Una vida genial

Max Lugavere

Fragmento

Título

plecap

Prefacio

A primera vista, mi mamá parecía cumplir con todos los requisitos para tener una larga vida y muy buena salud. No tenía sobrepeso, no bebía y nunca fumó. Comía muchas frutas y verduras, y siempre consumía productos de granos que fueran bajos en grasa, sin sal y “saludables para el corazón”. Por eso fue un shock para mi familia cuando, en 2010, a la edad de 58 años, su cerebro empezó a fallar.

Fue muy sutil al principio, pero pronto se volvió notorio, cuando cocinábamos juntos —una de nuestras actividades favoritas—, que su capacidad para realizar tareas sencillas se había convertido en un esfuerzo mental. Le pedía que me pasara un cucharón, por ejemplo, y le tomaba unos cuantos segundos extra responder. Era extraño ver a mi mamá batallar de pronto, pero nadie en mi familia había tenido problemas cerebrales. Creí que sólo la estaba viendo envejecer.

Todo se volvió un poco más serio cuando le dijo a la familia que había visto a un médico en Nueva York, pero incluso entonces los detalles de su consulta eran difusos, se perdían entre el miedo y la confusión que probablemente estaba experimentando. En agosto de 2011 decidimos agendar un viaje a la Clínica Cleveland, en Ohio, y yo la iba a acompañar. Después de realizar una serie de pruebas esotéricas, el neurólogo levantó la mirada de sus notas y diagnosticó a mi mamá con una rara versión de la enfermedad de Parkinson. Nos entregó unas cuantas recetas y nos mandó a casa.

Esa noche hice lo que cualquier millennial con una conexión wifi haría, y consulté el oráculo de nuestro tiempo: Google. Me enteré de que a mi mamá no sólo le habían prescrito medicamentos para Parkinson, sino para enfermedad de Alzheimer. “¿Por qué Alzheimer?”, me preguntaba. ¿Esto quería decir que mi mamá se iba a morir? ¿Se iba a olvidar de quién era yo?

Conforme estas preguntas comenzaban a circundar mi mente, sentimientos de miedo e impotencia borboteaban y se derramaban como agua hirviendo sobre un fuego muy alto. Me empezó a latir fuerte el corazón, el cuarto se oscureció y todo lo que podía escuchar era un zumbido en los oídos. Me estaba dando un ataque de pánico. ¿Cómo era posible que le estuviera pasando esto a la persona que más amaba, y justo bajo mis narices? ¿Qué podíamos hacer? ¿Cómo la podía salvar?

Al día siguiente volamos de vuelta a Nueva York y empecé a programar consultas con otros médicos. La acompañé a todas porque, si hay algo que una carrera en periodismo me ha enseñado, es cómo hacer preguntas. Desesperado por encontrar respuestas, lo que generalmente obteníamos era poco más de un “diagnóstico y adiós”. Muchas veces un médico añadía otro nuevo medicamento al régimen de mi mamá o aumentaba la dosis de alguno que ya estuviera tomando.

Abatidos, pero aún con esperanza, seguimos buscando. Investigué más, programamos nuevas consultas, y mi mamá siempre tuvo una gran actitud. “Estoy contenta de haber llegado hasta aquí”, decía.

En los años siguientes sus síntomas empeoraron, sobre todo en lo relacionado con el pensamiento. La enfermedad de Alzheimer vuelve efímeros los recuerdos de una persona, como gis sobre una banqueta. En el caso de mi mamá, se parecía más a un estrangulamiento pausado y debilitante de su capacidad cerebral. Perdió la habilidad de comunicarse con cualquier clase de profundidad o riqueza, y muchas veces perdía el hilo de sus pensamientos poco después de empezar a hablar.

Su visión también se vio afectada. La llegué a ver intentar agarrar objetos que no estaban ahí o “no alcanzar” lo que intentaba tomar. Leer era uno de sus pasatiempos favoritos (a mi mamá le encantaba coleccionar libros), pero ya no podía hacerlo. Tenía problemas con los hábitos más elementales de cuidado personal: se le “olvidaba” usar el inodoro, alimentarse y lavarse, y hasta contestar el teléfono. Hasta abrir puertas se volvió un reto. Por supuesto, ya no podía salir de la casa sola.

Luego empezaron los problemas de movimiento. Mi mamá se volvió gradualmente más y más inmóvil; padecía debilidad, entumecimiento e inestabilidad. Se apoyaba en mí, en sus cuidadores o en mis hermanos para sentarse, levantarse y cualquier cosa intermedia.

Yo tenía la tarea de llenar su pastillero, que en algún momento llegó a contener casi una docena de medicinas diferentes. Aunque se supone que debían ayudar, al parecer no lograban nada más que hacerla sentir peor. Varias veces me encontré mirando fijamente las pastillas de colores pastel, preguntándome cómo interactuaba cada una en un sistema progresivamente más frágil. Al darle las pastillas, en ocasiones sentía que la estaba engañando. Pero ¿qué otra opción tenía?

Fue el Día del Trabajo de 2018 cuando todo cambió de nuevo. Estaba trabajando en Los Ángeles cuando me llamó mi hermano.

—Mamá está en urgencias —me dijo.

—¿Por qué? —pregunté. Había estado con ella unos cuantos días antes y habíamos ido al doctor. Notamos un deterioro en su apetito y su cognición, pero la consulta médica fue, como siempre, frustrantemente insignificante.

—Se puso amarilla —dijo mi hermano. Confundidos y preocupados, la llevaron de emergencia.

—Bueno, ¿y qué pasa? —pregunté.

—No saben —contestó—. Creen que puede ser un cálculo biliar, pero…

Antes de que terminara colgué el teléfono y cambié mi vuelo para salir de inmediato. “¿Ahora qué?”, pensé ansioso todo el camino.

Cuando llegué a la sala de urgencias al día siguiente, mi mamá hablaba de una manera ininteligible y estaba, en efecto, un poco amarilla. Los doctores acababan de hacerle una resonancia magnética de abdomen.

Un cálculo biliar sería la explicación perfecta para su inusual tonalidad, pero encontraron algo mucho peor: un tumor. Estaba en la cabeza de su páncreas, presionando el conducto biliar. Esto había hecho que la bilirrubina (el pigmento que les da su color a las heces) se regresara a la sangre, filtrándose a su piel y sus ojos. Y parecía que el cáncer ya se había diseminado.

Pusieron un stent en su ducto biliar y nos fuimos a casa. Pasaron uno o dos días antes de que su coloración volviera a la normalidad. Y su cognición mejoró de inmediato. Durante las siguientes 12 horas parecía ser ella misma de nuevo. Esa noche, con toda la familia reunida, pidió comida china y puso su banda favorita, los Rolling Stones, en la televisión.

Sin embargo, los subsecuentes tres meses fueron de dolor, pérdida de peso e intentos desesperados por encontrar un tratamiento para el cáncer que le brindara a mi mamá un poco de tiempo. Hubo muchos pleitos en la familia por decidir qué tan agresivo debía ser el tratamiento. Después de viajar a tres hospitales distintos quedó claro que los médicos no podían ofrecerle gran cosa, lo que me recordaba esas primeras visitas a los consultorios de los neurólogos. Y, al parecer, todo

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