actriz, pero la suerte no le sonreía y no encontraba papeles, a pesar de su impactante belleza. Aceptó varios encargos como modelo, pero su silueta era demasiado ancha para serlo, así que se mantenía trabajando de camarera en la cafetería en la que Brandon Adams la conoció poco después de cumplir veinticuatro años. Por entonces ya llevaba seis en París y no había renunciado a su sueño de aparecer algún día en una película. Creía que París era la ciudad más emocionante del mundo y esperaba que un productor la «descubriera».
Fabienne era una superviviente. Había nacido entre adversidades en una larga estirpe de mujeres decididas. Era valiente, intrépida y altanera, y estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes por lo que quería. Brandon lo percibió y la admiró por ello. Jamás la oyó quejarse de su pasado, pero él intuía que no había sido fácil. Lo que lo sedujo por completo fue su espíritu indómito y su belleza deslumbrante. Lo fascinaba, y de ahí que volviera todos los días a la cafetería donde trabajaba para verla. Cuando una noche la acompañó al salir del trabajo hasta casa, el piso en el que alquilaba una habitación pequeña y miserable, Fabienne le contó que su padre era norteamericano, pero que no llegó a conocerlo, ya que regresó a los Estados Unidos antes de que ella naciera y su madre no había sido capaz de localizarlo. No tenía ningún pariente vivo, pero sus circunstancias no parecían desanimarla, y estaba convencida de que tarde o temprano conseguiría labrarse una carrera como actriz. Brandon no podía por menos que admirar su valentía. Era la mujer más fuerte, valiente y hermosa que hubiera conocido nunca. Fabienne se acostó con él la segunda vez que la acompañó a casa, y a partir de ese momento Brandon se quedó más embrujado todavía. Antes de volver a Nueva York, le regaló una pulserita de oro con un corazón colgando de una fina cadena, y Fabienne se convirtió en una obsesión. Era incapaz de quitársela de la cabeza. Todas las mujeres a las que había conocido palidecían en comparación. Brandon no se había enamorado hasta entonces y en ese momento creía estarlo. El mero hecho de pensar en ella era una maravillosa tortura, y ardía en deseos de hacerle el amor de nuevo.
El padre de Brandon había muerto en el Pacífico durante la guerra y su madre falleció cuando él estudiaba en la universidad. Sus abuelos habían muerto mucho antes. Su madre procedía de una familia adinerada. No eran sumamente ricos, pero gozaban de una situación holgada, y su padre había dejado a su esposa y a su único hijo dinero suficiente para vivir sin problemas. Pertenecía a una vieja y respetada familia cuya fortuna había ido menguando poco a poco con el tiempo, pero disponían de suficiente capital para que la viuda y el hijo vivieran en un barrio decente, en un piso bonito del Upper East Side neoyorquino, y para que Brandon disfrutara de una buena educación en Columbia y pudiera estudiar una carrera después.
Por otro lado, Brandon había hecho algunas inversiones con buen tino y tenía olfato para los negocios. Invirtió en una empresa de plásticos que fue un éxito durante los años sesenta. Para cuando en 1970 conoció a Fabienne en París, ganaba una considerable cantidad de dinero y vivía bien. Era ambicioso y pretendía ganar mucho más. Hacía poco que había invertido en una segunda empresa que había obtenido unos escandalosos beneficios gracias a los hula hoops. El juguete se había patentado siete años antes, y Brandon había comprado un gran porcentaje de la empresa que lo producía. Un hula hoop era barato de producir y se había puesto de moda en todas partes, y había logrado que la empresa ganara mucho dinero. Invertir en ella siete años más tarde también le permitió a Brandon conseguir mucho dinero gracias a los nuevos productos y a otras inversiones. Tenía buena cabeza para los negocios e instinto para saber qué vendería y qué quería la gente. Hasta el momento no había cometido ni un solo error con sus inversiones.
Su madre no llegó a recuperarse de la muerte de su padre durante la guerra. Vivía aislada, deprimida, y murió muy joven. Enviudó con veintiséis años y murió de cáncer de ovarios a los cuarenta y uno, cuando Brandon tenía veinte. A él lo sorprendió la gran cantidad de dinero de su padre que había ahorrado su madre, sin llegar a trabajar nunca. Su madre había sido una presencia constante en su vida; había sido una mujer amable, pero enviudar muy joven, con un hijo al que criar absolutamente sola, la había dejado alterada y asustada para el resto de sus días. Había dependido por completo de su esposo y, al final, también de los consejos de su hijo. Él intentó tranquilizarla, pero no lo logró. Su madre era una mujer triste y asustadiza, necesitada de más apoyo y protección de los que pudo darle a su hijo. Mientras estudiaba en la universidad, Brandon se mudó a un piso cerca de ella y la visitaba casi todos los días. Atormentada por la ansiedad, su madre era introvertida y reacia a demostraciones de cariño. Que él supiera, su madre nunca había estado con ningún hombre después de la muerte de su esposo, y no era una mujer cariñosa o amable, ni siquiera cuando su marido todavía vivía, sino obediente, refinada y bien educada. La pasión tampoco formaba parte de la naturaleza de Brandon, así que su breve experiencia con Fabienne en París lo golpeó como si de un tsunami se tratara. Las chicas que había conocido y con las que había salido durante la universidad y después de licenciarse eran de buena cuna, habían debutado en sociedad y se habían ido a estudiar una carrera. En ninguna de ellas vio la tosquedad ni la pasión que emanaba Fabienne como si fuera la lava de un volcán. Era una joven que no se contenía nunca, ni en la cama ni en ninguna parte. Su actitud era estimulante para Brandon, que no era un hombre demasiado expresivo, pero esa expresividad le encantaba en ella y le proporcionó cosas que él jamás había experimentado. Lo que habían compartido era una pasión desatada, y Brandon quería más. Estaba convencido de que era amor. Nunca había sentido nada tan intenso por ninguna otra mujer.
Después de pasarse un mes consumido pensando en ella, regresó a París para volver a verla, y esa segunda vez Fabienne le pareció más extraordinaria si cabe. Era una muchacha volátil y transparente, decía lo que pensaba y hacía lo que quería. Se quedó perpleja al verlo aparecer en la cafetería sin avisar, levantarla en brazos y besarla. Consiguió que le dieran cinco días libres en el trabajo, así que fueron juntos a la campiña francesa con el coche que Brandon había alquilado. Para cuando regresaron a París, él sabía que estaba enamorado de ella. Quería llevársela consigo a Nueva York. No soportaba la idea de estar mucho tiempo alejado de Fabienne ni de separarse de nuevo.
—Y cuando te hayas cansado de mí —le dijo ella con seriedad—, ¿qué pasará? —Fabienne sabía lo que le había ocurrido a su propia madre. No quería depender de él en un país desconocido y, como no tenía ninguna intención de quedarse embarazada, había tomado precauciones al respecto, algo que Brandon le agradeció. Estaba loco por ella, pero no estaba preparado para ser padre. Fabienne era suficiente sorpresa en su vida, no hacía falta añadir nada más por el momento.
—Nunca me voy a cansar de ti, Fabienne —repuso con amabilidad. No se lo imaginaba siquiera. ¿Cómo se cansaba uno de una mujer como ella?
—Quizá sí —dijo.
—Nos casaremos antes de que pase. —Los dos se quedaron sorprendidos por las palabras de él. Se le habían escapado de la boca antes de poder frenarlas, y no quiso.
—¿Me estás proponiendo matrimonio?
—Todavía no, pero algún día sí. —Sonrió al oír la pregunta de Fabienne—. Tenemos que decidir qué hacer a continuación. —Ella le respondió momentáneamente haciéndole el amor de nuevo, que en esos instantes era una respuesta válida y a Brandon le recordó hasta qué punto deseaba tenerla en su vida. De pronto, todo lo que había visto antes de conocer a Fabienne resultaba gris.
—¿Y qué pasa con mi carrera de actriz? —le preguntó después de que hicieran el amor. Brandon no se atrevió a replicarle: «¿Qué carrera de actriz?». Fabienne había admitido para sus adentros que los papeles que había aceptado habían sido contados y no la habían llevado a ninguna parte, pero seguía aferrándose a sus sueños de alcanzar la fama algún día.
—En Nueva York te encontraremos un representante. —Con esa belleza espectacular, Brandon pensaba que no sería difícil. Primero Fabienne iba a tener que mejorar el inglés. Lo hablaba con la soltura suficiente como para anotar comandas de norteamericanos en el restaurante, pero necesitaría clases de lengua si quería convertirse en actriz en los Estados Unidos. Su acento era encantador, pero su vocabulario era limitado, aunque entre ellos no había problemas de comunicación, ya que Brandon desenterró el poco francés que le quedaba de haberlo estudiado en el instituto. Se las arreglaban, con estallidos de carcajadas y besos que llenaban los silencios.
Al final de la cuarta visita de Brandon a París para ver a Fabienne en cuestión de tres meses, le pidió matrimonio con un anillo que había llevado desde Nueva York y que había pertenecido a su madre. Era una alianza sencilla con un bonito zafiro. Tenía una excusa para ir a París, puesto que hacía negocios con una empresa de plásticos en Francia, pero Fabienne era la razón principal de sus viajes. La ayudó con el proceso del visado y, cuatro meses después de que se conocieran, Fabienne lo acompañó a Nueva York y se mudó con él en su piso del Upper East Side, que era adecuado para un soltero y un pelín pequeño para los dos. No había nadie que pusiera objeciones a la velocidad ni a la adecuación de su relación, ya que a Brandon no le quedaba ningún pariente vivo. Se casó en el Ayuntamiento un mes más tarde. Para entonces había investigado y encontrado un representante para ella, que le aconsejó que fuera a clases de inglés y de interpretación, y que le sugirió que contactara también con una agencia de modelos. Era una muchacha de físico imponente, y la exuberancia y la energía le salían por los poros. Al reunirse con el representante, se hizo ilusiones y albergó grandes esperanzas de progresar en su carrera.
Brandon trabajaba con ahínco y a menudo se quedaba hasta tarde en el despacho. Fabienne se mantenía ocupada explorando Nueva York y yendo a las clases que el representante le había sugerido. Iba a ver todas las películas que podía para aprender el idioma y, en cuanto Brandon regresaba a casa por la noche, enseguida lo atraía hacia la cama. Él no se arrepintió en absoluto de haberse casado tan deprisa y era la respuesta a las plegarias de ella. Fabienne disfrutaba de una vida cómoda siendo la esposa de un joven emprendedor de éxito que no le negaba nada y que estaba encantado de mimarla siempre que podía. Y estaba emocionada con la idea de labrarse una futuro como actriz.
Brandon le presentó a sus amigos, que se quedaron cautivados por su belleza y comprendieron por qué Brandon estaba tan embelesado con ella. Los hombres tenían celos de él, las mujeres no terminaban de fiarse de Fabienne. Les parecía ambiciosa y exuberante, muy directa, y no les gustaba su fondo de armario sexy. Fabienne prefería los vestidos escotados, que al principio las sorprendió. Creía que los amigos de Brandon eran unos burgueses y las mujeres, demasiado hogareñas, anodinas y conservadoras. Todo el mundo le parecía aburrido. Brandon tenía una vida social limitada, situación que se acentuó cuando Fabienne entró en escena. No todas las anfitrionas de buena cuna deseaban verla. Era una mujer que despedía puro sexo, y no querían que sus esposos se le acercaran.
Brandon invertía todas sus energías en el trabajo, así que no disponía de demasiado tiempo para salir a cenar con sus amigos. Y los fines de semana se reservaba el tiempo libre para pasarlo con ella. Iban a dar un paseo por el parque, al cine, de vez en cuando al teatro. La llevó a cenar a restaurantes famosos y la introdujo en una vida que, en otras circunstancias, Fabienne nunca habría experimentado. De no haber sido por Brandon, seguiría siendo la camarera de una cafetería parisina.
A veces se metía con él por lo reservado que era en público y con sus amigos. Brandon era un tigre en la cama, pero distante con ella en público, y Fabienne lo acusaba de ser un norteamericano puritano. Ella se dejaba llevar por la excitación por él siempre que la embargaba y dondequiera que estuviese, algo que a Brandon no le gustaba, y se lo dijo. Fabienne no llegó a frenarse, y a menudo se iban en plena cena o en plena película por petición de ella para volver a casa y hacer el amor en la cama. Brandon nunca había tenido una relación parecida ni había conocido a ninguna mujer que lo embrujara tanto. El sexo era la fuerza impulsora que los había unido y el vínculo más fuerte que habían creado, y él lo gozaba completamente y lo consideraba un buen inicio para su matrimonio. En su futuro visualizaba una casa en las afueras y dos o tres niños correteando por ahí, pero todavía no estaba en absoluto preparado para eso. Y Fabienne seguía siendo demasiado joven, solo tenía veinticuatro años y antes quería ser actriz, algo que no dudaba en repetir. A Brandon le daba igual esperar unos cuantos años para que su matrimonio desembocara en una situación más hogareña. Los dos eran lo bastante jóvenes como para esperar y convinieron en que no había ninguna prisa. Y él quería levantar sus negocios primero.
El matrimonio dio un inesperado vuelco cuando, cuatro meses después de casarse, Fabienne se enteró de que estaba embarazada, y le pareció una noticia desastrosa. Su inglés iba mejorando, tenía la intención de contactar de nuevo al representante en breve, y ser madre lo ralentizaría todo e interferiría en sus planes profesionales. A Brandon tampoco le hizo especial ilusión la noticia. E