Alimentos geniales

Max Lugavere

Fragmento

Dedicatoria

Introducción

Antes de tocar dos notas aprende a tocar una, y no

toques una nota a menos que tengas un motivo para hacerlo.

Mark Hollis

Si hace algunos años me hubieran dicho que un día escribiría un libro sobre cómo optimizar el cerebro, habría pensado que me estaban confundiendo con otra persona.

Después de cambiar mi carrera universitaria de medicina a cine y psicología, la idea de emprender una carrera en salud parecía poco probable; por si fuera poco, tiempo después de graduarme me atrincheré en el que consideraba el trabajo de mis sueños: periodista y presentador de televisión y web. Me enfoqué en historias que consideraba poco difundidas y podían tener un impacto positivo en el mundo. Vivía en Los Ángeles —una ciudad que idolatraba desde mis años de adolescente neoyorquino adicto a MTV— y acababa de concluir una temporada de cinco años como presentador y productor de contenido para una cadena de televisión socialmente consciente llamada Current. La vida era maravillosa. Y todo estaba a punto de cambiar.

Sin importar cuánto me encantara la vida en Hollywood, muchas veces volvía al este para ver a mi mamá y a mis dos hermanos menores. En 2010, en una de esas visitas, mis hermanos y yo notamos un cambio sutil en la forma de caminar de mi mamá, Kathy. Tenía 58 años en ese entonces y siempre había sido muy activa, pero de pronto era como si se estuviera moviendo bajo el agua con un traje de astronauta; cada paso y cada gesto parecían decisiones conscientes y deliberadas. Aunque ahora sé más del tema, en ese momento no pude conectar sus movimientos con su salud neurológica.

También empezó a quejarse ligeramente de “neblina” mental. Eso también me pasó desapercibido. Nadie en mi familia había tenido problemas de memoria. De hecho, mi abuela materna vivió hasta los 96 años y estuvo lúcida hasta el final. Pero, en el caso de mi mamá, parecía que la velocidad de su procesamiento general hubiera disminuido; como un buscador web con demasiadas ventanas abiertas. Empezamos a notar que, si le pedíamos que nos pasara la sal en la cena, le tomaba un par de segundos más de lo normal registrarlo. Aunque al principio lo consideré una cuestión de “envejecimiento natural”, en el fondo tenía la escalofriante sospecha de que algo no estaba bien.

No fue sino hasta el verano de 2011, durante un viaje familiar a Miami, que se confirmaron mis temores. Mis papás se divorciaron cuando yo tenía 18 años, y ésa fue una de las pocas veces que estuvimos todos bajo el mismo techo, descansando del calor veraniego en el departamento de mi papá. Una mañana, mi mamá estaba de pie junto a la barra del desayuno. Con toda la familia presente, dudó un momento y luego anunció que había estado teniendo problemas de memoria y había buscado recientemente la ayuda de un neurólogo.

En un tono incrédulo, pero juguetón, mi papá le preguntó:

—¿Es en serio? Entonces, ¿en qué año estamos?

Se nos quedó viendo un momento que se prolongó demasiado.

Mis hermanos y yo nos reímos para romper el silencio incómodo.

—Anda. ¿Cómo es posible que no sepas qué año es?

—No lo sé —contestó mi mamá, y empezó a llorar.

El recuerdo se me quedó grabado en el cerebro. Mi mamá estaba en un punto muy vulnerable, intentando comunicar con valentía su dolor interno, deficiente y consciente; estaba frustrada y asustada, y nosotros no sabíamos. En ese momento aprendí una de las lecciones más duras de la vida: nada más importa cuando se enferma un ser querido.

La avalancha subsecuente de visitas al médico, consultas con especialistas y diagnósticos tentativos culminó en un viaje a la Clínica Cleveland. Mi mamá y yo salimos del consultorio de un connotado neurólogo, mientras yo intentaba interpretar las etiquetas en los frascos de pastillas que tenía en la mano. Parecían jeroglíficos.

Al ver las etiquetas, articulé en silencio los nombres de los medicamentos en pleno estacionamiento del hospital. Ar-i-cept. Sin-e-met. ¿Para qué eran? Con los frascos de pastillas en una mano y un plan de datos ilimitado en la otra, me dirigí hacia el equivalente digital de una mantita reconfortante: Google. En 0.42 segundos, el motor de búsqueda arrojó los resultados que cambiarían el curso de mi vida.

Información sobre Aricept para enfermedad de Alzheimer.

¿Enfermedad de Alzheimer? Nadie había siquiera mencionado el Alzheimer en la consulta. Me empecé a sentir ansioso. ¿Por qué no lo mencionó el neurólogo? Durante un momento, el mundo a mi alrededor dejó de existir, y sólo quedó una voz en mi cabeza.

¿Mi mamá tiene enfermedad de Alzheimer? ¿No es algo que le da a la gente mayor?

¿Cómo era posible que tuviera esa enfermedad a su edad?

Mi abuela tiene 94, y está bien.

¿Por qué está tan tranquila mi mamá? ¿Qué no entiende lo que esto significa? ¿Lo entiendo yo?

¿Cuánto tiempo tiene antes de… lo que sea que vaya a pasar?

¿Qué viene después?

El neurólogo mencionó “Parkinson plus”. ¿Plus de qué? “Plus” sonaba como un bono. Economy Plus en un avión significa más espacio para las piernas, lo que suele ser algo bueno. Pert Plus era un champú más acondicionador; también algo bueno. No. A mi mamá le prescribieron medicamentos para Parkinson y Alzheimer. Su “bono” eran los síntomas de otra enfermedad.

Conforme leía información sobre las pastillas que tenía en la mano, repetí las frases que me saltaban a la vista.

“Incapacidad para frenar la enfermedad.”

“Eficacia limitada.”

“Como un curita.”

Hasta el médico parecía resignado. (Tiempo después escuché una gélida broma que circulaba entre los estudiantes de medicina respecto a la neurología: “Los neurólogos no tratan las enfermedades; las admiran”.)

Esa noche, sentado a solas en nuestra suite del Holiday Inn que estaba a un par de cuadras del hospital, mientras mi mamá descansaba en la otra habitación, me la pasé leyendo mecánicamente en la pantalla de la computadora todo lo que pudiera encontrar sobre enfermedad de Parkinsony Alzheimer, aun cuando los síntomas de mi mamá no embonaban a la perfección con el diagnóstico de ninguna de las dos enfermedades. Confundido, desinformado y con una intensa sensación de impotencia, experimenté algo que nunca me había pasado antes. Se me oscureció la mirada y el miedo se apoderó de mi conciencia. A pesar de la visión limitada, sabía lo que estaba pasando en ese momento. Me latía con fuerza el corazón, me faltaba el aire, tenía la sensación de una amenaza inminente: me estaba dando un ataque de ansiedad. No estoy seguro si duró minutos u horas, pero aun cuando las manifestaciones físicas cedieron, la disonancia emocional permaneció.

Estuve rumiando esa sensación durante los siguientes días. Después de volver a Los Ángeles,

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