Perfectamente imperfecta

Sandra Real
María José Jiménez

Fragmento

Todo comenzó como un simple deseo de estar linda, un juego que se convirtió en un círculo vicioso: sacar todo lo que entraba a mi cuerpo. Consistía en un ayuno inimaginable que sabía me mataría en cualquier instante; suprimir cualquier antojo que tuviera la osadía de aparecer por mi mente; sumergirme en un estado de comparación sin pausa; verme al espejo y despreciarme como si lo que tuviera en frente fuera ajeno; intentar pasar desapercibida; encerrarme en mí misma y construir un campo hermético al que no permití que entrara nadie; correr sin poder más; subir y bajar escaleras hasta marearme; hacer abdominales todas las noches; trotar en la ducha y hacer sentadillas en donde tuviera la oportunidad. ¿Es eso algo lógico? ¿Tiene alguna de esas situaciones sentido? Pues en ese tiempo para mí sí lo tenía; todo lo que implicara ayunar, fortalecer una ideología ridícula frente a la comida, acrecentar —lastimosamente— un odio propio, moverse, quemar calorías y estar más cerca de lo que yo creía “perfección” —que no era más sino una vil mentira— era mi diario vivir, mi esencia.

Tenía quince años para ese entonces; ya había dejado de ser una niña. Atrás habían quedado la dulce niñita y el mundo encantado en el que siempre ella había sido la reina; me había convertido en una mujercita, aquella que siempre había soñado, pero despertar en una nueva etapa de mi vida había implicado un reto que jamás antes había contemplado. Todo comenzó con que residir dentro de ese cuerpo era muy distinto a como yo quería que se sintiera. Iba por la mitad de octavo, tenía novio y un grupo de amigas que había construido a lo largo de los últimos años; hoy en día me genera un malestar y sabor agrio en la boca el pensar lo ingenua que fui al creerme aquel cuento de que ellas serían “mis amigas verdaderas”. La relación con mis padres era normal, la típica que tiene con ellos una niña adolescente: tensa, con sus altibajos, pero, al fin y al cabo, seguía siendo la niña de sus ojos, como lo había sido desde el día en que nací. Siempre fui esa persona un tanto tímida, pero que al mismo tiempo ansiaba a gritos la atención de los demás; una pequeña que se esforzaba por destacarse en cada cosa que desempeñaba y que necesitaba la aprobación de los que estaban a su alrededor para sentirse bien con sus triunfos. Ser perfecta siempre fue uno de mis ideales, pero la imagen física nunca se destacó dentro de mis prioridades, hasta bien entrada la adolescencia. Y cuando los quince arribaron con todo su fervor, no sabía que junto con ellos también llegaría la génesis de una era oscura y llena de desafíos nunca antes vistos o experimentados por mí.

***

En mi siglo, el XXI, la investigación era fácil, y cuando me refiero a investigación, literalmente hablo de una indagación tan minuciosa que cualquiera habría creído que se trataba de un plan para acabar con la vida de alguien. Todo está en internet, desde lo más macabro hasta la información más útil; así que me sumergí en la red, de lleno y sin darle muchas vueltas al asunto, en los blogs, videos y en todo lo que me acercara más a esa ideología que no dejaba a mi mente en paz, que regía mi vida desde que abría los ojos hasta que me quedaba dormida, luego de ejercitarme. Admito que no me tomó mucho tiempo; lo entendí todo y de forma veloz. No necesité de capacitación alguna para comprender que todo aquello que recogía en mi subconsciente con cada clic se convertiría en una filosofía de vida. Me lo memoricé como si estudiara para un examen y comencé a poner esos consejos, que yo consideraba beneficiosos, en práctica. Y fue así que mi pesadilla nació en carne propia.

En el mundo existe gente mala, pero en internet se ocultan las personas que llevan dentro de sí la maldad en un grado incomprensible. Es más fácil herir tras una pantalla sin saber realmente quién se sienta del otro lado de ella; sin que suene a cliché, son personas que no pueden lidiar con sus propios problemas y quieren arrastrar a otros a los mismos embrollos en los que ellos están metidos. Así, sin más, conocí a Pro Ana y Pro Mia, blogs que, más que una afición, eran mis mayores aliados. Error número 1. Aunque mi papá me diga que son señores dañados y gordos detrás de una pantalla, yo pienso que son individuos que, por alguna u otra razón, llegaron al mismo lugar que yo. Estos dos nombres, o más bien códigos, para representar dos grandes enfermedades, se han convertido para muchos en un credo, en algo sagrado. De nuevo pregunto: ¿tiene eso siquiera una gota de sentido? Para mí, cada cosa que publicaban era verídica. Error número 2. Ana, o más bien Pro Ana, conocida como una princesa y la patrona de la anorexia, fue mi ídolo al comienzo; luego se convirtió en una obsesión; más tarde, en mi fiel compañera, y, por último, en mi verdugo. Ella daba tips para ser delgada, de cómo quitar el hambre —que, por cierto, es metabólicamente imposible—, cómo esconder la comida, salirte con la tuya, engañar a quienes estaban a tu alrededor, convencerte de que la comida era tu enemigo, y un millar de cosas más con un mismo fin: dejarse morir de hambre día y noche.

No era difícil acceder a estos consejos; tristemente había más de una manera de conectarte con la Princesa Ana. En su página había varias viñetas, desde consejos hasta trucos, fotos y videos, enlaces para acceder a chats online o a grupos de WhatsApp, usuario en Skype, página en Instagram, incluso existía la opción de tener citas virtuales. A través del blog podías conectarte con niñas alrededor del mundo; yo, estando en Colombia, podía hablar con alguien en España, y otra pequeña de México podía contactarme a mí. Era una red de personas que buscaban lo mismo, estaban en una carrera hacia la autodestrucción para llegar a una perfección que Pro Ana dictaminaba como “alcanzable si sigues todo lo que te digo, princesa”. Se hacía pasar por una madre comprensiva, que te daba consejos porque quería verte feliz. Cada semana había chats en vivo en donde ella misma hablaba con las participantes. Colgaba en su muro fotos de princesas que eran un ejemplo a seguir, pues habían estado en la misma posición que nosotras, las mil niñas que, embelesadas por una falacia mortal, sucumbíamos ante el poder de la Princesa.

Ella también hablaba de una nueva “amiga”, Alisa, que se había unido hacía poco al blog. Ella sí comía, pero solo alimentos que la ayudaran a ser delgada y, por ende, preciosa. A partir de los comentarios de Alisa, la Princesa Ana decía qué era correcto y qué no, para ser fieles súbditas suyas. Se refería a quienes la leían como “sus princesitas”, afirmaba que las amaba más que nadie y tenía regalitos para todas cada semana: nuevos trucos, innovadoras dietas que según ella no encontraríamos en ningún otro lugar, fotos guía de otras niñas “princesas” para imprimir y llenar nuestra mente. Nunca nada era suficiente para ella; decía que una princesa jamás desistía, pues alcanzar la corona era el objetivo. Por esto, en algunos consejos que posteaba sonaba desafiante y usaba un tono algo fuerte, que ridiculizaba a ciertas niñas —entre esas a mí— porque las hacía sen

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